Arroz y Tartana by Vicente Blasco Ibáñez - HTML preview

PLEASE NOTE: This is an HTML preview only and some elements such as links or page numbers may be incorrect.
Download the book in PDF, ePub, Kindle for a complete version.

Y el viejo se animaba, se erguía, apoyándose en su bastoncillo, y alhablar de su querida tienda, una oleada de sangre daba color a su carafresca de anciano bien conservado.

—No; yo no puedo callar; esto apresurará mi muerte. Necesitotranquilidad, y no me acuesto ninguna noche sin llevar en el cuerpo unberrinche más que regular. Lo que yo digo: pero Señor,

¿por qué semeterá ese hombre en libros de caballerías? ¿No podía vivir tranquilocomo yo, trabajando para la vejez y sin exponerse a peligro alguno...? Yes la maldita ambición que hoy todo lo invade. En mis tiempos, antes degastar un ochavo le dábamos cien vueltas, pero nos contentábamos con lonuestro y vivíamos felices. Ahora todo el mundo no piensa en otra cosaque en el modo de quitar legalmente la bolsa al vecino. La ambición losdevora; a los cuarenta años son más viejos que yo; viven pendientes deun hilo con el afán de acaparar dinero; y todo para derrocharlo, parasatisfacer esa locura de engrandecimiento que a todos domina. Esto estáperdido. Los mocosos ya no se conforman con ser aprendices y quierenpasar a amos; y...

¿qué más? Antonio se avergüenza de ser comerciante, yva por las tardes a la Alameda en un cochecillo ridículo, guiando comosi fuese un cochero. Antes soñaba con que su hijo fuese abogado, y ahoramira impasible cómo abandona los estudios y se entera con gusto de susprogresos en la equitación. Dice que con la herencia que él le dejará,para nada necesita la carrera; quiere hacer de él un hombre a la moda, yquién sabe si tendrá pensado casarle por lo menos con la princesa deAsturias....

Y reía al decir esto con una risa misericordiosa, como si se sintieraelevado por encima de todas las miserias.

—En fin, hijo mío, tal vez te fastidie con mis quejas, pero a losviejos hay que tolerarles. Yo necesito hablar, expansionarme, echarfuera de mí esta inquietud que me devora, como si fuese yo mismo quiense mete en aventuras. Y te repito que esto acabará mal, muy mal. Tu tíoes de la misma opinión. ¿Ves a tu principal? Pues es como tu mamá. Yo nole conocía, pero hay que tratar mucho a los hombres. Depende de lascircunstancias que se muestren tales como son.

Ahora no me cabe duda dequién es Antonio. Hubiese hecho con tu madre una excelente pareja.

Losdos son iguales. Unos «fachendas», hambrientos de figurar, deseosos demeterse en una esfera superior a la suya, aunque se pongan en ridículo.Tu madre arruinándose y Antonio subiendo locamente camino de la suerte,son exactamente lo mismo. Capaces de derrochar una fortuna; la una pormantener lo que llama su «rango», y el otro por meterse entre gentes quede seguro se burlan de él.... Esto no puede seguir así.... Vamos a vergrandes cosas, y... ¡ay! me dice el corazón que mi tienda, mi pobrecitatienda, naufraga en esta borrasca, y yo me muero.

El viejo hablaba melancólicamente, como si viese ya la ruina del brazocon la muerte rondando en torno de él.

Juanito se fastidiaba.... ¡Bah! Aprensiones de viejo.

VII

Los domingos, a las siete de la mañana, salía Juanito de su casa con elalegre desembarazo del colegial que en día de fiesta todo lo ve de colorde rosa.

Iba estirado, satisfecho dentro de su traje de lanilla inglesa, algoincómodo por el cuello de la camisa almidonado y de bordes punzantes;pero le bastaba lanzar una mirada a sus botas de charol y a la corbata,siempre de colores vivos, para darse por satisfecho de todas lasmolestias que le causaba su transformación. La mamá y las hermanitas lecontemplaban con asombro. ¿Qué creían ellas? El Juanito de ahora estabamuy lejos del de los tres meses antes. Ya era hora de dedicar a rodillasde cocina las levitas viejas de su padrastro el doctor Pajares, prendasque la mamá le había hecho usar para mayor economía.

