A las cuatro de la tarde entraban las de Pajares en el paseo de laAlameda.
Era domingo, y la animación ruidosa y expansiva de los días festivosinundaba la acera izquierda del paseo. El tiempo era hermoso: una tardede verano, con el cielo limpio de nubes, y en lo más alto, como un jirónde vapor tenue y apenas visible, la luna, esperando pacientemente que lellegase el turno para brillar. Las largas filas de rosales, los macizosde plantas, toda esa jardinería mutilada y corregida por las tijeras delhortelano, reverdecía con el soplo cálido de la tarde y se cubría deflores, uniendo sus simples perfumes a la estela de esencias que dejabanlas señoras tras su paso.
Por el arroyo central daban vueltas y más vueltas, como arcaduces denoria, los carruajes alineados en interminable rosario. Las torres delos guardas erguían sus caperuzas de barnizadas tejas por encima de losárboles, y a los dos extremos del paseo, empequeñecidas por ladistancia, destacábanse sobre el verde fondo las monumentales fuentescon sus figuras mitológicas ligeras de ropa. Era la hora en que el paseoadquiría su aspecto más brillante. A todo galope de los briosos caballosbajaban carretelas y berlinas, y por las aceras del paseo desfilabanlentamente, con paso de procesión, las familias endomingadas. Los verdesbancos no tenían ni un asiento libre. Un zumbido de avispero sonaba enel paseo, tan silencioso y desierto por las mañanas, y algunas familiasingenuas conversaban a gritos, provocando la sonrisa compasiva de losque pasaban con la mano en la flamante chistera, saludando con rígidossombrerazos a cuantas cabezas asomaban por las ventanillas de loscarruajes.
Lo que atraía la atención de todos era el desfile incesante de coches,símbolos de felicidad y bienestar en un país donde el afán deenriquecerse no tiene más deseo que no ir a pie como los demás mortales.
Piafaban los caballos con la boca llena de espuma, esparciendo en tornoel pajizo olor de las cuadras, y de vez en cuando un relincho contagiabaa toda la línea de brutos briosos, que parecían contestar con nerviosospataleos a este llamamiento de libertad. Los cocheros, enfundados en susblancos levitones, exhibían desde lo alto de los pescantes, sus carasafeitadas y carrilludas de cómicos obesos o párrocos bien conservados, ymiraban con cierto desprecio a toda aquella muchedumbre que les obligabaa pasar unas cuantas horas de tedio. En la larga fila de vehículosestaba el antiguo faetón, balanceándose sobre sus muelles como unaenorme caja fúnebre y encerrando en su acolchado interior toda unafamilia, incluso la nodriza; la ligera berlina, con sus ruedas rojas oamarillas; la carretela, como una góndola, meciéndose a la menordesigualdad del suelo, y la galerita indígena, transformación elegantede la tartana y símbolo de la pequeña burguesía, que, detenida en mitadde su metamorfosis social, tiene un pie en el pueblo, de donde procede,y otro en la aristocracia, hacia donde va.
Parecía existir una barrera invisible e infranqueable entre la gente quepaseaba a pie y aquellas cabezas que asomaban a las ventanillas,contrayéndose con una sonrisa siempre igual cuando recibían el saludode las personas conocidas. Grupos de jinetes mezclados con jóvenesoficiales de caballería caracoleaban por entre los carruajes,tendiéndose algunas veces sobre el cuello de sus cabalgaduras parahablar al través de una portezuela. Las de Pajares contemplaban connostalgia de desterradas el paso de los carruajes. ¡Gran Dios, quétarde! ¡Se acordarían de ella toda la vida! Era la primera vez que ibana pie a la Alameda. Las niñas, a pesar de sus elegantes trajes, creíanque todos se fijaban en ellas para sonreír compasivamente, y doñaManuela marchaba erguida, con altivez dolorosa, poco más o menos comoNapoleón en Santa Elena después de la denota. La viuda presentía suruina. Ya no eran las deudas y los apuros pecuniarios las amarguras dela vida; ahora, la fatalidad, según ella decía, complacíase en agobiarlacon nuevos golpes, quitando a la familia los escasos medios que larestaban para sostener su prestigio.
