Amar es Vencer by Madame P. Caro - HTML preview

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—Pues bien, querida niña—le respondió Lacante,—tienes que perder esacostumbre y conformarte con las mías, esto es lo justo. La obediencia esuna virtud que hará las veces de la austeridad. Estoy seguro de que nome darás el disgusto de resistirte.

Elena sonrió y presentó el plato sin decir palabra. Lacante se puso muycontento por aquella sumisión sin echarlas de víctima ni sombra deenfado. Cuando llegué, lo encontré radiante.

—Es buena muchacha la tal Elenita, querido. Nada gazmoña ni rebelde.

Y me contó el episodio del día.

—¡Cuando yo decía que es una joven deliciosa!—exclamé.

Lacante arrugó la nariz y movió maliciosamente la cabeza.

—Sí, sí—dijo,—deliciosa y dócil... Se ha comido animosamente suchuleta... pero... no ha tomado postre. ¿Qué dice usted de esto?... Nohe querido contrariarla y he hecho como que no lo observaba... Pero lohe visto y comprendido perfectamente.

—Ha sido un medio ingenioso—dije—de conciliar la obediencia con elprecepto de la mortificación cristiana.

—Sin duda, amigo mío. Así nos las devuelve la Iglesia cuando ha sido sunodriza: de una dulzura flexible en la superficie, pero firmes en elfondo... ¿Firmes?... Esto es lo que habría que ver después detodo—añadió con expresión pensativa.

—¿Qué importa que quede el fondo, siempre que no haya al exterior nimal humor ni exigencias? Bueno es, por el contrario, que las muchachastengan principios; así es más probable que sean mujeres honradas.

Lacante estaba reflexionando.

—Sería interesante saber—dijo como hablando consigo mismo,—quiénpodría más, si las influencias hereditarias y atávicas o las que seejercen en la más tierna edad por una mente extraña. Sería curioso. Nopuedo yo jactarme de haberle infundido el germen de todas las virtudes,y en cuanto a su madre, pobre criatura muy mal educada por unos padresque no le dieron más que golpes y malos ejemplos, no sé qué pudotransmitirle de bueno, fuera de la belleza... Esa niña tiene, sinembargo, una expresión de rectitud y de inocencia que debe de procederde la educación que ha recibido...

—No sé por qué, querido maestro, se rehusa usted a sí mismo lasatisfacción de haber transmitido a su hija, con la vida, las cualidadesque hacen de usted un hombre honrado. En el maravilloso alambique de laNaturaleza, las cualidades especiales de nuestro sexo se transforman enlas que convienen a la mujer. El sentimiento que nosotros tenemos delhonor, por ejemplo, es en ellas el pudor y la fidelidad a la fe jurada.

—Puede ser, amigo mío, puede ser... Pero esa transformación gana,acaso, cuando es fortificada por lo que llamamos las antiguassupersticiones, muy bien apropiadas, en suma, para la imaginación viva ysensible de las mujeres. Para los que creen en ella con sinceridad, lareligión debe de ser punto de apoyo sólido en la lucha contra laspasiones. Falta saber si el contraveneno sería suficiente para unanaturaleza combatida por instintos más o menos desordenados y, lorepito, el experimento sería interesante.

—Si no se tratara de su hija de usted. Supongo que no tendrá usted laintención de experimentar...

Lacante tomó una expresión de cólera.

—¿Quién habla de eso?—exclamó golpeando en la mesa con la regla.—¿Hedicho yo semejante cosa?... Mi hija irá al convento, que es el sitio máspropio para mantenerla en las ideas que se le han inculcado... Y no seréyo el que trate... No diga usted tonterías, amigo.

Gruñó todavía un rato, y después, volviéndose hacia Polidora, que entróa darle unos periódicos, la interpeló en tono de buen humor:

—Y bien, Polidora, ¿qué dice usted de mi hija?

La mujer se regodeó con aire de suficiencia y dijo no sin desdén:

—Es una joven sencilla y sin malicia, seguramente... Pero no sabellevar un vestido ni servirse de sus ojos...

