La señora estaba orgullosa. Sólo en una casa como la suya había unacriada capaz de arreglar la mesa con tanto arte.
Visanteta, insensible a las miradas agradecidas del ama y contestando asus palabras con gruñidos, seguía trabajando. Abrió el armario delaparador y puso sobre la mesa los entremeses: pepinillos destilandovinagre, aceitunas grises mezcladas con salitrosas alcaparras, sardinasde Nantes con su casaquilla plateada, rodajas de salchichón finas ytransparentes, y frescos rábanos de encendido ropaje y tiesos moñetes dehojas, todo en verdes pámpanos de porcelana.
Buen golpe de vista presentaba la mesa. Demasiado bueno, si se tenía encuenta el carácter raro del que estaba allá dentro. Por esto doñaManuela dijo con expresión dolorosa:
—Mira, Visanteta, no te extremes mucho. Mi hermano es capaz de comer demala gana si ve aquí lo que él llama lujos. Con lo puesto hay bastante.Ahora saca del cajón los cubiertos de plata. Los antiguos, ¿sabes...? note equivoques. Cuando sirvan el pescado puedes sacar la pala de plata,pero no pases de ahí. Sería capaz de darnos un escándalo si viera lodemás que reservamos para los convidados de otra clase.
Los cubiertos de plata antigua, piezas soberbias labradas a martillo yheredadas del Fraile, fueron colocados junto a los platos.
Todo estaba bien. Visanteta a la cocina, a dar a la comida el últimopunto, y ella al salón, a mimar al hombre temible y preparar el golpepara después de la sobremesa.
El piano seguía sonando; pero ahora, de la romanza sentimental se habíasaltado a la ópera.
Come una damicella
mi trovare più bella....
Al entrar en el salón vio a Juanito contemplando al tío, y éste con lavista fija en el techo, contando sin duda las flores doradas que teníael papel, como hombre que se aburre y busca desesperadamente ladistracción.
—Vaya, niñas, basta de cosas tristes. Cantadle al tío algo alegre.
Don Juan hizo un gesto como indicando que le era igual y no valía lapena molestarse.
—Pero mamá—dijo Amparo—, si esto que cantaba es el Aria de lasjoyas. Muy bonita....
—Pues fuera el aria. Canta algo más alegre. Eso de El dúo de laAfricana, que gustó tanto en casa de «las magistradas».
—Bueno—exclamó Concha con rudeza—. Ahora El dúo. Una cosa que estáncansados de tocar todos los organillos.
—Pues sí señora, eso. Tu tío no va al teatro, y tendrá gusto en oírlo.
Don Juan hizo el mismo gesto de antes. Para él, cualquier cosa estababien. Y volvió a mirar al techo, bostezando de vez en cuando y moviendoun pie con nervioso temblorcillo.
Yo nací muy chiquitita
y nací muy avispa.
Bueno; pues a pesar de estas declaraciones que sobre su nacimientohacía Amparito con su hilillo de voz y su expresión picaresca, el tíodon Juan, aquel monstruo de aburrimiento y rudeza, no se conmovía, talvez por estar mejor enterado de cómo había nacido que la propiainteresada. E
igual indiferencia mostró al oírla cantar que el puentetenía seis ojos, y ella dos «solamente».
Otra cosa le preocupaba y le hacía removerse en su sillón. Sacó sureloj, la hermosa pieza cincelada del siglo anterior, e interrumpiendo ala cantante dijo a doña Manuela:
—Bien está todo; pero ¿a qué hora se come aquí?
—Cuando venga Rafaelito. A la una.
—Ya es; mira mi reloj. Te advierto que yo como siempre a las doce, ybastante sacrificio es esperar una hora. Con tales desarreglos se pierdeel estómago, y eso en la vejez es llamar a la muerte.
—¡Jesús, hombre! No te incomodes por eso.... Niñas, basta de música.A comer.
La graciosa sevillana paró en seco, y las dos niñas abandonaron el salónseguidas del tío, que se detuvo en la puerta del comedor sonriendo alver el aspecto de la mesa.
—Manuela, por lo que se ve, esto promete. Siempre has sido notable enestas cosas.
Pero la señora estaba preocupada por la tardanza de su hijo menor y nopodía contestar.
