Los dos se entendían perfectamente. Discutían con gravedad el precio yla clase de las telas; y tan grande era la simpatía, que si aquelgrandullón de enormes barbas osaba decir una palabra un poco alegre, «labeatita» sonreía con toda su alma, mostrando una dentadura igual ybrillante.
Iba con frecuencia a Las Tres Rosas, por ser los géneros baratos, yJuanito, insensiblemente, recogiendo hoy una palabra y uniéndola conotra tres días después, se enteró de quién era.
Llamábase Antonia. Trabajaba de costurera a domicilio, y tenía tanbuenas manos, que se la disputaban las parroquianas, señoritas de escasafortuna, que acogían como una felicidad el confeccionar en sus casasvestidos iguales a los de las modistas. Era huérfana. Su padre habíasido cochero en una casa grande; su madre, portera. La difunta señora,una condesa anciana, había sido su madrina, costeando su educación enun colegio modesto, y todavía Antonia iba a visitar algunas veces a «lasseñoritas», las hijas de su protectora, que se habían casado. Vivía conuna amiga de su madre, vieja y casi ciega, antigua criada durante veinteaños de un señor enfermo y malhumorado, que al morir le legó una rentade dos pesetas, lo suficiente para no morirse de hambre. Tónica—así lallamaban sus parroquianas—comía en casa de éstas, cosía once horas,cuando no tenía que salir para comprar tela, hilo o botones, y por lanoche regresaba a su habitación de la calle de Gracia, un piso tercerode una casa vieja y pequeña, que las dos mujeres tenían como «taza deplata», según expresión de las vecinas.
Juanito miraba a la joven con tierna simpatía. ¡Era tan buenamuchacha...! Para convencerse, bastaba verla por la calle con el velocaído sobre los ojos bajos, andando con paso menudo y gracioso, arrimadasiempre a la pared, como si quisiera evitar la atención de lostranseúntes.
Su belleza no era gran cosa. La cara redondita y pálida, la nariz algocorta, pero con unos ojos hermosos, cobijados por las grandes cejas,que, pobladas de sobra, tendían a juntarse, formando una sola línea.
Pero lo que a Juanito le encantaba más en su parroquiana era la sonrisay aquella dentadura que en el fondo carmesí de la boca brillaba nítida,igual, sin una picadura, sin una pieza saliente, como esas muestrasperfectas que los dentistas colocan en sus escaparates.
Esta amistad, que se estrechaba por encima del mostrador, iba siendo unanecesidad para los dos. Tónica, al entrar, no hacía caso de las palabrasde los dependientes, e iba recta en busca de aquel barbudo tan tímidocomo ella, que muchas veces le enseñaba las muestras con manostemblorosas; y Juanito experimentaba un verdadero disgusto cuando seausentaba de la tienda y al volver le decían que había estado «labeatita».
Examinaba el menor detalle de su persona, alabando la delicadeza de susgustos. Era una pobre costurera y llevaba siempre guantes. Aseguraba queno podía prescindir de ellos, así como de otras costumbres superiores asu clase, adquiridas cuando niña en casa de su madrina. Rendida deltrabajo, dedicaba las horas de la noche y los domingos enteros a lalectura de novelas, devorándolas, sin predilección, pues bastaba para sugusto que la hiciesen llorar mucho, pero mucho. Ganando siete reales poronce horas de trabajo, era una sedienta de ideal; y acostumbrada allenguaje de las madres sin ventura, de las mártires del amor, de todasaquellas señoras pálidas, ojerosas y vestidas de blanco que saludaba enlas obras favoritas, hablaba en la intimidad con cierto saborsentimental de novela por entregas.
En casa de doña Manuela notaron que algo extraño ocurría a Juanito, yeso que no se fijaban en él gran cosa. Ciertas mañanas, llegaba muycontento a la hora de comer; sus hermanas le oían cantar paseando porlas habitaciones, y ¡caso raro! él, tan despreocupado en materias deadorno, enfadóse dos veces porque le planchaban mal las camisas, y pidióseriamente a la mamá que le comprase una corbata, pues la que llevabaera un asco, de deshilachada y mugrienta.
Amparito reíase en las narices de su hermano. Ahora que era un viejo, ledaba por presumir....