Aquella mañana había sido de prueba para las de Pajares. Nelet elcochero subió muy alarmado a dar cuenta a sus señoras de que el caballoestaba enfermo. El suceso no era para tomarlo a risa. No se trataba deun cólico vulgar, y la pobre bestia, sostenedora inconsciente delprestigio de la familia, revolcábase abajo, en la obscura y húmedacuadra, quedando panza arriba y con las patas agitadas por un temblorconvulsivo. La situación fue ridícula y conmovedora. Tantos años deservicios habían establecido cierto afecto entre las señoras y la bravabestia, que era considerada casi como de la familia. Doña Manuela,recogiéndose la cola de su bata teatral, bajó a la cuadra, no pasando dela puerta por miedo al caballo, que se revolcaba furioso.
Llamaron al mejor veterinario de la ciudad; pero el caballo no mejoraba,y por la tarde desvaneciéronse las ilusiones que tenían las niñas depasear en carruaje. Casi adquirieron la certeza de que el pobre caballono saldría de la enfermedad. ¿Qué iban a hacer ellas cuando se vieranconfundidas entre las cursis que paseaban a pie por la Alameda? ¿Quédirían las amigas al ver que transcurría el tiempo y la hermosagalerita, de que tan orgullosas estaban, permanecía arrinconada en lacochera? Porque las dos, aunque su mamá, por no entristecerlas, lasocultaba el estado de la casa, tenían pleno conocimiento de los apurosde la familia y estaban seguras de la imposibilidad de reemplazar elviejo pero brioso caballo por otro que valiese tanto como él.
Después de comer, la madre y las hijas sentáronse en el salón, y allípermanecieron más de una hora, silenciosas, hurañas y malhumoradas. Eldía era magnífico; pero no, no saldrían: primero monjas que el mundo seenterase de su decadencia, de sus privaciones tan hábilmente ocultadas.
Pero las tres no podían resignarse a pasar un día dentro de casa.Además, por los balcones entraba el sol y soplaba un aire cargado deperfume irritante del verano. Pensaban involuntariamente en los verdescampos, en el paseo exuberante de gentío, en el placer de andarlentamente bajo las ladeadas sombrillas, viendo caras nuevas ycontestando al saludo de los amigos; y por fin, la madre y las hijas nopudieron resistir más y comenzaron a vestirse.
—No hay que ser tan escrupulosas—dijo doña Manuela—. Todos nosconocen, y porque un día nos vean salir a pie no van a imaginarse quenos falta el carruaje. Vamos, niñas, ¡a paseo!
Y salieron de casa con el propósito de ir a cualquier parte menos a laAlameda. Pero el paseo las atraía; no sabían adonde ir, y al fin,insensiblemente, sin ponerse de acuerdo, encamináronse allá.
¡Qué tardecita pasaron las de Pajares! Exteriormente fueron las desiempre; las niñas contestaron con mohines graciosos a los saludos delos amigos, y la mamá, altiva y majestuosa, cobijándolo todo con sumirada de protección. Pero en su interior ¡cuántos tormentos! Si algunaamiga las saludaba desde su carruaje con expresión cariñosa, las trescreían adivinar cierto asomo de lástima, y enrojecían bajo la capa deblanquete que cubría sus mejillas. Si una persona conocida se detenía asaludarlas, ellas, a tuertas o a derechas, y muchas veces las tres a untiempo, se apresuraban a decir que habían salido a pie en vista de lahermosura de la tarde; y seguían mirando con nostalgia y despecho lalarga fila de carruajes, experimentando la misma impresión de nuestrosbíblicos padres ante las puertas del Paraíso cerradas para siempre.
Después, ¡qué recuerdos tan penosos! A las tres las obsesionaba laenfermedad del caballo, como si éste fuese de la familia. Estabanarrepentidas de haber salido de casa; sentían la falsa esperanza de losque se interesan por un enfermo y creen que permaneciendo a su ladoaceleran la curación. Saludaban a derecha y a izquierda; deteníanse aestrechar manos, cambiando palabras sobre el tiempo o sobre los trajesque más lucían en el paseo; pero sus miradas iban inconscientemente adetenerse en aquellos caballos que pasaban a pocos pasos de ellas; y entodos, bien fuese por el color, por la cabeza o por la grupa,encontraban cierto parecido con el otro que ocupaba su memoria.