—¡Este Rafaelito...! La una y cuarto y no viene. ¡Habrá que empezar sinél...! Visanteta, la sopa.
Todos se sentaron. Don Juan en la cabecera, con las dos niñas, y en elextremo opuesto doña Manuela, teniendo a la derecha a Juanito y a laizquierda la silla destinada a Rafael.
La humeante sopera descansó en el centro de la mesa, con el cucharón deplata metido en las entrañas, y rápidamente se llenaron los platos.¡Soberbia sopa! Flotaban en su superficie las lunas de grasa, y entrelas rebanaditas de pan impregnadas de suculento líquido, los menudillosde la gallina, las tiernas yemas de color de ámbar y los negruzcoshígados, que se deshacían al entrar en la boca. Todos comían conapetito, especialmente don Juan, que, a pesar de su sobriedad de avaro,era un tragón terrible al entrar en mesa ajena.
Finalizaba la sopa cuando entró Rafaelito, sudoroso, sofocado, como sihubiese corrido mucho para llegar a tiempo.
—¡Vaya una hora de venir!—dijo la mamá, frunciendo el ceño.
Era un ser insignificante y de aspecto pretencioso. El cuerpo flacucho ypobre; la cabeza charolada a fuerza de cosmético, partida por una rayaque con rectitud geométrica iba desde la frente a la nuca; en la caraenorme nariz, bigotillo afilado y patillas de chuleta, y bajo la barba,asomando por entre las dos alas de un cuello «a la pajarita », esaprotuberancia horrible llamada nuez, que parece la condecoración de lajuventud raquítica. Afectaba en sus gestos y palabras la indolencia deun hombre cansado de la vida, para el cual el mundo nada nuevo puedeofrecer a los veintidós años; miraba con insolente fijeza, y cuandoescuchaba a alguien, lo hacía con aire protector y desdeñoso. Era eltiranuelo de la casa, y a este privilegio unía el de excitarle la bilisa su tío don Juan siempre que se ponía en su presencia.
Hacía tres años que estaba abonado al segundo curso de la Facultad deMedicina, consecuencia heroica de la que no estaba arrepentido; y tanamante era del trabajo y de la actividad, que por no estarse en loscafés charlando como un necio, pasaba los días y gran parte de lasnoches en los círculos recreativos, unas veces peinando barajas y otrassacrificando pesetas, para que no se dijera que en España todo decae,hasta el respetable gremio de los «puntos».
Fuera de esto, era un muchacho encantador; y en caso de duda, bastabacon preguntarlo a su mamá. ¿Quién llevaba con más garbo que él el gabánsin costuras, ancho y deforme como un saco? ¿Quién, en verano, iba másmono con el trajecito de franela y la marinera de paja? ¿Quién dabamejor sombrerazo rígido, moviendo al mismo tiempo la cabeza y levantandoun pie?
Rafaelito, y nadie más que Rafaelito; y para atestiguarloestaban también las amigas de la manía, que se hacían lenguas en supresencia de lo elegante que era el chico.
¡Estudiar...! Ya lo haría más adelante. Por ahora, era un muchachodistinguido, con buenas relaciones; y en cuanto a saber, algo sabía,pues apenas se iniciaba una discusión sobre toreros o pelotaris, dejabaa todo el mundo con la boca abierta. Bajo su frente calva, adornada conlas dos puntitas lustrosas del peinado, había algo, así como bajo loshombros de su americana había algo también: mucho pelote para suavizarlo puntiagudo de sus clavículas, que agujereaban la pobre piel.
Al entrar saludó al tío con cierto desparpajo, sin querer fijarse en lasonrisita del viejo, y después se excusó con la mamá. Quería venirantes, pero en la feria le habían entretenido. El paseo estaba muy bien;trajes magníficos, sobre todo abrigos. Y hacía una relación de periódicode modas ante sus hermanas, que prestaban oído sin dejar de engullir, yla mamá, que admiraba el talento de observación de su hijo y la graciacon que se burlaba de los defectos. Era el fiel retrato de su padre.
