Amar es Vencer by Madame P. Caro - HTML preview

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Elena Lacante al Padre Jalavieux.

Agosto.

Señor cura:

Me siento muy culpable y muy ingrata para con usted. Le había prometidodarle noticias de mi viaje, de mi llegada a casa de mi padre y de lo quefuera de mí. Han pasado cerca de dos meses y no he cumplido, mi promesa;y aunque pudiera excusarme por haber estado mala, muy mala, segúndicen, prefiero acusarme y pedir a usted perdón, para oír en mi corazónaquellas palabras tan dulces que pronunciaba usted después de laconfesión de mis faltas: «¡Váyase en paz!»

¡Cuánta necesidad tendría de sus consejos en esta existencia tan nueva!Y no tengo nadie a quien dirigirme, porque nadie me conoce bastante parainteresarse por mí. Mi padre es muy bueno, pero necesitaría consejospara agradarle y no me atrevo a pedírselos. Me intimida hasta elextremo, a pesar de su bondad, que excede a todo lo que podía esperar.Me demuestra hasta ternura, y esto es un verdadero prodigio, pues nadahe hecho hasta ahora para que me quiera. Creo que se ha aficionado a mí,por los cuidados que me ha prodigado durante mi enfermedad, y que meagradece que viva, como si tuviese yo en ello algún mérito. Si por esoes feliz no debe dar gracias más que a Dios. Por desgracia (y este es ungran secreto que confío a usted) no creo que piense en tal cosa y estome produce una pena extremada. Según lo que mi ignorancia me permitejuzgar, me parece que Dios es para él un asunto de estudios, un problemainteresante e insoluble, y no ese Padre lleno de justicia y de amor alque usted me ha enseñado a amar y a temer. Y esta diferencia en el modode concebir a Dios, la vida eterna, nuestra alma misma, pues todas estascreencias se encadenan, es acaso lo que me hace ser tan tímida al ladode mi padre. Hay entre nosotros una equivocación, más todavía, unadificultad para entendernos, que me hace encontrarme como en paísextranjero entre esta sociedad tan inteligente, tan ingeniosa y, segúncreo, tan sabia. Mis sentimientos no encuentran eco. Todo lo que digoasombra y hace sonreír.

Todo esto viene acaso de mi ignorancia y de que no sé el sentido exactode las palabras; pero lo que sí veo claramente es que las prácticasreligiosas no se usan en París y que el domingo se diferencia poco delos demás días de la semana. Mi padre, sin embargo, es tan bueno, que mepermite obrar según mi conciencia, con tal que no le moleste en suscostumbres, lo que es, después de todo, muy natural. ¿Lo creerá usted,señor cura?

Lo poco que hago por Dios, discretamente y en silencio, lohago con más fervor y me proporciona más dulzura por lo mismo que tengoque superar más dificultades. Deseo mucho complacer a mi padre y que mequiera. Piense usted que es el único ser en el mundo a quien puedoconsagrar mi vida: ¿qué iba yo a hacer de mi corazón si nadie se cuidasede él?... ¿Lo escandalizo a usted, señor cura? Usted piensa que Dios nospide ese corazón y esa vida, y que esto es bastante para llenarlos.Pero, se lo ruego a usted, no piense eso. Dios es demasiado grande y yodemasiado pequeña, y necesito intermediarios para elevarme hasta Él,como los peldaños de una escala de amor; pero si mi inteligencia vaderecha hacia Él, y no pide más luz; si la fe me basta para creer; micorazón no podría subir tan alto de un solo vuelo.

Siento mi corazóncomo vacío, y pesado por estar vacío... Es acaso absurdo lo que estoyescribiendo, pero me resiento todavía de esta larga enfermedad, tengo lacabeza débil y no sé cómo van mis pensamientos. Es preciso, pues,perdonarme si digo alguna tontería.

Adiós; escribiré a usted otro día más en detalle mis impresiones sobrela gente que rodea a mi padre. Hasta este momento las mujeres me gustanmenos que los hombres...

Quiero decir que me desorientan más, porque sonrealmente de otra especie que las mujeres de Quimper, al menos que lasque conocí en casa de mi pobre tía. Aquí, por mucho que las miro, me esimposible saber si son jóvenes o viejas, guapas o feas, buenas o malas,pues tienen un aspecto, que desconcierta, de serlo todo a la vez. En elmismo momento se presentan bajo aspectos enteramente contrarios y laincertidumbre que producen es causa de cierto malestar. He visto, sinembargo, una señorita muy linda a la que desearía querer mucho, pero...Señor cura, borro el "pero" hasta que la conozca mejor.