El amor había transformado a Juanito. Su alma vestía también nuevostrajes, y desde que era novio de Tónica, parecía como que despertabansus sentimientos por primera vez y adquiría otros completamente nuevos.Hasta entonces había carecido de olfato. Estaba segurísimo de ello; y sino, ¿cómo era que todas las primaveras las había pasado sin percibirsiquiera aquel perfume de azahar que exhalaban los paseos y ahora leenloquecía, enardeciendo su sangre y arrojando su pensamiento en lavaguedad de un oleaje de perfumes? No era menos cierto que hastaentonces había estado sordo. Ya no escuchaba el piano de sus hermanascomo quien oye llover; ahora la música le arañaba en lo más hondo delpecho, y algunas veces hasta le saltaban las lágrimas cuando Amparito searrancaba con alguna romanza italiana de esas que meten el corazón, enun puño.

El muchacho, antes tan sólido y bien equilibrado, mostrábase inquieto ynervioso, lloraba a solas por cualquier cosa o se entregaba aexpansiones infantiles; pero a pesar de esto, era más feliz que nunca.Su antigua vida parecíale la existencia soñolienta de una bestiaamarrada a la estaca, rumiando la comida o durmiendo, sin noción algunade un más allá.

Ahora, el amor por un lado y por otro la primavera, parecían incubar enél un nuevo ser, y de la ruda cáscara del antiguo dependiente, con lainteligencia muerta y la voluntad atrofiada, surgía un hombre nuevo, enel cual despertábase el mismo romanticismo de su padre cuando era joven.

El Mercado le atraía los domingos en las primeras horas de la mañana, eiba a lucir sus arreos entre los puestos de las floristas. Allípermanecía confundido en el grupo de curiosos que atisbaban las carashermosas, y lo mismo abrían paso a las señoritas que volvían de misa conel devocionario en la mano, que echaban piropos a las criadasemperejiladas, que, doblándose al peso de las cestas, metíanse entre lavaronil barrera para comprar un mazo de flores.

¡Qué bien se estaba allí! El sol comenzaba a caldear la plaza;esparcíase por el ambiente el tufillo de las verduras recalentadas; perobajo la techumbre de cinc que resguardaba los puestos de flores, entrelas cortinas rayadas que tapaban los lados del mercadillo, notábase unafrescura de subterráneo, el vaho húmedo de las baldosas regadas conexceso. Y luego, ¡qué orgía para el olfato en esta atmósfera fresca!Experimentábase la misma impresión que en una tienda de perfumería,donde, al entrar, toda una avalancha de esencias distintas sale decuantos huecos tiene la anaquelería, asaltando el olfato.

Sobre las mesas pintadas de verde amontonábanse las flores como sifuesen comestibles, o agrupadas en pirámides, sobre una base de papelcalado, erguíanse formando ramos monumentales con los colores encaprichosos arabescos. Allí estaban las jardineras: hermosas unas, conla esplendidez de las vírgenes morenas; viejas y arrugadas otras, conesa fealdad de bruja que es final rápido e inesperado de la belleza delas razas meridionales. Acostumbradas todas ellas a la vida común conlas flores, tratábanlas con confianza ruda y desdeñosa.

Recortabancruelmente sus tiernos rabos mientras hablaban con los compradores, oaprisionaban sus finos tallos con el hilo, sin que les enterneciera elperfume que en son de protesta les arrojaban al rostro.

Un mosaico deslumbrador se extendía sobre las mesas. Las azucenas, consu túnica de blanco raso, erguíanse encogidas, medrosas, emocionadas,como muchachas que van a entrar en el mundo y estrenan su primer trajede baile; las camelias, de color de carne desnuda, hacían pensar en eltibio misterio del harén, en las sultanas de pechos descubiertos,voluptuosamente tendidas, mostrando lo más recóndito de la fina y rosadapiel; los pensamientos, gnomos de los jardines, asomaban entre elfollaje su barbuda carita burlona cubierta con la hueca boina de moradoterciopelo; las violetas coqueteaban ocultándose para que las denunciasesu olorcillo que parecía decir: «¡Estoy aquí!»; y la democrática masa deflores rojas y vulgares extendíase por todas partes, asaltaba las mesas,como un pueblo en revolución, tumultuoso y desbordado, cubierto deencarnados gorros.