¿Tenía, acaso, novia? Pues hijo, debía creerla aella, que, aunque joven, tenía experiencia. Eso de los noviazgos sóloservía para disgustos y lloros. Bastante requemada la tenían a ella losamores.
Por un lado, la mamá con sus sofoquinas y pellizcos, ordenándoleque rompiese las relaciones con el hijo de Cuadros, por ser unaproporción desventajosa y denigrante para la familia; y por otro, el talseñorito acosándola, enviando carta tras carta, unas veces en prosa yotras en verso, pero siempre repitiendo lo del corazón de hielo,pérfida, cruel, etc., etc.
—Ya ves, Juanito mío, que esto no es vivir. Dile a ese chico que no seamachacón. Al fin, dos meses de relaciones no dan derecho para tanto. Lamamá le dijo con muy buenas palabras que no volviese por aquí, que nopensase más en mi persona; pero ¡que si quieres...! Me asomo al balcón,y ¡cataplum! allí está en la esquina mi hombre, con una cara tandesmayada, que da risa; salgo a paseo, y siempre que vuelvo la cabezaveo tras de mí al moscardón, con un aspecto que no parece sino quecualquier día va a subir al Miguelete para tirarse de cabeza, ¡Pero,hombre, tú que tienes amistad con él y te hace caso, dile que no sea tanpesado! Dile que yo le querré siempre como un buen amigo, pero que no meimportune más, pues su testarudez la pago yo. A mí no me incomoda, peromamá se pone furiosa al verle; cree que yo aliento esa constancia, quenos entendemos sin que ella lo sepa, y la otra tarde, al volver depaseo, me dio un par de bofetones. Ya ves, Juanito... pegarme a mí... ypor culpa de ese mico. Que no vuelva: dile que no vuelva, o leaborreceré.
Pero lo que la traviesa muñeca no decía era que le importaban muy pocolas cóleras de mamá y que deseaba la desaparición de Andresito porpropio interés. En los bailes de Carnaval había conocido a Fernando, unteniente de artillería, esbelto, con cintura de señorita, que en elteatro, durante los entreactos, rondaba por cerca de sus butacasbuscando ocasión de saludarla con gracia marcial que encantaba aAmparito.
Era amigo de Rafael; pensaba llevarlo a casa lo mismo que a Roberto delCampo, y la niña se temía que la tenacidad del antiguo novio detuvierauna declaración que tanto esperaba.
Llegó la fiesta de San José, que aquel año tuvo para la familiaexcepcional importancia. Desde una semana antes, la granujería corríalas calles arrastrando sillas rotas y esteras agujereadas, pidiendo agritos, con monótona canturía, «¡ Una estoreta velleta...!»
La plazuela de las de Pajares tenía un vecindario bullicioso y alegre:gente de pura sangre valenciana, que vivía estrechamente con el productode sus pequeñas industrias, pero a la que nunca faltaba humor parainventar fiestas. La paternidad de la idea fue del dueño del cafetínestablecido frente a la casa de doña Manuela, un sujeto panzudo yflemático, que gozaba en el barrio fama de chistoso y había heredado elapodo de Espantagosos, sin duda porque alguno de sus antecesores noestaba en buenas relaciones con la raza canina. Era una vergüenza paralos vecinos de la plaza no levantar en ella una falla que compitiesecon las muchas que se estaban arreglando en varios puntos de la ciudad,y la proposición del cafetinero fue acogida con entusiasmo por toda lagente de los pisos bajos.
El iniciador asocióse a dos zapateros y un carpintero, que, por tratarsede San José, se creía con derecho propio, y todos juntos formaron algoque bien podía llamarse Comité de Vecinos, teniendo por principal objetodar sablazos en todo el barrio para el arreglo de la falla. Como doñaManuela era la vecina más encopetada y su casa la mejor de la plazuela,los pedigüeños pusiéronse bajo su protección, y elogiaron rastreramentesu riqueza, la belleza de las niñas y hasta la suya propia: todo parasacarla cinco duros.
