Belarmino y Apolonio by Ramón Pérez de Ayala - HTML preview

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—¿Qué ruido es ése?—murmuró Felicita poniéndose en pie, transida deterror—. Parece que moscardonea un enjambre de espíritus. Parece que seoyen voces del otro mundo.

Pero era el viento en las rendijas. Felicita volvió a acostarse en elsofá.

—¿Qué ruido es ése?—murmuró Felicita, cayendo de rodillas,desvariada—. Se oye murmurio de preces.

Se oye chisporrotear de cirios.Rezan la recomendación de un alma. Anselmo ha muerto. Anselmo ha muerto.

Pero era el ruido de la lluvia en los cristales.

Al entrar Telva, Felicita oraba, de rodillas.

—Don Anselmo sigue un poquito mejor.

Felicita palpaba a la sirvienta:

—¿Sueño? ¿Eres tú? ¿Soy yo de carne? ¿No somos fantasmas?

Telva respondía mentalmente: «¿Tú de carne? Puro hueso, y ya muy duro.

¿Pantasmas? No estás mala pantasmona….»

Felicita proseguía:

—¿Has hablado? ¿Me figuré oír una voz? ¿Qué me has dicho?

—Que don Anselmo sigue un poquito mejor.

—Trae aceite, todo el aceite que haya en la cocina….

—Al fin se decide usted a comer algo.

—Trae una gran fuente. Trae la caja de lamparillas. Trae las velas quehaya en casa.

Encima de la cómoda había una imagen de la Virgen de Covadonga. Felicitaencendió una gran iluminación delante de la imagen. De rodillas, rogaba:

—¡Señora, sálvalo! Tú fuiste virgen sin mancha, pero te casaste.

¡Sálvalo, Señora! ¡Señora, tú estuviste casada y tuviste un hijo.

¡Sálvamelo, Señora, para que nos casemos, aunque yo continúe virgen y no tenga ningún hijo!

Felicita sintió que el pecho se le llenaba de confianza. Volvió al sofá.Inclinó la cabeza, pensando: «La Señora me lo salvará, y nos casaremos.Es una bobada que continuemos así.» Pausa mental. «He ido demasiadolejos al decir ala Virgen que no me importa no tener hijos. Me gustaríamucho tener hijos. La verdad es que, lo que se dice prometer, no le heprometido a la Virgen no tener hijos. La Señora me habrá entendido.»

—Telva, vete a ver cómo sigue don Anselmo.

—Señorita, si acabo de venir de allí….

—Obedece. Vete a ver cómo sigue.

Telva partía ya, refunfuñando.

—Telva, no te vayas, no me dejes sola. Tengo miedo.

Después de una pausa:

—Vete, sí, Telva; vete. Sacaré fuerzas de flaqueza…. No te vayas.

Tengo miedo, tengo miedo….

—Bueno, ¿qué hago? Como no me parta en dos.

Felicita se echó a llorar.

—Yo qué sé, yo qué sé. Párteme en dos a mí; deja una parte muerta aquí,y lleva la parte viva contigo.

Llévame en brazos, escondida, como unacriatura….

—Señorita, está usté perdiendo la chaveta. Vaya, tranquilícese. Llore,que el llanto le hará bien.

Era ya de noche. Felicita, llorando, cada vez con desconsuelo más dulce,resignado e inconsciente, se adormeció como un niño. Estaba tumbada enel sofá. Telva no quiso disturbarle el sueño, y la dejó a solas,rezongando: «Cuando despierte, ya se meterá en la cama. ¡Jesús con elseñorío, y qué afición a los pantalones!…»

Felicita despertó de madrugada. Por el balcón se efundía una claridadlívida e inanimada, como aurora de ultratumba. Las velas sobre la cómodase habían consumido. Las pocas lamparillas que todavía alumbraban seextinguían con un estremecimiento incorpóreo, al modo de leve recuerdodorado.