Tuvieron en aquella tarde encuentros muy penosos. Andresito, el hijo deCuadros, pasó por entre las dos filas de carruajes montando el enormecaballote que le había comprado su padre.
Buscaba a la novia para irescoltándola, luciendo sus habilidades hípicas en torno de su carruaje.El gesto de inocente sorpresa que hizo al verlas a pie, confundidasentre la cursilería dominguera, fue una verdadera puñalada para las tresmujeres.
Todo hería su susceptibilidad. Roberto del Campo, que iba con algunosamigos, las saludó con la más seductora de sus sonrisas; pero ellascreyeron distinguir en sus labios una irónica expresión. Indudablemente,aquel trasto de Rafaelito había relatado a Roberto lo del caballo.Estaban seguras de que todo el paseo conocía el desagradable suceso,adivinando lo que vendría después. Y cegadas por la vanidad herida,recordando sin duda las burlas que ellas habían dirigido a otrasfamilias, turbábanse por momentos, creyendo ver miles de ojos rijos enellas y que las señoras desde los carruajes las sonreían desdeñosamente,como si fuesen criadas disfrazadas.
Hasta llegaron a pensar conescalofríos de terror si a sus espaldas las señalarían irrisoriamentecon el dedo. Y siempre el maldito caballo ocupando su pensamiento,viéndolo con los ojos de la imaginación tal como estaba en su cuadra alsalir ellas de paseo, panza arriba, estirando convulsivamente las patas.Las tres llevaban dentro de sí, como implacable enemigo, su propiopensamiento, que las hacía ver la burla y la lástima en todas partes, yhasta creyeron algunas veces que personas conocidas fingían distracciónpor no saludarlas.
—Vámonos, niñas—dijo la mamá con una expresión en que vibraban eldolor y la cólera—; vamos a casa a ver cómo está «aquello». Hoy elpaseo está muy cursi.
Las niñas apoyaron a la mamá con gesto de aprobación. Era verdad, muycursi; y las tres emprendieron una retirada desastrosa, anonadadas,vencidas, como si acabasen de sostener una batalla con la consideraciónpública, quedando derrotadas y maltrechas. Al subir la rampa del puentedel Real tuvieron que apartarse del borde de la acera, limpiándose conlos pañuelos de blonda el polvo que levantaban las ruedas de uncarruajillo descubierto que corría con velocidad insolente, arrollándolotodo.
Era la última sorpresa. El señor Cuadros, tirando de las riendas pararefrenar su veloz caballo y agitando el látigo, las saludaba desde loalto de aquella cáscara de nuez montada sobre ruedas.
A su lado iba Teresa, desbordando sus carnes blanduchas sobre elbanquillo de terciopelo azul, moviendo con cierta incomodidad su cabeza,como si le molestase la capota, recargada de rosas y follaje, regalo desu marido.
—Hasta la noche.... Adiós, niñas. Esta noche iré a ver a ustedes.
Y Teresa enviaba una sonrisa sin expresión a su antigua señora, comosuplicando que no abandonase la tarea de catequizar a su esposo.
¡Buena estaba doña Manuela para tales indicaciones! Sabía lo quesignificaban las asiduas visitas, unas veces por la tarde y otras por lanoche, que la hacía aquel cincuentón; pero no pensaba ahora en eso. Elencuentro había acabado de trastornarla. Sus antiguos criados encarruaje, ensuciándola con el polvo de las ruedas, y ella, la hija de unmillonario, la viuda del doctor Pajares, a pie y humillada por unasgentes a las que siempre había tratado con cierto desprecio. Jamás habíaimaginado que pudiera ocurrir aquello. Agobiada por las deudas, esperabala caída, pero no tan honda y lastimosa para su dignidad.
Esto era demasiado fuerte para poder resistirlo. Y la pobre mujer, todasusceptibilidad y orgullo, sintió que algo caliente se agolpaba a susojos, y hubo de hacer esfuerzos para no llorar.
Su paso acelerado erauna verdadera fuga. Huían del paseo, de aquel lujo que algunos díasantes era su elemento y ahora les parecía un verdadero insulto.
