—He dicho que no. Déjame en paz el alma.
—Al veinticinco, don Manuel... al veinticinco. Me esperan en casa paraque pague.
—Márchate, o llamo al sacristán.
—Pues bien; al treinta... que sean al treinta por ciento, como la otravez.
—Todo sea por Dios—murmuraba suspirando dolorosamente—. No dejáistiempo ni para salvar el alma. Espérame en casa, yo iré así que termineeste rosario. Te cobraré el treinta por ser tú... que bien sabe Dios quea mí no me gustan estos negocios.
Esto se contaba del célebre fabricante de sedas; pero aunque en elloentrase en gran parte la exagerada malevolencia de sus enemigos, locierto era que don Manuel, con el producto de sus doscientos telaressiempre en actividad y los caritativos auxilios que prestaba desde elBanco de San Juan, iba formándose una fortuna, cuya cifra, por serdesconocida, rodeaba a su poseedor de cierto prestigio misterioso.
El fabricante y el dueño de Las Tres Rosas eran antiguos amigos, yhasta se murmuraba que el primero había ayudado a éste con unagenerosidad extraña en los primeros tiempos de su comercio. Cuantosgéneros de seda se despachaban en la tienda procedían de la fábrica dedon Manuel, y de esto resultaba una continua comunicación entre elestablecimiento de don Eugenio y el caserón del barrio de las EscuelasPías, relaciones en las que servía de intermediario Melchor Peña, comodependiente de confianza.
Él era quien iba al despacho de don Manuel a escoger pañuelos y piezasde seda, raso o terciopelo en aquellos armarios de roble con cerraduracomplicada, que databan del siglo anterior, y él también quien subía alos porches, donde con un tric-trac ensordecedor movíanse los telares yvolaban las lanzaderas, haciendo surgir los ricos tejidos entre polvo ytelarañas. Por efecto de las continuas visitas le trataron como amigoíntimo los de la familia de don Manuel.
Éste era viudo y tenía doshijos: Juan, un joven infatigable para el trabajo, meticuloso en losnegocios, capaz, como su padre, de darse de cachetes por un ochavo, yManolita, una muchacha hermosota, que a los diecisiete años tenía elaspecto de una matrona romana, y a quien don Manuel no quería encargarde la administración de la casa en vista del poco aprecio que mostrabaal dinero.
Otra persona formaba parte de la familia del Fraile; pero los lazosque la unían a ella eran tan efímeros y débiles como los que atan unaestrella errante a un sistema planetario. Era un estudiante de Medicina,famoso entre los de su Facultad como hábil tocador de guitarra, alegreconfeccionador de chistes y calavera de los más audaces. El Fraile,avaro y sin entrañas hasta con sus hijos, sentía gran debilidad por elestudiante, tal vez por el contraste entre su carácter austero y regañóny la alegría desenfadada de aquel cabeza a pájaros. Era sobrino de donManuel en grado lejano; sus padres habían muerto, y el fabricante desedas, en vista de su ingenio despierto, encantado por sus agudezas yrecordando que lo sostuvo en la pila bautismal, hizo el inauditosacrificio de recogerlo y darle carrera.
Rafael Pajares venía a ser en la casa el punto vulnerable del huraño Fraile. Parecía imposible que éste soportase las travesuras delestudiante, que traía revuelta toda la casa, persiguiendo a las criadas,entreteniendo con chistes a los tejedores e introduciendo algunas vecesen su cuarto ciertos compañeros de Facultad tan levantiscos como él, queal menor descuido saqueaban la despensa, y cuando no, hacían temblar losviejos pavimentos del caserón ensayándose a saltos en el manejo de lapandereta. Don Manuel, el hombre de las economías inauditas y lasruindades sin ejemplo, estremecíase de rabia al ver el uso que Rafaelhacía de sus liberalidades. Regalábale una sotana nueva, y al punto larasgaba en dos, quedándose con la parte del pecho y dando el espaldar aalgún compañero pobre, con cuyo reparto iban ambos tan gallardoscubriendo con el manteo la desnuda trasera. Comprábale un tricornioflamante, y no acababa el día sin que el travieso muchacho le recortaselos bordes caprichosamente hasta darle el aspecto de una fantásticacresta.
