Amar es Vencer by Madame P. Caro - HTML preview

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Elena al Padre Jalavieux.

¡Oh! señor cura, estoy sufriendo una prueba en la que flaquea mi valor.Ya sabe usted que Máximo, la persona a quien más quiero después de mipadre, está convencido, por un funesto azar, de que he sostenido conLautrec una correspondencia sospechosa. Sabe usted también que Máximo seva a casar con aquélla cuyo secreto está en mis manos.

He guardado hasta ahora religiosamente ese secreto y me he prohibidohasta la pena, por miedo de que detrás de ella se deslizase en micorazón una sombra de deseo y de esperanza. Me ha costado gran trabajo,porque amo a Máximo y sé que ningún otro ocupará el lugar de que ledestierro.

Pues bien, hace un momento, me ha dicho mi padre, después de hablarconmigo de los pequeños incidentes del día:

—También he visto a Máximo. ¿No le encuentras un aspecto triste ypreocupado?

—Me ha chocado como a ti; no sé qué tiene.

—Es desgraciado y le he arrancado la confidencia de sus disgustos.Figúrate que el pobre muchacho está inundado de denuncias anónimascontra Luciana.

No pude contener un estremecimiento y mi padre lo notó.

—¿Lo sabías?

—No... Estoy estupefacta... ¿Qué dicen?

—Nada preciso... Dan a entender que ha amado a otro y que le ha dadoalgo más que esperanzas.

—Yo creía—dije con toda la calma que me permitía mi emoción,—que nose debía dar ninguna importancia a los anónimos.

—Nada más despreciable, en efecto; pero no dejan por eso de surtir suefecto funesto. Por mucho que se proteste contra la infamia delprocedimiento, la sospecha queda. Máximo es una prueba... Además, la deJansien ha lanzado insinuaciones pérfidas, sin querer explicarlas.

—También eso es despreciable.

—Como quieras... pero siempre será un hecho que la reputación de esajoven no está intacta... por una razón cualquiera, grave o fútil,antigua o reciente... ¿Qué piensas tú?

Mi corazón latía tan fuerte, que me costaba trabajo hablar.

—Pienso que la de Jansien está, acaso, celosa por la belleza de Lucianay que otras pueden estarlo por su matrimonio...

—¿No has notado nada que pudiera justificar esas, hablillas?

—Nada—respondí con voz ahogada,—sino que Luciana atrae a loshomenajes y que acaso no los desprecia.

—¿Nada más?

—Nada más.

—¿Tu opinión es, entonces, que Máximo no debe dar importancia alincidente y casarse con su Luciana a ojos cerrados?

Esta vez mi corazón flaqueó.

—No soy yo quien debe aconsejar a Máximo, papá... Nunca me ha pedido miopinión...

Mi padre comprendió esta respuesta en el sentido que yo quería.

—¡Pobre hija mía!—me dijo tiernamente;—los dos habíamos pensado queharía mejor elección... Es preciso, sin embargo, que le dé unarespuesta... Cree que las mujeres os observáis y os hacéisconfidencias... ¿es verdad?

—Las confidencias que nos hacemos no son de gran importancia, y,además, la delicadeza obliga a tenerlas secretas.

—¿Quieres darme a entender?...

—¡No, no, nada!—exclamé vivamente.—Responde a Máximo que no tengonada que decir.

—Entonces no sabes nada, absolutamente nada desfavorable a Luciana...¿Sí o no?

¿Por qué me obligaba así? En un segundo pasó por mi mente un huracán depensamientos confusos y contrarios de incertidumbre y de infinitosescrúpulos... Mi padre me miraba con fijeza...

Entonces, señor cura, me pareció que una voz interior, la de miconciencia, me decía al oído: «No cometas una traición.» Y

respondí confirmeza:

—No.

—Entonces, puedo tranquilizar a Máximo—dijo mi padre, que acasoesperaba otra cosa.

Respondí con una seña, sin fuerza ya para hablar.

He mentido a mi padre; he mentido a la amistad por cumplir mi juramento.¿He hecho mal? ¿Soy culpable? Si es así, espero que Dios me loperdonará, pues Él sabe lo que me ha costado.

Máximo a su hermano.

3 de diciembre.

Al fin sé la despreciable acusación que pesa sobre Luciana y sé de dóndeha salido.

La Marquesa de Oreve me llamó ayer a su casa por una carta urgente y fuicorriendo con el presentimiento de lo que iba a suceder. Estaba yo tanpálido y desencajado, que la Marquesa exclamó al verme:

—No se alarme usted, querido amigo... Lo que tengo que decirle exigeante todo calma y sangre fría...

—Se trata de Luciana, ¿verdad?

—Puesto que lo ha adivinado usted, no tengo que tomar precaucionesoratorias...