Cuando entraron en la plazuela donde vivían, la vista de su casa, quecon el portalón entornado, los balcones cerrados y la fachadaobscurecida por la última luz de la tarde tenía cierto aspecto fúnebre,hizo revivir en la memoria de las tres el recuerdo del caballo.
—¡Dios mío! ¿Cómo estará el pobre Brillante? Tan vehemente era suinterés por la salud de la bestia, que hasta acariciaban la absurdaesperanza de una extraña reacción, de un milagro que las permitieratener el carruaje disponible para el día siguiente. Arrastradas por larutina, hasta sentían tentaciones de rezar por el pobre animal. Algohabía en ellas de cariño, de agradecimiento por todo lo pasado; pero loque predominaba era el ansia de recobrar su categoría de «señoras decoche», sin la cual se creían deshonradas.
Al entrar en el patio, dirigiéronse rectamente a la cuadra. Pasaronrozando la abandonada galerita, que, oculta bajo su funda de lienzo,sólo mostraba las ruedas, ligeras, amarillas y finas como las de unjuguete; y después de asomar su cabeza con cierta zozobra por la puertade la cuadra, entraron en el antro obscuro y maloliente, recogiéndoselas faldas y hundiendo sus elegantes botinas en la blanda y húmeda capade estiércol.
Era un espectáculo extraño. A la luz de un farolillo colocado junto alpesebre, los trajes azul y rosa de las niñas, sus sombreritos de flores,las joyas relumbrantes de la mamá, causaban el efecto de una apariciónsobrenatural, que contrastaba con las paredes sucias, el techoempavesado de polvorientas telarañas, los montones de estiércol y elolor punzante y molesto de cuadra sucia.
Tan escasa era la claridad, quedoña Manuela se dio un golpe contra la hoz clavada en la pared paracortar la hierba, y pasaron algunos momentos antes que las tres mujeresdistinguieran a Nelet en el fondo de la cuadra.
El pobre muchacho, a pesar de su rudeza, contemplaba a Brillante conasombro doloroso, frunciendo el ceño como si quisiera cerrar el paso alas lágrimas. Los dos habían sido muy buenos amigos. El cocherocelebraba sus picardías de animal viejo y brioso; tenía orgullo en decirque era muy bravo y sólo por él se dejaba manejar, y ahora estaba allítendido de costado sobre el estiércol, inmóvil como carne muerta,agitando alguna vez con ronco estertor el redondo pecho y levantando unpoco la cabeza para lanzar en torno suyo la mortecina y lacrimosamirada.
—¡Lo que somos...! ¡lo que somos...!—decía Nelet entre dientes,sintiendo que cada espasmo de la larga agonía de su Brillante era unaverdadera puñalada para él. Al ver a las señoritas se adelantó algunospasos, hablando con tono compungido. El veterinario se había marchado,declarándose impotente para remediar el mal. Brillante se moría deuna enfermedad extraña, de un nombre raro que Nelet no podía recordar;pero lo cierto era que estaba ya en la agonía.
Y el pobre caballo, como si quisiera afirmar las palabras de su amigo oreconociese a sus amas, levantaba la pesada cabeza, lanzando su estertorangustioso.
Aquello partía el corazón a las tres mujeres.
—¡ Brillante! ¡Pobrecito Brillante...!
Y las tres se abalanzaron a la pobre bestia, soltando sus faldas, cuyosbordes barrieron la suciedad del suelo. Doña Manuela, casi arrodilladaen el estiércol, sin acordarse de su elegante traje, cogía la cabeza de Brillante, que se elevaba trabajosamente como para saludar a sus amaspor última vez. Aquella mirada desmayada y vidriosa, fija con expresiónagradecida en el grupo de mujeres, acabó con la falsa serenidad deéstas, y estallaron los sollozos y las exclamaciones de desconsuelo.
Era ridículo llorar la muerte de un caballo; sí señor, ellas Loreconocían. Si les hubiesen contado algo semejante de sus amigas, nohubieran sido flojas las burlas; pero así y todo, había que reconocer loque aquel pobre animal representaba para la familia, las ilusiones quese llevaba con su muerte.