Gustábale ir roto y sucio como los sopistas, y cada una de estashazañas enfurecía al Fraile, haciéndole gritar que aquello era robarleel dinero, y que el mejor día de un puntapié en tal parte iba a poner enla calle al desvergonzado sobrino. Pero bastaba que el loco adorador dela tuna sacara algunas habilidades, para que el viejo se diera porvencido y asegurase que el muchacho tenía mucha gracia.
Igual influencia ejercía Rafael sobre los demás individuos de lafamilia. El hijo del Fraile le toleraba, lo que no era poco, atendidosu carácter, y en cuanto a Manolita, vivía pendiente de los labios de suprimo. Aquella muchacha sencillota, a quien las amigas de la casa teníancasi por tonta y que no conocía más mundo que las tertulias de gente delArte de la Seda, a las que la llevaba su padre, miraba a Rafael como laencarnación de lo extraordinario, de lo novelesco; como un Don Juan,cuyo cariño le disputaban ocultas y poderosas rivales.
Se amaban desde niños, pero con un amor extraño, incomprensible ypreñado de incidentes. Él era informal, ligero, casquivano; tenía noviasen los cuatro distritos de la ciudad; salía de noche para dar serenatasamorosas; y ella, bajo su exterior abobado de muchacha tímida y devota,ocultaba un carácter varonil, un genio insufrible, el mismo estallido denerviosidad iracunda y atronadora que se manifestaba en el Fraile cuando le salía mal un negocio o un deudor se negaba a pagarle. Laspeleas en voz baja y el estar de monos días enteros eran hechosfrecuentes en estos amores que el padre y el hermano no conocían; perobastaba para vencer el enojo de Manolita una palabra chistosa delestudiante, una irónica protesta, algo que la desarmase, haciéndolaprorrumpir en carcajadas.
¡Con un pillo así era imposible estar seria mucho tiempo! Se necesitabatener corazón de piedra para no conmoverse cuando, cogiendo la guitarray poniendo los ojos en blanco, se arrancaba por el Fandanguito deCádiz, entonando después melancólicamente el ¡ Triste Chactas...! quehacía llorar a todas las muchachas de la época, o aquello otro punteadoy expresivo que comenzaba:
Inflamado mi pecho amoroso,
sólo en ti se cifraba mi anhelo....
No; ella le quería, y aunque le diese algún disgusto, consideraba aRafael, a pesar de su sotana mugrienta y su cara de granuja, como unrendido trovador de los que en aquella época de romanticismo hacían elgasto en todos los extravíos de imaginación femenil.
Melchor Peña, entrando con frecuencia en la casa, estaba al tanto decuanto ocurría en el seno de la familia y conocía el carácter de cadauno de sus individuos. Don Manuel le apreciaba como muchacho laborioso yeconómico, que tenía lo que él llamaba «sangre comercial».
Juan,primogénito del Fraile, simpatizaba con él como a cofrade en la ordendel continuo trabajo y la conquista del céntimo. Manolita decía de élque era un chico simpático, aunque vulgarote, y Rafael, el famosoadorador de la tuna, tratábale siempre con un aire de desdeñosaprotección, como si tuviese empeño en recordarle de continuo el abismoexistente entre una futura lumbrera de la ciencia y un «gozquecillo» demostrador.
Melchor correspondía a este desprecio con una antipatía profunda. Y noes que le hiriesen honradamente las zumbas del estudiante; su odioprovenía del poco aprecio que éste mostraba a Manolita. Ser dueño de lavoluntad de aquella mujer y corresponder a su afecto con infidelidadesera un pecado imperdonable a los ojos del pobre Melchor, que amaba aManolita en silencio, siempre en perpetua batalla interna, tan prontodispuesto a declarar su pasión como arrepentido de su audacia.