Adiós, mi bueno y venerado padre, usted me permite,

¿verdad? continuardándole ese nombre. No olvide usted en sus oraciones a su hijarespetuosa,

Elena Lacante.

Máximo a su hermano.

25 de agosto.

Hace unos días llegué a casa de Lacante, como casi siempre, a llevarlealgunas notas que me había pedido. Lacante había ido a una reunión del Diario de los Sabios, y no encontré en su despacho más que a Elena,muy ocupada en acabar una carta.

—¿A quién escribe usted con tanta aplicación?—le pregunté sentándomeenfrente de ella.

Elena me enseñó el sobre.

—Al padre Jalavieux.

Parece que es el sacerdote que le dio la primera comunión.

—¿Y qué le dice usted que tan largo es? ¿Los pecados mortales?

—No, por cierto. Podían equivocarse de camino y... figúrese usted. Lascartas se pierden algunas veces.

—Enséñeme usted la carta, ¿quiere usted?

—No.

—¿Tan graves secretos escribe usted a ese padre Jalavieux?

Elena titubeó.

—No son precisamente secretos...

—¿Qué son, entonces?

—Cosas de poca importancia, pero dichas en confianza.

—¿No tiene usted bastante confianza en mí para decírmelas?

La muchacha bajó la cabeza sin responder.

Estaba tan linda con aquel aspecto de confusión juvenil y sincera, quequise divertirme en continuar la broma.

—¿No sabe usted que me intereso mucho por su persona, por sus ideas,por sus sentimientos?...

—Sé que es usted muy bueno y que quiere mucho a mi padre.

A causa deesto, bien puede usted interesarse por mí.

—A causa de eso y otras muchas razones además, Elena. La quiero a ustedya... como a una hermanita.

—¡Oh! mejor—exclamó la muchacha con cándida alegría.

—En ese caso enséñeme usted su carta como lo haría si tuviese yo lasuerte de ser su hermano.

Elena movió la cabeza y se puso grave.

—No... no puedo. Me parece que sería faltar a las consideracionesdebidas al señor Jalavieux el admitir un tercero entre los dos sin queél lo sepa.

—He ahí un escrúpulo sutil... Por otra parte, ese señor no lo sabrá.

—¿Qué importa? La ofensa existiría aunque fuese ignorada...

Puede queesté yo en un error, pero lo siento así.

Mientras hablaba estaba doblando la carta para meterla en el sobre, y yome incliné rápidamente y se la quité.

—Ahora—dije poniéndola lejos para que no pudiera cogérmela,—soy dueñode sus secretos de usted, señorita Elena.

Echéme a reír al ver la indignación que había en su mirada por mi audazatentado, y mientras me reía, mis ojos se fijaron casualmente en estafrase: «He visto una señorita muy linda a la que desearía querer mucho,pero...» Esta última palabra, aunque muy legible todavía, había sidotachada con un rasgo de pluma, y tal circunstancia tomó para mí unasingular importancia.

—¿Es a la señorita de Grevillois a la que encuentra usted tanlinda?—le dije enseñándole el párrafo de lejos.

—No quiero responder a usted.

Elena parecía enfadada y volvía la cabeza para no verme.

—Si me responde usted, le devolveré la carta.

—Sí, es esa señorita.

Cogió la carta, que le devolví, y se apresuró a meterla en el sobre.

—¿Qué quería decir ese «pero» que ha borrado usted?

—Eso no tiene importancia, puesto que lo he borrado.

—Quisiera saber qué tiene usted que reprochar a esa amable persona.

Elena me miró con fijeza.

—¿Le interesa a usted mucho esa amable persona?

—Lo que me interesa, Elena, es la manera que usted tiene de juzgar laspersonas... Me gustaría penetrar en su alma, tan secreta y prudente, yaprovecho para ello todas las ocasiones que se presentan...

Una coqueta no hubiera dejado de hacer con este motivo unas cuantasmonadas; pero Elena, que es demasiado sencilla y natural, reflexionóunos instantes y me dijo con acento de sincero pesar:

—Quisiera responder a usted; pero no debo, en conciencia.

