Amar es Vencer by Madame P. Caro - HTML preview

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Elena al Padre Jalavieux.

Tengo una gran pena, mi buen señor cura. ¡Máximo de Cosmes se casa conLuciana Grevillois! Él mismo se lo ha dicho a mi padre, cuyos proyectoshan sido así reducidos a polvo.

Y yo he echado de ver, al saber la noticia, que quiero a Máximo más delo que pensaba. Me parece que la vida se ha derrumbado a mi alrededor yque ando por el vacío, hiriéndome en los escombros.

Lo más cruel es que, desde el momento en que me vio coger las cartas deLautrec, me juzga severamente, me cree culpable, y no puedodesengañarlo...

¡Qué imprudente he sido al encargarme del secreto de otra!

¡Cómo mearrepiento de esta fatal condescendencia y del movimiento de lástima queme impulsó a ello!

Mi padre está un poco triste y preocupado, aunque se esfuerza por nodejarlo ver. Estaba acostumbrado a la idea de que Máximo sería su hijo,él mismo me lo ha confesado. Cuando Máximo nos dejó después deanunciarnos su casamiento, nos quedamos los dos unos instantes sinhablar. Después, mi padre me puso la mano en la cabeza y me preguntó sime sorprendía aquel matrimonio.

—Un poco—dije en el tono más tranquilo que pude.

—A mí también me ha sorprendido. Me había figurado que, dentro de algúntiempo, sería dichoso convirtiéndose en mi hijo...

Le hubiera confiadosin temor a mi Elena... porque es un hermoso corazón y lo estimo mucho.¿Qué piensas de su elección?

—No sé si Luciana lo hará muy feliz—dije fluctuando entre la violentaantipatía que sentía en aquel momento por Luciana y el miedo de dejarlaadivinar.

Mi padre me contó que el compromiso de Máximo con Luciana data de unaño, e insistió con bondad en ese punto, dándome a entender que, enaquel momento, Máximo no me conocía. ¡Pobre padre! Le cuesta trabajocomprender que se pueda preferir a Luciana, y acaso creía que mi amorpropio sufría más que el suyo.

Y se engañaba, porque no es eso lo que me hace sufrir. Lo que mepreocupaba entonces era el asombro de que Luciana, comprometida conMáximo, hubiera tratado de casarse con Lautrec. Hay en esto un misterio.Yo no he soñado que ha seguido con él una correspondencia secreta, queme ha encargado de rescatar, aun a riesgo de comprometerme. No lohubiera hecho, sin duda, si hubiera podido sospechar mi cariño a Máximoy presentir lo que yo sentiría ser mal juzgada por él por su causa.Tampoco podía saber que yo me dejaría caer en el garlito. Evidentemente,no tiene ella la culpa de todo esto.

Y, sin embargo, me hace daño verla;su presencia es para mí un suplicio.

En cuanto volvió se apresuró a venir a casa, impaciente por conocer elresultado de mi diplomacia. Pero justamente aquel día una sucesión devisitas se interpuso entre nosotras y no pude hablarle en secreto, ni,mucho menos, entregarle sus cartas. La segunda intentona no fue másdichosa, pues había yo salido.

Hasta ayer no pude llevármela a micuarto, mientras su madre se quedaba con mi padre, y, confieso midebilidad, señor cura, no pude reprimir un movimiento de repulsióncuando me dio la mano.

—¿De modo que ha vencido usted?—me dijo en seguida.—

¿Tiene usted miscartas?

—Aquí están.

Abrí mi cajón y le entregué el sobre cuidadosamente lacrado y en el queestaban escritas estas palabras: «Para quemarlo.»

Luciana le abrió,contó los pliegos, y dijo:

—Están todas... ¡Qué amable ha sido usted!... ¿Le costó trabajoobtenerlas?

—Ninguno... La dificultad estuvo en entregármelas aquella misma nochesin que nadie lo notase.

—¿Y lo logró?

—No por completo... Máximo lo vio.

—¡Máximo!...

Luciana pronunció este nombre con voz alterada.

—Tranquilícese usted—dije un poco amargamente,—todo su desprecio cayósobre mí. Creyó que las cartas me pertenecían.

Luciana no pudo contener un suspiro de alivio.

—¡Pobre Elena!—dijo con embarazo.—Estoy desolada por la contrariedadque le causo a usted.

—Es algo más que una contrariedad—respondí un poco secamente.

Ella me miró, como para penetrar el fondo de mi pensamiento, y replicó:

—Estoy desolada... pero perdóneme usted mi abominable egoísmo. Es unadicha que sus sospechas hayan recaído en otra, porque yo me voy a casarcon Máximo.

—Lo sé.

Me temblaban las manos y los labios, y mis nervios, en intolerabletensión, me dejaban apenas fuerza para hablar.