—Se lo ruego a usted, señora; ¿de qué se la acusa?

—Cálmese usted o no me atreveré a continuar... Se trata, creo, de unaligereza... una imprudencia... Pero las suposiciones malignas van máslejos...

Le supliqué que abreviase, pero tuve que sufrir un exordio, preparado deantemano, sobre los penosos deberes de la amistad y sobre el esfuerzoque le imponía su vivo interés por mí... Por fin habló.

Trátase, en efecto, de Lautrec y ha sido la de Jansien la que ha puestoen circulación el rumor. Bromeó sobre eso con Kisseler, el cual fue, muyindignado según parece, a contárselo a la Marquesa.

La de Jansien afirma haber visto a Luciana entrar sola una mañana encasa de Lautrec y estar allí un rato bastante largo para que Sofíapudiese subir a casa de su abogado, que vive en el tercero, entregarleunos papeles y volver a bajar, precisamente en el momento en que Lucianasalía del piso bajo habitado por el joven. Su lacayo también la vio,pues ella le ha oído contar la historia al cochero y reírse... a costamía, sin duda... Luciana es orgullosa y hasta un poco altanera con loscriados, y presumo que fue de esas bajas regiones de la servidumbre dedonde salieron los anónimos.

Naturalmente, no creo tal historia. Ha habido un error, o bien...

¿Quérazón ha podido llevar a Luciana a casa de Lautrec?...

La veré, y si la acusación es falsa, como lo afirmo, la de Jansientendrá que retractarse en público o pediré cuentas al idiota de sumarido.

Mañana estará Luciana justificada a los ojos de todo el mundo.

Lo juropor mi amor ofendido.

Máximo a su hermano.

4 de diciembre.

La he visto; todo es verdad... Estoy anonadado.

La encontré en aquella salita tan modesta, tan triste, a la que llega laluz por encima de los tejados vecinos, en aquella callejuela estrecha yhúmeda. Estaba pintando una miniatura de un niño, cuya fotografía teníadelante. Siempre la veré así, con el pincel en la mano, vestida con unabata obscura, y coronada por su espléndida cabellera de oro, de la queun pálido sol de diciembre arrancaba reflejos tristes.

Al oír abrirse la puerta volvió la cabeza y sonrió... Y aquella sonrisame traspasó el corazón, pensando en lo que tenía que decirle.

—¿Tan de mañana?... Buenos días—me dijo alegremente.—

Muy mal aviadaestoy para recibir a usted.

Echóse por los hombros, para ocultar lo raído del traje, un chal debrillantes rayas que había dejado caer, e inclinándose graciosamente, medio la mano.

Se la oprimí y la oprimí contra mis labios tratando de reanimar mivalor, mientras ella, siempre sonriente, me miraba, esperando laexplicación de mi visita a aquella hora.

—Luciana—dije muy bajo,—¿es verdad que ha ido usted sola a buscar aLautrec a su casa de la calle de Jena?

Mi prometida se puso tan pálida, que hasta los labios resultarondescoloridos; y al mismo tiempo una horrible sensación de frío corríapor mis venas, mis dientes crujían y me parecía que el sol acababa deapagarse.

—Le juro a usted que nunca he visto a Gerardo Lautrec en su casa.

Su voz estaba cambiada y su respiración era anhelosa.

—¿Por qué niega usted? La vieron a usted entrar.

—¿Quién me vio? ¿Quién se atreve a decir eso?

—La de Jansien... Iba a ver a su abogado, Lehoux, que vive en la mismacasa que Lautrec, y ha visto a usted, a usted, Luciana, entrar en casade ese hombre, donde era usted, sin duda, esperada, puesto que allí sequedó.

—Es un error... Lautrec no estaba en casa... No hice más que dejarle unrecado...

—Un recado... ¿de quién?

Luciana vaciló.

—Tenía que pedirle una cosa...

—¿Y estaba usted obligada a ir sola a pedírsela?

—Hice mal... muy mal... Pero juro a usted por mi salvación eterna queLautrec no estaba en casa y que no lo vi.

—Sin embargo, usted entró... ¿para esperarlo?

—No; para escribir mi petición en la antesala.

—¿Qué tenía usted que pedirle tan importante?

Luciana hizo un gesto de irritación y de cansancio.

—¿Para qué preguntarme?... Si duda usted de mí, es inútil...

—¿Por qué no decir la verdad, si es inocente?

—Lo es, pero usted no lo creería.

—¿Cómo no ve usted que no pido más que creerla, que tengo sed de suinocencia y de verla justificada ante todo el mundo como lo está deantemano para mí? Pero, por Dios, Luciana, sea usted franca.

Su cara se contrajo con una expresión de sufrimiento; y después levantóla cabeza y dijo con resolución.