Felicita sintió que una mano invisible le apretaba el corazón. No podíarespirar. Cantó un gallo. Una voz de timbre increíble resonó en lacabeza de Felicita: «Es la hora en que Lucifer cae al averno y las almasde los justos vuelan a Dios.»

Felicita lanzó grandes alaridos. Acudió Telva, a medio vestir.

—De prisa, de prisa, acompáñame.

La sirvienta dudó si sujetar por la fuerza a su ama; pero era tal elbrillo que fosforecía en los ojos de Felicita, que Telva obedeció.

Salieron a la calle. Llovía reciamente. Iban resguardadas bajo un enormeparaguas aldeano, de color violeta.

—Pero, ¿adonde vamos a estas horas? Es pronto aún para misa de alba.

Felicita no la oyó. Telva insistía. Felicita dijo, como hablando parasí:

—Anselmo está agonizando.

Llegaron a la fonda del Comercio. Estaba abierta y había un camarero deguardia.

—Don Anselmo se muere—dijo Felicita.

—Sí, señora, espicha sin remedio—respondió el camarero.

—Voy a su habitación. Enséñeme el camino—ordenó Felicita.

—Es el caso que no se consiente que entre nadie. No está el horno parabollos.

—Yo entro porque tengo títulos para entrar. No hay quien tenga másderecho que yo. Enséñeme el camino.

O no me lo enseñe. No necesito guía.Iré derecha a su lado.

—Aguarde, señora. Voy con usté, para avisar y anunciarla. ¿Quién digoque es usté?

—Felicita, nada más que Felicita.

Novillo se hallaba en las últimas. De una parte, a la cabecera de lacama, permanecían, en pie, Apolonio y Chapaprieta, el capellán de lacasa de Somavia, en la mano, y con un dedo entre los folios, el librodonde había leído la recomendación del alma. De la otra parte, una monjale enjugaba el sudor que resbalaba a hilos de la frente y de la calva.El peluquín se veía suspendido en un boliche de la cama. La dentadurapostiza estaba sumergida en un vaso de agua, sobre la mesilla de noche.Sin dentadura ni peluquín, la piel flácida, verdosa, negruzca, color decorambre, los ojos soterrados, barba y bigote blancos, Novillo noconservaba traza de su pretérita fisonomía. Lo único que le quedaba delañejo esplendor era el abultado abdomen, enarcándose bajo las sábanas.Aquel hermoso corazón, tan trabajado por el amor contenido, no queríaseguir rigiendo. Novillo se asfixiaba. Un practicante, junto a la monja,le daba a respirar de un balón de oxígeno; y en verdad, no se sabía siel balón estaba inflando a Novillo o si Novillo estaba inflando albalón. Novillo no había perdido la conciencia. De tiempo en tiempolevantaba los brazos y los dejaba caer pesadamente. Otras vecesentreabría con esfuerzo los carnosos párpados, y enviaba de sus ojos,profundos y tristes, miradas de agradecimiento a los que le rodeaban.

Cuando el camarero repicó a la puerta, la duquesa buscaba una medicinaentre los frascos del tocador. Había tomado en la mano un pomo quedecía: «La onda del Leteo. Tinte indeleble para el cabello», y pensaba:«Voy a probar yo este tinte. Probablemente se lo ha enviado el carcamalde mi marido.» Al oír el repique en la puerta, hizo un ademán a losotros para que no se movieran, y salió ella a abrir.

—¿Quién es?

—Felicita—respondió el camarero.

La voz con el nombre llegó a oídos de Novillo. Le acometió un temblorintenso. Con movimientos torpes e inútiles tendía las manos hacia elpeluquín y la dentadura postiza. La duquesa, que había cerrado de golpela puerta, observaba a Novillo.

—Que no me vea así…—tartamudeó Novillo, con soplo delgado y apenasperceptible.

