Belarmino y Apolonio by Ramón Pérez de Ayala - HTML preview

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Gemmaque lucet inclita

De luto luci reddita;

el dracma perdido es repuesto en el tesoro del rey, y la perla lucenuevamente sacada desde la tiniebla hasta la claridad.

Y dice San Gregorio:

Nardo Maria pistico

Unxit beatos domini

Pedes, rigando lacrymis

Et detergendo crinibus;

con nardo machacado María unge los santos pies del Señor, regándolos delágrimas y enjugándolos con los cabellos.

Y dice Belarmino:

Amore currit saucia

Pedes beatos ungere,

Lavare fletu, tergere

Comis, et ore lambere;

herida de amor, corre a ungir los santos pies, a lavarlos con llanto, aenjugarlos con la cabellera, a acariciarlos con la boca. Y un día,vendrá así la mujer a quien perdí; en su inocencia, me pedirá perdón, yyo le diré: «Levántate, mujer. Tú eres quien debe perdonarme. Heme aquía tus plantas.» Así pensaba yo entonces…, y luego…, muchos años. Yhe llevado siempre conmigo la imagen de la mujer, la imagen anterior asu desdicha y a la mía; y no pudiendo hacerla mi amada, hice de ella mihermana.

Después de breve pausa, prosiguió don Guillén:

—Mi primera misa la dije en la casa de campo de la Somavia. La duquesafué mi madrina. Me regaló una rica casulla, bordada en oro. Entre susarabescos, muy disimulado, hay un corazón estrujado por una mano; delcorazón cae un hilo de sangre, que, retorciéndose, describe una A

equívoca. En lo alto de la capilla enarbolaron una gran bandera blanca.Ofició conmigo el señor obispo, por exigencia de la duquesa; pero SuIlustrísima, que no me había perdonado la antigua calaverada, me envió,apenas ordenado de mayores, a una parroquia rural inhospitalaria: SanMadrigal de Breñosa. Allí tenían una hermosa finca los señores de Neira,de donde tomaron pie para el título; pero jamás iban, por lo muyapartado y fragoso de la comarca. Sucedió que a los dos años de estar yoen aquellos andurriales falleció don Restituto; doña Basilisa, la viuda,fué a guardar el luto en las soledades de San Madrigal, y como era muydevota, y oía, antes del desayuno, misa diaria, me nombró su capellán.Era una señora rechonchita, nada fea, en buena edad todavía, muy blanca,y simple que no cabía más. Sus ideas religiosas eran caprichosas, y auncómicas. Creía que el cielo de los bienaventurados era un teatro, con suescenario y localidades para el público. Su marido, don Restituto, segúnella, se había adelantado a entrar en el teatro, para coger buen sitio yreservárselo a su mujercita. Ello es que, olvidándose en seguida de quesu marido la esperaba, con un sitio acotado, dió en enamorarse de mí yen dármelo a entender con palmarias manifestaciones. Otra matrona deÉfeso. La cosa no tenía nada de particular, si se tiene en cuenta que elúnico hombre de traza humana que allí veía era yo; que su marido habíasido mucho más viejo que ella; que poseía un corazón muy tierno ydadivoso, y, por último, que el verme vestido con ropa negra y larga, amodo de falda, como ella, le infundía confianza y atrevimiento paramanifestarse, a pesar de su natural tímido y cuitado. Ella sabía de mifuga con Angustias, y debía de calcular que me rendiría fácilmente alamor. Pero yo me di excelente maña para disuadirla. Con fervor y unciónretóricos, lo confieso, me las arreglé para convencerla de que fijásemosnuestra mutua relación en un terreno puro y espiritual. No le prohibíaque me amase, pues Dios no pide de sus flacas criaturas lo imposible, eimposible es desarraigar los afectos profundos por un mero movimiento dela voluntad; pero le vedaba declararse paladinamente, pues Dios exigeque nos sobrepongamos a la flaqueza y a la pasión, y esto sí le esposible a la voluntad. Le hablé yo mismo de aquel gran pecado de miatropellada mocedad, de lo arrepentido que estaba y de cuán firme era mipropósito de la enmienda.