Rafael, en cuatro cucharadas, se tragó su ración, poniéndose al nivel delos demás cuando salió el cocido, dos fuentes magníficas, que exhalabanun vaho consolador, un tufillo alimenticio que se colaba hasta el fondodel estómago. En la una, las patatas amarillentas, los reventonesgarbanzos sacando fuera del estuche de piel su carne rojiza, la col, quese deshacía como manteca vegetal, los nabos blancos y tiernos, con suolorcillo amargo; y en la otra fuente las grandes tajadas de ternera,con su complicada filamenta y su brillante jugo; el tocino temblón comogelatina nacarada; la negra morcilla reventando, para asomar susentrañas al través de la envoltura de tripa; y el escandaloso chorizo,demagogo del cocido, que todo lo pinta de rojo, comunicando al caldo elardor de un discurso de club.
Nadie hablaba aún. Oíase únicamente el sordo ruido de las mandíbulas;todos masticaban y engullían; los tenedores verificaban correríasdevastadoras sobre la mesa. Destrozábanse los panecillos, ibanvaciándose los platos de los entremeses, y las copas de vino llenábanse,reflejando sobre el blanco mantel purpúreas e inquietantes manchas.
Don Juan rumiaba, moviendo sus desdentadas encías a derecha e izquierdacomo una cabra vieja, y sus ojillos alegrábanse al ver comer a lafamilia, y especialmente a Juanito.
Podían decir lo que quisieran ciertas gentes; pero él, don Juan Fora,propietario y paseante perpetuo, sostenía que nada hay como la cocinacasera y el comer en familia. ¡Vaya un modo de tragar, hijos míos! Enuna fonda estarían ya siendo objeto de críticas, y el dueño pondría malacara al ver cómo ganaban el precio del cubierto; las niñas se harían lasinteresantes, comiendo poco para no parecer feas, y él mismo tragaría adisgusto creyendo que se burlaban de su modo de mascar. Pero allíestaban en su casa, podían atracarse hasta el gañote con todo lo queiría viniendo, y nadie podría ir a contarle al vecino cómo se lasarreglaban para hacer por la vida. Esto era la verdad; lo demáspamplinas, modas estúpidas y sufrir..... ¡Hola! Ya se presentaba lagallina del puchero. ¿Que quién la parte? Juanito mismo.
Y el buen muchacho, obediente a la voz de su tío, púsose en pie, yempuñando un enorme tenedor y el afilado trinchante, hizo una carniceríaque elevó protestas. Doña Manuela le miró severamente. Pero ¡cuándesmañado era!
Don Juan intervino, viendo que su sobrino se conmovía:
—Vaya, otra vez lo hará mejor el chico, ahora... a lo que estamos.
Y pasaron a los platos los trozos de la gallina: la jugosa pechuga, elcuello cartilaginoso, los melosos muslos y el armazón chorreando grasa,que chupaba doña Manuela con un regodeo de gata golosa.
La animación iba surgiendo en la mesa. Todos hablaban. Don Juancomenzaba a mostrarse más alegre; y como si olvidase las antiguaspreocupaciones, miraba con igual cariño a todos los que estaban en lamesa, sin pensar si eran hijos del antipático Pajares y si su hermanaera una derrochadora.
Ahora, ¡voto a Dios! venían bien dos deditos de vino, para acompañardignamente a la gallina en su bajada al estómago. Y se apuraron lascopas, y circuló de nuevo la ventruda botella llena de vino de la bodegade los Escolapios, un caldillo rojo del llano de Cuarte, que pasabadulcemente por el paladar, y una vez dentro, el muy traidor causaba untrastorno de mil demonios. Las dos niñas bebían haciendo remilgos, peroel tío las excitaba aplaudiéndolas; y ellas, que no estabanacostumbradas a ver tan alegre al viejo, volvían a gustar el vinillopara no enojarle.
Nelet, con la gravedad de un maître d'hôtel, muy circunspecto desdeque veía en la mesa al tío millonario, sacó de la cocina el plato deldía, la obra maestra de Visanteta, un pescado a la bayonesa que arrancóa todos un grito de admiración.
—¡Caballeros...! ¡Ni en la mejor fonda!—dijo Rafael—. ¡Ole por lacocinera!
Don Juan encontró de mal gusto la felicitación, pero admiró la obra.