Habíase enamorado de la hija del Fraile, no repentinamente y a laprimera mirada, como los protagonistas de aquellas novelas que con tantafruición leía, su pasión se había formado lentamente, por escalones quepoco a poco había ido subiendo. Un día se fijó en que Manolita teníaunas hermosas mejillas de melocotón con ligera película, más fina que elterciopelo de a cuatro duros vara; otro, hizo la observación de que susojos eran «ardientes ascuas», imagen del dominio común de todos losnovelistas por él conocidos, una noche hasta llegó a pensar,revolviéndose en su menguada cama de dependiente, que la hija de donManuel estaría admirablemente formada, a juzgar por su «exteriorescultural»—otra frase cien veces leída—, y el resultado de estas yotras observaciones fue confesarse a sí mismo que era «esclavo»
deManolita y la amaría «hasta la muerte».
¡Qué adoración tan constante la del pobre muchacho! Dos años estuvolanzando tiernas miradas a la joven cada vez que por asuntos delcomercio iba a casa del Fraile. Su imaginación novelesca soñaba unrapto, después de matar en desafío al infame estudiantón, con otras milbarbaridades por el estilo, y lo mejor del caso era que quien talesbarrabasadas se sentía capaz de ejecutar temblaba como un niño enpresencia del ídolo amado, y cien veces se le atragantó la declaraciónque tenía pensada y aprendida, sin faltar punto ni coma.
Por fin, Manolita supo que Melchor la amaba gracias a una carta de éste,en la cual, conforme al patrón de todas las declaraciones, comparaba sucorazón con el Vesubio, y comenzando con las consabidas frases:«Señorita: desde el móntenlo que la vi a usted», etc., terminaba:
«Salveusted este corazón que está herido de muerte.» Manolita acogióburlescamente la declaración del dependiente, mas no por esto dejó deagradecerla, con esa satisfacción que causa en toda mujer el saber quees amada, y nada dijo a su familia ni a Rafael.
Melchor esperó con paciencia inquebrantable, y un día fue Manolita laque le recordó su declaración, aceptándola.
La hija del Fraile se había dejado llevar de un arrebato del carácterviolento que mostraba en las grandes ocasiones. Su primo Rafael habíaterminado la carrera, abandonando las locuras de estudiante pararevestirse de la gravedad del doctor, y cuando ella esperaba de unmomento a otro que formulase ante el padre sus pretensiones, una buenaalma la hizo saber que aquel calavera ya no limitaba sus infidelidades aserenatas amorosas o pasiones del momento, sino que tenía cierto«arreglo» en el barrio del Carmen con carácter permanente, y hasta sesusurraba si había una criatura de por medio.
El carácter enérgico de Manolita se sublevó al convencerse de la nuevainfidelidad de Rafael.
No; ésta no la consentía, aunque el primo lepidiese perdón de rodillas y estuviese todo un año cantando romanzassentimentales. Quiso vengarse, atormentar al infame, aunque para esotuviese ella que sufrir, y nada le pareció mejor que aceptar laspretensiones de aquel tendero que la adoraba. El asunto se arregló conprontitud.
Don Eugenio, que se sentía viejo y estaba dispuesto a traspasar LasTres Rosas al dependiente predilecto, encargóse de hablar a su amigo el Fraile; éste no tenía gran empeño en conservar en casa una hija queignoraba el valor del dinero y gastaba mucho en trajes, según él decía;y como el novio la aceptaba sin un céntimo de dote, la boda se arregló,y a los tres meses la señora de don Melchor Peña entró triunfalmente ensus dominios de la plaza del Mercado.
Siete años duró el matrimonio, y su único fruto fue Juanito, a quienpusieron tal nombre por apadrinarle el hermano de Manolita, o más bien,doña Manuela, pues el estado de maternidad, ensanchando sus macizascarnes de matrona, habíanla dado un aspecto respetable y majestuoso.
Aquel marido aceptado en un arrebato de ira, sí no llegó a inspirarlaamor mereció la tierna simpatía del agradecimiento. Levantábase Melchoral amanecer, y después de arropar cuidadosamente a la señora, rogándolaque no abandonase la cama antes de las nueve, bajaba a la tienda paravigilar a los dependientes en las primeras ocupaciones del día. Subía ala hora de comer, para reír como un loco con las gracias de Juanito yrevolcarse muchas veces por el suelo, imitando a ciertos animales, parasatisfacer las tiránicas exigencias de aquel monigote que traía revueltatoda la casa. Comía lo que le daban, acogía como indiscutibles todos losactos de su mujer, y curado ya de las manías románticas, sólo pensaba enlos negocios y en conquistar una fortuna para que su esposa pudiese verrealizadas sus altas aspiraciones.