¡Adiós, compañero de grandeza! La familia sólo tendría para ti gratorecuerdo. Mueres representando la fortuna que se aleja de casa, elprestigio que se pierde, la altivez que se desvanece; y cuando salgas deella a altas horas de la noche en sucio carro para ser conducido adondete explotarán por última vez, convirtiendo tu piel en zapatos, tushuesos en botones y tu carne en abono fertilizante, por la puertaentreabierta entrará la pobreza, la desesperación de una miseriadisimulada, y quién sabe si la deshonra, eterna compañera de los que seaferran tenazmente a las alturas de donde les arrojan. ¡Adiós, Brillante! ¡Adiós, fortuna que huyes para siempre!
Y las tres mujeres, con el cerebro embotado por el choque de confusospensamientos, arrastrando sus hermosas faldas, que olían a cuadra,subieron lentamente la escalera, como agobiadas por el dolor.
Amparito, en otras ocasiones la más risueña y juguetona, era la queahora lloraba como una niña, Su madre había tenido que sacarla de lainfecta cuadra cogiéndola del brazo.
—¡Ay, Brillante...! ¡Pobrecito Brillante mío...!
Y hasta había llegado a unir su linda cabeza de bebé con las negrasnarices de la bestia, cubriéndolas de besos.
El desaliento las tuvo hasta bien entrada la noche clavadas en susasientos del salón, silenciosas, sin otra luz que el escaso resplandorde los reverberos públicos que entraba por los balcones abiertos,produciendo una débil penumbra. Las tres, envueltas en sus batas deverano, destacábanse en la obscuridad como inmóviles estatuas. Las niñaspensaban en su porvenir, que adivinaban confusamente; presentían quedesde aquel momento comenzaba para ellas una era nueva, en que no todoserían alegres risas e indiferencia para el día siguiente.
Los pensamientos de doña Manuela aún eran más obscuros. Miraba en tornode ella, y nada, ni un mal rayo de esperanza amortiguaba sudesesperación. Necesitaba dinero para reponer esta pérdida, que tantopodía influir en el prestigio de la familia, y para satisfacer ciertoscompromisos que, como de costumbre, la agobiaban con gran urgencia; peroa pesar de ser tan numerosas las amistades, no encontraba, repasando sumemoria, un solo nombre.
¡Y pensar que ella, que había derrochado tantos miles de duros y vivíacon cierta ostentación, pasaba angustias por unos cuantos miles dereales...! El recuerdo de su hermano se aferraba tenazmente a sumemoria. ¡Ah, maldito avaro! Necesario era todo su mal corazón paradejar a una hermana en el sufrimiento, pudiendo remediar sus penas conalgunos de los papelotes mugrientos que a fajos dormían en el viejo secrétaire de su alcoba. Pero no había que pensar en semejante hombre.Bastantes veces la había humillado con rotundas negativas.
Otro de los que no se podía contar para salir de la situación era suhijo Juanito. Doña Manuela, que le había tenido tanto tiempo a suvoluntad, asombrábase ahora ante sus alardes de independencia. Le habíancambiado su hijo, según ella decía con el tono quejumbroso de una madreresignada. Y el tal cambio consistía en haberse negado Juanito variasveces a darla dinero para salir de pequeños apuros.
Esto indignaba a doña Manuela. Habíase despertado en él la fiebre de laexplotación. Revivía la «sangre comercial» de su padre, el instintoacaparador de su tío don Juan; y contagiado por la atmósfera de jugadasvictoriosas y millonadas de papel que respiraba continuamente en latienda al lado de su principal, había acabado por decidirse,despreciando los bienes positivos y materiales para lanzarse en lafiebre de la Bolsa.
El acto de ciega confianza de su novia y su vieja amiga entregando sintemor los ahorros al omnipotente don Ramón Morte había acabado pordecidirle. ¿Iba a ser él más cobarde que aquellas dos mujeres?
Vendió su huerto de Alcira, y los ocho mil duros que le dieron engrosaronel raudal de oro que, a impulsos de la más ciega confianza, iba a caeren las cajas del filántropo banquero. Una parte de su capital loinvirtió su eminente protector en papel del Estado, y con la otra, queera la más exigua, comenzó sus jugadas de Bolsa, siempre a la zaga deCuadros y sin atreverse a imitar sus golpes de audacia.