Era una merluza de más de tres libras, que parecía de plomo brillante,con el escamoso vientre hundido en la salsa, un fresco cogollo delechuga en la boca, y en torno de la cola unos cuantos rabanilloscortados en forma de rosas. La fuente tenía una orla de rodajas de huevococido, y sobre la capa amarillenta que cubría el apetitoso animal, tresfilas de aceitunas y alcaparras marcaban el contorno del lomo y laespina. Don Juan miraba, con la pala de plata en la mano.
¡Vive Dios,que le remordía la conciencia destrozar aquella obra de arte! Pero lacosa se había hecho para comer; y al poco rato, la blanca carne de lamerluza, revuelta con los sabrosos adornos, estaba en todos los platos.
—Y ya que dimos fin con la pobre, ahora otro traguito.
Decididamente, el tío se ponía alegre. Las niñas recordaban como unsueño la cara irónica y glacial de otras ocasiones. Ahora sonreía conbondad, tenía las mejillas muy coloradas, y cautelosamente se aflojabael talle, como para dejar un huequecito a lo que viniese después.
Otro plato ligero, pero éste era francamente indígena: lomo de cerdo ylonganizas con pimiento y tomate, un guiso al que daba siempre Visantetauna gracia especial, que hacía a todos mojar el pan en la roja salsa.
Don Juan y su sobrino predilecto se entendieron con él, pues doñaManuela apenas lo probó.
Rafaelito fumaba, costumbre detestable queirritó al tío, pues no podía comprender tales interrupciones en ladigestión.
Las dos niñas habían ido un momento a su cuarto: cuestión de aflojarselos corsés. Las ballenas se doblaban y parecían próximas a estallar conla presión de sus vientrecillos cada vez más redondeados. Al pasar juntoa un balcón, hiriólas el frío que entraba por las rendijas. Llovía, y lagente pasaba chapoteando en el fango, con el paraguas calado. ¡Qué biense estaba allí dentro, en el caliente comedor, ante una mesa tanabundante! Había que reconocer que Dios es bueno y proporciona ratos muyagradables a los que tienen casa y cocinera.
Cuando volvieron al comedor, Nelet sacaba el héroe de la fiesta: unsoberbio capón, panza arriba, con los robustos muslos recogidos sobre elpecho y la piel dorada, crujiente, impregnada de manteca.
Don Juan contemplábalo con miradas de amor. No; una pieza tan hermosano la destrozaría el desmañado Juanito. A ver, Rafael, que, como aprendíde médico, entendería de estas cosas.
Las niñas protestaron, recordando las espeluznantes relaciones que suhermano las había hecho varias veces, para asustarlas, describiendo sushazañas en el anfiteatro anatómico.
—No, Rafael no—gritó Amparito—. Si él toca el capón no comemos.
¡Vaya un asco! ¡Como si aquel estudiante honorario hubiese asistido alcurso de anatomía media docena de veces...! Al fin, el tío, en vista delas protestas, se decidió a destrozar la pieza, pues en su calidad desolterón sabía un poco de todo.... ¡Brava manera de masticar!
Confesabanque la comida les subía ya a la garganta; pero a pesar de esto, era tanexcelente la carne tierna y jugosa, con su corteza tostada crujiendoentre los dientes, que todos despacharon su ración, masticando conlentitud y emprendiéndola después con los huesos. El tío se mostrabacomo un valiente.
—Juan, come ese pedazo—le decía su hermana—. Es lo mejor del plato.
—Bebe más, Juan. Hoy son mis días, y hay que alegrarse.
Las niñas imitaban la solicitud de la mamá; todo era: «Tío tome ustedesto; tío, coma usted lo otro»; y el tío, cada vez más encarnado yalegróte, engullía cuanto le ponían en el plato, y como le llenaban elvaso así como lo dejaba vacío, el resultado era que empinabacontinuamente el codo.
Aparecieron los postres. Cubrióse la mesa de tajadas de melón, peras ymanzanas, avellanas y nueces; pero esto pasó sin gran éxito,atreviéndose el tío sólo con algunos pedazos de fruta que le mandóJuanito.
