—Será Miss, que juega.
No supo cómo salió de allí. Lo único que pudo recordar fue que elinstinto de precaución le dominaba aún, y que al bajar la escalera lohizo de puntillas, evitando roces, como si fuera un delincuente ytemiera ser descubierto.
Cuando se vio en la calle sintió un calor insufrible. Ya sabía quién leapretaba con tanta crueldad la garganta. Era la vergüenza, que hacíaarder en su interior un fuego de infierno, que enrojecía su rostro yaceleraba la circulación de su sangre. Creyó que todos le miraban, quelos transeúntes ladeaban el cuerpo para evitar su roce, y anduvoapresuradamente, como si sintiera tras sus pasos el espectro de suvergüenza que le perseguía.
Aire... espacio... libertad; se ahogaba en las calles tortuosas, con susparedes que parecían aproximarse para cerrarle la marcha; necesitabahorizontes inmensos, para no creerse aplastado, para poder ensanchar suspulmones y arrojar la cruel madeja de suspiros que se apelotonaba en sugarganta.
Una sensación fresca le despertó de aquella pesadilla, que le hacíacaminar como un sonámbulo aterrado. Estaba en las Alamedas de Serranos,y marchaba con la cabeza inclinada, los brazos a la espalda: la mismaexpresión de los tipos casi lúgubres que acostumbraban a pasear allí.
A lo lejos, tras las cortinas de los árboles que circuían el verdosoestanque, sonaba el canto de un corro de niñas confundiéndose con eljuguetón parloteo de los traviesos gorriones: Yo me quería casar,
yo me quería casar
con un mocito barbero....
Juanito sentía deseos de llorar como cuando escuchaba las romanzasitalianas de Amparo. Pero ahora no era el amor quien ponía en tensiónsus nervios; eran los recuerdos del pasado, que contrastaban penosamentecon su situación actual.
Le hacía daño la inocente melopea infantil. Se veía con la imaginaciónvistiendo el trajecito escocés de su niñez, cuando su madre, con tocasde viuda, le llevaba a la Glorieta a que jugase con las niñas, pues sutimidez y debilidad no le permitían alternar con los revoltososmuchachos.
¡Cuan hermosa estaba con sus negras tocas! Juanito la veía altravés de los años como una Máter dolorosa, acariciando dulcemente sucabeza de niño y pensando en el doctor Pajares, a pesar de su recienteviudez.
Ya no creía en su madre. La fe se había rasgado en él como unavirginidad irreparable. Le nacía daño el canto infantil, y para nollorar salió rápidamente del paseo, siguiendo el pretil del río.
Caminando junto a la carretera polvorienta, sin ver otras caras que lasde los carreteros que marchaban perezosamente tras sus vehículos, o lasde los guardias de Consumos sentados ante sus garitas, Juanito seencontraba mejor. No tenía miedo, como el poeta, a encontrarse con sudolor a solas, y caminaba por aquel lugar poco frecuentado, saboreandocon gozo cruel el hondo pesar que, de vez en cuando, estallaba enruidosos suspiros.
Sentía en torno de su persona la imagen invisible de un padre que nohabía conocido. El recuerdo del pobre Melchor Peña le inspiraba ciertaconmiseración. Aquél también había vivido engañado. Amó locamente a suesposa sin conocer su verdadero carácter y murió en el error, comohubiese muerto él, jurando que su madre era la mejor de las mujeres, ano haberle conducido la fatalidad al salón de su casa para hacer el másterrible de los descubrimientos.
Su madre era una tramposa capaz de todos los enredos y vergüenzas paraconservar el falso oropel de su vida; su madre despreciaba lasmurmuraciones que herían hondamente el honor de la familia; dejaba a lashijas que se arrojasen en el peligro, arrastradas por la desesperadaaudacia de cazar un novio, y al final se entregaba como una perdida enbrazos de un amigo de su esposo, se vendía infamemente cuando estabapróxima a la vejez, manchando todo su pasado, por una necesidad delorgullo. ¿Qué era, pues, lo que quedaba a aquella mujer? Nadaabsolutamente.
