Septiembre.
Puesto que usted me lo permite, querido y respetable padre, y hasta melo pide con insistencia, voy a continuar, con toda sinceridad yconfianza, el relato de mis impresiones. Debo decirle, ante todo, queprocuro adaptarme a sus consejos no juzgando demasiado de prisa a laspersonas que me rodean.
Tiene usted razón al decir que un cambio brusco de localidad puedeproducir dos efectos contrarios y casi igualmente peligrosos: o unaespecie de entusiasmo por la novedad de las cosas y de las personas, ouna tristeza que exagera la crítica. Con este último sentimiento es conel que yo tengo que luchar y así lo procuro desde que usted me lo haadvertido.
¡Es todo aquí tan diferente de lo que estaba acostumbrada a ver y aconocer en Quimper!
Y no es que todo fuera allí para mí gozo y dulzura. Usted, señor cura,conocía a mi pobre tía, y aunque no quisiera decir nada que pareciese unreproche a su memoria, sabe, sin embargo, que era severa, y, a veces,hasta un poco gruñona. Detestaba el ruido y el movimiento y me obligabaa estar inmóvil y muda a su lado, cuando tanto hubiera yo queridomoverme y hablar. Decía que hay que saber aburrirse, porque la vida noes una expedición de placer.
A pesar de esto, me quería y me cuidaba bien, y como siempre me estabarecordando que yo no tenía madre y que mi padre no se cuidaba de mí, laencontraba muy buena por tenerme a su lado y soportar mis defectos, yestaba tan acostumbrada a ella, a sus maneras un poco rudas y a susmanías, que cuando murió, no sabía qué hacer de mi vida sin ella.También estaba muy hecha a aquellas costumbres tan metódicas: a misa porla mañana, el almuerzo a las diez, la comida a las seis, y entre uno yotra, lo más delicioso del día, que era la merienda de pan y fruta, quese me permitía comer en el jardín, corriendo, saltando y hasta trepandoa los árboles, lo que no era muy bonito para una joven.
¡Cómo me gustaba aquel jardín, con sus cuadros de huerta, con sus orlasde flores rodeadas de boj, con sus musgosos y viejos manzanos, susrosales grandes como árboles y la parra y las campanillas azules quevestían la fachada de la casa!
También tenía cariño a aquel destartaladocaserón, en el que corrían los ratones por delante del indolente gato,que les dejaba correr.
¡Y qué bien me parecían los amigos de mi tía cada uno en su género!Aquel señor de Tintellier y aquella señora de Rech, empaquetada en sutraje de seda granate, y su hermana Malvina, tan sentimental, de cuyoslargos «arrepentimientos» se burlaba usted, señor cura, con un poco demalicia, que también me gustaba.
Después había allí la Catedral. ¡Qué a mis anchas me encontraba en sugran nave obscura, tan sonora, por la que corrían ruidos que no sepueden expresar, bajo aquella bóveda alta y misteriosa y entre aquellosseveros pilares por los que parecía que circulaban los ángeles! Y lossonidos del órgano que subían, subían, entre nubes de incienso, yparecía que me arrebataban con ellos... ¡Cuánto me agradaba todoaquello! Sólo el recordarlo me conmueve y me ocupo en hablar a usted deesto en vez de describirle mi nueva vida.