Después, la clásica sopada, sin la cual don Juan no comprendía losbanquetes: una gran fuente de crema, en la que se empapaban apretadasfilas de pequeños bizcochos. Esto era lo mejor para los que, como él,carecían de dentadura. Sabía a gloria; pero a pesar de tantos elogios,recibió como en triunfo el turrón de Jijona y los pasteles de espuma.También era esto del género de don Juan, adorador de las cosas blandas,que se escurren dulcemente sin roce alguno hasta el fondo del estómago.Con la boca llena de merengue contestaba a sus sobrinas, que estabancada vez más alegres, y aprobaba bondadosamente los cuidados de suhermana por tenerle contento. Ahora había que retirar el vino de losEscolapios: «no estaba en carácter»; y por esto el viejo saludóalegremente la aparición en la mesa de las botellas de licor dediferentes formas y clases.
Las cepitas talladas de color rosa, que parecían flores, iban y veníansobre la mesa, tan pronto llenas como vacías. La temperatura subía en elcomedor. El vaho ardoroso de la comida, el calor de los cuerpos, en losque empezaba la digestión, y lo agitado de las respiraciones, parecíancaldear el ambiente. Los rostros se enrojecían, y a pesar de que llovíaen la calle y los transeúntes soplábanse las manos para ahuyentar elfrío, se sudaba en el comedor. Doña Manuela, con la majestuosa narizinflamada, como si fuese un pavo, hubo de pasarse la servilleta por lahúmeda frente.
—¡Al salón!—dijo la señora—. Allí nos servirán el café.
El tío prefería quedarse en la mesa. El café entraba también en lacomida; ¿por qué habían de moverse? Pero para su hermana era un detallede suprema elegancia tomar el café en el salón, y don Juan tuvo queacceder y abandonar el comedor, jugando con sus sobrinas como si fueseun niño.
¡Vive Dios, que él no estaba borracho, pero a nadie podría negar que seencontraba un poco alegre por culpa de aquellas picaras, de su hermana yde los dos sobrinos! Todos estaban bien.
Sentados en los mullidossillones del salón, encontrábanse como en la gloria, sacando hacia fueralos rellenos vientres, que hervían como calderas al fuego de ladigestión, y sintiendo subir al cerebro un humillo tenue que al pasarpor los ojos tomaba un delicioso tinte rosa.
Don Juan dábase cariñosas palmaditas en el vientre. Tal vez aquellacalaverada le costase después crueles desarreglos de estómago y unasemana de purgas; pero ¡vayanse al diablo los escrúpulos! un día es undía, y a ver quién le quitaba lo gozado.... Nada, que aquel día era uncalavera; se burlaba de todo; y en prueba de ello, encendió el puro quele ofrecía Rafael, a pesar de que el fumar aumentaba su los crónica.
Ya estaba el café. Servíalo Adela, una muchacha remilgada y no malparecida, que imitaba a sus señoritas en el peinado, afectando un airede aristócrata caída en la desgracia.
Don Juan, a fuer de mirar el servicio, que era de porcelana antigua, ycompararlo con otro más rico arrinconado en su casa, acabó por fijarseen la criadita. Decididamente, no tenía la cabeza bien. ¡Mire usted quepensar un hombre de su carácter y sus años que estaría mejor servido conuna chica así que con su vieja Vicenta...! Vaya; el Chartreuse, con sucalor de falsa juventud, hace pensar locuras.... «¡A tomarte el café,viejo verde...!» Y se bebió la taza de un trago.
Sonaba la campanilla de la puerta.
—Será Roberto—dijo Concha.
—Tal vez sea Andresito—exclamó Amparo—. Le prometió a Juan venir a lahora del café.
Eran los dos, que se habían encontrado en la escalera.
Roberto del Campo, el amigo íntimo de Rafael, su mentor, que le guiabaen el camino de la distinción y el buen gusto; un chico elegante, hijode una gran familia arruinada, uno de esos vástagos inútiles yperniciosos que nacen inesperadamente en la tranquila burguesía a lasdos o tres generaciones de bienestar y riqueza, para castigar con suslocuras y despilfarres el egoísmo y la rapacidad de sus antecesores. Eraun muchacho guapo, moreno, con nariz aguileña, barba negra y lustrosa;una de esas cabezas gallardas, audaces y de enérgica belleza varonil quese ven con frecuencia en las tribus bohemias. En su porte y en su trajenotábase la tendencia «flamenca»
amalgamada con la fría correcciónburguesa. La educación del hogar confundíase con las costumbres de unavida de estúpidas aventuras. Vestido de señorito, tenía algo de gitano;cuando se disfrazaba de chulo, todos reconocían en él al señorito. Eraun ser doble, que flotaba entre la decencia y el encanallamiento.
