Amar es Vencer by Madame P. Caro - HTML preview

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Elena al Padre Jalavieux.

28 de noviembre.

Mi padre está mucho mejor, señor cura. Esta mañana estaba alegre y sesentó solo en la cama. Después pidió su gorro negro y se lo puso conaire triunfante. En seguida habló de este modo:

—Aquí tiene usted, amigo mío...

Olvidaba decir a usted que se dirigía a Máximo, que le ha demostradodurante la enfermedad un cariño filial.

—Aquí tiene usted una personita que se tortura porque no pienso comoella en materia de fe, y que estoy seguro de que me encuentra muyingrato porque no conformo mi pensamiento al suyo.

Quise protestar, pero me interrumpió con un gesto y siguió diciendo aMáximo:

—Quiero que sepa que no pongo en esto ninguna obstinación malintencionada, y que, si dependiese de mí, no contristaría a tan buenahija ni vería su cara llorosa y angustiada sin transigir, por lo menos,con Dios-Padre... al que no niego absolutamente, pero que es para mí loincognoscible. Conviene que Elena sepa que mis padres no me dieronreligión y que ningún bautismo ha llamado sobre mí la gracia divina. Mipadre, alistado por entusiasmo, a los dieciocho años, en los ejércitosde la Revolución, perdió allí las pocas nociones religiosas que habíarecibido en casa de sus padres. Llegado a sargento, se casó con la hijade un escribano, llamado Sandoz, educado en las ideas de losenciclopedistas y libre de todo prejuicio religioso.

He vivido muchosaños, sin conocer a Dios más que por los escritos de D'Alembert y deDiderot y, después, por los de Rousseau y Voltaire. Mi madre se quedóviuda y se volvió a casar con un antiguo emigrado, el señor de Boivic,que se la llevó a Quimper, donde sus ideas se modificaron poco a poco,pero yo no era ya bastante joven para modificarme a su imagen, y vivía,además, lejos de ella. A ella, pues, y, después, a la señorita deBoivic, debes la educación que has recibido.

Mi padre se había vuelto hacia mí y se sonreía.

—¿No era, entonces, mi tía la señorita de Boivic?

—No, pero en Bretaña los parentescos son hospitalarios y la de Boivicquería considerarte como sobrina.

—Fue muy generosa para mí—dije con emoción.

—Ciertamente; le debemos mucho agradecimiento... Ya ves, querida Elena,que si no soy un buen cristiano, no pongo en ello gran malicia.

Yo estaba afligida al ver el ancho abismo que separa a nuestras almas,pero me esforcé para no dejarlo ver.

—Realmente, papá, no es culpa tuya... pero...

—¿Qué, hija mía?

—Un día dijiste que si la existencia de Dios no puede ser demostrada,es bueno, sin embargo, obrar como si lo fuese.

Mi padre se volvió hacia Máximo.

—¡Miren la chiquilla, que recoge mis palabras para traérmelas a lacabeza!... Y bien, señorita, ¿no obro yo con arreglo a la ley de Dios?¿Me ves hacer mal al prójimo, despojar a la gente o calumniar a lavirtud? ¿No vivo yo como una persona honrada y celosa de su deber?...¿Qué tienes que objetar?...

No me atreví a responder, y él siguió diciendo:

—Habla, pardiez, y di lo que piensas... No me gustan las reservasmentales.

—Querido papá... los deberes para con el prójimo... son la mitad de laley.

—Sí, sí, necesitarías oraciones, genuflexiones, que fuese a laiglesia, que me hiciese bautizar...

Se quitó el gorro y se lo encasquetó después de un golpe seco, lo que esen él señal de la más violenta agitación.

—Sí, Máximo, eso es lo que ella querría, el bautismo... El Padre, elHijo y el Espíritu Santo... Toda la Trinidad... Es mucho, señorita, esmucho...

Máximo dijo con dulzura un tanto desdeñosa:

—Cuando se toma lo sobrenatural, no hay que disputar por la cantidad.

—¡Oh! no—exclamé;—usted, no quiero que se burle de mí. A mi padre leestá todo permitido... pero a usted le ruego que no se ría a mi costa.

—¿Reír? No tengo ninguna gana.

Y, en verdad, tenía una expresión muy melancólica.