Aquel descubrimiento fatal rasgaba el velo de lacredulidad, desvanecía el optimismo del cariño; la madre aparecía a losojos del hijo tal como era, con toda su fealdad moral; y Juanito pensabacon rabia en su antiguo ídolo como el devoto que pierde la fe, y en laimagen milagrosa que antes le arrancaba lágrimas de emoción ve sólo unmiserable leño. ¿Por qué había nacido del vientre de aquella mujer? ¿Nopodía tener una madre como lo son todas? Y furioso contra la fatalidad,que le había dado por madre a doña Manuela, cerraba los puños como siquisiera estrangular a alguien.
Levantó la cabeza y vio que se había separado del pretil, siguiendo porel camino de ronda.
Ante él alzaban sus pesadas moles cilíndricas lasdos torres de la puerta de Cuarte, con la rojiza costra acribillada porlos profundos agujeros de las granadas francesas y las de lasinsurrecciones republicanas.
Contemplaba fijamente los tragaluces angostos y enrejados de loscalabozos donde estaban los presos militares. Pensaba con envidia queallí dentro, en las mazmorras lóbregas y húmedas, se estaría muy bien,rodeado de absoluto silencio, lejos del mundo, sin pesares que turbanla existencia.
Permaneció mucho tiempo mirando fijamente aquellos colosos de argamasa,hasta que por fin se dio cuenta de que algunos chicuelos del barrioformaban círculo en torno de él, contemplándolo con curiosidad,tomándole, sin duda, por uno de esos viajeros que para el vulgo han deser forzosamente ingleses.
Juanito huyó de aquella pillería, cuya mirada insolente y burlona nadabueno presagiaba, y siguió por el camino de ronda, sumiéndose al pocorato en sus tristes reflexiones. Volvía a caminar automáticamente, sinfijarse en las personas que pasaban junto a él. Llevaba abiertos losojos, miraba a todas partes, y nada veía. Nada, no; lo real, loinmediato a su persona no lograba fijarse en su retina; pero en cambio,veía siempre, con una tenacidad desesperante, la blanca chaquetaarrugada brutalmente como la sábana del lecho después de una noche deplacer, y luego... luego veía también la cortina alzada revelando unaparte del atentado vergonzoso, de la degradación maternal, que era paraél un golpe de muerte.
¡Oh, cuán execrable le resultaba ahora su antiguo ídolo! Y sin embargo,estaba convencido de que todo su odio era una impresión del momento, quese desvanecería apenas se hallase en presencia de la mamá. Es muydifícil desarraigar un cariño de tantos años; y este convencimiento eralo que más desesperaba a Juanito. Sentíase avergonzado por tener talmadre y adorarla, sin embargo, con la dulce ceguera del cariño.
—¡Eh...! ¡a un lado!
Juanito saltó hacia atrás instintivamente, al sentir en su rostro elbufido ardoroso de dos caballos. Había llegado a la entrada del caminodel Cementerio, y aquellas bestias que casi le atropellaban eran losjacos huesosos, antipáticos y enfermizos que tiraban de un cochefúnebre. El tétrico conductor, con su librea negra y mugrienta, pasó,rociando de injurias al distraído y amenazándole con su látigo.
Juanito apenas si pudo verle. Sus ojos estaban fijos en el féretroblanco y dorado que se mecía con el traqueteo de las ruedas, dejando ensu memoria la impresión de una nubecilla surcada por rayos de sol.
También debía estarse bien allí. Mejor que en los calabozos que antescontemplaba con envidia. El silencio para siempre, la amargasatisfacción del no ser, la grandiosa monotonía de la eternidad libre detoda alteración. ¿Por qué no iba él dentro de aquella caja? ¿Por qué nohabía caído cuatro años antes, cuando sufrió una pulmonía que puso enconmoción a toda su familia?
Al menos habría muerto creyendo en sumadre, y al partir le hubiera consolado un gesto, una lágrima de aquellamujer. Pero ahora estaba solo. Moriría aislado; lo único que lefortalecía era la certeza de la muerte como solución para sus males.