Sería injustocomunicarle una impresión poco favorable, cuando a mí misma me haparecido bastante precipitada y superficial para no querer atenerme aella.

Insistí yo, secretamente picado y deseoso de saber qué podía reprochar ami amada Luciana, pero se negó obstinadamente a responder.

—No, no; estaría muy mal. No insista usted, porque perderá el tiempo.

Vi que, en efecto, sería inútil insistir, pues su cara había tomado unaexpresión de dulce resolución, contra la cual se veía que no prevaldríaningún esfuerzo.

Y, como se trataba de Luciana, aquella resistencia me mortificó.

—Decididamente, es usted demasiado perfecta, señorita Elena, y suconciencia se alarma demasiado fácilmente... La caridad cristiana ganamucho cuando no se la exhibe con cierta pedantería... Aquí están lasnotas que deseaba su padre de usted.

Sírvase usted entregárselas cuandovuelva.

Saludé y me fui.

Elena hizo un movimiento como para retenerme, pero nada dijo sinembargo.

Y nos separamos enfadados.

Máximo de Cosmes a su hermano.

...Diversos obstáculos me han impedido ir a casa de Lacante durantevarios días. Ayer, jueves, día de la comida semanal, me fui tempranopara poder hablar con él tranquilamente.

Elena estaba sola en la salita, y me salió al encuentro con expresión decándida ansiedad.

—¿Todavía enfadado?—me preguntó, y su voz, su mirada, su hermosamirada, pues no se puede negar que tiene unos ojos admirables, todo, ensu joven fisonomía y en su actitud, parecía implorar.

Yo no pude fingir un descontento que tenía ya olvidado, y respondí:

—Nada de eso... ¿Cómo guardar rencor a una niña como usted?

Le dí la mano, la tomó, y antes de que yo pudiera preverlo ni impedirlo,me la besó...

Si te crees que el beso de aquellos lindos y frescos labios me produjoun inmenso placer, te engañas. Ese beso me ocasionó sorpresa yconfusión, además del secreto chasco de sentir bajo su candor unsentimiento de inconsciente veneración. Y, ¡qué diablo! si es hermoso elser venerable, y honroso el ser venerado, con todo, la cosa es, a miedad, un poco desconsoladora.

Lacante, con gran estupefacción de todos, nos anunció aquella noche quese va a instalar en el campo. Si lo conocieras como yo, comprenderías loque tiene de revolucionaria esa extraña decisión. Hace mucho tiempo quenos dejaste y que estás corriendo por el mundo de las embajadas, paradarte cuenta de la fijeza proverbial de las costumbres de nuestro amigo.

Piensa que nunca ha viajado para no separarse de sus libros y de sumesa.

Aquel espíritu tan curioso se ha condenado a no conocer nada del vastomundo más que por la lectura y por su maravillosa intuición de lascosas. Así fue que le hicimos repetir varias veces su declaración.

Parece ser que es la Marquesa la que ha provocado esta revolución, queella sola aprovechará, pues la casita que Lacante ha alquilado enVaucresson está muy cerca de su «Villa del Lys.» Ha convencido a Lacantede que el aire puro de los bosques es necesario para el completorestablecimiento de Elena, y acaso tiene razón, pues la convalecientetarda en recobrar sus colores. Este arreglo me agrada desde que hesabido que Luciana y su madre están invitadas para fin del verano en la«Villa del Lys.» La Marquesa quiere que Luciana le haga su retrato enminiatura y dar al mismo tiempo a Elena una amiga joven y distinguidaque dispense provisionalmente a Lacante de la necesidad de buscarle unaseñora de compañía. Todo está habilidosamente combinado en favor de losintereses de la Marquesa, que no puede pasarse sin Lacante.