Aquí todo ha cambiado, y cada variación que echo de ver es como un murode olvido que se levanta y me separa de aquellas cosas del tranquilopasado. No sólo han cambiado el cuadro exterior y las personas, sinotambién, y sobre todo, la atmósfera en que se agita la gente a mialrededor y en la que me siento como aturdida de perfumes desconocidos yembriagadores, tan diferentes de los sanos olores de mi ciudad natal,como las esencias en que aquí se impregnan las señoras son distintas delaroma de las violetas y de las rosas. Todo me parece artificial ycontrahecho, las figuras, las fisonomías, las actitudes, lasconversaciones, los sentimientos... Parece que, aquí, todo el mundodesconfía de la Naturaleza y trabaja para alejarse de ella; y todosviven con tal soltura en estas sutiles complicaciones, que estoy alverlos estupefacta, sin aliento y anonadada. Me cuesta trabajocomprender y no soy comprendida. Tomo en serio simples chistes, y cuandodigo con sinceridad lo que me viene en mientes, todos se asombran o seríen. Hay veces en que parece que me encuentran ingenio, siendo así que,sencillamente, no han comprendido lo que yo quería decir. Este perpetuoerror me cansa. He rogado a mi padre que me preste unos cuantos librosde literatura y de historia; cuando esté acostumbrada a los asuntos queson el objeto habitual de la conversación, acaso mi inteligencia serámás flexible y más despierta y pareceré menos tonta. Lo malo es aquí (seva usted a reír, señor cura, y, sin embargo, es la verdad), que yo nosoy bastante joven. Todas las personas que me rodean saben reír ybromear y como yo no sé, debo de parecer terriblemente fastidiosa. Estome da pena, porque tengo mucho amor propio, y lo siento además por mipadre. También él, se lo aseguro a usted, es demasiado joven para mí.Físicamente tiene el aspecto bastante aviejado; es grueso, algo cargadode espalda, muy calvo y tiene un cerquillo de cabello blanco que le haceparecer un fraile, mucho más, con una especie de solideo redondo queusa por casa y que completa el parecido. Con sus piernas gotosas, noparece ciertamente un muchacho; pero su sonrisa, la movilidad de sucara, su vivacidad, su calor de vida interior y una llama de pensamientoque le corre de pies a cabeza, le hacen vivir en un instante, más de loque se vive en Quimper en diez años. No diga usted esto a nadie, señorcura, pero en el primer momento encontré a mi padre más bien feo; ahora,me gusta su cara de tal modo, que creo que no habría otra alguna que megustase más. ¡Es todo el mundo tan insignificante a su lado!...Ciertamente, tiene el aspecto menos...
¿cómo lo diré? menos padre defamilia que el señor Ravenaz, por ejemplo, el mayordomo de cofradía quecantaba tan fuerte en la misa mayor y hacía cantar con él a sus cuatrohijas y siete hijos, todos dóciles a una señal de sus ojos; o que elseñor Tintellier, que sólo tiene un hijo, pero que es tan escéptico y noríe nunca más que con un lado de la boca, de modo que su alegría separece al esfuerzo de tragar algo amargo y más da lástima que envidia.Mi padre ríe de tan buena gana, no a carcajadas, pero con tal fe eintención, que se toma parte en su alegría aun sin saber por qué. Susojos ríen al mismo tiempo que sus labios y las mejillas, la barba yhasta las orejas parece que se divierten a la vez con lo que le hacereír, que es, a veces, un pensamiento que ni siquiera ha dicho. Yo nopuedo separar de él la mirada, tanto me interesa y me encanta.
Tiene algunos amigos bastante agradables. Primero, don Máximo de Cosmes,al que vio usted en Quimper y que es el favorito de mi padre. Tienehermosos ojos (no sé si usted lo repararía), bonitos dientes que se venmucho, aunque él no trata de enseñarlos, y un carácter que creo enarmonía con su cara franca y simpática. Hay otro también que me gustabastante, porque defiende generalmente ideas que se aproximan a lasmías.
Mis ideas, señor cura, puede usted figurarse que no son inventadaspor mí, pues son las del catecismo y el Evangelio. Las de don GerardoLautrec no son tan límpidas, pero son hermosas, sin embargo, y él lassostiene con formas elegantes, con palabras lindas y musicales y con unaespecie de emoción entusiasta, sin decir nunca nada que me mortifique,mientras que noto en los demás una indiferencia hostil y hasta aversióny desprecio declarados contra todo lo que es más sagrado para mí...
Ytodavía se contienen por mi causa... He visto a don Máximo hacerlesseñas y contener en sus labios palabras que iban a decir.
Lo mássorprendente es que las mujeres, muchas al menos, hablan exactamenteigual que los hombres, con el mismo atrevimiento respecto de todos losasuntos, y acaso, con más violencia todavía.
Con toda esta charla, señor cura, no le he dicho a usted que, hace unasemana, estamos instalados en el campo, a unas leguas de París y en unsitio delicioso, rodeado de bosques y praderas.
Más bonito sería, sinembargo, si no hubiera tantas casas, pues las hay por todas partes y esodesfigura el paisaje. Más parece esto un arrabal que el campo.
Muy cerca de nosotros, la Marquesa de Oreve, de la que ya he hablado austed, tiene una hermosa casa, a la que llaman la
«Villa del Lys». Aquíse llama así a cualquier casa por pequeña que sea. La nuestra es la«Villa Sol», nombre retumbante y pomposo para tan modesta casita. Laverdad es, sin embargo, que está bañada de sol de la mañana a la tarde,lo que parece que es muy bueno para mi salud.
Estoy tan débil todavía, que me cansa el escribir y aquí hago punto, apesar de todo lo que tengo todavía que decir a usted.