Le di a entender, fingidamente y porproporcionarle algún alivio a sus afanes, que correspondía a su afecto,pero que mi estado sacerdotal me obligaba a poner una venda sobre losojos de la carne. Yo sería su padre espiritual; ella, mi hija. Enconfesión, de penitente a sacerdote, podría confiarme las cuitas de supecho; de mujer a hombre, jamás. Estaba maravillada de aquello que ellareputaba fortaleza y virtud mías, y que no era sino deseo detranquilidad y de que no me molestara. «Es usted un santo, un santo deveras; el único santo que he conocido», me decía de cuando en vez,mirándome con adoración, las manos en actitud de rezo. Yo comía siemprecon ella. Tal vez me contemplaba con ojos lacrimosos de oveja,interrumpiendo la deglución. Tal vez, de sobremesa, alejado ya elsirviente, lanzaba terribles suspiros; pero no pasaba de ahí. Dormía yotambién en la finca; pero elegí una estancia holgada y desnuda, comocelda, de luz permanente y plateada, mirando al Norte, al extremo de lacasona, y más allá de los dormitorios de la servidumbre, por evitarmaledicencias. Era señor de mi tiempo, y me pasaba horas y horasestudiando, ya en la gente del campo, ya en los libros. Allí, encontacto con los esclavos de la gleba, se me reveló la gran tragedia dela sociedad humana. Me aficioné entonces a las ciencias sociales, lascuales siguen siendo mi preocupación. Yo he nacido para reformadorsocial. Que la sociedad está mal organizada y ha de cambiar, esevidente. Los hombres tienen derecho a la felicidad; todos los hombres;pero tienen derecho aquí mismo, en la tierra. El estímulo más vehementey constante, el móvil más poderoso y activo que ha puesto Dios en laconjunción humana de alma y cuerpo, es el deseo de felicidad. Luego silo primordial humano, por designio divino, es el deseo de felicidad, elhombre tiene derecho a la felicidad. Todas las grandes actividadesconscientes (y no digamos de las reflejas e inconscientes) se engendrande aquel móvil fatal e ineluctable, el deseo de felicidad: la religión,la moral, el derecho, el arte, la ciencia. Todas estas actividadesconspiran desde su origen a perfeccionar la sociedad, con el fin dealcanzar últimamente el máximo de felicidad para el máximo deindividuos, si bien, por deficiencia humana, todos los ensayos deorganización, hasta ahora, se han hecho a base de una manera defelicidad limitada y mediante uno solo de aquellos grandes órdenes deactividad consciente, con preferencia y preterición de los otros. LaIglesia nació como un ensayo de organización para la felicidad. En lasepístolas de San Pablo vemos, sin posible interpretación en contrario,que el apóstol se creía inmortal, que cuantos profesasen en la fe deCristo se harían inmortales, y que el Salvador volvería a establecer elreinado de la felicidad sobre la tierra para sus fieles, lo que élllamaba la