Mi padre, que había recobrado su buen humor, se volvió hacia mí:

—No lo maltrates... Lo que dice es verdad, después de todo; cuando seentra en lo sobrenatural, se traspasan de un salto los límites de larazón pura y la discusión es inútil... Vamos, loquilla, no te devaneslos sesos por mi causa... ¿No fue San Pablo quien dijo que la mujer fieljustifica al marido infiel?... Las hijas deben tener el mismoprivilegio... Anda, puesto que hace buen día, aprovecha la ocasión deque Máximo quiere hacerme compañía y vete a tomar el aire... Tienesunas ojeras... que no hacen honor a la casa.

Cuando me marchaba, me llamó y me dijo dándome cariñosos golpecitos enel carrillo:

—¿Crees tú que no querría yo creer? ¡Por qué no tengo la fe de un patáncualquiera!... Muchas veces lo he pensado.

Máximo a su hermano.

28 de noviembre.

Si no es cierto que un disgusto borra el anterior, lo es que nuestrapobre naturaleza no puede sufrir con igual intensidad dos penasdiferentes. Nuestro buen Lacante, un padre para mí, acaba de escapar, nosin trabajo, a un ataque de gota que por poco lo mata. Y este cuidado hapuesto en segundo término mis irritantes sospechas respecto de Luciana.

Pero en cuanto ha desaparecido el peligro de Lacante, ha vuelto aempezar el asalto contra mi pobre alma, que no puede ya más en estalucha solitaria con fantasmas.

Cuanto más pienso en mi conversación con Sofía Jansien, más convencidoestoy de que hizo insinuaciones contra Luciana sobre hechos que noquiere poner en claro. Le basta haberme vertido el veneno y hasta puedeque ya lo lamente. Su última frase fue para aconsejarme irónicamente queconsultase a mis amigos. ¿Será que ellos también saben, que todo elmundo sabe esas cosas que yo sólo ignoro? Toda mi sangre se subleva yhierve al pensarlo.

El interrogar a unos y a otros es una investigaciónrepugnante y odiosa, para la que, hasta ahora, me había faltado valor.

Ayer, sin embargo, Lacante, alarmado por esta tristeza que altera misalud, me ha obligado cariñosamente a abrirle mi corazón y ha tratado detranquilizarme. Me ha jurado que jamás ha oído poner en duda la perfectacorrección de Luciana y me ha aconsejado seriamente que desprecie lasdenuncias bajas y vagas que no se apoyan en nada, y que no ponga midicha a merced de cualquier miserable.

—Pero Sofía Jansien, sus medias palabras subrayadas con la mirada y conla sonrisa...

—¡Bah! Una mujer envidiosa de la belleza de Luciana... y ligera.

Me dio como un desafío, el consejo de preguntar a mis amigos.

—Usted... los de Oreve...

—Pregunte usted a los de Oreve, si eso le tranquiliza... pero yoafirmo que no sé nada. Puede usted creer que soy demasiado amigo suyopara no ponerle en guardia si creyese indigna a su prometida.

—Usted vive muy por encima de esos chismes y cuentos y no puede, enefecto, ser confidente de tales calumnias... A lo más, Elena pudierahaber oído algo... Entre mujeres...

—Lo dudo. Elena odia la maledicencia; pero, en fin, si usted lo desea,la interrogaré...

En esto estoy, querido hermano... Lacante no sabe nada, lo que es yamucho, así como lo es el tener un poco de simpatía en el estado de ánimoen que me encuentro.

¿Hablar a los de Oreve? Me falta valor. Arrastrar a mi pobre Luciana depuerta en puerta, como sospechosa, como acusada, sin que ella lo sepapara defenderse, se parece mucho a una traición. Si le confieso misperplejidades, despreciará mi debilidad y se negará a defenderse, laconozco, ofendida en su orgullo tanto como en su amor. Lo que no meimpedirá llevar infiltrado en mi sangre y en mi corazón el veneno de laduda, que corromperá mi existencia y también la suya. ¿Quién puedejactarse de ahogar para siempre la sospecha, ese monstruo de ciencabezas siempre renacientes? ¿No he visto a todos los hombres a suspies? ¿No me inspiró sospechas recientemente Gerardo Lautrec? Es verdadque supe después a quien se dirigían sus obsequios y con quién sosteníauna correspondencia clandestina... ¡Era Elena!...

Decididamente, la mujer ha nacido perversa y engaña desde la cuna poruna necesidad de su naturaleza. ¡Qué bien inspirado está el que seconserva a distancia del peligro femenino! Así era yo, en mi prudenteindiferencia, antes de que la Eva de belleza viniese a tentarme... Elfruto que me ha ofrecido tiene un amargo sabor... Pero, ¿de qué sirvegemir cuando se está con la cuerda al cuello?