Otra vez será.
Bendiga usted a esta su hija, mi buen señor cura, y deséele prudencia ysalud.
Elena Lacante.
Máximo a Su hermano.
5 de septiembre.
La de Grevillois y su hija se han instalado en la «Villa del Lys», yLuciana ha bosquejado ya el retrato de la «patrona,»
como llamamos a laMarquesa. Creo que está muy parecido, demasiado casi, y preveo que aLuciana le costará trabajo contentar a su modelo. La Marquesa hamanifestado ya cierta discreta indignación ante el boceto.
«Sobre todo, hija mía, cuide usted de no engordarme exageradamente...Sin criticar a usted, creo que me da las proporciones de una nodriza...Creo también (y usted me dispensará, ¿verdad? esta pequeña coquetería)que me hace usted la cara demasiado ancha y demasiado corta... Además,los ojos no están parecidos... Siempre me han dicho que son lo mejor quetengo... Pero usted corregirá todo esto cuando revise mañana su obra...Hace falta tiempo para acostumbrarse al modelo y sólo se ve exactamentea la larga...»
Luciana estaba un poco nerviosa y traté de calmarla como pude durante uncorto paseo que hicimos solos para ir a la «Villa Sol». El tiempo estabahermoso y de una suavidad encantadora.
Vagos y finos perfumesembalsamaban el aire, penetraban en los sentidos y ablandaban elcorazón, que parecía fundirse en el pecho con una sensación dedesvanecerse y de evaporarse en el éter... Era aquello delicioso yhubiera yo querido que Luciana participase de mi encanto, pero seguíanerviosa y despechada.
—Es estúpido—decía—el ser pobre y depender de la primer tonta que sepresente... Porque tiene dinero y lo paga, cree tener derecho paradecírselo a una todo, a no ahorrarle humillaciones ni críticas, aexasperarla con sus consejos de idiota y a aplastarla bajo la enorme ypesada superioridad de su fortuna... Juventud, ingenio, talento,belleza, todo, absolutamente todo, es juzgado, medido y pesadodesdeñosamente por cualquier imbécil encaramado en sus sacos de pesos,desde donde dominan a la despreciada multitud de los pobres diablos deuno y otro sexo...
Mi pobre Luciana tenía los hermosos ojos llenos de lágrimas de cóleramientras lanzaba sus imprecaciones con risa nerviosa y un calor dedespecho que denunciaba su humillación.
Yo sufría por ella y tanto como ella, pero le contesté con dulzura ylogré hacerle comprender que su resentimiento era excesivo y hastainjusto, pues, al fin, la vanidad de la Marquesa de Oreve no hace daño anadie más que a ella misma y en modo alguno al artista que la pinta comoes. La superioridad del dinero no existe realmente más que para aquellosque la reconocen, e indignarse por ella es un modo de reconocerla.Seamos, pues, orgullosos y permanezcamos libres de todo sentimiento deenvidia, de adulación y de cólera, le dije besando sus bonitas manos.
Luciana sonrió débilmente.
—Habla usted como un sabio—me dijo,—pero la cordura es difícil, se lojuro, cuando hay que habérselas con la suficiencia presuntuosa. Quisieratener esa hermosa filosofía; pero carezco de fuerza de alma, loconfieso, y tengo rencor a la Marquesa por ser rica, única cualidad quees indiscutible. Todo puede ser puesto en duda, la belleza, el mérito,hasta la juventud, puesto que no se tiene en el mundo más que la edadque se representa y los sabios artificios de una mujer de cuarenta añoshácenla asemejarse a otra de veinticinco. Solamente la fortuna se pesa yse mide y sólo las cifras tienen una realidad inflexible.
—Lo que se cuenta, se mide o se pesa—contesté;—no vale nada al ladode una sola gota de infinito...
Luciana dejó ver su bella y seductora sonrisa y respondió:
—Lo veo a usted venir: el amor es infinito, ¿verdad?
—Lo es el mío, ciertamente.
—Diga usted el nuestro, Máximo.
Mi amada recobró su alegría y su gracia seductora, Íbamos lentamente porlos frondosos senderos del bosque y habíamos olvidado el objeto denuestro paseo, cuando vimos venir a nuestro encuentro, muy lejos aún, aElena con Polidora, que no nos habían visto y se detenían de vez encuando para cortar flores.
—Ahí tiene usted al retoño de Lacante en su elemento—dijo Luciana conun dejo de desdén.
—¿No le gusta a usted, Elena?