Doña Manuela gozaba de una libertad absoluta, como jamás la habíasoñado. Salía cuando quería, bajaba a la tienda algunas veces, comoquien va a un lugar de entretenimiento, a distraerse viendo gentes ycaras nuevas, y era dueña absoluta de todo el dinero de la casa, congran descontento de don Eugenio y del avaro Fraile.
—Tú no conoces a mi hija—decía el suegro a Melchor—. Si sigues tantolerante, poco adelantarás. Con Manolita hay que ser rígido y nopermitirla que toque un ochavo. Es como todas las mujeres, que en traposy cintajos derrocharían el Potosí si lo tuvieran en la mano. Créeme amí, que conozco bien ese ganado. A la mujer hay que tratarla conentereza; en una mano el pan y en la otra el palo.
Pero Melchor se reía de las teorías brutales de su suegro. ¿No marchabanbien sus negocios?
¿No cerraba con regulares ganancias el inventario delaño? Pues entonces nada debía negar a su mujer, de la que cada vez sesentía más enamorado, sin duda porque ella correspondía a sus cariciascon una frialdad complaciente.
Cierto que, a pesar de ser buenos los tiempos, adelantaba poco a causade las prodigalidades de su mujer; pero... ¡pobrecilla! él ladisculpaba, recordando su juventud monótona y aburrida al lado deltacaño padre, y además, decíase a sí mismo que alguna compensación habíade merecer el resignarse a ser tendera una joven que podía aspirar a unaposición más brillante.
Y ella, aprovechando la tolerancia cariñosa del marido, gastaba confuror que escandalizaba a los buenos burgueses del Mercado. Seguía lasmodas con escrupulosidad costosa, y muchas veces aumentaba sus gastoshasta la locura, únicamente por el gusto de darles en las narices, comoella decía, al regañón de don Eugenio y al tacaño de su padre.
Tenía en su vida motivos de sobra para ser feliz, pero a pesar de esto,dos cosas la entristecían.
El andar a pie por las calles, signo, segúnella, de pobreza y de degradación, y la vulgaridad de su marido, que serevelaba en sus maneras, en su modo de vestir, en la facilidad con quebromeaba con las criadas, como hombre acostumbrado a esos floreos demostrador con que se halaga a las parroquianas, no pudiendo ver unasfaldas lisas sin soltar cuatro requiebros inocentes y sin consecuencias.
A pesar del concepto que le merecía su marido, doña Manuela fue honrada.Justamente el primo Rafael iba alcanzando algún renombre y losperiódicos hablaban de él elogiándolo como médico. Varias veces, con suantigua audacia intentó aproximarse a Manolita para reanudar susrelaciones de amistad, buscando un final más íntimo; pero la hija del Fraile era vengativa: no se borraba fácilmente de su memoria elrecuerdo de una infidelidad, y acogió siempre al médico con una frialdadburlona. A pesar de esto, doña Manuela no quería consultar su voluntadni revolver los recuerdos del pasado, pues sospechaba que todavía sentíaalgún afecto por aquel hombre.
Un día murió el Fraile de apoplejía fulminante al convencerse de queen la quiebra de uno de sus corresponsales había perdido más de veintemil duros.
Sus negocios no marchaban bien en los últimos años de su vida. Laindustria de la seda iba arruinándose con la competencia que la hacíanlos franceses; uno tras otro se cerraban los talleres montados a laantigua que durante un siglo habían sostenido la supremacía industrialde Valencia, y don Manuel, que a pesar de su buen sentido comercialtenía empeño en mantener testarudamente la lucha con el exterior, sufriógrandes pérdidas y murió de un berrinche antes que la ruina viniese acoronar su desesperada resistencia.
Setenta mil duros aproximadamente heredaron en dinero, géneros einmuebles cada uno de los hijos del Fraile, y mientras el primogénitose quedó con la casa solariega, contento con su posición y dispuesto aaumentar lo heredado, doña Manuela, al verse rica, sólo pensó en salirde su estado de tendera.