—¡Alto ahí, Polidora! Agradeceré a usted mucho que no la enseñe esasartes de adorno... No necesita saber más, hasta nueva orden... ¿Entiendeusted?

—Perfectamente, señor, y basta... Si el señor encuentra bien así a laseñorita... Lo que yo decía era por su bien. Me pondré guantes parahablarla, si eso agrada al señor.

—Sí; me agrada, Polidora; y como usted es inteligente, quedo tranquilo.

Máximo a su hermano.

10 de julio.

He corrido una porción de conventos. Nunca había visto tantas monjas,mujeres amables, en resumidas cuentas, con una dignidad sencilla y unaurbanidad púdica que tienen gran encanto.

Después de muchas comparaciones y reflexiones, creo que vamos adecidirnos a meterla en la Casa de Sión, que es la que parece máspropia para ella. Los estudios no son allí malos y la admisión depensionistas se hace con menos pretensiones aristocráticas que en elSagrado Corazón, por ejemplo.

Elena, por otra parte, está delicada desde ayer, y el médico haaconsejado que se le haga guardar cama. Es, sin duda, la consecuenciadel cambio de aire y de vida.

Su existencia no es alegre, siempre sola con Polidora... y el diablosabe qué es lo que Polidora podrá decirle en aquel cuarto lóbrego de unentresuelo, cuya ventana da a un patio, rodeado por todas partes decasas de cinco pisos.

He propuesto que se le haga pasear por París, antes de enjaularla entrelas rejas de Sión; pero hay que esperar que esté vestida decentemente ylibertada para siempre de aquellas galas enmohecidas en un armario, yque llevaba, sin duda, la señorita de Boivic hace treinta años.

Máximo de Cosmes a su hermano.

15 de julio.

Tenía que suceder; debía de ocurrírsete esa idea. ¡Enamorado de ElenaLacante!... La cosa estaba en el aire y dentro de las verosimilitudesrománticas, y tu superior perspicacia no ha vacilado en desgarrar losvelos del porvenir ni en profetizar. Pues bien, no; nada de vaticinios.Nadie es profeta en su familia.

Elena es agradable y las circunstancias singulares en que se me apareciófueron conmovedoras y de una fúnebre poesía. Pero, ya te lo he dicho, mielección está hecha. ¿Crees tú que tengo un corazón con cajonesnumerados en el que colecciono las ternuras?

Dices que desconfías de las aventuras novelescas y galantes y de losamores que hieren como un rayo. Pero no sabes, amigo, que no se trata deaventuras galantes ni de amores a la ligera.

Nada de rayos. La que amoes Luciana Grevillois, a la que conozco hace mucho tiempo; desde antesde la muerte de su padre, que falleció de repente, hace tres años, en elObservatorio, cuando estaba estudiando con su telescopio un eclipse deluna.

Todos

los

periódicos

hablaron

de

esto.

Era

un

astrónomodistinguido, miembro de la Academia y de varias sociedades científicas.Privado de fortuna, dejó, al morir, a su mujer y a su hija en lasituación más precaria, con una modesta viudedad a la que lamunificencia del Gobierno añadió un estanco, que Lacante les consiguió.Las dos pobres mujeres han tenido que ingeniarse para suplir lainsuficiencia de sus recursos y se han puesto animosamente a trabajar.La madre hace muestrarios de bordados para los almacenes, y la hija, quetiene talento, pinta miniaturas. No son éstos antecedentes niprocedimientos de aventureras y creo que no puede haber nada máshonroso.

Las he visto con frecuencia en casa de la Marquesa de Oreve, la granamiga de Lacante, que tiene un salón artístico y literario en el quenuestro tutor es rey y pontífice, bajo los auspicios del mismo Marquésde Oreve, un papamoscas de alto coturno. Toda esta gente debe serdesconocida para ti, que la habrás olvidado después del tiempo quellevas corriendo por el mundo, lejos del boulevard.