Allí esperaba Juanito la aparición de Tónica, que todos los domingos,por hallarse libre del trabajo, se encargaba de la compra, evitando estaoperación a su compañera, cada vez más falta de vista. Formaban unaoriginal pareja el hortera endomingado y aquella muchacha, que por estarcerca su casa iba de trapillo, sin perder por esto el aire de distinciónadquirido en la niñez y llevando su cesta con la desenvoltura de unacolegiala que comete una travesura.

Hablaron un buen rato en la entrada del mercadillo, sin fijarse enmiradas maliciosas ni darse cuenta de los rudos encontronazos de lamultitud; él la cargaba con el ramo más hermoso que veía, seguíala en sucorreteo por el Mercado, de puesto en puesto, y después la acompañabahasta su casa, lentamente, saludando a los vecinos de los pisos bajos,que consideraban a Juanito como un conocido y se hacían lenguas,especialmente las mujeres, del «gancho» de la costurerilla, una mosquitamuerta que había sabido «pescar» un novio rico, según aseguraban losmejor informados de la calle.

Juanito, poco a poco, había logrado estrechar sus relaciones con Tónica.No subía a la casa, eso no; ¿qué dirían los vecinos? pero si le estabavedado entrar en aquella escalerilla, que se le antojaba camino demisterioso santuario, podía acompañar a Tónica y su amiga los domingospor la tarde.

El dependiente había entablado amistad con Micaela, una criaturainsignificante que pasaba por el mundo como un fantasma, anulada lavoluntad, lamentándose de no vivir, como en su juventud, en laservidumbre doméstica. Sentía una tierna simpatía por aquella mujer casiciega, con sus ojazos claros siempre inmóviles, como si experimentaraeterno asombro. Entre el dependiente y ella establecíase el lazo de laigualdad de caracteres. Los dos eran seres débiles, pacientes, sinvoluntad: acostumbrada ella a la obediencia de la servidumbre,supeditado él por la adoración a su madre.

Micaela encontraba aceptables las relaciones entre Juanito y su amiga.El dependiente era para ella un ser de casta superior; causábala respetola posición social de su familia; y mientras Tónica le llamaba por sunombre, ella, con sus costumbres de criada antigua, nombrábale siempre«señor de Peña», ceremoniosamente, a estilo de comedia.

¡Qué tardes tan hermosas las de aquella primavera! Salían de casa a lahora en que correteaban por las calles los grupos de criadas, con susfaldas almidonadas y al cuello el ondeante pañuelito de seda, seguidaspor los soldados de caballería, de escandalosas espuelas, torpe paso yembarazados por el sable, como si fuese un pesado garrote.

Sus diversiones eran siempre las mismas. Iban donde va la gente que noquiere gastar dinero, y se les veía por el pretil del río, camino deMonte-Olivete, los dos jóvenes delante, hablando tranquilamente,mientras se acariciaban con la mirada, y detrás Micaela, con aire deinconsciente, abismada en el crepúsculo eterno que la envolvía ylevantando la cabeza, sin sentir la menor molestia por los rayos del solque se quebraban en sus ojazos hermosos y muertos.

Deteníanse a contemplar los incidentes del tiro de palomo establecido enel cauce del río, pedregoso, inmenso, surcado por unas cuantas venillasde agua, que se cruzaban caprichosamente, formando verdes archipiélagos.La afición meridional al estruendo, el instinto de raza, ansioso decorrer la pólvora, revelábase en el inmenso corro, donde se contaban lasescopetas a centenares y el tirador de chaqué disparaba junto alaficionado de blusa. En el centro del corro los enormes jaulones, dondealeteaban inquietos los pajarracos de la Albufera o los pardos palomos,estremeciéndose a cada descarga, temiendo que les tocase el turno devolar por entre la lluvia de plomo; y junto a ellos el héroe de lafiesta, el colombaire, un mocetón despechugado, al aire los bíceps dehércules, limpiándose el sudor, girando como una peonza, haciendo todaclase de muecas y voceando la frase sacramental «¡ a pacte!» antes desoltar las alas que oprimía entre sus manos ¡Allá va...! Y aquello erauna batalla. Primero el disparo aislado del preferido que paga mejor;después tiroteo graneado; y al fin descargas cerradas, mientras el colombaire se agitaba como un energúmeno, con la fiebre de ladestrucción, y rugía «¡ a ell, a ell!» como si su voz fuese elladrido de toda una jauría. El rojizo humo envolvía al corro; y arriba,en el espacio azul, puro, ideal, deshonrado por un crimen, veíase caeral palomo inerte, apelotonado, atravesado por veinte tiros, como unmiserable puñado de plumas. Los curiosos, enardecidos por el tiroteo,seguían con mirada ansiosa al pájaro que lograba escapar; interesábanseen las terribles disputas de los cazadores, reclamando todos la mismapieza; no se fijaban en la lluvia de perdigones fríos que caían en tornode ellos; y si «por casualidad» se perdía un ojo o se sentía escozor enel cuerpo... ¿qué iban a hacer? esto entraba en la diversión.