Para ella, la sociedad estaba dividida en dos castas: los que van a piey los que gastan carruaje; los que tienen en su casa gran patio conancho portalón y los que entran por estrecha escalerilla o por obscuratrastienda. Quería subir, saltar de la clase de los parias dedicados altrabajo a la de las
«personas decentes»; y con el imperio y la concisiónde la señora absoluta que no admite réplicas, expuso a su marido elfuturo plan de vida. Puesto que el dependiente mayor, Antonio Cuadros,se había casado con Teresa, la criada, y por tener algunos ahorrillospensaba establecerse, que se quedara con la tienda y con don Eugenio,que quería acabar su vida agarrado a ella como una lapa. El precio deltraspaso ya lo iría pagando Antonio poco a poco, y ellos levantarían elvuelo inmediatamente para ir a formar un nido en una gran casa cerca delMercado, una finca soberbia, con ancho portal, gran patio, cuadrasprofundas, y en el piso superior magníficas habitaciones; inmuebles queel difunto Fraile había adquirido por poco dinero, prestandousurariamente a un conde tronado.
Todo se realizó tal como lo dispuso doña Manuela, y ésta, a los pocosdías, recordaba como un sueño la estancia de seis años en la tienda delMercado, y se consideraba feliz pudiendo pasear en berlina por laAlameda y teniendo un lacayo a sus órdenes para enviar recaditos a lasnuevas amigas, esposas de magistrados y militares, señoras a las cuales,por ser rica, trataba con aire protector.
Lo único que la entristecía era su grandeza en el carácter del marido.¡Pobre don Melchor! La riqueza purgábala como un delito, y su vida derentista ocioso y de acompañante en paseos y ceremonias resultábale uninfierno.
Desde por la mañana tenía que endosarse el chaqué y el sombrero de copa,para estar dispuesto a acompañar a la señora; oíase llamar torpe a todashoras porque en las visitas cerraba la boca, o si la abría era parasoltar ingenuidades y franquezas que recordaban su origen; y... ¡ohtormento insufrible! Su Manolita no le permitía jamás que se quitara losguantes y hasta quería que comiese con ellos, para ir—según elladecía—acostumbrándose a los usos de la gente elegante.
¡Y el diariopaseo por la Alameda...! ¡Dios, qué sonrojo! Tenía ella empeño enentablar grandes amistades, y no pasaba cerca de su berlina autoridad opersona conocida sin que Melchor le saludase solemnemente con unsombrerazo hasta las rodillas, ruborizándose muchas veces al ver elgesto de extrañeza con que aquellas personas contestaban a la reverenciade un ente desconocido. Esto de que le mirasen como un pájaro raro noestaba en su carácter, pero tenía miedo a Manolita y a los iracundospellizcos con que acogía sus desobediencias.
¡Pobre don Melchor! ¡Cuan caro le costaba ser esposo de una mujerhermosa y rica! Aburríase con el trato de unas personas a las que nopodía entender, su esposa sólo le hablaba para proporcionarle nuevostormentos, y únicamente se sentía feliz cuando, puesto de veinticincoalfileres, huía de casa, buscando en el Mercado a sus antiguos amigos.
Aparentaba gran conformidad con su nueva posición. Amaba a Manolita y noquería decir la verdad sobre su carácter; pero con el astuto don Eugeniono valían disimulos.
—Mira, muchacho, tú nos engañas. No, no eres feliz... aunque me lojures. Tú tienes, como yo, sangre de comerciante, y el que nos saque deeste mostrador y nuestras costumbres, nos mata. De seguro que ahora,siendo rico, levantándote tarde y paseando en carruaje, te acuerdas conenvidia de los tiempos en que bajabas a barrer la tienda a las seis dela mañana y echabas un párrafo con las criadas que van a la compra. Yosé bien lo que es eso.... ¡Ah! ¡Esa Manuela...! ¡Esa Manolita!
El otrodía se lo decía yo a su hermano. Ella te ha de matar, y ya estás encamino. Tú no puedes tirar con una vida así.... Jaula nueva, pájaromuerto.