Las señoras de Grevillois no asisten a los jueves de Lacante, peroforman parte del círculo habitual de la Marquesa Leontina de Oreve. Allíse ve también a miss Carolina Godwin, poetisa lírica muy apreciada enInglaterra, no muy joven y nada linda, aunque gusta a algunos por susmonadas de pájaro asustado y por una especie de gorjeo de que se sirvepara expresar sentimientos supraterrestres e ideas de una elevación quecausa vértigos.

También va Sofía Jansien, una gorda subida de color y depotentes atractivos, cuya historia te contaré un día. Luciana brillaentre aquellas señoras, puedes creerlo, con un fulgor que deslumbra, consu cabellera de oro y su talle de diosa.

Admirábala yo de lejos, sin haber jamás pensado en hacerle la corte(sabes que soy, por naturaleza, poco galante), ni siquiera en hablar conella de un modo particular. Hermosa y admirada como era, me parecía deuna especie diferente de la mía y, por instinto, sin intencióndeliberada, me mantenía a distancia, dichoso solamente con su presencia,como se es dichoso con un rayo de sol.

Duraba esto hacía unos años, cuando, en una tarde del último octubre,Luciana vino a sentarse a mi lado. Me levanté al acercárseme, dispuestoa cederle el sitio y sin pensar que se hubiese molestado por mí. Peroella, con un gracioso ademán, me hizo seña de que me volviera a sentar.

—Confiese usted, caballero, que no es usted curioso—me dijo sonriendo.

—¿A qué se refiere la observación?

—Hace meses y aún años que nos encontramos casi todas las semanas eneste círculo, tan reducido que es imposible que seamos completamenteextraños el uno al otro, y nunca ha tenido usted la tentación, ni aun lamás frívola y pasajera, de hablar conmigo y tratar de saber si hay en mialma más que una muñeca...

Y al ver que, estupefacto por aquel brusco ataque, no respondía, siguiódiciendo:

—Yo deseo hace mucho tiempo conocer el color íntimo de su mente deusted, no de la que se muestra en plena luz en conversaciones hechaspara la galería, sino de la que se calla, de la que se reserva, de laque sólo se entrega cuando está segura de encontrar una simpatía.

Estaba yo literalmente aturdido. Sabes que no soy inclinado a hacermevaler. Si tengo cierta estima por mi inteligencia, prescindo porcompleto de mis prendas físicas, y la atención de que era objeto porparte de aquella radiante belleza hacíame dudar si estaba despierto osumido en las perfidias de un sueño.

Como convenía, me mostré conmovido por su benevolencia y hablamoslargamente. Me quedé maravillado de la razón de aquella joven, de lamadurez de su pensamiento, de la penetración, un poco desengañada, de suinteligencia. Se ve en ella un corazón que ha sufrido y que, si no se haagriado, se ha empapado en las amargas aguas de la adversidad y está másdispuesto a la lucha que a una pasiva resignación. Es una valiente, estaLuciana, y he amado a esta valiente. Por mi parte, he creído conocer quele había agradado.

Tomamos la costumbre de crearnos, en todos nuestros encuentros, unosinstantes de conversación íntima, y echamos de ver que estábamosmaravillosamente de acuerdo en una multitud de cuestiones de arte, desentimiento de la Naturaleza, de preferencias literarias, aspectosgenerales de la vida, en todo, en fin. Es verdad que hay en ellaaspiraciones religiosas en las que yo no puedo seguirla; pero nadaestrecho, nada de devociones infantiles como las de nuestra amiguitaElena Lacante. La religión es en Luciana un vuelo del alma hacia lasalturas.

Unas semanas después, me dijo, un día en que habíamos hablado consingular confianza:

—Confiese usted que tuve razón al arriesgarme a los primeros pasos yque estábamos hechos para entendernos. ¿Por qué se separaba ustedsistemáticamente de mí?

—Es usted demasiado hermosa y no me atrevía a aproximarme.