Luciana continuó:

—Sí... me he decidido... Hace mucho tiempo que Máximo había pedido mimano... y yo vacilaba... La abominable conducta de Lautrec me ha hechover el valor de cada uno.

—Cuento con usted—dije con voz ahogada,—para justificarme con Máximo.Quiero tener su estima.

Luciana pareció apurada y balbució:

—Sí... sin duda... lo haré... Buscaré una ocasión y lo explicaré todode un modo verosímil... Confíe usted en mí y guarde el secreto... Me loha jurado usted.

—No lo olvido.

Necesitaba todas mis fuerzas para contenerme y para contener losmovimientos de aversión que me sacudían los nervios.

Sé que hacía mal, pues no debo odiar ni despreciar a nadie...

Perosufría mucho para ser buena.

Luciana volvió a darme las gracias y a besarme, pero sus caricias meeran odiosas.

¡Oh! señor cura, regáñeme usted, si quiere; muéstreme mi deber; pero,sobre todo, consuéleme. Usted, que sabe el bien y el mal de mi vida y demi alma, deme valor y un poco de su piedad.

Máximo a su hermano.

Dices que no comprendes cómo esa Elena, que te había pintado tan piadosay cándida, se ha dejado arrastrar a una intriga más o menos galante. Note falta nada para decir que la calumnio. ¡Como si las apariencias nofuesen con frecuencia engañadoras! ¡Como si el corazón de las mujeres nofuese desde la cuna un abismo de misteriosa perversidad y de instintivaperfidia!

Y el alma de las devotas, sábelo, es la peor de todas, porque unen a laperversidad de sus instintos, y hasta el desorden de su conducta, lahipocresía de una virtud con que se engañan a sí mismas... Tienen tanaltas aspiraciones, que se creen todavía llevadas por los ángeles cuandoarrastran ya los pies por el fango de los caminos.

No hablemos más de Elena. Ha matado en mí la fe en la inocencia y entodo lo que es puro y verdadero. Esa niña, con sus ojos de madona y susonrisa infantil, ha cometido un asesinato moral.

No quiero pensar más que en Luciana, que, dentro de seis semanas, serámi mujer. Está muy alegre y su humor es igual, dulce y tierno desde quetodo está decidido, y yo le agradezco que sea dichosa, porque eso aliviano sé qué malestar que arrastro conmigo hace ya mucho tiempo, como elque no está dentro de su vocación. Creo que la mía hubiera sido hacermecartujo y pasarme la vida entre cuatro paredes descifrando manuscritos,pues la verdad es que detesto la vida que hago, las relaciones, lasvanidades, la vanagloria del éxito, el placer, y, sobre todo, a lasmujeres, desde la primera a la última; no exceptúo más que a Luciana...con mil trabajos. Hay momentos en que, aun a su lado, me ocurrenpensamientos malos, desconfianzas y duros sarcasmos.

Y la culpa es de Elena. Había imaginado en ella tal ideal de adorablebondad, de ingenua ternura, de sencillez y de rectitud, que, despojadode ese ideal, me encuentro como aplastado en el suelo, como caído de uncampanario, aturdido, quebrantado, incapaz de remontar el vuelo hacialas alturas y condenado a arrastrar mis miembros dislocados y miespinazo roto por el polvo nauseabundo de la vida vulgar.

Termino con esta hermosa imagen para irme a cumplir mis deberes de noviofeliz. ¡Qué comedia es la vida!

Máximo a su hermano.

Así, pues, se vuelve usted irónico, señor hermano, y me hace observarcon malicia que mi última carta está llena de imprecaciones contraElena, mientras que Luciana ocupa en ella muy poco lugar...

¿Qué quieres deducir de ello? La verdad es que la cólera, la indignacióny todos los sentimientos dolorosos, favorecen la elocuencia más que ladicha. ¿Desde cuándo se narra la felicidad? ¿Puedo describirte aldetalle las perfecciones de mi prometida, la riqueza de su talle, lanobleza de su hermosura, ni el encanto atrayente de aquella boca, queparece llamar al beso que rehusa la altivez de la mirada? ¿Te dirécuántas veces he besado sus largos dedos de uñas duras y brillantes? ¿Tecontaré nuestras querellas (existen y tengo que confesar que vienen demí) seguidas de una paz frágil? Me estoy volviendo gruñón y saltaríncomo una cabra, y temo que nuestro matrimonio no sea un modelo dearmonía.

En otro tiempo, ¿te acuerdas? era yo bueno, tenía compasión de todo loque vive y sufre y hubiera sido incapaz de causar la más ligera pena auna criatura humana. Pero me han enseñado que hay que defenderse y estaren guardia, y que lo seguro en este mundo es dar los primeros golpes.Siento que me estoy volviendo todo lo malo que es necesario.