Parousia

; y como lo predicaba el apóstol así lo creían lossecuaces. Pero sucedió en Tesalónica que algunos de los convertidos semurieron, con lo cual los cristianos tesalonicenses movieron grandesmotines, llamándose a engaño; y lo mismo los de Éfeso. El apóstol vió alcabo que él y todos los cristianes tenían que morirse; pero como nopodía renunciar a la felicidad, decidió que no se moría sino el cuerpo,y que el espíritu, inmortal, penetraba en el reinado de Cristo, en laGloria. Así, la Iglesia de los primeros siglos fué una dulce y baldíaanarquía, un ensayo de organización para obtener la felicidad después dela muerte. En aquel ensayo de organización para la felicidad fueronmenospreciados o preteridos los órdenes de actividad conscientedistintos del religioso: el científico, el artístico, el político, ymuchas veces el moral. Nuestra organización social al presente, esto quedicen la sociedad capitalista, es otro ensayo de organización para lafelicidad, a base de dos órdenes de actividad, el político y elcientífico, con menosprecio y preterición de los otros. Es un estado deanarquía cruel y productiva, así como la Iglesia primitiva era un estadode dulce y baldía anarquía. El socialismo, mayorazgo del capitalismo,pretende ser un ensayo a base solamente de actividad científica. Todoslos ensayos de organización para la felicidad, hasta ahora, han sidoensayos fracasados; aunque todos diferentes, tienen de común entre síque en el fondo de todos ellos late una anarquía disimulada,vergonzante, cohibida. Aunque parezca paradoja, ¿no será tal vez laanarquía la única organización posible para la felicidad? El día quetodos los órdenes de actividad consciente, incluso el político yjurídico (por el cual yo no entiendo el arte de gobernar, sino el devivir en comunidad, sin estorbarse ni dañarse mutuamente), alcancen suplenitud y autonomía, y entre sí se armonicen sin menoscabarse nilastimarse, ¿no resultará una organización espontánea de perfectaanarquía, libertad absoluta e insuperable felicidad terrena? Bien. No espertinente que le exponga aquí todas mis ideas sociales. Ello es queallá, en San Madrigal, pensaba yo a veces: «si yo tuviera medios defortuna, hacienda bastante, para ensayar una comunidad de hombresfelices, en lo posible, una experimentación social, como otras que sehan hecho, pero aleccionado por los errores de los demás». Cuando heaquí que, un día, la viuda me suelta, como ducha de agua fría, que tienela intención de dejarme heredero universal; cerca de dos millones deduros. Desde luego no supe qué decir; pero, a poco, Dios me concedióbastante serenidad y reflexión para responderle: «Señora: le agradezco,con emoción no traducible en palabras, su generosidad; generosidad queno acepto, ni aceptaré, no tanto por mí, cuanto por usted y su buenamemoria. Se pensaría que la índole de nuestras relaciones me habíaacarreado esta prueba póstuma de su amor de usted hacia mí.» Y doñaBasilisa, tan bobalicona siempre, habló, excepcionalmente en aquellaocasión, con cierta elocuencia y buen sentido: «Lo que digan losjuzgadores temerarios, allá ellos con su conciencia. La mía estátranquila y confiada ante Dios, que ve el secreto de mis intenciones. Noes esto dádiva de amor, no; ni siquiera premio a su santidad y virtud,sino muestra débil del agradecimiento con que usted me ha obligado, porhaberme persuadido a guardar mi virtud y servido de guía en el ásperosendero del bien. Cuando me junte con mi Restituto, en el celestialcoliseo, estoy segura que lo primero que me va a decir es: no creas queahora aplaudo la afinación de los divinos coros; lo que hago esaplaudirte por lo que has hecho.» Sin embargo, yo me negué a aceptar laherencia, a no ser con una condición: que constase en el testamento queme dejaba su fortuna al modo de fideicomiso para que yo la emplease enaquellas empresas y obras de utilidad y beneficio del prójimo que yojuzgase conveniente. Y en eso quedamos. A los siete años de estar yo enSan Madrigal murió la duquesa de Somavia. La asistí en sus últimosmomentos. Hasta el mismo punto de morir no perdió la alegría ni eldesparpajo. En medio de la pena y el llanto que nos causaba verlamorirse nos hacía reír con sus salidas. Yo siempre había creído quetenía el pelo muy ensortijado, y era que se lo rizaba todas las noches,mechón a mechón, enroscándolos en unos rollitos de papel, que luegoextendía a entrambos cabos, a modo de blanca mariposa. Todas las noches,en su lecho de muerte, hacía que la doncella le aderezase el cabello,poniéndole aquella especie de mariposas, que al día siguiente conservabadurante todo el día. Hacía un efecto muy chusco. Pues así se murió; conla cabeza cubierta de mariposas de papel. Como yo la mirase consorpresa, al verla por primera vez en aquella guisa, ella, con susgraciosas despachaderas, me dijo: «¿Qué miras ahí, papanatas? ¿Es quenunca has visto una mujer en la cama y sin vestir? ¿O es que te parecemal que las viejas cuidemos de sostener y realzar los restos de bellezaque nos quedan? Y no vayas a figurarte, ya que como cura serásmalicioso, que sois como mulas resabiadas, y los resabios del mal pensarlos habéis adquirido en el confesonario, en donde de la gente noaprendéis sino lo malo y lo feo, y eso que no os lo dicen todo; no vayasa figurarte que me pongo estos moños por vanidad; ¡a buena hora…! Lohago por decoro, y por algo más.