La enamorada pareja seguía su paseo, sintiendo a sus espaldas el pasoleve de la resignada Micaela. En Monte-Olivete sentábanse en el banco depiedra que circunda la ovalada plaza; henchíase el moquero de Tónica decacahuetes y altramuces, y volvían a emprender la marcha, siempre por laorilla del río, más agreste ahora, con filas de seculares álamos yverdes cañares, que se estremecían rumorosos al viento con un quejidotriste.

Andaban, devoraban distraídamente el contenido del pañuelo. Juanitollevaba en su bigote cortezas de cacahuet; y a pesar de esto, los dos sesentían en un ambiente ideal y caminaban como si no pusiesen los pies enel suelo. En el fondo de los ojos de Tónica veía él la reducción delpaisaje, las verdes charcas del río, los cañares, la arboleda, elazulado cielo; y las nubecillas que resbalaban veloces antojábansele,vistas en tal espejo, el alma de su amada, que pasaba y repasaba traslas pupilas envuelta en vaporosas vestiduras. ¡Oh, qué bien se sentíacaminando junto a la mujer amada, rozándola el codo a la menordisigualdad del terreno, aspirando el perfume indefinible de Tónica,distinto de todas las esencias de este mundo! Olvidábase de todo, de sufamilia, de su porvenir, de la pobre Micaela, que iba a sus espaldasrumiando altramuces, y su atención reconcentrábase en los ojos negros,que a cada momento reproducían un rincón del paisaje; en la blanca ysana dentadura, tan hermosa, tan brillante, que al reír parecía iluminarla morena cara de la joven.

Y sin embargo, su conversación no podía ser más vulgar. Tónica era unespíritu práctico, que, en medio de sus escapes de pasión, no olvidabael porvenir con todas sus miserias y monotonías.

Insensible a losencantos del paisaje, a la soledad rumorosa que los rodeaba, trazabaplanes para lo futuro, para cuando fuesen dueños de una tienda en elMercado y ella tuviese que desarrollar las facultades de ama de casa. Yavería él de lo que era capaz su mujercita. Y la linda costurera, con suaire grave de mujer formal, con la misma expresión vaga y soñolienta quesi hablase de amor, marcaba punto por punto el programa de su vidafutura. Se levantaría a la misma hora que él, y mientras Juan vigilasela limpieza de la tienda, ella ayudaría a la criada en «lo de arriba»;trabajar mucho y ahorrar más, pues esto es lo que da salud; y después, ala hora de comer... ¡qué felicidad hablar de los negocios devorando elclásico puchero con el buen apetito que da la actividad!

Dependientespocos y buenos, tratados como de la familia, comiendo todos en la mismamesa, a estilo patriarcal. Y la casa adelante, siempre adelante,Queriéndose ellos mucho y amasando ochavo tras ochavo la fortuna para lavejez, en aquel nido estrecho atestado de fardos y piezas de tela. Estoal principio, cuando aún no hubiesen novedades y la casa permaneciesetranquila y en reposo; pero después... ¡figúrate tú! vendrá lo que esnatural... uno, dos o más, ¿quién sabe? Y

entonces tendrá que ver que aldigno comerciante don Juan Peña, cuando suba a almorzar, se le cuelguende los brazos unos cuantos angelitos cabezudos, de hinchados mofletes, yno le dejen tragar bocado con tranquilidad.

Pero Tónica se detenía, ruborizándose como si sintiera haber dichodemasiado, y miraba a su no vio confusa y avergonzada, mientras éstebuscaba la linda manecita de ella para besarla repetidas veces, sinimportarle la presencia de Micaela.