El rostro de una joven asomada a la ventanilla de uno de los carruajesdel cortejo fúnebre pareció cambiar el curso de sus ideas. No; era unalocura buscar la muerte. Si no hubiese conocido a Tónica, podría aceptartan desesperada resolución; pero siendo amado por ella, era una locura.Aún había remedio. Una parte de su capital la había entregado a donRamón Morte, no para jugadas de Bolsa, sino para la adquisición devalores públicos. Vendería, aunque fuese con pérdida, esta parte segurade su capital; pagaría las deudas importantes que había contraído porsalvar a su madre, y con lo que le quedase se establecería modestamente,sería el dueño de Las Tres Rosas o de una tienda más pequeña,casándose en seguida con Tónica. Ésta era la verdadera solución. Nada debuscar millones; la lección había sido dura. Comerciante rutinario ycachazudo, buen marido y padre virtuoso; ésta era la felicidad, lo queél ambicionaba para el porvenir.
Y cuando con más entusiasmo forjábase la ilusión de la tranquilidadpatriarcal, un silbido estridente rasgó los aires, como si Mefistófeles,desde las nubes, contestase con su carcajada chillona a los hermososplanes de virtud doméstica. Juanito, sin dejar de andar, despertó delextraño sonambulismo que le hacía correr en torno de la ciudad, agitadoa cada instante por los más diversos pensamientos. Frente a élperfilábase sobre el cielo de pálido azul la plaza de Toros, con sucontorno de circo romano. Entre ella y el joven estaba el paso a nivelde la vía férrea, donde comenzaba a palpitar, lanzando mugidos, unabestia de hierro.
Juanito viose detenido por la cadena que acababa de tender el guardavía.Este obstáculo pareció irritarle. Sintió otra vez dentro de sí aquelcompañero misterioso que le había guiado en el salón de su casa al hacerlos terribles descubrimientos. Algo le decía ahora con acento imperioso.Le empujaba, y él obedecía automáticamente. Olvidaba las ilusiones defutura felicidad que se había forjado momentos antes, y el ataúdcoquetón, aquel féretro de raso blanco y bordados de oro, parecíabrillar ante él, como un astro que le iluminase con su camino.
Abríasesu tapa, mostrando el interior mullido y acolchado como el de una cajade dulces. Unos cuantos pasos más, y se quedaba dentro para siempre....
De pronto, Juanito se sintió cogido por los brazos, zarandeado yempujado hacia atrás con tal fuerza, que estuvo próximo a caer.
—Pero ¿adonde va usted? ¿Está usted loco...?
El que le hablaba era el guardavía, un mocetón de blusa azul coniniciales rojas.
Entonces se dio cuenta de que estaba a pocos pasos de un tren que,conmoviendo el suelo, dando mugidos, por la chimenea y rugiendo por lasválvulas de escape, salía de la estación, abofeteando a los más próximoscon el viento de su rápido paso.
Juanito lo comprendió todo. Había pasado por debajo de la cadena, y elempleado acababa de detenerle casi en la misma cabeza del tren queavanzaba.
El guardavía mirábale con ojos interrogantes, en los que era visible lasospecha de un intento de suicidio. Los curiosos agolpados a ambos ladosde la vía daban a entender lo mismo con sus palabras.
Juanito, avergonzado, siguió a buen paso el mismo camino de antes, comosi después de lo ocurrido le fuera imposible continuar adelante dando lavuelta completa a la ciudad.
Pasó por el lugar donde había encontrado el fúnebre cortejo, y no pensóya en aquel ataúd blanco que le obsesionaba con la más amarga de lasseducciones. Tampoco levantó la desalentada cabeza para contemplar lastorres de Cuarte, cuyos rojizos muros adquirían en su parte alta untinte de incendio reflejando la puesta del sol.
La frescura que sintió siguiendo el pretil del río pareció reanimarle.Comenzaba el crepúsculo.
En el cauce del río, las charcas y riachuelos,reflejando en su fondo el rojo horizonte, brillaban como si fuesen deencendida lava. En la ciudad, los vidrios de los altos balcones y de lasesbeltas torrecillas destacábanse sobre la masa obscura de los edificioscomo placas de fuego. La calma del crepúsculo, compuesta de murmullosimperceptibles, de lánguidos suspiros que exhala la Naturaleza próxima aadormecerse, invadía el ambiente. Desde el pretil veíanse rebaños deobscuras ovejas, que al compás perezoso de las esquilas iban en buscadel corral, mientras que por la parte de arriba, por la carreterapolvorienta, marchaban también en retirada los rebaños del trabajo,gentes de espalda encorvada y blusa vieja, con la cara sudorosa y elsaco de herramientas a la espalda.