Entonces, la duquesa salió, cogió por un brazo a Felicita, la arrastrólejos, hasta una habitación vacía, le hizo sentar de golpe, y dijo:

—Usted se está quieta aquí.

—Mi puesto es a su cabecera, para recoger su postrer suspiro. Que noscasen in articulo mortis

. Se muere.

—Por desgracia, así es. Y si usted le quiere, lo menos que puede haceres dejarle morirse en paz.

—No morirá en paz si no me tiene a su lado.

—Se engaña usted. Anselmo no quiere que usted le vea en este trance.

—¡Falso! ¡Calumnia! ¿Lo ha dicho él?

—Él lo ha dicho.

—Imposible, imposible…—gritó Felicita con frenesí—.

Articulomortis. Articulo mortis

.

—Señora, no levante usted escándalos, que están durmiendo loshuéspedes; ni me haga perder más tiempo.

Ya le explicaré más tarde.

Y salió la duquesa, dejando encerrada a Felicita.

Novillo murió una hora después. Antes de morirse, llamó por señas a laduquesa, y ya con lengua moribunda, dijo:

—Felicita… perdón… no casarme… amado, amo… muero… amo… ella.

Cerraron los párpados a Novillo, le sujetaron la mandíbula con unpañuelo, le entretejieron los dedos de las manos, y todos de rodillas,condolidos, tocados de lástima y simpatía, rezaron brevemente. Laduquesa, con acento profundo y unción de responso, pronunció lentaspalabras, como si meditase en alta voz:

—El duque no volverá a encontrar un servidor político tan humilde y, alpropio tiempo, tan osado. Parece mentira que este hombre temible en laselecciones, que a todos sacaba ventaja en maquinar un chanchullo ysacarlo adelante por redaños, fuese, en el fondo, la criatura mássimple, candorosa, sentimental y asustadiza. ¡Cosas de la vida…—y,después de una pausa, añadió—y de la muerte! ¡Descansa en paz, Novillobueno; Novillo fiel; Novillo amante!

La duquesa fué a comunicar la triste nueva a Felicita. En ausencia de laduquesa, una idea singularmente brillante y afilada se había hechopresente, con viva luz y penetrante dolor, en el alma de Felicita.«Anselmo ha atrapado la pulmonía, o mejor dicho, la pulmonía ha atrapadoa Anselmo…», y aquí la imaginación de Felicita se figurabamaterialmente la pulmonía como un vampiro o ave nocturna que volaba enla tiniebla, entre lluvia y viento. Proseguía pensando: «La pulmonía haatrapado a Anselmo cuando iba a Inhiesta en persecución de don Pedritoy Angustias. Si éstos no se escapan, la pulmonía no sorprende a Anselmo.Yo les preparé la escapatoria. Luego yo soy la culpable de la muerte deAnselmo. Yo soy la asesina; yo le he matado a traición. Yo misma…. Debopresentarme al juez. Yo le he matado; sí, le he matado….»

Acercóse la duquesa y, antes de que abriese la boca, Felicita se leadelantó:

—Ya sé lo que me va a decir, señora duquesa. Lo sé y no quiero oír defuera la acusación. Estoy convicta y confesa. Llévenme a la cárcel,denme vil garrote. Yo le he matado….

—No delire, pobre mujer. Revístase de fortaleza para escucharme. Letraigo un manjar amarguísimo; pero con un granito de dulzura y deconsuelo.

—No hay consuelo para mí. Yo le he matado y él me acusó del crimen; poreso no quiso recibirme antes de morir.

—Si Anselmo no quiso recibirla, fué por amor a usted, porque deseabaque usted guardase de él un recuerdo grato y atractivo, y no la imagendeplorable y triste a que la enfermedad le había reducido. Esta fué larazón.

Antes de morir me confió para usted un mensaje: que le perdonasepor no haberse casado, que la había querido siempre y que moría en elamor a usted. Estas fueron sus últimas palabras.