La costurera consentía estas caricias. Conocía bien a Juanito. No habíacuidado que pasase de ellas. Besábale las manos, sin que sus labiosdejasen la ardorosa huella del deseo contenido, y todo el exceso deJuanito consistía en morder las duricias de la epidermis producidas porel contacto de las tijeras o las rozaduras y pinchazos de la aguja.Estas marcas del diario trabajo las adoraba Juanito como cuarteles denobleza, y las yemas de los rosados dedos, ligeramente encallecidas,chupábalas con tanta delicia como si fuesen caramelos.

Tónica, con dulce coquetería, extendía sus manos, dejándoselas besar. Sialguna vez, al saltar un ribazo, quedaba al descubierto algo de sublanca media, veía cómo Juanito volvía a otro lado su mirada con ciertaexpresión de sorpresa y disgusto. La quería bien: estaba en el períodode la adoración extática. Tónica era para él como esas vírgenes decabeza hermosísima, que bajo la deslumbrante vestidura sólo tienen parasostenerse tres feos palitroques. Él, que en la cocina de su casaestremecíase hasta la raíz de los cabellos al menor roce con lasfornidas fregonas, nunca había llegado a pensar que Tónica tenía algomás que su gracioso rostro.

Mientras los novios, sentados en los pendientes ribazos, con los cañaresa la espalda, hablaban del porvenir, acariciándose castamente, y enpleno idilio daban fin al puñado de altramuces, Micaela permanecíainmóvil, con la mirada mate fija en el sol, que, como una bola candente,resbalaba por la inmensa seda del cielo sin quemarla, y al acercarse ensu descenso majestuoso al límite del horizonte, se sumergía en un lagode sangre.

Algunas veces, la pobre mujer sonreía, como si ante sus ojos moribundospasasen seductoras visiones.

—¿Qué piensa usted, Micaela?—preguntaba Tónica—. ¿Ve usted algo?

—Nada, hija mía; veo el sol, que es lo único que puedo ver.

Pero mentía. Veía con los oídos. Las palabras de los jóvenes, aquellosdesahogos de un amor tranquilo, le alegraban, y su fantasía poblaba deimágenes las muertas retinas. Veía a la siñá Antonia, la madre de lacosturera, tal como era quince años antes, cuando Micaela iba de visitaa su portería para charlar como antiguas amigas. Pero ahora ya no hacíacalceta, ni aparecía dentro de sus ojos patiabierta ante el brasero,echando firmas en la lumbre; la veía en el cielo, justamente ganado consufrimientos y miserias, vestida de blanco, como van losbienaventurados, y desde allí, asomándose a una ventana de nubes,lanzaba una sonrisa como una bendición sobre los dos jóvenes, queparecía decir: «Gracias, Micaela; cuídamela, sacrifícate un poco más, nola abandones hasta verla esposa de Juanito, que es un buen muchacho. Yo,en agradecimiento, te guardaré un rinconcito para cuando subas.»

Y la pobre mujer conmovíase tanto al soñar despierta, que las lágrimastitilaban en sus ojos, haciendo brillar las pupilas sin vida.

—¿Ahora Hora usted...?—preguntaba Tónica—. Pero ¿qué le pasa?

Nada, absolutamente nada. Se sentía feliz y lloraba de alegría, deagradecimiento, satisfecha de sí misma, de la bondad con que la tratabaDios.

Juanito miraba con asombro no exento de envidia a la pobre mujer casiciega, que saldría del mundo tan inocente como había entrado, después dearrastrar la más monótona y abrumadora de las existencias, siempreamarrada a la argolla de la domesticidad, sumisa y automática, y quetodavía sentíase dominada por el agradecimiento, como si la vida dedescanso puramente animal que ahora gozaba fuese una felicidad de que nose consideraba digna.

Aquella primavera fue el período más feliz de la existencia de Juanito.

Amaba, era amado, tenía fe en el porvenir, sentíase a cien leguas de lasmiserias de su familia, y para mayor felicidad, el tío don Juan,enterado de su noviazgo, lo toleraba, reservándose dar su aprobacióndefinitiva cuando conociese a Tónica.