Es asombrosa la influencia que ha tomado esta mujer sobre un hombre deuna inteligencia notable, de una penetración extremadamente sutil ydotado de un sentido tan distinguido de lo delicado y de lo raro. Ellaes pesada y ruda, sin conjunto ni elegancia natural. A pesar de losartificios de la modista y del peluquero, sigue ordinaria, tiesa yevidentemente salida de los almacenes de productos químicos de su señorpadre. Y su espíritu está en armonía con su cuerpo. Tiene inteligencia,pero vulgar, y sus ideas, que ella quiere presentar como superiores,son todas prestadas y reflejas, no se apoyan en nada personal y sólodescansan en el vacío. Tiene opiniones generalmente extremas, porque sefigura que pensar fuera del sentido común es colocarse en la categoríade las almas privilegiadas. Sus juicios son duros e inflexibles, porquesu escasa vista no distingue los matices, pero pronuncia sus sentenciasen voz baja e indiferente, por haber oído decir que es de buen tono noanimarse por nada. Tiene pocos o ningunos principios, y pasa, sinembargo, por haberse mostrado virtuosa en más de una circunstancia. Peroemplea una especie de ostentación en adornarse con la amistad deLacante, cuyo alcance parece que trata de acentuar.

Y es que así conviene a su vanidad. Con cierta instrucción y algunamemoria, quiere echarlas de ingeniosa, y puedes pensar cuánto contribuyea su reputación la presencia habitual de Lacante y cuánto se laenvidian.

Lo más asombroso es que a él le guste, pues no es posible que se hagailusiones sobre lo que vale la señora. Pero esos demonios de escépticosy de «ironistas» no necesitan ilusión y toman de cada cual lo bueno quetiene, sin ocuparse de lo demás.

Hay varias cosas que le han gustado en la Marquesa de Oreve y alrededorde ella. En primer lugar, la atmósfera de lujo y de elegancia en quevive. Sabes tan bien como yo que Lacante es de una familia de las másmodestas y que ha conocido en su juventud la estrechez y lasvulgaridades de las existencias necesitadas, la fealdad de los mueblajesde ocasión y el olorcillo de las alcobas demasiado pobladas, en las quese mezclan las emanaciones de las camas con las de la cocina. Ha comidoen mesas en que un hule hacía de mantel y en vajillas desportilladas.Fuera ya de la familia y durante las languideces de sus largos comienzosen la república de las letras, ha sufrido trabajos y hasta ayunado, másávido entonces de libros que de bienestar, aunque llevando en sí mismo,oculto y comprimido, el sentido de las cosas bellas, delicadas yexquisitas.

El prestigio y la influencia encantadora de tales cosas se apoderó de élal entrar en la existencia íntima de los Oreve y en aquella casa de unasuntuosidad elegante, en la que sus consejos y su innato buen gusto hanintroducido refinamientos de arte. Las atenciones de la de Oreve ganabana sus ojos con estar adornadas de alhajas, de sedas y de encajes y hastasu título de Marquesa tenía como un perfume de polvos « a la maréchale»que le hacían retroceder un siglo, lo que gustaba a su imaginacióncuriosa del pasado. Puede ser también que lo conquistase el cultoentusiasta de la Marquesa y su admiración fecunda en adulaciones, pueslos más listos se dejan atrapar por ellas. La vanidad del uno y delotro, aunque desde puntos de vista diferentes, ha podido ser el lazo deesa amistad tan desproporcionada en apariencia. La verdad es, sí, quelos afectos más tiernos se cansan algunas veces, la vanidad subsistesiempre por lo mismo que nunca se harta.

¿Se sabe jamás en qué consiste el atractivo de dos seres, el uno haciael otro? Los mismos que le experimentan no se dan cuenta de ello muchasveces.

También el Marqués ha contribuido a mantener esa rara intimidad. Lasolemnidad beatífica con que encubre su nulidad, sus manos cuidadas deocioso, sus pretensiones de resolver las cuestiones de etiquetadiplomática, porque fue en otro tiempo simple agregado a la legación deBerna, y hasta ese pueril conocimiento de las genealogías aristocráticasque le permite jugar con los grandes nombres como un chicuelo con lastabas, todo ese conjunto de necedades divierte a Lacante y completa eldecorado.

El Marqués, por su parte, encuentra natural, conveniente y ajustado entodo a las tradiciones, que un literato coma a su mesa, y sea el amigoíntimo de su mujer. La satisfacción que le inspira el espejo cuandocontempla en él la palidez aristocrática de su cara, a la que sirven demarco unas patillas escasas pero bien peinadas, su ancha frente y hastasu cabellera bermeja e indisciplinada, no le permiten sospechar nadamalo por la familiaridad de Lacante en su casa, y acaso, tiene razón. Entodo caso, sería verdaderamente difícil suponer ahora nada incorrecto entales relaciones.