Según decían sus amigos, causaba sensación entre las mujeres. Lagitanería femenina le adoraba como un ídolo, pensando en sus conquistasde señoritas; y éstas mirábanle como un ser extraordinario, como un DonJuan irresistible, recordando ciertas historias de cantadoras flamencasque, por sus desdenes, se habían tragado cajas de fósforos, y dehermosas carniceras que abandonaban al marido para seguir a un mozo tanadorable.
En casa de doña Manuela, Roberto era muy bien acogido, especialmente porConchita. Era un chico que tenía muy buenas relaciones; es verdad que sufortuna era poca, pues gran parte de la herencia de sus padres estaba yaenterrada en los garitos o entre las uñas de los usureros, pero esto noimpedía que fuese un partido aceptable para las jóvenes de la clasemedia, que, colgadas de su brazo, podían entrar en un reducido círculoque ellas se imaginaban como el paraíso de la aristocracia.
Junto a este hermoso ejemplar de la burguesía próximo a la decadencia,Andresito Cuadros, el hijo del dueño de Las Tres Rosas, aparecíaempequeñecido y aplastado, con la delgadez amarillenta de un crecimientorápido y ese aire aviejado de todos los hijos únicos, a quienes lasatenciones exageradas de sus padres no dejan robustecerse. Era el hijodel comerciante emancipado del mostrador y dedicado al estudio por laambición del papá. Docto y pedantuelo, algo engreído con lossobresalientes de su carrera y acostumbrado a hacerse oír en casa comoun oráculo, asombrábase de que fuera de ella no le rindieran tributos deadmiración, y esto le producía tal cortedad, que muchos le tenían portonto.
Los recién llegados, después de saludar a la mamá, deseándolafelicidades y ensartando los lugares comunes propios del caso,sentáronse cerca de las dos niñas, que se mostraban complacidas yruborosas.
Rafael voceaba en la puerta del salón para que trajeran pronto el café asus dos amigos, y Juanito, a falta de mejor ocupación, jugueteaba con latraviesa Miss, cuyos movimientos iban acompañados por el repicantecascabeleo de su pequeño collar.
Don Juan, hundido en su butaca, con la nariz cada vez más roja y elcigarro apagado entre los labios, seguía sonriendo beatíficamente. Suhermana no le abandonaba. Acosábalo con atenciones, y hasta habíalogrado hacerle tragar una copa de coñac.
Visanteta acababa de servir el café a los dos señoritos recién llegados,cuando la llamó su ama.
—Di a Adela y a Nelet que entren.
Toda la servidumbre de la casa se plantó a estilo de coro de zarzuelaante el sillón de la señora.
Entre los tres cruzábanse alegres miradas,sonrisas de satisfacción.
Era la ceremonia anual, el acto de dar los aguinaldos a los criados, porser el día de la señora.
Con majestad teatral, doña Manuela dio un duroa cada uno, más un pañuelo de seda a Visanteta, por lo satisfecha queestaba de su mérito como cocinera. El ceño de la habilidosa muchacha sedilató por primera vez en todo el día, y los tres salieronapresuradamente con la alegría del regalo, oyéndose el ruido de susempellones y correteos.
Esto obscureció un poco la sonrisa de don Juan. Decididamente, suhermana era una loca, que odiaba el dinero. ¡Mire usted que tirar tresduros tan en tonto! ¿No hubiera quedado lo mismo con tres pesetas?
Pero su digestión de esquimal harto no le permitía indignarse, y escuchócon expresión amable a su hermana, que, inclinada sobre él, apoyándoseen su misma butaca, le hablaba mimosamente, como si fuese una niña.