Unos instantes de estupor. Felicita quedó como congelada, yerta. Perdióvoluntad y continencia. La carne, tan flaca y reseca, se le agrietó, y,por las hendeduras, se derramó en clamorosos raudales lo más secreto delalma, lo que rara vez se escapa del misterio de la conciencia: eltuétano del espíritu, que tiene miedo a la luz y a las palabras.

—Me apetecía, y yo le apetecía…—gritó Felicita, desbaratando elpeinado y dando suelta al cabello, caudaloso y negro, lo único joven yhermoso que poseía—. ¿Por qué no habló? ¿Qué hablar? Un gesto, un sologesto, un movimiento de ojos, el ademán de un dedo, la seña más leve, yyo me hubiera arrojado en sus brazos, me hubiera entregado a él, mehubiera abrasado y anonadado de amor, me hubiera deshecho en besosapasionados….

—Felicita, repare usted que, en las habitaciones vecinas, hay huéspedesy le están oyendo a usted.

—Lo proclamo a la faz del mundo. Que me oigan los cielos y la tierra;Dios y Satanás. Enviaré un comunicado a los periódicos. Todo, todo,todo; la vida, la fortuna escasa que tengo de mis padres, el bienestar,la honra, todo lo hubiera dado por un segundo, nada más que un segundo,de amor. ¿Para qué quiero la vida? ¿Para qué la fortuna? ¿Qué bienestares el mío? ¿De qué me sirvieron la honra y la doncellez?

La duquesa meditó: «Felicita piensa de modo distinto que el obispoacerca de la doncellez. Me gustaría que el pobre Facundo la oyese.»

—Repórtese, Felicita—amonestó la duquesa—. Tiene usted razón; peronada se enmienda con lamentaciones tardías.

Felicita cayó en una especie de alelamiento, que duró poco.

—Quiero ver a Anselmo—dijo, poniéndose en pie.

—No apruebo el capricho—comentó la duquesa—. Recibirá usted unaimpresión demasiado desagradable.

Obstinóse Felicita, y la duquesa cedió. De camino, Felicita ibadiciendo:

—El suelo huye bajo mis plantas. Las paredes ondulan. El mundo sedescuartiza y los trozos van rodando por el aire.

Estos raros fenómenos o alucinaciones en que Felicita se veía envuelta,a causa, tal vez, de la debilidad, se exageraron cuando entró, en elcuarto mortuorio. Parecióle que la descomposición y descuartizamiento deque era víctima el mundo se verificaban con mayor saña y absurdidad,como obedeciendo a un designio diabólico, en el cadáver de AnselmoNovillo. El cabello se le había despegado del cuero y se balanceabasobre un boliche de la cama. Los dientes, parejos y pulquérrimos,habían saltado, con encías y todo, desde la boca hasta un vaso de agua.El vientre, enorme y pavoroso, ascendía, a punto ya de romper lasamarras que le unían al resto del cuerpo.

Felicita dejó escapar un ¡ay! desgarrado, y se cubrió los ojos. Como elduque de Gandía ante el cadáver de la emperatriz, Felicita decidió allímismo no volver a enamorarse de imágenes mudables, perecederas, yconsagrar a Dios su doncellez.

El alma humana es grande porque, como todo lo grande, se compone depequeñeces sin número. Por eso, en las crisis de dolor, en que el almagira necesariamente sobre sí misma, sucede acaso que el eje de rotaciónes una pequeñez ridícula. Felicita, a los pocos días de su doncellilviudez, fué a visitar al Padre Alesón, a fin de instruirse en loatañedero a la regla monástica de las diversas órdenes religiosasfemeninas, y también de una ridícula pequeñez, que era para ella extremode suma importancia: los hábitos que visten cada cual. Felicita sabíaque algunos hábitos eran preciosos, y aun elegantísimos, si es lícitaesta expresión profana. De estos dos puntos, la regla y el hábito,dependía la elección de Felicita.