—¿De veras me encuentra usted hermosa?... Yo lo aprecio a usted mucho.¿Cuál de los dos da más al otro?

—Una sola mirada de usted vale más que todo lo que hay en mí y que todolo que pudiera ofrecerle en cambio.

—Ofrezca usted, con todo—díjome ella sonriendo,—y me contentaré conlo que sea.

Si en aquel momento me hubiera dicho que abriese el balcón y me arrojasede cabeza a la calle, creo que no hubiera vacilado, hasta tal puntoestaba mi corazón fanatizado de amor por ella en aquel momento.

—Haga usted de mí lo que quiera—dije muy conmovido.

Luciana respondió:

—Lo que yo quiero es un amigo. ¿Quiere usted serlo?

—No es bastante.

Se quedó un momento silenciosa, mirándome al fondo de los ojos, y dijoen seguida:

—¿Piensa usted en lo que pide?

—Ciertamente que pienso.

—No se apresure usted, porque acaso después le pesaría. A mí me bastacon la amistad.

—Y yo la quiero a usted toda—exclamé con ardor.

Si hubiéramos estado solos, la hubiera estrechado contra mi corazón;pero nos rodeaban diez personas, y aunque las costumbres del salónautorizan ciertos modales familiares y una amistad íntima, debemos poreso mismo observar una circunspección y una reserva exteriorirreprochables.

Obtuve de ella en aquella tarde permiso para considerarla como miprometida y le expuse lealmente mi situación, que no es brillante. Teníaya en aquel momento esperanza de que Marignol me escogiese para suplirloen la cátedra del Colegio de Francia; pero no era más que una esperanza,y, por otra parte, las condiciones leoninas que me impone ese avaro deMarignol mejoran muy poco mi situación.

Luciana pareció sorprendida de que mis trabajos de crítica sean tan malpagados. Lo cierto es que con lo que yo gano y con lo poco que a lapobre muchacha le producen sus miniaturas no podríamos sostener unacasa.

—Veo—me dijo con un ligero suspiro—que durante largo tiempo tendremosque armarnos de paciencia, a no ser que alguna hada benéfica...

—Las hadas—respondí suspirando—olvidaron el darme, al nacer, entreotros dones, el de la riqueza... y nunca lo he lamentado como hoy.Tendremos, pues, que no contar más que con nosotros mismos y con nuestroesfuerzo.

—Soy valiente—me dijo.

Pero conocí, sin embargo, que aquella larga perspectiva de cuidados, detrabajos y de lucha encarnizada contra la mala fortuna, la entristecía,como era muy natural.

Al despedirme de ella, la estreché la mano y le dije con energía:

—Siento que su cariño de usted me traerá la dicha y espero encontrarmepronto en estado de poder asegurar a usted la dignidad de vida y latranquilidad de espíritu a que tiene derecho.

Luciana respondió a la presión de mi mano:

—Eso es; esperemos con paciencia el momento favorable para realizarnuestros proyectos.

—¿No retira usted nada de lo que me ha prometido?

—No, por cierto; guardemos nuestras queridas esperanzas y tengámoslassecretas, ¿verdad?

Hubiera yo deseado hacer mis confidencias al Cielo y a la tierra, peroLuciana me hizo observar que la situación de una novia a largo plazo ysin época determinada era embarazosa y algo ridícula.

Consentí, pues, en guardar para mí solo la felicidad que me tenía y metiene aún deslumbrado, y hasta he concebido por ello cierto nuevo gradode consideración para mí mismo. Hay, además, dulces e incomparablesdelicias en el misterio de este amor velado a las miradas profanas y quees para nosotros un cielo de goces.

Aquí tienes, amigo mío, toda mi novela, perfectamente legítima yhonrosa. Nada hay en las de Grevillois que huela a aventuras, y comoLuciana es la belleza misma, seré con ella el más feliz de los hombres.

Perdóname que no te haya contado desde el principio todos los detalles,pero me lo impedía mi promesa de discreción absoluta.