El primer deber de los decentes y biennacidos es atender al decoro de su persona. Y además lo hago, y lo hehecho toda mi vida, por imponerme una obligación molesta, ya que ningunaotra tenía; un acto de paciencia y disciplina, una mortificación, comovosotros decís. Quiero morirme con los papillons

sobre mi cabeza, ycuando el alma se escape de mis labios, que todas estas mariposas lalleven, revoloteando, más ligera al regazo de Dios Padre, que me crióBeatriz Valdedulla, y me sostuvo toda la vida Beatriz Valdedulla, y meaceptará en su eterna misericordia como Beatriz Valdedulla; porque

¿yoqué culpa tengo de ser Beatriz Valdedulla?» Sólo con recordar estaspalabras me conmuevo. Una mañana, el día antes de entregar su alma aDios, en presencia del duque, me dijo: «Don Pedrito, hijo mío; te quierocasi casi como un brote de mi sangre. Pero como las palabras son comomoscas, que no se dejan atar por el rabo, he querido dejarte algo de mássubstancia que la palabra de mi cariño, y por intermedio del duque, mimarido y señor, que tiene mucha mano con el Gobierno, te he conseguidouna credencial de canónigo en Castrofuerte. Una canonjía, digan lo quequieran, no es gran cosa. Si yo viviese más años te verías obispo. Loque yo no he podido hacer, tú, con tu maña y despejo, lo conseguirás. Mevoy de entre vosotros con un grande reconcomio y desazón, y es por tupadre. Bolonio debiera llamarse, que no Apolonio. Sus asuntos ya notienen arreglo. Al duque y a ti os recomiendo que cuando le veáis en lacalle, y esto tiene que venir necesariamente, le busquéis un asilo, yallí le enviéis aquellas cosillas imprescindibles a su vanagloria, sinlas cuales no podría vivir.» Antes de morir, se expresó de esta suerte:«Duque, has cumplido mal como casado; pero te perdono. Pido tu perdón,si en algo te falté, que habrá sido involuntario. A ti, hijo mío muyquerido, nada tengo que perdonarte, que soy de opinión que los hijos notienen deber alguno para con sus padres, y sí sólo los padres para consus hijos. Si algún día la vida te pesa demasiado, perdóname; que yoquise darte una vida amasada con dichas y venturas. A ti, Facundo(estaba presente el obispo), ¡cuántas veces te llamé mastuerzo, sin másrazón que es verdad que lo eres…! Pero ya sabes que te he estimado,que jamás te perjudiqué a sabiendas; antes por el contrario, te favorecíen lo que pude, y hasta te admiré en una ocasión, que quizás hayasolvidado. Perdóname lo de mastuerzo. A ti, Pedrín, te digo algo como ami hijo; si alguna vez sientes una carga en la vida, por mi culpa,perdóname; otra era mi intención. Perdónenme todos a quienes hayaofendido o causado dolor. Y tú, Señor mío Jesucristo (besando elcrucifijo), ya sé que me perdonas, como perdonas a todos en tu infinitabondad, que si no fuese así llovería fuego sobre la tierra, por lomenos, cada diez minutos. Hasta luego, vosotros; que la vida es breve.Hasta ahora, Señor mío Jesucristo.» Murió como una santa. Era una santaa su manera, pues hay muchas maneras de ser santo.

Yo he observado queen el mundo hay muchísimos más santos de lo que ordinariamente sepiensa. Es más: yo creo que el mundo anda tan mal porque hay demasiadossantos; porque la gente, en general, es demasiado bondadosa y resignada.Pero dejémonos de glosas. Murió la duquesa. Yo pasé de canónigo aCastrofuerte, y allí llevo vegetando hace algunos años. Doña Basilisa mesigue escribiendo cartas frecuentes, prolijas y tiernas. Dice que,últimamente, anda quebrantada de salud. De la herencia nada me dice. Nosé si continúo siendo su presunto heredero, o si algún fraile, que séque la visitan en San Madrigal, le ha socaliñado la herencia para suOrden. Mi padre y Belarmino, éste ya viudo, están en un asilo, como laduquesa predijo. Quise que viviese conmigo, y le llevé a mi casa, enCastrofuerte, por una temporada. Pero era de todo punto imposible. Enprimer lugar, hacía el amor a todas las criadas de la vecindad, y encierta ocasión hizo publicar en un periódico local una declaraciónamorosa, en verso, a la señora del alcalde. Además, contraía talesdeudas, que mi módico estipendio canónico no nos bastaba para vivir. Enconclusión: que, pesándome mucho, hube de mandarle nuevamente al asilo.Le envío allí a mi padre aquellos regalitos a mi alcance que la duquesame encomendó. El que ahora tiene en Pilares un gran bazar de calzadomecánico y porradas de dinero es aquel Martínez, antiguo oficial deBelarmino. Por cierto que en el mismo asilo de caridad que mi padre yBelarmino está recogido un usurero apellidado Bellido, causante de laruina de Belarmino; se arruinó a su vez en la famosa quiebra de la bancaHurtado y Compañía[1]. Rarezas del destino.

