Amar es Vencer by Madame P. Caro - HTML preview

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Elena al Padre Jalavieux.

Septiembre.

Otra vez ya, mi buen señor cura. Debe usted de pensar que me doydemasiada importancia y que invado un poco su descanso.

Pero ¿es míatoda la culpa? ¿No me anima mucho la bondad de usted?

Hoy le escribo teniendo en el corazón un gran peso de cuidados y deemociones.

Mi padre acaba de estar muy enfermo, señor cura. La otra mañana se pusode repente muy pálido, su vista se quedó fija y turbia y perdió elconocimiento. Durante unos minutos, que me parecieron siglos, estuvocomo muerto, caído en su butaca, inerte e insensible a nuestros cuidadosy a los gritos de doña Polidora...

En esos instantes han pasado por mimente horribles pensamientos...

Cuando por fin abrió los ojos y me vio toda temblorosa a su lado, suspobres labios azulados se esforzaron por sonreír, y sus primeraspalabras fueron para darme una broma, lo que prueba que su espíritu nose había extraviado muy lejos de nosotros y que había vuelto, con elprimer aliento, a entrar en sus moradas de costumbre: «¿Me creías yamuerto, juzgado y condenado, mi querida devota?... Ea, no teentristezcas; otra vez será.»

Esperaba tranquilizarme con ese tono jocoso, pero en su cara, pálida yun poco contraída era tan doloroso el esfuerzo para sonreír, que no pudecontener las lágrimas.

Mi padre me alargó la mano, torpe y pesada, y me dijo con una especie demelancólico asombro:

—Pero, entonces, ¿me quieres?...

¡Lo dudaba, después de las bondades que tiene para mí continuamente!

Cubrí de besos aquella mano que estrechaba la mía con una presióntodavía muy débil, y le respondí desde el fondo de mi corazón:

—¿A quién he de querer en este mundo sino a ti?

Creí leer en sus facciones el paso fugitivo de un ligeroenternecimiento; pero después, y a medida que se disipaban rápidamentelas nubes del síncope, se volvía a encender la malicia de la mirada ensus pupilas todavía turbias, y me dijo en su tono ordinario:

—¿Que a quién habéis de querer?... ¡Vaya, vaya! señorita Elena, ¿esusted sincera?... Creí que ese corazoncito era más pronto enconmoverse... y esperaba...

—¿Qué, papá?

Su viva y penetrante mirada me traspasó, en cierto modo, de parte aparte, y escudriñó todos los repliegues de mi alma antes de responder:

—Si esos ojos mintieren, habría que desistir de la verdad...

Yahablaremos de esto otro día, hijita. En este momento, lo mejor que puedohacer es descansar... Sobre todo, no te agites; la muerte es poca cosa,¿sabes? Un síncope como éste, un poco más largo, y ya estaba... No hayque formarse espantajos...

¡Ay!... Yo también pensaba lo mismo: un síncope un poco más largo seríala muerte, y temblaba de espanto pensando en el despertar, en el temibledespertar en la otra vida...

Y no me atreví a decir nada.

Me faltó el valor y me callé cobardemente.

¿Por qué no está usted a mi lado, querido señor cura, para acallar miremordimiento y aconsejar a mi buena aunque incierta voluntad, tanfácilmente extraviada en mis pensamientos?

Me siento tan débil, tan desarmada ante un hombre como mi padre, que havivido, estudiado y reflexionado tanto...

Creo que el lenguaje humano no tiene palabras para demostrar losmisterios, y el pensamiento de poner mi ignorancia enfrente de lasabiduría y la ciencia de mi padre me parece un orgullo insoportable.

Y, sin embargo, ¿es bastante rezar en el secreto de mi corazón? ¿Esbastante? Dígamelo usted, mi buen señor cura.

Máximo a su hermano.

6 de octubre.

Lacante acaba de pasar una crisis que nos ha asustado un poco.

Hace dosdías recibí un telegrama de Elena advirtiéndome que su padre estabaenfermo y rogándome que llevase un médico.

Correr a casa de Muret y llevármelo a la «Villa Sol», fue cuestión deuna hora.

Cuando llegamos, la crisis había terminado y encontramos a Lacanteacostado por orden de su hija y bromeando agradablemente.

El doctor no encontró nada alarmante por el momento y prescribió unrégimen que Lacante no seguirá, por desgracia.

Cuando Muret se marchó, después de haber ordenado un reposo absoluto yelogiando mucho a Elena por su sangre fría y por la prudencia de suscuidados, fui a buscarla al jardinito, donde estaba sentada en elsillón habitual de su padre, a la sombra del tilo y en una postura unpoco caída. Sus ojos hundidos y su palidez atestiguaban su emoción. Apesar de la expresión de tristeza que la envolvía por entero, los rayosdel sol que se filtraban por el ramaje, ponían un nimbo de oro en tornode aquella fisonomía cándida y doliente.