La melancolía del crepúsculo se apoderaba de Juanito. Cuando entró otravez en las Alamedas de Serranos, sus piernas flaqueaban, y sintió lanecesidad de dejarse caer en uno de los bancos.
En aquel paseo silencioso, casi desierto, que lentamente se obscurecía,podía forjarse la ilusión de que estaba en un jardín de su propiedad,donde nadie vendría a turbar la pereza dolorosa, el anonadamiento tristeen que iba sumiéndose.
En las charcas del río, las ranas comenzaban a templar sus instrumentosde dos notas para la interminable sinfonía de la noche; en la inmediatacarretera sonaba el chirrido de los carros.
La humedad del sombrío arbolado empapaba las ropas de Juanito,adormeciéndole. Hubo momentos en que su imaginación, lanzada en elcamino de la insensatez, hízole pensar que, como en los cuentosfantásticos, un colosal murciélago le abanicaba con sus alas, parachuparle la sangre después de dormido.
De pronto, vio plantadas ante él, mascullando palabras ininteligibles yextendiendo vergonzosamente las manos, dos niñas entecas, dos cabezascon el pelo revuelto y erizado como espantables Medusas, mostrando laspiernas enflaquecidas y desnudas por debajo de los guiñapos que lasservían de faldas. Una profunda conmiseración invadió el ánimo deJuanito. Aquéllas eran aún más desgraciadas que él. Tal vez no habíanconocido a sus madres, y esto era mil veces peor que tener una aunquefuese como la suya. Olvidó repentinamente todas las precauciones de sucarácter económico, y dejó el puñado de pesetas que llevaba en elchaleco en aquellas manecitas, que, asombradas y faltas de costumbre, nosabían cómo oprimir la lluvia de plata. Las pesetas caían al suelo, yJuanito no se arrepentía de su generosidad.
Indudablemente, allá arriba había alguien viéndolo todo: lo mismo lo quepasaba por las tardes en una alcoba, que lo que ocurría por la noche enun paseo solitario entre dos mendigas pequeñas y un hombre más niño queellas.
La desgracia le perseguía. ¿Quién sabe lo que le estaba reservado? Talvez algún día, con más vergüenza que aquellas infelices, tendría quetender la mano a las gentes, sintiendo calor en el rostro y en elestómago el cruel arañazo del hambre. Y como para sellar su pacto con ladesgracia futura, cogió entre sus manos las desmelenadas cabecitas,besándolas en las sucias mejillas, en los labios cubiertos de costras.
Esto asombró a las mendigas más aún que la generosidad de momentosantes. Sus ojos cándidos y virginales deshonráronse con una viva chispade malicia; tras la inocencia infantil asomó la precocidad de la vidaaventurera, las lecciones infames aprendidas sobre el barro de lascalles; y las dos, apretando convulsivamente sus puñados de pesetas,huyeron como si las amenazase un terrible peligro.
Después pasó una mujer pequeña y enflaquecida, una pobre obrera de lasque habitan en la otra orilla del río. Cansada del trabajo, sostenía enun brazo la pesada cesta y un chicuelo mofletudo que se agitaba connerviosa alegría, mientras tiraba con la otra mano de un galopín decinco años que se obstinaba en no andar por habérsele desatado elzapato.
La mujercita saludó con una dulce sonrisa a Juan, y dejando sobre sumismo banco el pequeño y la cesta, encorvóse penosamente para atar elzapato de su hijo mayor. Después de acariciarle su enorme cabeza, volvióa recuperar lo que había dejado sobre el banco y prosiguió su marcha,siempre abrumada por la fatiga, poseída por triste desaliento, perosatisfecha y sonriente al mirar a sus dos pequeñuelos, cruz abrumadoraque arrastraba en el calvario de la miseria.