Con un hermano,sin embargo, se puede hacer una excepción, y no quiero que imaginesalguna aventura dudosa emprendida a la ligera. Pero no nos vendas. Y,sobre todo, no vayas a figurarte que estoy enamorado de Elena. Sisupieras cómo se borra hasta desaparecer la pobre chica cuando lacomparo con Luciana... He tenido una prueba muy clara al volver deBretaña. Fui a ver a esas señoras, y en cuanto se presentó mi hermosaprometida, sentí una impresión de luz como el que sale en pleno día deuna cueva, o de un lugar de tinieblas.

La pobre Elena, enfermiza e infeliz, me causó una especie deenternecimiento al que contribuyeron el aparato fúnebre y la decoraciónmística que rodeaban su juventud.

Pero en el entresuelo de la calle de Tournon el prestigio poético seatenúa y se descolora y veo a esta joven tal como es: una criaturitainofensiva y graciosa, que sería acaso linda si fuese feliz, pero quetiene las facciones envueltas en un velo de melancolía y de temor queempañan su brillo.

Máximo de Cosmes a su hermano.

15 de julio.

Elena está decididamente enferma. El médico dice que tiene una fiebremucosa. Lamentable contratiempo para Lacante, pues es imposible llevarlaal convento, donde no la recibirían en tal estado. Hay que tenerla en lacasa y puedes figurarte qué trastorno interior. El pobre Lacante, quecontaba con seguir ejerciendo de incógnito su paternidad y habíasuspendido dos semanas seguidas, con diversos pretextos sus reuniones delos jueves, se va a ver obligado a confesar. No se puede guardar en lacasa una muchacha enferma sin que se note algo.

El doctor, Carlos Muret, está ya en el secreto, y el desgraciado Lacantese arranca los últimos cabellos.

A pesar de mi cariño, no puedo menos de encontrar cómico el apuro deLacante, y él, que lo ha observado, me ha tirado su gorro a la cara. Elestado de Elena no es grave hasta ahora, y puede uno reírse sinremordimiento del gracioso embrollo en que este buen señor está metido.Él mismo ha acabado por reír, sin cesar en sus anatemas líricos contrael demonio de los tardíos e intempestivos amores que lo han impulsado aproporcionarse una familia a la edad en que, de ordinario, se descansadespués de la obra realizada. En su lugar, hubiera yo contado en seguidami historia, ahorrándome el embarazo de una situación falsa que se haceinsostenible al prolongarse. Lo que le detiene no es tanto la confesióndel pasado como el partido que hay que tomar para el porvenir. Teme lasinterpretaciones, las críticas y los consejos sobre la conducta que debeseguir para con esta niña a la que tan poco conoce y a la que tanto debeen compensación de su largo descuido. Lucha entre el sentimiento quetiene de su deber y el egoísmo de sus costumbres independientes, yquisiera estar libre de toda influencia y de toda intervención extrañapara cerrar este debate.

Pero, a pesar de sus anatemas y de su aire regañón y contrariado, se leescapan palabras que denuncian una sensibilidad más excitada de lo queél quiere confesar. La juventud, unida al sufrimiento, tiene gracias aque no es posible resistir.

Máximo de Cosmes a su hermano.

18 de julio.

La revelación pública se hizo de improviso, ayer tarde. Unos amigoshabían entrado forzando la consigna y estaba yo esforzándome porexplicarles la ausencia prolongada de Lacante, mientras ésteconferenciaba con el médico; cuando lo vi entrar pálido y descompuesto.Todos lo observaron y le hicieron preguntas sobre su salud.

Lacante entonces se decidió:

—Amigos míos, estoy bueno; pero aquí, en el cuarto contiguo, hay unaenferma, y esa enferma es... mi hija.