—¿Qué quiere usted que le diga? Apenas la conozco... No es más que unachiquilla...
—Si usted quisiera ocuparse de ella con un poco de indulgencia, lasociedad de usted podría serle muy provechosa.
Luciana hizo un gesto que no fue de entusiasmo.
—No sabría qué decirle... Es imposible encontrar dos naturalezas másopuestas que la de la hija de Lacante y la mía.
No sabe nada de lo que amí me interesa... No sabe nada de nada, por otra parte... Me extrañamucho que pueda usted hablar con ella más de diez minutos.
—Pues yo la encuentro encantadora... y rara.
—Rara, ciertamente, pues ese tipo no se encuentra más que en las selvasvírgenes o en las estepas de Bretaña. Que es encantadora... me lo hadicho usted varias veces...
—Aseguro a usted que me complacería mucho procurando trabar amistad conella... Ya sabe usted lo que es Lacante para mí.
—¡Hacerme amiga suya!—exclamó.—Enséñeme usted entonces por dónde hayque tomarla.
Estábamos ya muy cerca de Elena, quien nos conoció y nos saludó con ungran ramo que traía en la mano.
—¿De dónde viene usted?—le pregunté.—¿De una santa peregrinación, deuna iglesia, de una capilla?
—No acierta usted... He pasado el tiempo de un modo más profano... Veausted mi cosecha.
Y nos enseñó el ramo.
Polidora, tomando un aspecto de importancia, empezó a decir con algúnretintín:
—Venimos de...
Elena se volvió vivamente hacia ella.
—No diga usted nada, Polidora; se lo ruego... Hay que enseñar a donMáximo a no ser curioso.
—Tendré que contar, ciertamente, su fechoría de usted a su señorpadre—respondió el ama de gobierno.—Nada me impedirá cumplir con mideber.
Elena respondió con dulzura:
—Hará usted bien.
Y dirigiéndose a Luciana, le preguntó si le gustaban las flores e hízoleadmirar las que formaban su ramo...
Mientras tanto hice hablar a Polidora, que muy engallada y con
gestodesdeñoso,
iba
detrás
como
para
separar
sistemáticamente su causa de lade Elena. Era evidente que había discordia entre ellas, y como la viejaestaba deseando charlar, no esperó a que yo la preguntase.
—¡Dios mío! No es que esta muchacha sea mala, ¡oh! no; pero esimprudente. Ha sido criada como una salvaje en un país donde no haycivilización... Habla a todo el mundo y hace conocimiento con el primeroque se presenta.
—¡Cómo!—exclamé.—Pues parece más bien tímida y más inclinada acallarse que a hablar.
—Sí, aquí, en la buena sociedad... porque conoce que no está en sucentro ni a la altura necesaria. Pero en los caminos, no pasa un mendigoni una paleta sin que arme conversación con ellos.
No tiene malicia, nidesconfianza, ni sentimiento alguno de las conveniencias... Por más quele digo: «¡Eso no se hace!» ya está hecho cuando yo hablo... El otro díaiba un pobre hombre tirando, con su perro, de una carretilla cargada dechirimbolos, y con la lengua fuera al subir un repecho. Vuelvo la cabezay ¿qué es lo que veo? La señorita, que iba empujando por detrás contodas sus fuerzas y que siguió así hasta lo alto de la cuesta, por másque le dije. Además le dio todo el dinero que llevaba...
No es por eldinero, pues me gusta que las jóvenes tengan la mano abierta, pero lasconveniencias...
—¿Y hoy... ha empujado algún otro carro?
—¡Mucho peor!... Figúrese usted que ayer vinieron dos chicos a mendigara la puerta, y la señorita les dio pan y unos centavos y les hizohablar. No dije nada, porque su padre estaba allí y lo permitía... Perohete aquí que esta mañana pide ir a paseo, y en cuanto estamos fuera medice muy amablemente: «Querida doña Polidora, quisiera ir hacia laCelle-Saint-Cloud, a ver la madre de los dos niños que vinieron ayer;está enferma, tiene muchos hijos, carece de recursos, y qué sé yocuántas cosas más.»
Parecía al oiría, que no había otras miserias en latierra...
«¿Cómo se llama?» le dije. «La Briffarde; vive en el campoQuemado... Vamos allá, ¿verdad? ¿Quiere usted, mi querida doñaPolidora?» Porque es mimosa como ninguna, la chiquilla. En fin, le dije:«Vamos,» no queriendo contrariarla.