[Nota 1:

La pata de la raposa

, novela de R. Pérez de Ayala.]

Y don Guillén quedó con ojos vacantes, como dicen los ingleses, tanexpresivamente; con ojos vacíos, ciego para las cosas ambientes, y acasoenfilando una perspectiva interior y remota de recuerdos inmóviles.Hablando él y yo escuchando, las horas nocturnas, de negra clámide, sehabían ido alejando armoniosamente; las horas matutinales danzaban ya enlos umbrales del día, y un revuelo de sus túnicas color violetapenetraba por la hendedura de nuestros balcones; la aurora, con dedos derosa, golpeaba silenciosamente en el vidrio de nuestras pupilas. Ante elsuave llamamiento de la luz del cielo en sus ojos, don Guillén exclamó:

—Ya es sábado de gloria; ya es pascua florida. Los almendros estánvestidos con un velo rosado y los pomares con un velo de nieve. Dentrode poco resonarán las alegres campanas en toda la cristiandad. Cristo vaa resucitar:

Sat funeri, sat lacrymis. Sat est datum doloribus

,

canta el laude pascual; no más duelo, no más lágrimas, no más pesadosdolores. Y dice la voz inaudible de los coros angélicos: «Paz en latierra a los hombres de buena voluntad.» Todo es paz y todo es contentoen el valle de lágrimas. Los hijos de Dios se abrazan y besan en lamejilla, murmurando: «Salud, hermano; salud, hermana; el Señor sea connosotros.» Y tú, hermana mía—prosiguió, tomando en sus manos el joyelcon el retrato y mirándolo con el rostro descompuesto por la piedad y laamargura—, ¿dónde estás, en qué oscura mazmorra te encerré, a ciegas,que no doy con la entrada, aunque sangran mis pies de tanto caminar ymis manos de tanto tropezar a tientas?

Te busqué, y no te he encontrado; te esperé, y no has venido. Mi almaestará triste hasta la muerte; muertos mis oídos a las campanas deresurrección; muertos mis ojos a los colores de primavera.

Yo, naturalmente, juzgué espontánea, sincera, y, por lo tanto, lícita enla ocasión, la pequeña expansión retórica de don Guillén, y apenasconcluyó y dejó caer con abatimiento la cabeza, dije, sin vacilar unsegundo:

—Ya le he dicho que conozco a esa mujer, y se la voy a traer aquí en uninstante.

Supongo que le dejé fulminado y sin acertar a emitir palabra ni sonidoarticulado. Salí sin volverme a mirarle, sin haberle oído resollar. Laciudad se arrebujaba en la luz cenizosa y aterida de los amaneceres.

Meencaminé, rápido, al cafetín. Allí, en su rincón acostumbrado, con elvaso de recuelo ante sí, Angustias esperaba al Tirabeque.

—Mujer, ven conmigo—le dije, emocionado y conminatorio. Angustias selevantó—. Sígueme.

—¿Le ha ocurrido algo al Tirabeque? ¿Una bronca? ¿Una pendencia? Noquiero ver nada. No me importa.

Es mi libertad—decía de camino,jadeando por seguir mi paso impaciente.

Al llegar a la puerta de la casa, vaciló.

—¿Qué quiere de mí, señor? ¿No me trata de engañar? Siempre le tuve porbueno…. Soy una desdichada.

—Ven conmigo, mujer—insistí, cogiéndole la mano.

—Pero, ¿dónde me lleva?

Yo no sabía qué decir. Se me ocurrió una bobada.

—Hacia la resurrección. ¿No sabes que es pascua florida?

Se detuvo, temblando.

—¿Está usté loco, señor? ¡Ay, Dios mío, ten piedad de mí!

Yo tiré de ella, escaleras arriba.

—Ven conmigo, mujer.

—¡Virgen de Covadonga! Gritaré, aunque se arme un escándalo y me llevena la delegación—y se detuvo, con firmeza.