Un domingo, por exigencias de los arrendatarios, tuvo que ir a su huertode Alcira, y pasó el día como un desterrado, mirando melancólicamentehacia Valencia y sintiendo un inocente enfurruñamiento contra el solporque marchaba despacio, retrasando la hora del regreso. Por la noche,¡con qué placer saltó al andén de la estación, hendiendo a codazos lamuchedumbre que obstruía la salida! Con los zapatos llenos de polvo,llevando en las manos dos ramas de naranjo cargadas de bolas de oro queesparcían fresco perfume, pasó como un hombre satisfecho de la vida antelos revisores y dependientes de Consumos que vigilaban la puerta, ycorrió a la calle de Gracia, metiéndose en la escalerilla con unarranque de audacia que a él mismo le causaba asombro. Micaela perdonóal «señor de Peña» esta transgresión de lo pactado, en gracia a su viajey al regalo del ramo de naranjas; y desde aquel día, el enamorado, sinabusar de la tolerancia, continuó sus visitas.

Juanito ya no sentía miedo al pensar lo que diría la mamá cuandoconociese sus amores. Tenía el convencimiento de que ella lo sabía todo.

El día de la Virgen fue con Tónica y su amiga a la primera misa en lacapilla de los Desamparados. Dentro del templo sonaba la música; lamultitud, oprimida en la mezquina rotonda, esparcíase por la plaza hastala fuente, adornada con un ridículo templete que parecía de confitería.Todos estaban en actitud reverente, sin ver otra cosa de la misa que lasobscuras puertas, en cuyo fondo brillaban como chispas de oro las lucesde los altares, sintiendo en sus descubiertas cabezas el vientecillo deprimavera, semejante al halago de una mano invisible, tibia y olorosa.En esta confusión, cuando Juanito, sacando los codos, guardaba deempujones a las dos mujeres, vio a corta distancia a su familia y ladel señor Cuadros.

Desde las Pascuas que era grande la intimidad entre las dos familias;Juanito había oído hablar la noche anterior de cierto plan deesparcimiento matutino, como principio de fiesta, por ser los días deAmparito. Oirían la primera misa en la capilla de los Desamparados,porque a doña Manuela, como buena valenciana, le parecía que ningunamisa del resto del año valía tanto como aquélla y después tomaríanchocolate en un huerto de fresas, bajo un toldo de plantas trepadoras,recreándose el olfato con el olor de los campos de flores y el humillodel espeso soconusco.

Doña Manuela vio a su hijo, Juanito la sorprendió fijando los ojos enTónica con expresión curiosa e interrogante. La altiva señora aparentódespués no haber visto a su hijo; pero al volver a casa, Juanitosentíase trémulo e inquieto pensando en lo que diría su mamá, tan amantedel prestigio de la familia.

Pasó aquel día y pasaron muchos sin que doña Manuela dijese una palabrasobre el noviazgo de su hijo. Este silencio entristecía a Juanito enciertos momentos. Veía una vez más hasta dónde llegaba el afecto deaquella madre a la que idolatraba. Era un paria, un advenedizo deprocedencia inferior que el azar había introducido en la familia. ParaRafaelito y las hermanas, todas las alianzas eran medianas; perotratándose del hijo de Melchor Peña, el tendero del Mercado, todoresultaba bien. Podía casarse con una criada de la casa, sin que doñaManuela sintiera un leve roce en aquella susceptibilidad tan despiertapara los otros hijos.

La buena señora llegó por fin a darle a entender con palabras sueltas loque él se recelaba.

Conocía sus amores; se había informado de quién eraTónica, y no le parecía gran cosa; pero si Juanito se mostraba conforme,todos contentos. Esta indiferencia anonadaba a Juan; y a pesar de quenadie en la casa se preocupaba de sus amoríos—pues cuando más, merecíanalguna burla de Amparito—, siguió recatándose, como si temiera lasmaternales censuras.

Desde la noche que subió a casa de Tónica, fue estrechando su intimidadcon las dos mujeres.

Ya se atrevía algunas noches a hacerles tertuliahasta las diez, y como la presencia de Micaela daba a la conversación untinte de seriedad, Juanito hablaba del comercio, de los triunfos de laBolsa, de la buena fortuna de su principal, y sobre todo, de don RamónMorte, su grande hombre, al que cada vez tributaba una adoración másvehemente.