En seguida, viéndolos a todos estupefactos, añadió:

—Sí, mi hija, una pobre niña que vino al mundo hace quince años, singrandes ceremonias y en un lecho mortuorio... He sido casado, amigosmíos, y si algunos de vosotros no lo han sabido, es porque me hanquedado de aquella corta unión impresiones tan dolorosas, que trato deolvidarlas. De los dos amigos que me asistieron en aquellascircunstancias, el uno ha muerto, y el otro no ha salido nunca deBretaña. Y ahora que la venerable persona que ha educado a mi hija acabatambién de morir, pido vuestra benevolencia para esta niña, si no esque...

No pudo acabar y su emoción me conmovió.

—¿Tan mal está?—le dije.

—¡Está muy grave!

Un gran silencio se cernió sobre la estupefacción de todos.

Creo quehubiera sido curioso observar las fisonomías, pero yo no tuve laserenidad necesaria. Se murmuraba en voz baja palabras de asombro y devaga simpatía, pero nadie tenía gana de reír. La muerte, muy próxima,acurrucada sobre aquella joven víctima, quitaba a la aventura lo que, deotro modo, hubiera tenido de irresistiblemente jovial, y la emoción quelo dominaba salvó del ridículo a aquel padre recalcitrante.

Por muy tarde que se hubiesen conmovido sus entrañas por aquel pobre sernacido de él, había sentido, sin embargo, en su corazón la llamada de laNaturaleza. Bien fuese por lástima, bien por remordimiento, él sufría yno podíamos menos de compadecerlo. Encorvado hacia el suelo y con lasmanos en las rodillas, parecía agobiado por un gran peso invisible, ysus facciones, tan expresivas y gesticulantes, en las que cada gestosubraya una malicia propia para provocar la risa, tenían en aquelmomento una expresión trágica, por lo mismo que no era la acostumbrada.

Le preguntamos la opinión del médico. El doctor teme una meningitis y hepedido consulta. Hemos arrancado estas noticias a Lacante y todos se handespedido. Se veía que deseaba estar solo.

Me ofrecí a quedarme toda la noche a su disposición, pero él no aceptó yme estrechó calurosamente la mano.

—Mi querido amigo—me dijo con voz alterada,— era encantadora y creoque me hubiera querido... me quería ya...

—Y le querrá a usted todavía. ¿Por qué desesperar?

Lacante movió la cabeza sin responder.

¿No sería un extraño desquite de la niña abandonada el haber venido acasa de su padre para morir en ella, dejándole un eterno pesar?

Encontré en la calle a mis amigos, que me estaban esperando paraasaltarme con sus preguntas. Tuve que contarles mi viaje a Quimper yhacerles la descripción de Elena. ¡Cuántas curiosidades va a tener quesatisfacer, si vive, la pobre inocente!

Como era natural, los amigos sedesquitaron un poco de la violencia que se habían impuesto en casa deLacante y se permitieron algunos epigramas jocosos, sin gran malicia,para decir la verdad.

Como era temprano me fui a acabar la velada en casa de las deGrevillois, que daban un té en su minúsculo cuartito del piso quinto.Puedes pensar si tendría yo prisa por ir. Me acompañó Gerardo Lautrec.¿Te he hablado de él? Y cuando llegamos estaba la reunión en todo suesplendor. Unas quince personas llenaban literalmente la estrecha salitay refluían hasta el comedor, en el que había unos platos con pastas y sandwichs, escoltados por unos vasos de agua de naranja y una teterade metal blanco. Una lámpara colgada y unas cuantas bujías iluminabantoda la casa.

Una señora estaba cantando en la sala, bastante mal por cierto: no podíaverla; pero estaba tranquilo, porque Luciana no canta ni sabe más músicaque la necesaria para tocar un rigodón. Esperé con paciencia que aquelladama hubiera exhalado el último grito, que me pareció estridente y de untimbre infernal; así fue que el descanso resultó magnífico y lasuprimida tortura se tradujo en un aplauso unánime. Me precipitéentonces a la sala, empujando a unos cuantos jovenzuelos, so color de unentusiasmo irresistible, y me encontré con la cantante, que, roja, sinaliento y con el pecho al aire, estaba recibiendo los cumplidos con ungusto exento de toda modestia.