Vacilaba algunas veces, sentía misteriosos terrores al pensar que sufortuna estaba a merced de un capricho del azar, mas no por esto perdíala confianza, y nada había reservado de su capital para responder a losvencimientos de los pagarés que le había hecho firmar su madre. ¿Paraqué tal precaución? No había más que oír a su principal y al poderosobanquero. Sus ocho mil duros se doblarían y triplicarían en muy pocotiempo, y entonces podría pagar las deudas maternales y casarse conTónica. Pero mientras tanto, que no contase su madre con él. La queríamucho, seguía adorándola con un respeto casi religioso; pero de dinero,ni un ochavo.
Todo lo sabía doña Manuela, y por esto colocaba a su hijo al mismo nivelque su hermano.
¡Vaya unos parientes! Podía una morirse en medio de lacalle, bien segura de que nadie acudiría en su auxilio.
Y doña Manuela, enfurecida por lo difícil de la situación, crispaba susmanos arañando los adornos de su bata. Sólo una esperanza le restaba,pero no quería pensar en ella, pues en su interior elevábase como unavoz de protesta.
Estaba segura de que cierta persona le facilitaría a la menor indicaciónaquel dinero que tantas angustias le producía. Indudablemente, el señorCuadros no le era difícil salvar a una amiga por unos cuantos miles dereales, él que todos los meses contaba sus ganancias por miles de duros;pero apenas le acometía este pensamiento, renacían en doña Manuelaescrúpulos que creía muertos para siempre.
Conocedora de la vida, comprendía la importancia de aquel favor y lo queforzosamente había de sobrevenir. Un mes antes no habría vacilado enacudir a su antiguo dependiente, a pesar de lo mucho que esto lastimabasu altivez. Pero ahora, al pensar en las audacias que se permitió el díade Corpus y otras muchas realizadas por el bolsista en sus diariasvisitas, doña Manuela deteníase avergonzada, y a estar iluminado elsalón, se hubiera visto su rubor.
Ella, que hacía tantos años no se acordaba para nada de Melchor Peña,sentíalo vagar en torno como un espíritu guardián de su honrada viudez.Del doctor, de su segundo marido, no se acordaba para nada. Aquel buenapieza, con sus infidelidades, no tenía derecho a exigirla cuentas porlo que pudiera hacer.
Lo que más extrañeza le causaba era que se mostrasen ahora en ella tanterribles escrúpulos, cuando a raíz de su primera viudez había caídofácil e insensiblemente en los brazos de Pajares.
El amor había ahogadoentonces todas las preocupaciones; pero ahora se trataba de unaexplotación deshonrosa, de una venta que sólo el suponerla le producíavergüenza y rubor. La altivez le hacía recobrar su puesto. Cuadros, apesar de su fortuna, no dejaba de ser el antiguo dependiente, el maridode la criada Teresa, un pobre diablo al que ella había tratado siemprecon desprecio. ¿Y por tal hombre iba a perder su prestigio de mujerhonrada, sostenido durante tantos años a costa de sacrificios queguardaba en el misterio? No; antes la miseria.
Y doña Manuela, embriagándose con la energía de su resolución, pensabaen la miseria como en una cosa desconocida, pero que iba pareciéndolegrata por ser la salvación de su honor.
Trabajarían ella y sus hijas.También duquesas, princesas y hasta reinas se habían visto en lamiseria, arrostrándola con dignidad. Y doña Manuela, repasando susescasos conocimientos históricos, halagaba su orgullo y creíase casiigual a una soberana destronada que cae en la pobreza. Esto bastó paraafirmarla en su resolución.
Cuando Rafael y Juanito llegaron a casa, la familia pasó al comedor. Lacena fue triste. Parecía que el cadáver tendido abajo, en la suciedad dela cuadra, estaba allí, sobre la mesa, mirando con los ojos vidriosos einmóviles a sus antiguos amos. Al terminar la cena, los dos hermanossalieron, marchando cada uno por su lado.
Juanito había cambiado de costumbres. No volvía a casa hasta las once dela noche, y después de hacer una corta visita a Tónica y Micaela, iba aun café donde se juntaba la gente de Bolsa y podían apreciarsediariamente las opiniones y profecías de «alcistas» y «bajistas».