—Hay que seguir las costumbres, Juan; si no, los criados, en vez derespetarla a una, se encargan de desacreditarla. A ti de seguro que nole parece bien dar un duro a cada criado; a mí tampoco, pero hijo mío,la costumbre es la costumbre, y si una hace ciertas economías, la gentecree que va de capa caída, suposición que a nadie gusta. ¿No crees tú lomismo?
Él lo creía todo, con tal que le dejasen tranquilo en su digestión. Ymovió varias veces la cabeza en señal afirmativa.
Doña Manuela se animaba y seguía hablando, No es que ella fuesederrochadora; había tenido su época de apuros, como él sabía muy bien, yconocía el valor de un duro. Pero había que quedar con dignidad,sostener la honra de la casa, ahora que las niñas iban siendo casaderas,y esto, ¡ay, Juanito mío! esto exigía grandes apuros y no menoressacrificios. ¿Qué le pasaba a don Juan? ¿Había parado en seco sudigestión? La gozosa sonrisa desaparecía; sus ojos, entornadosvoluptuosamente, volvían a entreabrirse para lanzar punzantes miradas, yse agitó varias veces en la butaca, como huyendo de ocultos alfileres.¡Todo sea por Dios! Él también tenía apuros y hacía sacrificios. Elmundo es así. Y probó dormirse, como hombre a quien no interesa laconversación.
Pero la hermana no calló. Ella economizaba, privándose de todo parasostener la apariencia de la casa, hasta que las niñas encontrasen «unbuen partido»; pero a veces se tropieza con escollos insuperables y nosabe una cómo salir a flote.
—Pero... ¿duermes, Juan? ¿No me escuchas? Un gruñido dio a entender adoña Manuela que su hermano la oía con los ojos cerrados. Esto bastópara que continuase.
Ahora mismo se hallaba en una de esas situaciones difíciles; algunasdeudas antiguas las había satisfecho con la paga de Navidad de susarrendatarios de la huerta, pero necesitaba con urgencia ocho milreales, pues el invierno exige grandes gastos. Ya que en la familia sehabían suavizado antiguas asperezas, a ella tenía que acudir en susapuros. ¿Y quién era su familia? Su hermano, y nadie más que su hermano.Su Juan, a quien ella siempre había querido tanto, respetando sus sabiosconsejos.
—Tú no me abandonarás en este apuro, ¿verdad, Juan? Tú me prestarás esacantidad, y yo te la devolveré a San Juan, cuando cobre los otrosarriendos. ¿Quedamos en eso...?
¡Qué habían de quedar! No había más que ver el mal humor con que donJuan salió de su turbada digestión.
—Pero, desgraciada, ¿de dónde quieres que saque yo ocho mil reales? Túte figuras, por lo menos, que yo apaleo las onzas.
Doña Manuela protestó. Vamos, que ocho mil reales no son una cantidadpara arruinar a nadie.
Además, ella prometía devolverlos a San Juan; yal ver que su hermano sonreía irónicamente, lo juró con la mano puestaen el exuberante pecho.
—Y si no tienes los ocho mil reales (cosa que dudo), eso no importa,Juanito mío. Con que firmes por mí, salgo de apuros. ¡Adiós digestión!Ahora sí que don Juan salía de la placentera calma, despertando de suamodorramiento.
—Ya has enseñado la oreja. ¡Firmar...! ¡firmar...! ¿Tú crees que unapersona como Dios manda pone la firma, porque sí, al primer judío que sepresenta? Eso sólo lo hacen las locas como tú, que has firmado más papelque un escribano, y miras con la mayor tranquilidad cómo tu nombre andapor el mundo en pagarés siempre renovados, con condiciones que sóloadmiten las personas tramposas y sin crédito.
Y además, ¿qué era aquello de la paga de los arriendos y de devolver losocho mil reales el día de San Juan? Mentiras y nada más que mentiras.
—Yo lo sé todo, Manuela. No conservas un campo de los que heredaste depapá que no tenga la correspondiente hipoteca. El dinero de tusarrendatarios se va todo en intereses. Si se juntan todos tus acreedoresy exigen que les pagues las deudas, más los intereses disparatados queles has reconocido, te verás en medio de la calle, perdiendo hasta lacamisa que llevas puesta. ¡Eh...!
¿qué tal? ¿Creías que yo no estabaenterado de tus cosas?