—Angustias, no sea usted niña—dije, comenzando, sin darme cuenta, atratarla de usted—. ¿Cómo puede creer que trato de hacerle mal? Alcontrario: la llevo hacia la dicha, al encuentro de alguien que ustedespera volver a ver hace varios años.—La cerilla con que nosalumbrábamos me quemó los dedos. Pronuncié una exclamación adecuada, alarrojar la cerilla al suelo. Quedamos a oscuras. Angustias se acercó amí, medrosa.

La sentía tiritar, con miedo del corazón.

—Déjeme usted escapar, huir—suplicaba—. ¿Cómo me atreveré apresentarme delante de él? Lo sabrá todo ya. Usté mismo se lo habrácontado. Me escupirá. Me arrojará lejos de sí, y con razón. Luego, elTirabeque nos vendrá siguiendo; me matará a mí y le hará a él un chirloen la cara.

—Ea, Angustias. No nos cuidemos del Tirabeque. Don Pedrito espera austed. ¿Quiere usted acudir?

¿Quiere usted salvarse?—murmuré conimpaciencia, a tiempo que encendía otra cerilla.

¡Qué cara la de Angustias: infantil, contraída, atormentada por un doloroscuro, apenas consciente!

—¡Quiero salvarme! ¡Quiero salvarme!—dijo con voz sollozante,agarrándose desesperada a mi brazo, como a tabla de salvación.

Llegamos a la habitación de don Guillén. No quiso ella pasar delante, yhube de hacerlo yo. Mi intención era dejarla adentro y retirarmediscretamente a mis cuarteles. Contra mi propósito, hube de presenciarel principio de la escena, porque se desarrolló súbitamente, y lacontinuación, porque, a pesar mío, permanecí asido e inmóvil por laexpectación.

Angustias se arrojó a los pies de don Guillén. Se abrazaba con ellos,escorzando, el cuello dúctil y albo; se los regaba de lágrimas; se losenjutaba con la cabellera copiosa y cobriza. Y se reprodujo la imagenemotiva que con línea ingenua y tintas translúcidas bosquejaron lossantos melodas del Breviario.

—¡Perdón! ¡Perdón!—imploraba Angustias, en el candor de su almaintachable—. Soy muy mala, pero a nadie he querido sino a ti. El amorme ha perdido, la desesperanza de amor. Ya te contaré y me perdonarás.

Don Guillen, lívido, rígido, balbuciente, pidió:—¡Levanta, hermana!

Angustias obedeció como una criatura pasiva. Entonces, don Guillen searrodilló ante ella.

—Tú estás limpia. Todos tus pecados se vuelven contra mí. Tú y Diossois los que debéis perdonarme, y me perdonaréis, porque he amado ysufrido mucho. Di que me perdonas; di un sí con los labios, un sí conla cabeza, aunque no salga del corazón.

—Mil veces sí—dijo Angustias, con un grito sofocado, blandiendo en elaire la cabellera.

Levantábase del suelo don Guillén, y Angustias se precipitó en susbrazos, tendiendo hacia él los labios sedientos, la cabeza derribadahacia la espalda, como inerte. Don Guillén le enderezó suavemente lacabeza y le besó la frente.

Yo comprendí que era el momento preciso de retirarme con disimulo, ygiré furtivamente sobre mis talones, cuando oí que don Guillén, conacento entre alarmado y severo, me decía:

—¿Qué va usted a hacer? Aguarde un instante; tengo que pedirle un granfavor. Es menester que me ayude a improvisar un acomodo donde mi hermanadescanse unas horas. Si usted tiene en su habitación un diván, osiquiera una butaca, yo puedo dormir allí, si usted no tieneinconveniente, y que Angustias quede en este cuarto.

Arreglamos el acomodo como don Guillén deseaba. Por su voluntad expresay decidida, se tendió sobre mi diván. El diván estaba contiguo altabique medianero entre mi habitación y la suya. Al otro lado deltabique, se apoyaba el lecho en donde Angustias reposaba.

Acostados ya, don Guillén me dijo desde su diván:

—Lo más inmediato y urgente ya lo tengo decidido. Dentro de pocashoras, en el primer tren, saldrá Angustias camino de Castrofuerte, conuna carta para don Abel Parras, un canónigo viejo, gordo, pacífico ybonachón, que es mi mejor amigo. Angustias vivirá con él, y así seestorbarán murmuraciones malignas. Más adelante, ya veremos lo que sehace….