Y estas profecías fúnebres, que, dichas con franqueza, a lo aragonés,espeluznaban al infeliz Melchor, se iban cumpliendo poco a poco.
Don Melchor languidecía visiblemente. Su buen humor había desaparecidojunio con los colores de su cara; una obesidad grasosa y amarillentahinchaba su cuerpo; y al fin, un año después de abandonar la tienda,murió sin que los médicos supieran con certeza su enfermedad.
Fue cosadel hígado, del corazón o del estómago; sobre esto no se pusieron deacuerdo los doctores; lo único indiscutible fue que cayó lánguidamente ysin ruido, como esos pájaros a quienes el lazo traidor arranca delespacio para encerrarlos en una jaula.
Fue un luto estrepitoso el de doña Manuela. Misas a centenares,funerales a toda orquesta, limosnas a porrillo, y lágrimas y lamentosque afortunadamente tenía el poder de evitar con sus frases chistosas eldoctor don Rafael Pajares, quien, como médico de alguna fama, había sidollamado en los últimos días de la enfermedad del marido, lo que aumentóla languidez de éste y su desesperado desaliento.
Ya sabía doña Manuela que no era muy correcta la presencia del antiguonovio en los primeros días de su viudez. Pero al fin era su primo, ytrataba con tanto cariño al huérfano Juanito, con tales cosas sabíaalegrar al pequeñín, que éste no podía pasar sin el tío Rafael.
Quien más murmuraba contra tales visitas era don Juan, el hermanoaustero, huraño y de pulcra rectitud; pero sus quejas fueron, recibidastan acremente, que acabó jurando no volver a poner los pies en aquellacasa.
Quedó el médico dueño del campo. Tan complaciente era, que paraentretener al sobrino no vacilaba en despojarse de su dignidadprofesional, y las criadas oían sonar en el salón una guitarra y la vozde don Rafael cantando las cancioncillas de sus buenos tiempos deestudiante.
Primero sólo visitaba a la viuda por las tardes; despuésprolongó las entrevistas, saliendo de la casa a media noche; y por fin,llegó un día en que no salió.
Don Eugenio y don Juan estaban escandalizados, diciéndose que el buen Fraile conocía perfectamente a su hija; y aunque los dos tenían pocoafecto al médico, experimentaron cierta satisfacción al saber que laviuda y el primo se casaban apenas transcurriera el plazo marcado por laley.
A los tres meses de casados tuvieron una niña, Conchita; un año despuésun muchacho, al que pusieron por nombre Rafael, y por fin, la menor,Amparito, último fruto de unos amores que se extinguieron tras rápidas eintensas llamaradas.
El matrimonio fue al poco tiempo de realizado un motivo de satisfacciónpara don Juan, que aunque no odiaba a su hermana se alegraba de susdesgracias, hijas de la imprevisión.
El primo Rafael, amante rabioso de los placeres y obligado a reprimirsus deseos en la atmósfera de sórdida avaricia en que se había educado,lanzóse sin temor a saciar sus apetitos al verse dueño de la fortuna desu esposa. La supeditación amorosa de doña Manuela le hacía ser dueñoabsoluto de la casa, y no tardó en hacer sentir su tiranía.
Egoísta hasta la brutalidad, era derrochador para sus placeres y tacañoferoz cuando se trataba de las necesidades de los demás. Encontróridículos los gustos aristocráticos de su esposa, y los suprimiódespóticamente. Vendió el carruaje y los caballos, y doña Manuela, quetan exigente se mostraba en materia de ostentación con su primer esposo,acató servil y gustosa las órdenes del segundo. Ignoraba que aquelhombre tan avariento en los gastos de la casa arrojaba el dinero fuerade ella, y cubriéndose con el velo de la hipocresía, llevaba una vida decalavera, tal como la había soñado en su juventud.
La ceguera de la esposa duró algunos años. Cuando supo toda la verdad,tuvo un momento de indignación y de protesta valiente, como al dar sumano a Melchor; pero ya era tarde para remediar el mal.