La proyectada hoguera entusiasmaba a los vecinos, siendo el eterno temade conversación en las porterías y establecimientos de la plazuela.Todos se animaban, con ese entusiasmo valenciano que se inflama alpensar en fiestas y bullicios. La falla es la fiesta popular porexcelencia: una costumbre árabe, transformada y mejorada a través de lossiglos hasta convertirse en caricatura audaz, en protesta de la plebe.Primero, los moros, en los ruidosos alalíes con que solemnizaban susfestividades, gozaban en hacer grandes hogueras; los cristianosadoptaron después esta costumbre, como muchas otras; lentamente, elnúmero de fallas fue limitándose en el año, hasta quedar las de SanJosé, que hacían los carpinteros para solemnizar la fiesta de su patróny la llegada del buen tiempo, en el que ya no se trabaja de noche; hastaque por fin, el espíritu innovador del siglo hermoseó la falla,dándole un aspecto artístico, encerrando el montón de esteras y trastosviejos entre cuatro bastidores pintados y colocando encima monigotesridículos para regocijo de la multitud. Al principio, las figurasgroseras y mal pergeñadas representaron escenas de la vida privada,murmuraciones de vecinos; pero después la sátira se remontó,metiéndose de rondón en la política, y las fallas se convirtieron enburlas al gobierno y caricaturas de la autoridad.
Las niñas de doña Manuela despreciaban la fiesta que se preparaba. Erauna cursilería, como organizada por la gente ordinaria de la plazuela,buena únicamente para divertir a los de escaleras abajo. Pero la vísperade San José, impulsadas por la curiosidad, se asomaron al balcón muytemprano y experimentaron una agradable sorpresa, pese a su anteriorindiferencia de muchachas distinguidas.
En el centro de la plazuela, sobre una gruesa capa de arena, elevábasetodo un edificio de lienzo, con pintura que imitaba a la piedra: ungigantesco dado, en cuya cara superior elevábanse ocho figuras de tamañonatural.
Los balcones y puertas estaban adornados con centenares de banderitasrojas y amarillas, que daban a la plazuela el aspecto de un buqueempavesado; y este derroche de ondeante percalia extendíase por lascalles adyacentes. A trechos, en las paredes, mostrábanse, clavados,grandes carteles con versos valencianos en letras de colores, ante loscuales el público de las primeras horas—obreros que iban al trabajo,criadas, barrenderos, etc.—, después de deletrear trabajosamente,soltaba ruidosa carcajada.
Pero lo que a las dos hermanas les llamaba la atención era la falla.No estaba mal aquello, para ser obra de gente tan ordinaria como elcafetinero y sus cofrades.
Los monigotes eran siete bebés colosales, que componían una orquestaabigarrada, y en el centro, un caballero de frac y batuta en mano. ¿Quéintención oculta tenía aquello? Pero Amparito soltó la carcajadainmediatamente. El tupé descomunal y grotesco del director de orquestase lo explicó todo. Aquél era Sagasta, y los otros los ministros. Estabasegura de ello. En los periódicos satíricos que compraba Rafael habíavisto aquellas caras convencionales, destrozadas por él lápiz de loscaricaturistas; y partiendo del descubrimiento del famoso tupé, fueseñalando a su hermana cada bebé por su nombre, riéndose como una locaal ver que el ministro de Hacienda tocaba el violón.
Pero cuando su alegría subió de punto fue al ver que algunos chicuelos,escondidos entre los biombos, tiraban de cuerdas, poniendo en movimientoa los monigotes. ¡Qué gracioso era aquello...! Las dos hermanas reíancontemplando las contorsiones del señor del tupé, que a cada movimientode batuta parecía próximo a partirse por el talle, la rigidez automáticay grotesca con que los bebés tocaban en sus instrumentos una mudasinfonía, que causaba gran algazara en el gentío.
Amparito se sintió tan entusiasmada, que hasta envió una sonrisa amableal cafetín de enfrente, donde el padre de tal obra despachaba cepitastras el mostrador, mientras su mujer, lavada y peinada como en días degran fiesta, con los robustos brazos arremangados y delantal blanco,estaba en la puerta sentada ante un fogón, con el barreño de la masa allado, arrojando en la laguna de aceite hirviente las agujereadas pellas,que se doraban al instante, entre infernal chisporroteo. Eran losbuñuelos de San José, el manjar de la fiesta; como frutos de oro,colgaban muchos de ellos de un colosal laurel, que recordaba el Jardínde las Hespérides.