Juanito creyó despertar ante aquella aparición. Era una verdadera madrela mujercita de la dulce sonrisa. En aquel grupo de conmovedora miseriahabía algo que él no había conocido jamás, y los dos pobres chicuelos,martirizados por el hambre, destinados a vivir como parias de lasociedad, gozaban lo que él, criado entre lujo y ostentación, no habíatenido nunca.
Sentía deseos de pedir a Dios que hiciese un milagro, que le convirtieseen uno de aquellos niños, destinados a ser bestias de carga para elbienestar de sus semejantes, pero que al menos tenían una madre que losamaba sin distinguirlos y no se vendía a pesar de su miseria. Sintió depronto en sus manos la caída de algo caliente que resbalaba sobre suepidermis. Lloraba. Al alejarse el tierno grupo, las lágrimas habíanasomado a sus ojos, y no hacía ningún esfuerzo por contenerlas,sintiendo al llorar una sensación voluptuosa, como si sus pulmones, conextraordinaria dilatación, hubiesen expelido aquel nudo que le oprimíala garganta.
Así pasó mucho tiempo: con el sombrero caído a sus pies y la cabezaapoyada en una mano, dejando que las lágrimas resbalasen a lo largo desu antebrazo.
Los últimos transeúntes que pasaron fueron unas buenas mozas con lacesta al brazo, moviendo al andar bizarramente sus fuertes caderas.Debían ser cigarreras que volvían de la fábrica. Miraron entrecompasivas y burlonas al señorito que lloraba, y se alejaron haciendocomentarios a toda voz. ¡Un hombre llorando! Indudablemente le habíaengañado la novia o había muerto su madre. A Juanito no le hicieron dañolos burlones comentarios de aquellas muchachas. Habían acertado. Sumadre había muerto aquella tarde, y por esto lloraba.
Tras el desahogo del llanto, quedó fatigado, con los miembrosentumecidos, como si acabase de hacer una larga marcha.
No supo si había dormido o si el tiempo pasó con extraordinaria rapidez;lo cierto fue que al apartar las ardientes manos mojadas en lágrimas yerguir su cabeza, vio que era de noche. Por entre el ramaje de losárboles veíase el cielo azul obscuro de las noches de verano, moteadopor el luminoso polvo sideral.
Como un sordo rugido semejante al hervor de lejana caldera, llegaban losrumores de la ciudad al paseo obscuro y silencioso.
Cantaban las ranas con una monotonía desesperante; reflejábanse lastemblorosas estrellas en el fondo de las charcas; en el inmediatoestanque conmovíanse con estremecimientos voluptuosos las plantasverdosas que extendían sus palmitos a flor de agua, y a lo lejos, comoun eco, sonaban los ladridos de los perros del arrabal.
Aquel silencio matizado por los ruidos propios de la noche hacíaimaginarse a Juanito que se hallaba en un tranquilo pueblo, lejos de unavida en la que sólo había encontrado hondos pesares.
Su mirada vagabaerrante por entre los puntos de luz, que le parecían impenetrablesjeroglíficos trazados en el cielo. ¿Cómo serían aquellos mundos? Ypensando en esto, recordaba confusamente la poca geografía aprendida enla escuela, las innumerables consejas que había oído relatar sobre lainfluencia de los astros sobre los hombres.
Creía en lo maravilloso, en la influencia astrológica, sintiendo que lacalma augusta de la inmensidad se filtraba en su ánimo.
Como si le atrajesen aquellos mundos desconocidos, creía elevarse en elespacio, dejando muy lejos, bajo sus pies, la tierra, llena de miserias.Su corazón parecía ensancharse, crecer, convertirse en un músculogigantesco que ocupaba todo su pecho y lo hacía estallar como un sacoangosto. Ya no odiaba a nadie.
Todos los seres de la tierra le parecían pequeños; y sintiendo la tiernaconmiseración de las almas grandes, sonreía dulce pero compasivamente alpensar en su madre, en sus hermanas y hasta en la misma Tónica.
Nada le impresionaba ya; todo le era indiferente: amistad, familia yamor. Él no era de este mundo; su verdadera patria estaba arriba. Ymiraba a los astros con ojos interrogantes, como inquilino que escoge lamejor habitación para trasladarse a ella.