Al entrar en casa de los Neira, extrañó no ver a Belarmino en sucuchitril.

¿Dónde estaba Belarmino?

El Padre Alesón había dicho a Belarmino que Angustias viviría, hasta eldía de la boda, en el convento de las Carmelitas, en las afueras dePilares. Belarmino solicitó permiso para ir por las tardes a pasear entorno al convento.

—Siempre que usted me prometa no intentar ver a su hija, yo le concedopermiso.

Belarmino prometió y cumplió. Los primeros días llovía irremisiblemente.Belarmino llegaba chapoteando en las charcas, cubierto de lodo, seguarecía en el porche del convento, y allí, encuclillado, como filósofo,dejaba pasar las horas. Oíase el trémolo de un harmonium. El sonidodescendía, y luego llegaba a lo largo del silencioso pavimento hasta él,a menudos y leves saltos, como los pájaros cuando caminan por la tierra.Oía los cantos monjiles. Belarmino se aplacía en el canto religioso: neimpedias musicam

, dice la Escritura. «Quizás Angustias canta también;le habrán enseñado»—pensaba Belarmino. Y

hacía esfuerzos por desenredarla voz azul de Angustias de entre la madeja polícroma del coro. No, nocantaba Angustias. Si cantase, el rayo único de su voz hubiera penetradoen el alma penumbrosa de Belarmino, como penetra un solo haz de losrayos del sol a través de la ojiva en una iglesia.

Luego, serenóse el tiempo. Era la sazón otoñal, de color de miel yniebla aterciopelada y argentina, a manera de vello, con que la tierraestaba como un melocotón maduro. Por encima de las tapias del huertoconventual asomaban los negros y rígidos cipreses, que eran como elprólogo del arrobo místico, el dechado de la voluntad eréctil yaspiración al trance; y los sauces anémicos y adolecientes—en la regiónlos llaman desmayos—, que eran la fatiga y rendimiento, epílogo dulcedel místico espasmo; y los pomares sinuosos y musculosos, las ramas, deagarrotados dedos, mostrando rojas y pequeñas manzanas, que no sugeríanla imagen del pecado, sino a lo más de un pecadillo. Para los ojos, todoera paz en el huerto conventual; para el oído, la querellosa algarabíade los gorriones vespertinos.

Belarmino se sentaba al pie de las tapias y contemplaba las praderas, develludo amarillento, que vahaban un aliento tenue y opalino. También éltenía un alma rasa y suave de pradera, esfumada en neblina. Entre laneblina interior pensaba y sentía, sin usar ya de palabras ni signosrepresentativos. Sentía que su hija no había estado antes en elconvento, que le habían querido engañar, por caridad. Es decir, no lehabían engañado; se había engañado él mismo, y se habían engañado losdemás. Pero, ahora, su hija estaba ya en el convento. ¿Cómo así? Fuerade él—pensaba—no existía nada. El mundo era una ilusión de lossentidos, un espejismo de la imaginación. El mundo de fuera era creaciónaparente y engañosa del mundo de dentro.

Belarmino, entonces, resolvióponer en orden de paz y hermosura su mundo interior, y, por lo tanto, elmundo exterior, que no es sino eco o imagen sensible del otro.Ahuyentaría o ignoraría los espectros recónditos, que, de vez en cuando,se entrometen a perturbar el buen concierto de las potencias del alma yanublar la cálida luz del corazón; esos espectros que, aunqueofuscaciones de la imaginación, se proyectan sobre el mundo exterior enforma de figuras odiosas y agresivas, como si de veras existiesen encarne y hueso, y son sólo alucinaciones. Belarmino resolvió que Xuantipaya no existía; que no existía Bellido, el usurero; que no existíanApolonio, ni su hijo, el seductor de Angustias; que no había existido elrapto—

¡cuánto trabajo le costó suprimir de su alma esta pretendidaalucinación o realidad ilusoria…!—. Angustias, ésa sí que existía;como que la había concebido y creado él; era la hija de su alma y de susentrañas: ¿no había de existir? Existía y estaba, por libérrima yunánime voluntad, suya y de su padre, recoleta en las Carmelitas, adondela habían conducido el desprecio del mundo exterior y aparente, en elcual ella tampoco creía, y el ansia de una absoluta y perfectaserenidad. Por algo Angustias era hija de Belarmino.