Corté unas violetas y se las di con palabras de ánimo, a las que ellarespondió con una débil sonrisa.

Me senté al lado suyo, penetrado de compasión. ¡La comprendía, laadivinaba tan bien!... ¿No había visto, hacía poco tiempo, al lado de lacama de la mendiga, a aquella criatura delicada, tan pronto confundidapor una mirada, tan propensa a turbarse, tan tierna, desplegar unaenergía moral y una firmeza que llegaron a parecerme hasta duras, paraarrancar a una pecadora al peligro de una muerte inconsciente, quehubiera sido para su fe la muerte sin perdón, la muerte eterna? Por muyextraño que yo fuese a sus creencias, la había comprendido y habíaadmirado su fe robusta y activa y aquel imperioso sentimiento del deberque podía más que sus timideces y hasta que su compasión.

Y entonces también la adivinaba.

Comprendía su sufrimiento y su espanto al ver a su padre inanimado, y mipiedad por aquel débil corazón de niña, estaba impregnada de ternura.¿Por qué el aspecto de la muerte predispone el corazón a esosenternecimientos? ¿Será que buscamos por instinto un refugio contra elaniquilamiento final?

¿Será que las fibras más profundas del ser seconmueven a la vez y vibran al unísono al contacto de la formidableenemiga?

Tenía yo un deseo apasionado de decir a Elena:

—Te he comprendido, alma piadosa y tierna. Por descreído que yo sea alos ojos de tu fe, he sentido y comprendo tu divina caridad. Nuestrasinteligencias son diferentes y las influencias que han presidido anuestro desarrollo han sido opuestas; hay, sin embargo, un punto en elque nos entenderemos siempre, y es el amor a la pobre humanidad,condenada al dolor y a la muerte.

Mientras yo me dirigía este monólogo, Elena mordisqueaba las violetasque yo le había dado y nuestros pensamientos se encontraban.

—¿Usted no cree?—me preguntó tristemente.

—Creo, por el contrario, en muchas cosas hermosas... en la bondad... enla ciencia... en la...

Elena me interrumpió:

—Hay un nombre que lo resume todo, ¿y no lo dice usted?

—Es que quisiera comprender...

—¿Comprenderlo todo?—me preguntó.—¿Es eso posible?

¿Cree usted quetodo se puede explicar?

Yo no quería ni afligirla ni discutir.

—No—respondí;—las cosas de la fe, no. A esas se llega por el corazón.

—¡Oh! ¡Cuánta razón tiene usted!—exclamó con mirada brillante.

—Ya ve usted que no estamos lejos de entendernos—dije sonriendo.—Siusted quisiera que hablásemos así algunas veces, acabaríamos por ser dela misma opinión.

—Sí... usted me enseñaría a pensar...

—¡Oh! Para eso aténgase usted a su catecismo, Elena... He lamentadomuchas veces que esté usted aquí expuesta a oír discursos que hieren suscreencias... Si alguna palabra mía lo ha hecho alguna vez, pido a ustedde todo corazón que me perdone.

Me acusaría siempre de haber cambiado enalgo las ideas que le han hecho a usted ser lo que es.

Recordé que su padre dijo un día lo mismo delante de mí.

Elena sonrió y dijo:

—No tema usted; lo que ha entrado una vez en el corazón ya no sale.

Máximo a su hermano.

8 de octubre.

Ayer, día de la comida semanal en casa de Lacante, llegó Kisselerreventando de gozo. Acababa de saber una fea historia de uno de nuestroshombres políticos más visibles, favorito del Ministerio y en condicionesde ser ministro de un día a otro.

Naturalmente, todos se esfuerzan porechar tierra al escándalo, y lo lograrán: testigos sobornados, supresiónparcial del sumario, jueces bien elegidos, nada se omitirá paraconseguir que se evite el proceso. Desde el punto de vista político,pues, las consecuencias serán nulas, por el momento al menos. Pero losdetalles son curiosos e irresistiblemente cómicos para un cínico comoeste diablo de Kisseler.

Apenas entró, estando todos ya a la mesa, pues, según costumbre, llegabatarde, empezó a contar la cosa con una gracia, con una mímica y con unlujo de detalles verdaderamente chistosos.

Desde las primeras palabras, Lacante le mostró con una seña a Elena,sentada enfrente de él, y Kisseler afirmó que sería prudente y quevelaría su relato. Lo veló, en efecto, pero con un velo tan extrañamenteplegado, que no hacía más que añadir un incentivo más a la brutalaventura.

Yo no podía menos de mirar a Elena, tan joven, tan inocente, entre todosaquellos hombres excitados y retorcidos de risa.

Éramos siete, sincontar la Marquesa de Oreve.

Luciana y su madre no habían venido, afortunadamente, y Elena parecíaentre nosotros como una hermosa azucena surgiendo de un lodazal. De vezen cuando dirigía a su padre una seña de amistad con un ligero gesto quequería decir claramente:

«¡Qué fastidioso es ver reír a los demás cuandono se sabe de qué se ríen!»