Bien entendía sus negocios el cafetinero. La tal falla iba a acabarcon todo el aguardiente de sus barrilillos, mientras su mujer fabricabalos buñuelos por arrobas.
Toda la familia de doña Manuela se entusiasmó con el aspecto de la falla. Había que avisar a las amigas. Por la tarde tendrían música enla plaza; y la rumbosa viuda pensaba ya con placer en el «brillante»aspecto que presentaría su salón, bailando las niñas y sus amiguitas,mientras las mamas pasarían al comedor a tomar un chocolate digno delesplendor de la familia.
La casa de doña Manuela llamó la atención por la tarde casi tanto comola falla. Entre las banderolas nacionales de los balcones asomaban unadocena de airosos cuerpos y graciosas cabezas, elegante escuadrón demuchachas, que, cogiéndose de la cintura, jugueteando o riendo, mirabanal gentío que rebullía abajo.
Detrás de las niñas de doña Manuela y sus amigas asomaban algunas vecescabezas de hombres: Rafaelito, su amigo Roberto y Fernando, el tenientede artillería, que por fin había sido presentado en la casa por elhermano de Amparito. La brillante pollada del balcón agitábase con granalgazara, sin importarle las miradas curiosas de los de abajo; dominabaen ella esa nerviosa alegría de las jóvenes cuando, libresmomentáneamente del sermoneo de las mamas, sienten una oculta comezón,un vehemente deseo de cometer diabluras. Con el anhelo de su libertad,iban de una parte a otra sin saber por qué. Asomábanse al balcón; derepente, una, por hacer algo, corría a la sala, y todas la seguían conalegre taconeo, riendo, formando parejas, hasta que al poco ratoiniciábase la fuga en sentido opuesto, y el gracioso trotecillo lasdevolvía otra vez al espectáculo de la plaza.
Un olor punzante de aceite frito impregnaba el ambiente. El fogón de labuñolería era un pebetero de la peor especie, que perfumaba de grasatoda la plazuela, irritando pegajosamente los olfatos y las gargantas.En la puerta del cafetín amontonábase la granujería, siguiendo conmirada ávida el voltear de los trozos de pasta entre las burbujas delaceite, y dentro del establecimiento, los hombres, formando corrillosante el mostrador, hablaban a gritos o se impacientaban al ver que elcafetinero, según propia afirmación, no tenía bastantes manos paraservir a todos.
En un ángulo de la plaza estaba la tribuna de la música, un tabladobajo, cuyas barandillas acababan de cubrirse con telas de colorinesmanchadas de cera, como recuerdo de las muchas fiestas de iglesia en quese habían ostentado.
—¡Música...! ¡músicaaaa!—gritaba la gente.
Y los músicos, azorados por el vocerío, iban hacia el tablado abriéndosepaso en la muchedumbre. Era la banda de un pueblo de las cercanías;rústicos gañanes que, enfundados en un uniforme mal cortado, faja degeneral y ros vistoso con pompón de rabo de gallo, andaban con ciertadificultad—como si los pies, acostumbrados a alpargatas en el resto dela semana, protestasen al verse oprimidos en botitos de gomas—,mientras el sudor de su cuerpo sano y vigoroso rezumaba por todas lascosturas de la guerrera.
La primera mazurca de la ruidosa banda puso en conmoción a toda laplazuela. Algunos granujas con tufos y blusa blanca bailaban íntimamenteagarrados con femenil contoneo, empujando a la muchedumbre curiosa,chocando muchas veces contra el tablado de la música.
Las alegres notasde los cornetines parecían esparcir por toda la plaza un ambiente dealegría.
¡Adiós el invierno! La primavera se acercaba con sus tibiascaricias, y en los balcones sonreían las muchachas, mirando de soslayo alos que se detenían para contemplarlas.
Amparito era la única que estaba seria. ¡Pero cuán desgraciada era!¡Para ella toda fiesta había de traer el consiguiente disgusto! ¡Allíestaba él...! ¡ él! el «posma», aquel Andresito, que de novio era unestúpido, y de amante despreciado y terco una insufrible calamidad.