Si él se sintiera con fuerzas bastantes, sería de ellos; ingresaría enel batallón audaz que, guiado por Morte, marchaba de jugada en jugada ala conquista de los millones; y decía esto con la fiebre de explotaciónadquirida en la tienda oyendo a los bolsistas, fiebre que comunicaba alas dos mujeres, que le escuchaban como un oráculo.

La falta de valor era lo que le retenía en su posición mediocre; encuanto al éxito, no era posible dudar. El que ahora no se hacía rico,era porque no quería serlo. Bastaba un poco de dinero y la sabiadirección de Morte para despertar un día millonario.

Y Tónica le escuchaba con la mirada fija, el entrecejo fruncido, loslabios apretados, como si dentro de su cabecita se agitase una ideatenaz, mientras Micaela abría sus muertos ojazos con la expresión de unaniña que oye un cuento de hadas.

Aquellos millones fantásticos, saliendo de la boca de Juanito, rodabansobre el pobre tapete de la mesa, parecían infundir por la míserahabitación un ambiente de aplastante opulencia, algo semejante a lasonora vibración de montones de oro. Y esta conversación fue repetida undía y otro, hasta que Juanito quedó desconcertado e indeciso ante unaproposición de las dos mujeres.

Aunque era partidario de las audacias financieras, siempre que pensabaen la posibilidad de poner en práctica sus entusiasmos surgían en él laprudencia y la desconfianza, los escrúpulos de la rutina comercial, comouna herencia de raza. Por esto sintió cierta inquietud al oír a Micaelaque deseaba dedicar sus ahorros a un negocio tan afortunado. Eran ochomil reales, amasados trabajosamente entre las dos mujeres, arañados aljornal de Tónica y a la pobre pensión de Micaela, adquiridos a fuerza dealimentarse con arroces insípidos los más días de la semana, remendarlos trajes hasta que se deshilachaban de puros viejos y pasar lasveladas a obscuras para evitar el gasto de luz.

Juanito dudó. No le parecía mal el propósito. Ya que tenía dinero, mejorque guardarlo en el fondo del arca era emplearlo como cebo, para que lasuerte mordiese en él. Y repitió varias veces esta frase oída a suprincipal.

—Pero...—añadió con marcada indecisión—no sé hasta qué puntoconvendrá a ustedes exponer un dinero que tanto les cuesta. Don Ramón esinfalible, pero ¿quién sabe lo que reserva la suerte...? ¿Quierenustedes creerme? Nada de jugadas. Esto queda para mi principal y susamigos, que tienen mucho corazón. Lo mejor es llevarle el dinero alseñor Morte y rogarle que lo invierta en papel del. Estado. Es un tíomuy largo. Adivina el papel que puede subir y el que va a bajar. Sí élquiere, el capitalito de ustedes quedará bien colocado; cobrarán ustedessu renta todos los trimestres, y es fácil que lo que adquieran por cincovalga diez dentro de poco.

Quedamos, pues, en que iremos a ver a donRamón.

¡Afortunado mortal! Desde entonces, su nombre pareció llenar lahabitación, y las dos mujeres le aposentaron en su memoria, imaginándolocomo un ser poderoso, todo bondad, que peloteaba los millones y sedivertía haciendo ricos a los pobres.

—¿Cuándo vamos a ver a don Ramón?—era la pregunta que hacían las dosmujeres apenas entraba Juanito en la casa.

Y la visita la hicieron una mañana que Tónica no tenía trabajo y sunovio pudo abandonar Las Tres Rosas. ¡Qué emoción! En la plaza de laReina ya le temblaban las piernas a Micaela, pensando en el arrugadopapel de estraza que contenía los billetes mugrientos, y más aún en queiba a verse ante aquel señor de quien todos se nacían lenguas. Entraronen un patio suntuoso, embellecido por la industria más que por el artearquitectónico, en el que el escayolado imitaba al mármol y el yesomoldeado a máquina fingía un artesonado antiguo. En el primer tramo dela escalera estaba el despacho de don Ramón.

La antesala parecía de ministerio, y apenas si en los bancos forrados deterciopelo quedaba espacio libre para los que iban llegando. Losclientes aguardaban con resignación el turno. Eran curas en su mayoría,pues don Ramón, persona piadosa y amiga de hacer limosnas por mano de laIglesia, figuraba como el banquero del clero, y