Echamos a andar preguntando elcamino de vez en cuando, y por último llegamos a la Celle. «El campoQuemado, me dijo un segador, está allá, en lo bajo del camino. ¿Qué vausted buscando en el campo Quemado? No hay por allí nada bueno.»«Buscamos a una familia de pobres que vive allí.» «Entonces allí laencontrarán ustedes. La mala semilla se encuentra en todas partes.» Eltono en que me dijo esto me dio qué pensar. Veo a dos pasos unas mujerestrabajando junto a una puerta, me acerco y pregunto: «¿Vive por aquí laBriffarde?» No tardé mucho en oír más de lo que quería: una perdida, unaarrastrada, con toda clase de vicios y miserias. Intento entoncesmarcharme más que a paso y llevarme a la señorita; pero, que si quieres;ya se había echado a correr sin volver la cabeza y estaba en laperrera, porque no merece otro nombre el agujero en que vive esa mujercon sus crías. Naturalmente, tuve que seguirla y aún tengo levantado elestómago del hedor y de la podredumbre en que se revolcaban aquelloschiquillos y de los guiñapos infectos que servían de cama a la madre.
—¿Pero estaba verdaderamente enferma? ¿No habían mentido los niños?
—Lo estaba y mucho, según creo. Habían dicho la verdad. Los chicos seecharon como lobos sobre las provisiones que llevábamos. ¡Buen díatuvieron, los desgraciados! La madre trató de comer; pero no pudo... Loque es esa no tiene para mucho tiempo. Pero ¿cree usted, caballero, quees el sitio de la señorita Elena la casa de una mujer así?... Ya sé, yasé; la caridad... Pero también existen las conveniencias...
Y la tal Polidora se llenaba la boca con esto de «las conveniencias.»
Pensé, sin embargo, como ella, que no sería prudente dejar que Elenavolviese a aquel antro, donde podía tener malos encuentros para suinocencia.
Hablaré de esto con Lacante, pues no me atrevería a iniciar con ella lacuestión. Un alma inocente es como las alas de una mariposa, a las queno se osa tocar por miedo de hacer caer el fino polvillo de oro y azulque nada puede reemplazar después.
La pureza de un alma virgen realizala idea que yo me formo de lo divino, es decir, de algo primordial,superior a todo conocimiento, antagónico con la ciencia misma, en unapalabra, sublime. Da tristeza el pensar que un día se atentará contra ladivina ignorancia. Querría uno colocar para siempre a la joven inocenteen un altar, como esas celestiales vírgenes de los Primitivos cuyocolorido deslumbrador y cuya cándida gracia llegan intactos hastanosotros desde el fondo de los siglos cristianos. Elena tiene el serenocandor de aquellas vírgenes. ¿No te gusta, como a mí, esa valentía y esamisericordia para con la pecadora?
En la «Villa Sol» encontramos a Lacante esperándonos sentado a la sombradel único tilo, y Polidora le contó sin tomar aliento la aventura de laBriffarde y le rogó que prohibiese a Elena volver a casa de aquellamujer de mala vida.
Elena estaba extraordinariamente desolada.
—Pero, ¿y los hijos, papá, qué mal han hecho? ¡Si los hubieseis vistodevorar el pan y la carne! Tienen hambre y están hechos jirones... ¡Y lamadre está tan enferma! No creo que tenga cura.
—Seguramente que no—exclamó Polidora.—Todo lo que se haga por ellaserá como no hacer nada.
—Papá, te lo ruego; permíteme al menos que les envíe algún socorro.
—Pero tú quieres arruinarme—dijo Lacante sonriendo y acariciando elcabello de su hija, que estaba arrodillada a su lado en la hierba.
—¿Quieres, verdad?—le dijo Elena besándole la mano.—
Estoy segura deque doña Polidora consentirá en volver al campo Quemado.
Pero Polidora, muy ofendida y roja de indignación, declaró secamente quelo que no estaba bien para la señorita no lo estaba para ella y que, porotra parte, no tenía afición ninguna a visitar perdidas.
¿Comprendes a la joven y dulce virtud de Polidora temblando por supureza?
Elena, muy confusa por haber ocasionado tal algarada, me echó una miradacuya angustia comprendí en seguida, y me propuse ser el mensajero de sucaridad.
Lacante dijo entonces que permitía a Elena volver, acompañada por mí...
—¡Y por mí!—se apresuró a decir Luciana.
Se convino en que iríamos los tres el domingo próximo, y Elena,radiante, nos dio las gracias a Luciana y a mí como si le hubiéramoshecho un rico regalo.