Le veía apoyado en la pared de enfrente, cerca del cafetín, de puntillasalgunas veces para dominar mejor el agitado río de cabezas que encorriente interminable atravesaba la plazuela, y lanzando al balcón deAmparito miradas de inmensa desesperación, que ella... ¡la ingrata!decía que eran de cordero degollado.
Ame usted; pase las noches de claro en claro, estrujando la inspiraciónpara fabricar sonetos amorosos; expóngase usted a los arrebatos de unpapá indignado que quiere que la familia se retire pronto... ¿y todopara qué? para que ahora, despedido y olvidado sin justificación alguna, ella, la mujer de los ensueños e inspiraciones, la décima musa, lemirase con cara de pocos amigos, diciéndole con sus ojos desdeñosos:«¡Largo de aquí, trasto...! ¡No me importunes más!»
Y sí Amparito no pensaba esto mismo que suponía el antiguo novio, eraalgo parecido lo que expresaban sus miradas fieras y sus gestosdesdeñosos para espantar a aquel moscardón molesto, que no la dejaba «nia sol ni a sombra».
¿Y aún seguía allí, tieso como un poste, importunándola con susmiraditas? ¿No tenía bastante con tantos desdenes? Pues ahora verás. Yse puso a coquetear con el teniente, con el gallardo Fernando, queestaba en el balcón, de uniforme, al aire la rapada y morena cabeza,asediando a la niña con la media docena de palabritas galantes que teníaen su repertorio para los casos de conquista.
Amparo y el teniente, en un extremo del balcón, volviendo casi laespalda a la plaza y aislados del grupo juvenil que hablaba y reía juntoa ellos, tenían el aspecto de verdaderos novios; él, serio, solemne,llevándose la mano al tercer botón de la guerrera, que es donde suponíaestaba el corazón, mirando algunas veces al cielo, todo para dar másfuerza y sinceridad a lo que decía; y ella, con cierta sonrisillairónica, negando con graciosos movimientos de cabeza y volviendo algunasveces la mirada para ver si el «posma» seguía allí. Nada le importabaAndresito; pero a pesar de esto, sentía cierta satisfacción pensando queestaba a sus espaldas viéndolo todo.
¡Proporciona tanto gusto hacersufrir...!
El poeta sufría como uno de los condenados de aquel poema de Dante, cuyalectura nunca había podido terminar. Gracias a que era un «vateaplaudido» en la Juventud Católica y tenía ideas muy cristianas; que sino, a la vista de tamaña traición hubiera sido capaz de ahogar su dolorcometiendo la más atroz barrabasada, por ejemplo, dando un adióspatético a la ingrata, y arrojándose después de cabeza en aquel calderode aceite hirviendo donde volteaban los buñuelos.
Pero no se mataría; ante todo, las creencias y el ser poeta. La muertefrita no figura entre los suicidios de los hombres de genio. Pero si nose mataba, sabría vengarse; él era un hombre, y cuando bajase aquelteniente ya le exigiría cuentas. Le mataría, sí señor, le mataría; ydespués,
¡qué escena tan trágica! el teniente a sus pies, atravesado deuna estocada; Amparito, desmelenada, sollozante, increpando al cielo; yél erguido como gigantesco fantasma, el ensangrentado acero en la mano,y en el rostro una sonrisa desesperada, infernal, loca; algo querecordase el último acto del Don Álvaro. Y el pobre muchacho apretabacon mano crispada su junquillo, que para su imaginación era «toledanoacero», y pensaba desordenadamente en Lope de Vega, Quevedo, Cervantes yLord Byron; en todos los grandes hombres que, según frase de Andresito,habían tenido malas pulgas, y lo mismo escribían que daban una estocada.
¡Bailad tranquilos, granujas alegres e insolentes; mirad la falla,burgueses bondadosos; reíd como gallinas cacareadoras, mujercillas quecelebráis las contorsiones de los monigotes! Todos ignoráis que elvolcán ruge a pocos pasos de vosotros; no sabéis que hay un hombre queprepara la más horrible de las tragedias; y mañana, cuando salga en losperiódicos la extensa relación de lo ocurrido, no podréis imaginaros quela fiera en figura humana que mató al rival, a la novia y hasta a lamamá, si es que se decide a bajar, era el joven «dulce y simpático» que,pálido como un muerto, estaba hecho un poste cerca del cafetín.