Después de muchos días de no ver a Elena, ayer la encontré en casa de laMarquesa de Oreve. Cuando me acerqué a ella para saludarla, me dio lamano con una mirada de tan suplicante dulzura y con una sonrisa tantriste, que todos mis malos sentimientos vacilaron. ¡Qué poder hubierapodido ejercer sobre mí si hubiera sido tal como yo la imaginaba, si mehubiera amado y las circunstancias nos hubieran unido a tiempo!

Había a su lado una silla vacía y me senté en ella, obedeciendo a unafuerza más poderosa que mi voluntad; pero como no teníamos nada quedecirnos, no atreviéndonos a iniciar ningún asunto íntimo y personal, nohicimos más que cambiar reflexiones tontas sobre los que nos rodeaban,sobre el tiempo y sobre las revistas de la quincena, todo ellointerrumpido por torpes silencios. No me atrevía a levantarme; unaindulgencia repentina y tierna me tenía clavado en aquella silla al ladode la suya,

y

sólo

temía

que

el

fastidio

de

aquella

estúpidaconversación o un detalle imprevisto le hicieran levantarse a ella. Apesar de mis secretos resentimientos, había vuelto a ceder al encantode su dulzura, de la cándida gracia que emana de ella como un perfume yde la alegría un poco melancólica de reanudar nuestra fraternal amistad.

Luciana estaba impaciente al verme tanto tiempo al lado de Elena, yvarias veces había sorprendido sus miradas fijas en nosotros como siquisiera adivinar lo que decíamos.

Por fin se aproximó, acercó una silla y nos pidió con expresiónsonriente permiso para terciar en la conversación.

—¡Bah! Para lo que decíamos... Elena no está inspirada, y yo he dadoprueba de buena voluntad sin resultado.

—No sin resultado... No puede usted figurarse el placer que me haproducido...

Elena dijo aquello con una triste gravedad que quitaba toda trivialidadal cumplido.

Luciana preguntó:

—¿De qué hablaban ustedes?

—Decíamos que el verde será el color de moda de este invierno... Si loduda usted, mire a la de Jansien.

Luciana se echó a reír.

—Es verdad; parece una pradera.

Y Kisseler que se había acercado, añadió:

—No le falta nada; ni la campanilla al cuello.

—Le falta el pastor—replicó Luciana.

Elena estaba distraída y me pareció que acogía, con frialdad las frasescariñosas de Luciana, que estuvo, contra su costumbre, pródiga deellas.

¿Sería la ausencia de Lautrec lo que la tenía tan preocupada?

Así lopensé y sentí renacer todas mis prevenciones.

Lacante, que estaba algo delicado y andaba con dificultad, se retirótemprano con su hija. Y disponíame yo a seguir su ejemplo, cuando SofíaJansien salió al paso.

—No tiene usted la menor atención para las antiguas amigas—

me dijohaciendo monadas.—Apenas me ha saludado usted esta noche, y su bellaLuciana lo guarda tan severamente, que no se le ve a usted por ningunaparte... Ni siquiera me ha anunciado usted su boda.

Le recordé que había intentado en vano encontrarla en su casa y que lahabía escrito para participarle el casamiento.

—Sí, la estricta urbanidad y nada más. Pero yo hubiera querido otracosa...

—¿Qué, señora?

—Un poco más de interés en hablarme de sus proyectos...

antes de quefuesen definitivos... Le hubiera a usted dicho, acaso, cosas...interesantes.

—Siempre es tiempo de decirlas.

—No, no... ya no es tiempo... No hay más que inclinarse ante lasdeclaraciones oficiales... Pero hace usted mal en tratarme como a unacantidad despreciable, se lo aseguro.

—Nada más lejos de mi pensamiento. ¿Qué me hubiera usted dicho,señora, antes de las declaraciones oficiales?

—Le hubiera dado a usted acaso algunas indicaciones útiles...

conarreglo a ciertas observaciones... ¿Quién sabe? Puede que hubiera podidohacerle a usted su horóscopo y el de Luciana...

—No sabía que era usted nigromántica; de otro modo, hubiera recurridociertamente a sus luces sobrenaturales...

—¡Ah! ¡Ah! Es usted irónico... se burla usted... Yo no soy, sinembargo, una visionaria, amigo mío, y lo que veo lo veo bien.

—¿Y qué ve usted?

—Una guapa muchacha y un buen mozo. Nada más, por el momento.

—Sin embargo... parece que... Dígnese usted decirme qué significan susingeniosas insinuaciones.

—Nada absolutamente, amigo mío; no tengo nada que decir a usted ya...Siento solamente que no me haya usted hablado antes de sus proyectos. Meha tenido usted muy olvidada estos últimos tiempos.

La insté inútilmente y no pude sacar nada más.

Estoy cierto, sin embargo, de que tenía en la mente alguna maldad contramí o contra Luciana... probablemente contra Luciana, que es demasiadohermosa para no suscitar muchas envidias.

Creo que no hay para qué atormentarse por los dichos de esa aturdida deSofía Jansien; y, con todo, aquella conversación me ha preocupado.