Pero las impurezas de la realidad le despertaron otra vez de susonambulismo. Pasaban misteriosas parejas por detrás de los macizos deárboles, unidas por dulce intimidad, con paso recatado, cuchicheandolevemente y buscando un lugar a propósito para aislarse de otros aquienes la cita nocturna llevaba también allí.
Esto sublevó a Juanito. Tenía por suyo el paseo, la calma de la noche,el puro silencio que le envolvía; la impúdica invasión de libertinoscallejeros y mercenarias ambulantes causábale el efecto de un atentadocontra su propiedad. Un sentimiento de asco le hizo ponerse en pie; yrecogiendo su sombrero, salió de la obscura alameda.
Las campanas de los relojes atrajeron su atención, haciendo que miraseel suyo a la luz de un farol.
Eran las diez y media. Le sorprendió la rapidez con que habíatranscurrido el tiempo y continuó su camino, dispuesto a vagar sin rumbofijo; pero los grupos de gente que siguiendo el pretil marchaban en lamisma dirección le arrastraron, haciendo que insensiblemente seencaminara a la feria de la Alameda.
Al llegar al puente del Real pasó por entre los tranvías y carruajes,que, parados en la obscuridad, parecían mirar al gentío con losencarnados y redondos ojos de sus faroles.
El magnífico panorama reanimó a Juanito. Al otro lado del río, millaresde luces de colores, en serpenteantes líneas o marcando el contorno delos pabellones arquitectónicos, desvanecían la obscuridad, produciendoun rojizo vaho que se extendía por el cielo coma el reflejo de lejanoincendio. Las charcas del río se poblaban de inquietos peces de fuego.
Atravesó el puente sufriendo los codazos de la multitud. Aquella nocheera la última de feria.
Destacábanse los grupos de soldados, con losroses enfundados de blanco; los huertanos iban en cuadrilla, cogidos delas manos por temor de extraviarse; y pasaban las labradoras con sutraje de fiesta, arrastrando tras sí un racimo de chiquillos llorones ycansados, precedidas por los maridos en mangas de camisa, chaleco negroy el garrote de Liria en la mano, mirando a todos con fijeza, como sitemiesen que los «señoritos» se burlasen de la familia.
Los farolillos venecianos formaban gigantescos pabellones de unaclaridad difusa. En la entrada de la Alameda apelotonábase el gentío, ypor entre la masa de espaldas arqueadas y codos en punta pasaban lasfloristas con su cesto de mimbres erizado de ramilletes y las chicuelasdesgreñadas, con el cántaro en la cadera y el turbio vaso en la mano,pregonando: «¡ Al aigua fresqueta!»
Juanito viose detenido por la masa apiñada ante el tablado de los bailespopulares. Sonaba el agudo cornetín repitiendo monótonamente lacontradanza moruna o acompañando las voces de los cantadores, y a sucompás saltaban sobre el tablado las parejas de bailarines, que de lejosparecían polichinelas.
En aquel lugar bifurcábase la corriente del gentío. La gente alegre yruidosa, los labradores, la chavalería de gorrilla y tufos o de faldaalmidonada y pañuelo de seda, seguía por el pretil del río mirando lalarga fila de casetas, en las que se aburrían los feriantes esperando alcomprador que nunca llegaba.
Por el lado opuesto, por la avenida central, donde estaban establecidoslos pabellones de baile, marchaba la gente «distinguida», conparsimonia, como en una procesión, mirando con el rabillo del ojo a losque estaban en las compactas filas de sillas, o deteniéndose un instantepara contemplar las parejas que danzaban en los pabellones.
Juanito, confundido entre este público e insensible a las cosas de estemundo, lo encontraba todo feo y ridículo con su pesimismo feroz.
Aquellos pabellones, que vistos con un poco de buena voluntad a la luzartificial recordaban los palacios deslumbrantes de las leyendas,parecíanle ridículas barracas. Y luego, ¡qué asco le producían losimbéciles que en aquellos salones al aire libre bailaban como monigotes,sin advertir que el gentío se divertía con sus saltos!