Y Belarmino acudía todas las tardes a pasear alrededor del convento delas Carmelitas, a comunicarse, por vías misteriosas e inefables, con suhija imaginaria, enteramente engendrada por él, en su alma paternal,tierna y creadora.

Entonces fué cuando Belarmino abandonó la profesión filosófica, y ya noremendó más zapatos. Antes, cuando se veía a Belarmino, había quepensar: San Francisco, el de Asís, debía de ser una persona semejante,en el rostro. Ahora, Belarmino era cabalmente el remedo animado del SanFrancisco, de Luca de la Robbia; puras y pueriles facciones, ojosvitrificados, anchas las sienes. También Platón tenía las sienes anchas.Los frailes y los señores de Neira dejaban a Belarmino en libertad, queviviese a su gusto, como inocente criatura de Dios que no podía hacerdaño a nadie. Una de sus últimas enseñanzas consistió en un a manera deapólogo, muy breve, que confió a Escobar, el Aligator, y que éste tuvola suerte de poder traducir en lengua vulgar. Dice así: «Una vez era unhombre que, por pensar y sentir tanto, hablaba escaso y premioso. Nohablaba, porque comprendía tantas cosas en cada cosa singular, que noacertaba a expresarse.

Los otros le llamaban tonto. Este hombre, cuandosupo expresar todas las cosas que comprendía en una sola cosa, hablabamás que nadie. Los otros le llamaban charlatán. Pero este hombre,cuando, en lugar de ver tantas cosas en una sola cosa, en todas lascosas distintas no vió ya sino una y la misma cosa, porque habíapenetrado en el sentido y en la verdad de todo; al llegar a esto, estehombre ya no volvió a hablar ni una palabra. Y los demás le llamabanloco.»

CAPÍTULO VII.

PEDRITO Y ANGUSTIAS.

Después del largo sermón de las siete palabras, la noche del ViernesSanto, don Guillén tenía la voz tomada, hendida, un poco estridente.Había sido actor, durante dos horas, y ante un auditorio de reyes,infantes y demás tropa palatina, en el drama de los dramas: la pasión ymuerte del Hombre-Dios.

Su rostro no se había despojado aún de lapersona o máscara trágica. No quiero dar a entender que don Guillénfuese un histrión, y que, después del gran esfuerzo hipócrita sobre elproscenio, al volver entre bastidores, fingiese hallarse dominadotodavía por el espanto y rigidez patéticos, y no poder recobrar laelasticidad y movilidad de los músculos de la expresión. Polus, actorgriego, cuéntase que, representando

Electra

, de Sófocles, sacó aescena la urna con las cenizas de su propio hijo, porque el sentimientode su dolor fuese sincero y comunicativo. De seguro don Guillén, alrepresentar aquella tarde el drama del Calvario, había conducido en laurna recóndita del corazón las cenizas de su propia vida; cenizasardientes aún. Horas después, todavía los ojos, las mejillas, la boca,la posición de cabeza, torso y brazos, eran como signos gráficos defácil interpretación, en donde se podía leer un traslado de las divinaspalabras:

Tristis est anima mea usque ad mortem

; triste está mi almahasta la muerte.