¡Cuánto le agradecía yo el que no comprendiese, y cómo me felicitaba porla ausencia de Luciana, que, más madura en la atmósfera parisiense,hubiera ciertamente comprendido! Creo que en este caso hubiera tirado aKisseler por la ventana...

Cuando todos se marcharon y Elena se metió en su cuarto, me quedéfumando un cigarro con Lacante para esperar la hora del tren.

Lacante estaba preocupado y tocaba el tambor nerviosamente con losdedos en la mesa. Por fin dio un suspiro y dijo:

—Tendré que separarme de mis amigos o de mi hija.

Y después de una pausa añadió:

—Es duro, a mi edad, romper con unas amistades de cuarenta años.

—Kisseler es incorregible e incomprensible, es verdad... Los demástienen más tacto.

—¿Cree usted eso?... Hay discusiones de ciencia y de filosofía queofrecen iguales o mayores peligros que las enormidades de Kisseler paraun entendimiento joven y cándido como el de Elena. ¿Le parece a ustedque ha comprendido ni una palabra de toda esa grosera historia?... Comosi la hubieran contado en chino. Mientras que la sequedad de la duda quese introduce en esa tierna naturaleza substituye a la cándida fe que essu fuerza y su gracia...

Y Lacante levantó las manos y las dejó caer, como si viese yapulverizado todo el edificio de fuerza mística.

—Admito—dijo,—que Elena no entiende las obscenidades de Kisseler,pero así como el oído se acostumbra a los sonidos de una lenguaextranjera y acaba por comprender su significación,

¿no teme ustedque?...

—¿Que sepa pronto más de lo necesario? Sí, sin duda.

—Es verdad—dije no sin malicia,—que le he oído a usted en otro tiempoexpresar la opinión de que no es prudente dejar a las jóvenes en laignorancia de las necesidades de la vida y que los padres asumen así unagran responsabilidad cuando llega el momento de elegir su destino.

—Aquellas eran teorías y frases de solterón—dijo moviendo lacabeza.—Solamente sabe el precio de la pureza el que ha podido penetrarhasta el fondo el alma de una virgen. Toda iniciación que no sea la delamor es un sacrilegio. Sí, sólo el amor tiene derecho a revelar losmisterios...

Reflexionó unos instantes y siguió diciendo:

—Habría que casar a Elena. Podría ciertamente sacrificarle Kisseler ymucho más; pero soy viejo, amigo mío, y he recibido hace poco una duraadvertencia, y debo asegurar el porvenir de esa pobre niña. Tienealgunos bienes, a los que se añadirán después los míos; es bonita ytiene bastantes cualidades para que no le falten los partidos.

—Es deliciosa—exclamé.

Lacante fijó en mí sus ojillos grises y penetrantes y yo bajé la cabeza.

Después siguió diciendo:

—Sí, ¿verdad? Más de uno lo juzga así, y cuando yo declare misintenciones ya sé quiénes se pondrán en la fila... Pero solamente Elenadecidirá.

Se levantó pausadamente (noto que se va entorpeciendo) y se apoyó en mibrazo para entrar en su cuarto.

Al estrecharme la mano, me dijo:

—Esta niña merece ser dichosa.

—Lo será—respondí maquinalmente.

Me dirigió entonces una seña amistosa y me dijo:

—Gracias, hijo mío.

¿Aplicábase esta frase al apoyo de mi brazo o a mi frase trivial sobrela dicha de Elena? Me quedé en la duda y esta duda me ha turbado.

Durante todo el camino he ido repitiéndome los términos empleados porLacante en esta conversación y los de mis respuestas. ¿Debía revelar aLacante mis compromisos con Luciana, a pesar de mi promesa de nodecírselo a nadie? ¿Por qué debía hacerlo así?... Por temor de que aLacante se le haya puesto en la cabeza darme su hija. Pero, si no piensaen tal cosa y me he engañado, ¿no sería tan ridículo como impertinenteel tomarle la delantera y hacerle comprender que he adivinado suintención y que no debe contar conmigo? Por otra parte, ¿no ha dicho quesolamente Elena elegiría?

Este último pensamiento ha calmado considerablemente mis escrúpulos,pues no tengo ningún motivo para creer que Elena decidirá nunca en mifavor, sino todo lo contrario.

Este Lautrec me parece muy solícito para con ella (lo está, eso sí, contodas las mujeres); es joven, elegante, rico, y como tiene pretensionesliterarias que Lacante puede favorecer, bien pudiera ocurrir que por eselado hubiera un desenlace muy dichoso...

Pero, es raro, la idea de ver a Lautrec convertido en el hijo de lacasa, en la de Lacante, me oprime el corazón... No puedo, sin embargo,casarme al mismo tiempo con Luciana y con Elena, la morena y la rubia...Estoy loco y me voy a la cama.

Buenas noches, querido hermano...