A las nueve de la noche recibieron las de Pajares la visita de Andresitoy su papá. Doña Manuela, al ver a su antiguo dependiente, se ruborizó,como si éste pudiese adivinar los pensamientos que la habían agitadopoco antes.
El señor Cuadros mostrábase gozoso y radiante, como si le alegrase lanoticia que en el patio le había dado Nelet. ¿Conque había muerto elcaballo? Vamos, ahora se explicaba por qué iban aquella tarde a pie porla Alameda. Era de sentir la pérdida, porque un caballo que sustituyeradignamente a Brillante había de costar algún dinero; pero ¡quédemonio! cuatro o cinco mil reales no arruinan a nadie. Y el señorCuadros hablaba del dinero con expresión de desprecio echando atrás lacabeza y sacando el vientre como si lo tuviera forrado con billetes deBanco.
Las niñas hablaban con Andresito cerca del piano, y doña Manuela, serenay en posesión de sí misma, miraba fijamente a su antiguo dependiente. Laescandalizaba el desprecio con que aquel hombre hablaba del dinero, yrecibía como un sangriento sarcasmo la suposición de que cuatro o cincomil reales nada significaban para ella. Y pensando esto, su mirada ibainstintivamente hacia el mármol de una consola, donde antes se exhibíanunos magníficos candeleros de plata guardados ahora en el Monte dePiedad; y miraba igualmente los cromos baratos que adornaban las paredesdel salón, sustituyendo a dos grandes cuadros heredados de su padre,obra de Juan de Juanes, por los cuales le habían dado lo preciso paravivir durante un mes.
Aquel hombre, cegado por su fortuna, no sabía lo que decía. Igual eraella algunos años antes, cuando tenía fincas que vender o empeñar yarrojaba el dinero a manos llenas. Pero ahora la pobreza vergonzante ycuidadosamente ocultada le había enseñado el valor del dinero.
El señor Cuadros, siempre ignorante de la verdadera situación de lacasa, molestaba atrozmente a doña Manuela. Quería aparecer amable, ypara esto la hacía ofrecimientos que resultaban sarcasmos. El seencargaba de la compra del caballo. Vería ella cómo le resultaba másbarato; por una bestia tan hermosa como Brillante sólo tendría quedesembolsar unos tres mil reales. Él conocía a los chalanes másafamados. El caballo que montaba su hijo lo había comprado casi por unabicoca, y confiaba ahora tener la misma suerte.
—Lo que a usted le conviene, Manuela, es comprar el caballo cuantoantes, pues si las gentes las ven a ustedes paseando muchos días comohoy, harán maliciosos comentarios. Los que estamos a cierta alturadebernos mirarnos mucho en nuestras cosas.
Y el afortunado majadero, al hablar de la altura, cerraba los ojos comosi sintiera el vértigo de los que se hallan en la cúspide. Lo que másefecto causó en doña Manuela fue la afirmación de que la gente haríacomentarios si no se mostraba en público como siempre. Ahora reaparecíala altivez de su carácter, estremeciéndose al pensar en la mortificantelástima con que se hablaría de su ruina.
Ella no tenía carácter para sobrellevar con resignación la miseria.Estaba decidida. Había que sostenerse en la altura, empleando todos losmedios; y después, que viniera todo, hasta aquello que sólo al pensarlotanto rubor le producía.
Y la vanidosa señora, para afirmarse en su resolución, buscaba ejemplosy recordaba lo que tantas veces había oído en las murmuraciones infamesde las tertulias: los innumerables casos de señoras tan decentes comoella, bien consideradas por la sociedad, y que habían hecho sacrificiosiguales para salvar el prestigio de sus casas. Y sostenida por elpernicioso ejemplo de aquellas mujeres a las que tanto había censurado,miró a su antiguo dependiente con ojos en que se revelaba un impudorrazonado y tranquilo. Al fin—pensaba ella para consolarse—, el señorCuadros, aunque ramplón y vulgarote, era un hombre aceptable, y no teníaque resignarse ella, como otras mujeres, a buscar la protección de unvaletudinario repugnante.
El bolsista adivinaba algo en las miradas de la esposa de su antiguoprincipal. Y en su credulidad de calavera viejo e inocente echaba elcuerpo atrás con cierto orgullo, como si estuviera convencido de q