Sí; mataría y moriría después; estaba decidido. Y miró al balcón,procurando dar a sus ojos la más insolente expresión de reto; pero sefijó con insistencia en el teniente. Tenía buenas espaldas, su cabezamorena no era de víctima, le colgaba del talle un espadín y además,según informes de Andresito, tenía entre sus amigotes fama de bruto.
Él no tenía miedo, ¡vive Dios! ¿qué había de tener? Pero bien mirado,era una vulgaridad, un detalle de mal gusto, el enredarse a golpes enmedio de la calle con un majadero sin otra sociedad que la de las muíasde su batería. No señor; su belicoso plan quedaba desechado. ¿Qué diríanen la Juventud Católica? Un autor que había provocado delirios deentusiasmo con aquella oda dulcísima a la Virgen:
Señora, tú que sabes
el secreto del canto de las aves....
Un hombre que tantas lindezas sabía fabricar, no se peleaba con aquelmozo de cordel. Los poetas se vengan de otro modo. Les basta encerrarseen su inmenso dolor, lanzarlo en tristes estrofas al rostro de laingrata, para que ésta desfallezca bajo el más terrible de loscastigos....
Estaba decidido: abominaría del mundo y sus «vanas pompas»;se retiraría a un desierto, sería fraile, pero no como aquellosbarbudos, malolientes y zarrapastrosos que iban por las calles, alforjasal cuello, sino con arreglo a figurín: frailecillo blanco y melancólico,vestido con franela fina, la cruz roja al pecho y los ojos en alto, comosi filase el lamento tierno, interminable, de las almas heridas: unafiel imitación de Gayarre en el último acto de La Favorita.
Y Andresito, como si se viera ya vestido de blanco, errante por poéticaselva, con el pelo cortado en flequillo y los brazos cruzados sobre elpecho, canturreaba con voz dulce y lacrimosa:
« Spirito gentil...»
Algunos se detenían sonriendo al oír el canto tristón y apagado, queparecía salirle de los talones; pero ¡valiente caso hacía él de loscuriosos! ¡Como si una alma grande no estuviera, en sus dolores, porencima de la vulgaridad!
Y miró al balcón. Ya no estaban allí. Los infames se habían metido en elsalón, y estarían en aquel instante arrullándose, con la primera deliciadel amor naciente, vacilando en usar el confianzudo tuteo. Y él...abajo, solo con su desesperación; pero sabría vengarse. Sus ilusiones devenganza le conmovían tanto, que se sentía próximo a estallar ensollozos. Y lloraba, sí señor; habíase llevado un dedo a los ojos y loretiraba mojado de lágrimas. ¡Llorar un hombre como él!
¡Ah, laingrata...! Pero un golpe de tos seca, espasmódica, asfixiante, levolvió a la realidad.
Estaba envuelto en el humo azulado, sutil y picante que se escapaba delfogón de los buñuelos; un vaho grasoso, inaguantable, capaz de hacerllorar y toser a los monigotes de la falla Y lo primero que vio alvolver de sus ensueños fue un par de viejos que, asomados a la puertadel cafetín, le miraban con sonrisa burlona. Eran dos buenosparroquianos, con la gorrilla caída sobre la frente, los ojos vidriososy lagrimeantes, y la nariz violácea y húmeda; una yunta alegre, unidapor el yugo fraternal del alcohol, que, mientras hubiese cafetinesabiertos, declaraban, como el doctor Pangloss, que este mundo es elmejor de los mundos posibles.
Con el sucio pañuelo de hierbas en la mano, accionaban dando gritos anteel mostrador de Espantagosos; pero las rarezas de aquel señorito quehablaba solo y miraba al balcón de enfrente llamaron su atención, y conla cariñosa insolencia de los borrachos alegres, pusiéronse acontemplarle, riendo de sus gestos dolorosos.