El doctor había jugado fuerte, perdiendo miles de duros; manteníaqueridas costosas por pura ostentación y emprendía viajes divertidos portoda España con audaces compañeros de bureo. La fortuna de doña Manuelaestaba casi destruida. Su marido, en momentos de expansión amorosa,cuando ella se sentía más supeditada, habíala arrancado firmascomprometedoras y tenía que pagar, so pena de ver sus bienes embargados.Para dar en la cabeza a su marido—según ella decía—volvió a susantiguos gastos, a la ostentación falsa de una fortuna que no existía;contrajo, por su parte, deudas y guiada por el engañoso pundonor de lasgentes que se arruinan, en vez de vender fincas y ponerse a flote,prefirió gravar sus inmuebles con hipotecas y echarse en brazos de lausura, buscando préstamos con intereses aplastantes.
Por fortuna, un sinnúmero de enfermedades provenientes de la vidacrapulosa del doctor surgieron en su gastado organismo, y murió cuandoya su mujer, si no le odiaba, veíase separada para siempre de él por susinfidelidades y desvíos.
La muerte del primo Rafael hizo que don Juan volviera a casa de suhermana y se dignase ocuparse en sus asuntos. Con su buen instinto dehombre práctico, puso orden en aquel maremágnum: vendió fincas, cancelóhipotecas, pagó a los usureros con harto pesar de éstos, que querían vercorrer los intereses hasta devorar al cliente, y al fin, un día pudodecir a su hermana:
—Mira, chica, ya tienes libre y sano lo que te queda, pero te adviertoque no eres rica. Tienes, a lo sumo, veinte mil duros, más ocho mil quepertenecen a Juanito, por ser la herencia de su padre. Se acabaron,pues, las locuras. Ahora mucho orden y mucha economía, y así podrás irtirando. Sobre todo, no cuentes conmigo en los apuros. Si fueras pobrete tendería la mano; pero tienes para comer, y a mí no me gusta amparara los derrochadores. Se acabaron las berlinitas y los demás gastos conlos que se aparenta lo que no se tiene. Una vida arreglada, gastandoconforme a la renta, es lo decente y lo digno. Esa fanfarronería, eseafán de aparentar con cuatro cuartos lo que la gente llama «arroz ytartana», es ridículo... ¿lo entiendes bien?
soberanamente ridículo.
Doña Manuela sintióse impresionada por los consejos de su hermano, y pormucho tiempo los siguió escrupulosamente.
Dedicóse a criar a sus hijos, es decir, a los hijos de su segundomatrimonio, pues el pobre Juanito siempre había sido tratado con falsocariño, con un desvío encubierto, como si doña Manuela quisiera vengaren el pobre chico el haber sido poseída por su difunto padre.
Aquella mujer resultaba incomprensible. Al marido fiel y bondadosoapenas lo nombraba, como si su matrimonio hubiese sido de algunos días;y en cambio, de aquel calavera que tanto la hizo sufrir habíase forjadodespués de muerto una figura ideal, y ya que no de sus virtudes, hablabaa todos de su talento, pintándolo como un sabio ilustre, cuya ciencia nohabía podido apreciar el mundo.
El pobre hijo de Melchor, con su carácter apocado y dulce y su afán decariño, era el paria de la casa. El doctor, viéndole siempre callado,contemplando a su madre con estúpida adoración, había declarado que elniño era tan bruto como su padre, y cuando más, podría servir para elcomercio. Y como el muchacho, por su parte, le tenía gran afecto a donEugenio y cierta querencia a Las Tres Rosas, que era donde habíantranscurrido los primeros años de su vida, de aquí que Juanito, a lostrece años, entrase en la tienda como aprendiz distinguido, con laventaja de comer y dormir en su casa.
En cambio, los hijos del doctor Pajares gozaron una niñez rodeada deatenciones. Las dos hijas estuvieron hasta los catorce años en uncolegio y Rafaelito fue dedicado al estudio, pues doña Manuela v queríahacer de él una lumbrera médica como su padre.
Estas predilecciones irritaban a don Juan, que había sentido un afectofraternal por su primer cuñado, trabajador infatigable como él y amigodel ahorro. Además, Juanito era su ahijado. Pero callaba viendo que lahermana seg