Yo pensé que si don Guillén perseveraba en aquel modo de espíritu, noproseguiría narrándome la interioridad de su vida. Recordé lo que él mehabía dicho la noche anterior: que su padre, Apolonio, creía, deconformidad con la sapiencia búdica, que cada hombre lleva su destinoescrito en la frente, con caracteres invisibles. Acaso, pensaba yo, loscaracteres que don Guillén lleva escritos en la frente no son por enteroinvisibles, y la diversidad de sus nombres bautismales indicacorrespondiente diversidad de personalidades. Y así, esperé que, pasadoun lapso de tiempo prudencial, la personalidad del hombre sereno yexpansivo se sobrepusiese a la del hombre apasionado, triste ytaciturno, y que don Guillén reanudase su cuento. Le hablé, porfavorecer el tránsito, de cosas indiferentes a su preocupación actual,pero no tan indiferentes que resultasen frívolas o necias. Advertí quela cerrazón de la máscara trágica se abonanzaba.

Se insinuó una sonrisa.Era el advenimiento del hombre efusivo.

—Anoche—dijo al fin don Gillén—comencé a contarle innumerablesfutesas, sin interés o de muy escaso interés. Pero este asomo de interésse desvanecerá si dejamos truncada la historia. Anoche me despedí deusted desde las puertas del Seminario conciliar de la diócesis dePilares. Ahora, le invito a entrar conmigo. Doce añitos de estancia;pero, no se asuste usted. Comprimiremos estos años hasta dejarlosreducidos al volumen de un cuarto de hora. La consideración del tiempopor venir mete miedo; y, sin embargo, el tiempo no ocupa lugar; pero nonos damos cuenta de que no existe hasta que ha pasado. Nos afanamos porapoderarnos de prisa, de prisa, trozo a trozo, del gran bloque deltiempo venidero, y estamos en la situación de un avaro que no hiciesesino guardar onzas de oro en un arca, y que cada onza se le desvaneciesesin llegar al fondo. Fíjese usted en la impropiedad del lenguaje, en loque respecta al tiempo y a la edad de los hombres. Se dice: «Este niñotiene muy pocos años», o «este viejo tiene muchos años». ¡Qué disparate!El niño es el que tiene muchos años y el viejo el que tiene pocos años,poquísimos, quizás meses, quizás días, quizás horas, porque el tiempopasado ya no existe.

Aquellas consideraciones, aunque sutiles y originales, no me parecíanpertinentes. Lo que yo quería conocer no eran las ideas de don Guillén,sino su vida y sentimientos. Le atajé, con cauta ironía:

—Tiene usted razón. No presumía que en los seminarios enseñaban adiscurrir de esa manera sintética y plástica, por paradojas.

[Nota: DISQUISICIÓN DE DON GUILLÉN ACERCA DE LA POESÍA DEL BREVIARIO]

—¡Qué han de enseñar…!—exclamó don Guillén, riéndose alegremente—.Comprendo, comprendo….