Al ver que Andresito les miraba, hiciéronle amistosas señas como si leconociesen de toda su vida. ¡Vaya una gente francota...! ¿Que siaceptaba una copita? No señor, muchas gracias; no tenía la costumbre debeber.... Bueno; pues eso se perdía; conste que ellos la ofrecían debuena voluntad, al verle tan triste. ¡Buena suerte y que saliese prontode cuidado! Y los dos viejos, que sólo necesitaban unas cuantas copaspara ser dueños de la falla, de la plaza y del mundo entero,metiéronse en el cafetín a continuar la obra.
Andresito seguía tieso en su puesto, sin mover los pies, con las piernasentumecidas y el cuello dolorido de mirar a lo alto. ¡Y la ingrata noreaparecía! Las amigas, en el balcón; Concha, la hermana, coqueteandocon Roberto; y ellos dentro, buscando la soledad y la discretapenumbra....
¡Dios mío! ¡Qué cosas le diría aquel bruto de las dosestrellas, para tenerla tan embobada lejos del balcón, a pesar de lamúsica y de lo animada que estaba la plaza...!
Para mayor tormento del pobre muchacho, los dos viejos cínicos delcafetín hablaban a gritos, y por más esfuerzos que hacía, sus palabrasle obsesionaban, le hacían olvidar su papel de poeta desesperado einfeliz, del que en el fondo se hallaba satisfecho. Estaban en la mismapuerta del cafetín, jugueteando como dos chavales, dándose golpecitos enel abdomen y obsequiándose mutuamente con buñuelos, que acompañaban delatines y signos en el aire, como si se administrasen la comunión. ¡Vayaun par de «puntos» alegres! Todos los parroquianos se reían, y hasta elmismo cafetinero desarrugaba el ceño, a pesar de que conocía el final detales bromas y lo mucho que costaba ponerlos en la calle.
Pero al beber otra vez, tornáronse melancólicos. Miraban al trasluz elaguardiente, y con los vasitos en alto y los ojos elevados, como si leshipnotizase el blanco líquido, hacíanse mutuas confidencias, arrastrandolas sílabas trabajosamente. El más viejo estaba desengañado; le habían«lacerado » el corazón; lo juraba y perjuraba, dándose terriblespuñetazos sobre el pecho, que sonaba como un tambor. Su compadre debíacreerle a él, que era hombre de experiencia y había visto mucho. ¿Lapolítica...? una farsa; un oficio de volatineros. ¿El Ayuntamiento...?una cueva de ladrones; todos los que entraban en la «casa grande » erapara robar. El otro le interrumpió.... ¡El Ayuntamiento...! Ahí estabael toque. ¡Que le fueran a él con Ayuntamientos!
Había trabajado como unperro por la candidatura del partido repartiendo papeletas a las puertasde los colegios, tuvo una disputa con un municipal que le quería llevaratado, y lo sufrió todo... todo por el partido y el candidato... y ahorale ofrecían como recompensa un puesto de peón en el adoquinado, nuevehoras de trabajo al sol y siete reales. Muchas gracias; él quería serempleado de los que están a la fresca y fuman. Antes que partirse elespinazo en el adoquinado, prefería vivir sin trabajar. El hambre no leimportaba.... Mientras hubiese «petróleo refinado» como el de casa Espantagosos, el estómago iría bien.... Ahora, tras el chasco, sehabía
«retirado a la vida privada», y podía decir muy alto, como sucompañero, que todos los de la casa del pueblo eran unos ladrones.
Y para que quedase bien sentada esta afirmación, se tragaron elaguardiente de un sorbo.
—¡ Espantagosos... mesura!
¿Quién...? ¿él? ¡Estaban frescos! Allí no se daban más copas. Ledesacreditaban el establecimiento con sus feas palabras; los guardias letomarían ojeriza por consentir en su casa tales blasfemias contra laexcelentísima corporación, y además—esto era lo principal—, conocíade antiguo a aquellos parroquianos, que, cuando se alumbraban de veras,costaba un disgusto sacarles el dinero. Ya tenían bastante; si queríanalgo más debían pagarlo por adelantado.
¡Qué falta de respeto! ¡Tratar así a personas que han hecho concejales,retirándose después a la vida privada...! Y miraban fieramente alcafetinero, mientras rebuscaban con furia en sus andrajos, con l