En uno de aquellos pabellones estaría su hermano Rafael. Y el muyimbécil tal vez se divertiría, tal vez estarían con él las hermanitas, ytodos juntos mirarían con desprecio a la gente que se pasea por bajo,sin pensar que de allí podría salir un acusador anónimo que les gritara:«¡Todo ese lujo, esa altivez que ostentáis, son debidos a la trampa, ala desvergüenza, a que vuestra madre es una...!»
No; decididamente, él no podía seguir paseando por aquella parte de laferia. Volvían a reaparecer las tristes ideas de la tarde; pensaba otravez en su madre. Además, de seguir por cerca de los pabellones, estabaexpuesto a encontrarse con su familia, con el señor Cuadros, concualquiera otro que le hiciera acordarse de lo que él tenía empeño enolvidar.
Huyó de aquellos sitios, dirigiéndose al final de la feria, dondeestaban los restaurants al aire libre, las buñolerías apestando elambiente con el aceite frito de sus fogones, y las rifas, cuyos dueñosatraían con furiosos gritos a la gente, prometiendo una fortuna. Másallá estaban los vendedores de sandías, voceando tras sus montones deverdes bombas; las mesas de comida barata, donde cenaban chorizos crudosy morcillas secas los soldados y los labradores; y al final, losbarracones de espectáculos: El teatro mágico, La mujer gorda, Losperros sabios, con órganos a la puerta que hacían sonar una músicaextravagante, propia de una fiesta de caníbales. Juanito, con losnervios excitados, acabó por huir, refugiándose en los jardinillos a lainglesa que la gente llama «el Plantío».
Volvió a encontrarse como en las Alamedas de Serranos, en una soledadrelativa, mirando desde su banco la agitación de la feria y contemplandoel cielo a través de las copas de los árboles, cuyas hojas, bañadas porel reflejo de la luz artificial, cambiaban su tono verde por un plateadomate.
Allí, por un extraño capricho de su imaginación, pensó en los negocios.Recordaba las noticias que le habían dado aquella tarde en la Bolsa. Laruina era indudable. ¡Bien les había dejado el célebre banquero con supretendida infalibilidad!
Su principal, el señor Cuadros, podía tenerse por hombre al agua. Encuanto a él, daba por perdida una gran parte de su fortuna, y únicamenteconfiaba en los valores del Estado que por encargo suyo había adquiridoel señor Morte. Eran unos tres mil duros, y con esta cantidad pensabaencontrar la salvación.
El optimismo tornaba a apoderarse de su ánimo, como una reacciónnecesaria tras tantas horas de insufrible dolor. Aún tenía salvación. Sealejaría de aquella familia que sólo era en apariencia suya, pero a lacual no le ligaba lazo alguno; se casaría con Tónica, buscaría unatienda modesta y emprendería otra vez la conquista azarosa y difícil deldinero, teniendo por maestro a don Eugenio y siguiendo losprocedimientos lentos y rutinarios del comercio a la antigua.
No sería millonario, no soñaría con palacios en el Ensanche y brillantestrenes de lujo; pero al llegar a la vejez se pasearía por una tiendaacreditada, con zapatillas bordadas, gorro de terciopelo y laprosopopeya de un honrado patriarca, viendo a los hijos talludos tras elmostrador, como activos dependientes, y a Tónica, hermosa a pesar de losaños, con el pelo blanco y los ojos de dulce mirada animándole elarrugado rostro.
Y el pobre muchacho conmovíase ante este cuadro de futura felicidad; yasí como antes el dolor le hacía llorar, ahora suspiraba con angustia acausa de la alegría.
Cruzó el espacio un silbido rápido, estridente, un ruido semejante aldesgarro de inmensa sábana, y en lo más alto del cielo, después de unadetonación de lejano cañonazo, esparcióse un haz de puntos luminosos dediversos colores, que descendieron lentamente, dejando tras sículebrillas de fuego.
Eran los cohetes voladores que anunciaban el disparo de los fuegosartificiales. Juanito, con la atención de un muchacho, seguía lasvertiginosas curvas de aquellas veloces rayas de fuego en el obscuroespacio. Cuando comenzaron a arder con gran estruendo los fuegosartificiales en un extremo de la feria, él no abandonó su asiento.Estaba molido; sus piernas entumecidas negábanse a