—Pues bien, lo seré... y usted será inexorable; lo conozco...

Fui acasa del señor Lautrec a reclamar unas cartas que había tenido laimprudencia de escribirle...

—Muchas imprudencias son esas para una mujer que va a casarse,Luciana... ¿Qué decían esas cartas? ¿Estaba su madre de usted enteradade esa correspondencia?

—Si lo hubiera estado no hubiera yo ido en secreto a reclamarlas.Lautrec se marchaba al día siguiente y no podía resignarme a dejárselas.

—¿Qué decían esas cartas?

—Frases de novela... esas tonterías sentimentales, sin sinceridad, quedivierten a la frivolidad de las mujeres... ¡Qué castigada estoy poraquella pueril vanidad!...

—¿Las tiene Lautrec?

—No... Me las ha devuelto.

—¿No dice usted que no estaba en su casa?

—Así es la verdad... Me las envió por una persona segura.

—¿Puedo saber el nombre de esa persona?

—¿Para qué?... Eso importa poco...

—Me importa mucho, al contrario, saber quién ha intervenido en unepisodio tan lamentable para mí.

—Pues bien, puede usted preguntarla y sabrá que no miento: es ElenaLacante.

—¡Elena!

No pude contener un grito. En medio de mi pena, de mi ternura humilladay del sombrío abatimiento en que me sumían las confesiones de Luciana,brotó de mí un relámpago de alegría.

¡Elena, al menos, es inocente y pura! ¿Hay, pues, mujeres leales, fielesy sin artificios y falsedades?

—Su sorpresa de usted me prueba—dijo Luciana,—que Elena ha guardadoel secreto... Quiero hacerle justicia a su vez... Las cartas que ustedvio que Lautrec le entregaba, eran las mías.

—¿Las tiene usted?

—Las he quemado... así como las respuestas.

—¡Ah! Naturalmente, él también escribía a usted... a la lista delcorreo, como me hacía usted escribirle... Es lamentable, Luciana,

quehaya

usted

destruido

esa

interesante

correspondencia, que hubiera podidoindicar el grado más o menos excusable de su ligereza... ¿Por qué las haquemado usted?

—No merecían mejor suerte.

—¿Eran cartas de amor?

—Las suyas, sí... yo respondía en otro tono.

—¿Y encuentra usted legítimo y natural, usted la prometida de otro,sostener con el señor Lautrec un cambio de cartas galantes?

Si mehubiese usted amado, siquiera un poco, le hubiera bastado una palabrapara impedirlo.

—Olvida usted que nuestro compromiso era secreto y que mi libertadaparente autorizaba a Lautrec para tratar de agradarme.

—Por eso no lo acuso a él, sino a usted... ¿Cómo le ha permitido ustedhablarle de su amor y escribirle, cuando el honor exigía que le hicieracallar a la primera palabra?

—Es verdad... He hecho mal, y lo siento amargamente...

Piense usted,sin embargo, que nuestro porvenir era incierto y nuestro casamiento unaeventualidad lejana.

—Es decir, que dejaba usted una puerta abierta a su impaciencia y a suindiferencia seca y cruel... ¿Cree usted, Luciana, que me es fácilperdonar eso? ¿Será posible?

Luciana respondió en tono resuelto.

—¡No!... Aunque me perdonase usted, no podría olvidar... Y

yo tampocoolvidaría mi falta ni la dureza de sus reproches.

Conservaría unsentimiento indeleble, al mismo tiempo de creerme obligada por suclemencia. Renuncio a esa doble carga.

—¿Entonces?—pregunté anhelante de emoción.

También ella estaba conmovida, y en sus ojos brillaban las lágrimas. Suvoz se debilitó y me dijo muy bajo:

—Creo que nos hemos engañado... No soy yo la mujer que le conviene austed... y acaso no es usted tampoco como yo había creído...

—¡Luciana!...

Mi corazón se partía en el momento de perderla, y comprendía, sinembargo, que decía la verdad.

Y esto era lo más amargo de todo.

Luciana se levantó lentamente.

—Olvide usted que me ha amado. Yo me acordaré siempre... y ese recuerdoserá el más dulce de mi vida pasada...

Me hizo con la mano una seña de adiós, y salió de la sala.

Yo no la retuve...

En el comedor, me encontré al salir con la de Grevillois, que estabaponiendo su modesta mesa.

—¿Qué ocurre?—exclamó al ver mi cara descompuesta.

—Luciana se lo dirá a usted.

Besé con respeto aquella mano laboriosa y arrugada y pasé aquel umbralque no veré más, dejando detrás de mí los sueños febriles de un año ylas ruinas de mi tardía juventud.

Ya estoy libre... pero solo...