Quiere usted darme a entender que le he metidoen el Seminario para un cuarto de hora solamente y que no desea usteddilatarse en este lugar ni un minuto más de lo imprescindible. Pues yase ha cerrado la puerta a nuestra espalda. En las narices, en los ojos,en los oídos, en la lengua, en el tacto, en el alma, recibe usted unaimpresión de verdín, lo que en Pilares llaman verdín; ese moho fofo yviscoso que nace, junto con las lombrices de tierra, en los rinconeshúmedos, sombríos y silenciosos. Estaremos en uno de esos rincones uncuarto de hora justo; viviremos luego cien años, y no se despegará denuestros sentidos aquella sensación de verdín, de cardenillo vegetal, defrío en los tuétanos y de contigüidad con exangües lombrices, dúctiles yondulantes cirios de cera amarilla. Estos cirios eran, claro está, miscompañeros. Los más provenían de extracción humildísima, de las breñas yentrañas del terruño labriego; pertenecían a familias de aldeanospobres, con el peculio preciso para pagar a uno de los varones lamodicísima pensión del Seminario, por entonces poco más de una pesetadiaria; eran de una raza intermedia entre la pura animalidad y unrudimento de especie humana. ¡Qué facies y qué cogote, señor…! Habíacolodrillos perfectamente planos y obtusos, en cuya intimidad no eraposible que cupiese un cerebelo. Otros colodrillos eran exageradamenteapepinados y piramidales. Yo me preguntaba: ¿Dónde se les va a situar aéstos la tonsura, si no tienen espacio? Algunos de los dueños de estoscolodrillos se sientan hoy a mi lado en el cabildo catedral; todos ellosestán revestidos de autoridad, e imperan, en alguna medida, sobre elrégimen privado de las familias y el régimen público de la sociedad. Locurioso es que aquellas selváticas y fornidas criaturas, de frenteangosta, cejas unidas, ojos montaraces y piel bronceada, apenas entrabanen el Seminario adquirían el color incoloro y exangüe de la lombriz y dela cera. Y lo cierto es que, aunque muy mal (garbanzos agusanados,lentejas entreveradas con guijas, sebáceos pendejos de carne, quesoratonado, avellanas y nueces vanas), comían mejor que en sus casas.¡Inexplicable fenómeno! Éramos unos doscientos. Entre tantos, por decontado que había hijos de familias mejor paradas de hacienda; demenestrales prósperos, de tenderos y tal cual de la clase media. Deestos últimos había un Estanislao Correa, hijo de un procurador de losTribunales, tímido y delicado como una virgen o como un lirio, al cualllamaban, groseramente, por mofa, San Estanislao de Cuesco, y leamargaban de continuo la vida. ¡Qué bárbaros! También yo pasé mis malosratos. Lo que señaladamente les molestaba era que yo no perdía losbuenos colores. Siempre fuí tan coloradete como ahora soy. Los máscerriles y pobretones caían sobre los que teníamos algún dinero, nos losordeñaban por las buenas o por las malas, y después de sobornar a loscriados les encargaban sustancias de comer y de beber, sobre todo vinoblanco. Eran aficionadísimos al vino blanco. Como estaba prohibido elvino en el Seminario ni se consentía tener botellas, servíanse, paraguardar el vino, de un expediente repugnante: lo metían en orinales, yde ellos bebían, a modo de cuenco. Dormíamos en grandes dormitorioscomunes, que casi nunca barrían. El suelo estaba sembrado de mondas decastañas, naranjas y otros frutos, según la estación. Algunos de losmedianos, y aun de los mayores, por la noche se escapaban «de mozas»,como allí se decía. Solíamos asistir los demás a la escapatoria; quierodecir, al acto de escaparse. El Seminario, por la parte de losdormitorios, caía sobre un profundo barranco, ya en las afueras de laciudad. El prófugo tenía que ser mozo recio y de cabeza firme contra elvértigo. El instrumento de la evasión se aparejaba con no menos deveinte sábanas, que algunos de los seminaristas, procedentes de puebloscosteños, unían por medio de nudos de marinero.

Cuáles veces, porembromar al juerguista, le retiraban la escala de sábanas y no se laechaban sino de mañana, con el tiempo preciso para que se presentase ala primera inspección, haciéndole pasar varias horas de congoja en elbarranco, entre maleza e inmundicia, acaso bajo la lluvia. Pues en aquelambiente se estaban incubando los futuros ministros de Dios. ¿Cuántostenían vocación? ¿Cuántos se habían encaminado al Seminario siguiendouna voz interior persuasiva, una estrella ineludible? Yo les oía contarchascarrillos de curas de aldea, de lo mucho que tragaban, de lomajamente que vivían, de los amores con que se distraían, del respeto yobediencia que se les tenía; y se refocilaban de antemano con laesperanza de arrastrar una existencia a lo regalado y holgón en unaparroquia rústica, con el ama y la sobrina, pues casi todos profesaban,teórica y cínica