Era Sofía Jansien, de quien ya te he hablado. Hija de un plantador de laJamaica se enamoró del intendente de su padre y se casó con él. Llevaronuna existencia miserable durante unos años; pero, habiendo muerto elpadre de una caída del caballo sin haber tomado la precaución dedesheredar a la fugitiva, se encontró Sofía en posesión de una bonitafortuna, de la que disfruta con su esposo, quien la aprovecha paraemborracharse concienzudamente una vez al día por lo menos.

Gracias a su dinero y a algunos altos parentescos, Sofía es admitida ensociedad, pero no lleva a su Jansien, que se encuentra más a sus anchas,para satisfacer sus gustos, en el recogimiento del hogar conyugal. Sedice que se llevan bien. Ella no murmura sobre el número de botellas queel hombre se bebe todos los días, y él la deja, sin mal humor, ir adóndele acomoda y hacer lo que se le antoja.

Esta historia, que todo el mundo conoce, la audacia un poco cínica de sulenguaje y la extravagancia de sus modales, hacen que no la vea yo conmucho gusto en casa de Luciana; pero sé que la pobre muchacha tiene queconservar en ella una cliente preciosa. Esa exuberante amiga de lasartes, que pinta como canta, ha escogido a Luciana para retocarclandestinamente sus obras maestras, y paga liberalmente su talento, y,sobre todo, su discreción.

La felicité con un bravo un poco seco, saludé a la de Grevillois, muyocupada en cumplimentarla para hacer caso de mí, y traté de descubrir aLuciana. Estaba sentada en una silla baja, entre un torrente espumoso degasas y tules blancos y rosa, y en cuanto me vio se levantó vivamente.

—¿Y Lacante? ¿Dónde está el señor Lacante?

Comprendió en seguida, en la expresión de mi cara, que Lacante no mehabía acompañado, y sus hermosas facciones se ensombrecieron.

—¡Cómo! ¿No ha venido? Me había usted prometido traerlo...

¡Esfastidioso!... Querida Condesa, me va usted a guardar rencor por estadecepción, pero no es mía la culpa.

El desagrado de la Condesa Vannier era visible a pesar de sus protestasde urbanidad. La especialidad de esta Condesa consiste en conocer yrecibir en su casa a todas las celebridades, no sólo de París, sino delmundo entero, cualquiera que sea su clase de celebridad. Creo quetendría orgullo en recibir en su salón a un licenciado de presidio, contal que su crimen hubiese sido un poco ruidoso. Le falta Lacante en sucolección, y Luciana le había prometido procurárselo valiéndose de mí.

Me esforcé por excusar a Lacante con vagas razones, pero Lautrec cortómi inútil retórica.

—Si Máximo no trae a Lacante—dijo,—trae en cambio una novela inédita.

—¡Una novela! Veamos, veamos... Señor Cosmes, no puede usted negarse.

Tuve que contar de nuevo la historia de Elena, que interesó y divirtiómucho al auditorio.

Las mujeres se enternecieron por la enfermedad de la inocente y vieronen ella un castigo por la insensibilidad de Lacante.

Los hombres decían:

—Es acaso un desenlace y una buena solución.

Sofía Jansien resumió todas las opiniones con su voz de clarín:

—Si ha de perder a su hija, más vale que no la haya educado él mismo,pues así se consolará más fácilmente. Si vive, tendrá tiempo para hacerque olvide el pasado y para hacerla feliz...

Señoras, no nosenternezcamos por Lacante... Ha amado y esto basta; su misión estácumplida. El gran negocio en esta vida es el amor.

Luciana preguntó:

—¿Es bonita esa joven? No nos lo ha dicho usted.

—¡Lindísima!

Procuré, con algo de malicia, acentuar mi respuesta, pues nada molesta alas mujeres como la belleza de las demás.

—¿Tan bonita es?

—¡Deliciosa!

—El viaje, entonces, no le habrá a usted parecido largo...

—¡Oh! Máximo no se ha aburrido—dijo Lautrec riendo.

M