In thesauro reposita

…; el dracma extraviado ha sido repuestoen los tesoros del rey, y la perla luce nuevamente, sacada desde latiniebla a la claridad. ¡Si a la infeliz de doña Basilisa no se leocurre modificar el testamento!…

¡Oh, qué hermosas lontananzas alservicio de los hombres, que es el servicio de Dios!…

Con los artejos dió un ligero repique en la pared. Respondióle otrorepique cauto. Se echó a reír, volviéndose a mirarme.

—¿No se ha enterado usted lo que nos hemos dicho?

Yo respondí que no, opacamente, porque el sueño me rendía.

—Pues yo dije: «Duerme en paz, hermana; has resucitado con el Señor.»

Ella respondió: «Dios te lo pague; guárdame siempre.»

«¡Qué penetración! Les ha sido otorgado el don de lenguas, como si enlugar de pascua de Resurrección fuese de Pentecostés», penséborrosamente, entre la penumbra inicial del sueño.

Lo último que le oí a don Guillén, fué:

Sat funeri, sat lacrymis, sat est datum doloribus…. O Khirios topneuma estin

.

Y ya desde muy hondo, a punto de derretirse mi conciencia vigilante,comenté, se me figura que en voz alta:

—¡El don de lenguas! ¡La Pentecostés!

Desperté a las dos de la tarde. Don Guillén había desaparecido del divány de Madrid. Sobre mi mesa destacaba un blanco escrito, que decía:«Adiós, buen amigo. Le he dado un abrazo de agradecimiento y despedida,sin que usted, profundamente dormido, se haya percatado. Ya sabrá ustedde mí. Amigo suyo para siempre,

Pedro Guillén Caramanzana

Y, en efecto, años después, supe y presencié grandes cosas de él, lascuales pienso referir en otra ocasión, si se tercia y no tengo nadamejor que hacer.

CAPÍTULO VIII.

SUB SPECIE AETERNI.

Es domingo de Pascua de Resurrección. Hora: poco antes del mediodía.Lugar: en los aledaños de la ciudad de Pilares. Es un día de primaveraseptentrional. Tierra y cielo, dos gracias femeninas. La tierra, deverdor perenne y tupido, está acicalada y alindada prodigiosamente, y noha usado de otro afeite ni compostura que las aguas y nieves invernizas.Sobre la bayeta verdegay, de pliegues y lóbulos graciosos, con que seviste la madre tierra, siempre doncella, se ha puesto, aquí y acullá,unos pomares enflorados, cándido ornamento. El cielo es tan gentil, puroy alegre, como colegiala impúber, vestida con atavío de mayo y dedomingo; leves crinolinas nevadas, que translucen un fondo de seda azul.

Desde la aldea se columbra la ciudad, caparazón que cubre una colina,como escamado peto de armadura sobre un torso yacente; armadura labradaen cobre y hierro, abollada ya; a trechos oro sucio, a trechos grisrojizo, a trechos verdinosa, de la corrosión de los años y los óxidos.De un lado sale la torre de la catedral, como lanza astillada, que aúnse mantiene firme, bajo la axila. Suenan gorjeos y suenan campanas.

Desde la ciudad, carretera arriba, marcha un hombre gordo, bermejo ysudoroso, que luce, en el sol mañanero, una perilla de plata mate, comode aluminio. Síguenle otro hombre y un mozuelo, entrambos de blusónblanco, con sendas banastas sobre la testa.

Sacrebleu, sacrebleu

—jura y perjura el hombre gordo y bermejo, atiempo que se enjuga la exudación de la frente—.

Acércate, Nolo, que yotengo necesidad de confiarme, y es tanto mejor de encontrar un corazónleal que de monologar. ¡Ah, mi Dios, que yo estoy cansado…! Estoycansado de la patrona, de mi bien amada mujer. Las mujeres en mi paísson ahorradoras. Yo amo a las mujeres ahorradoras, buenas manejeadoras.Pero mi mujer es ya muy demasiado ahorradora; muy demasiado, muydemasiado. Yo me encabezo en mi negocio y trabajo como un asno despuésde la mañana hasta la noche por ganar buena plata; pero yo amo losbuenos dineros para darme buena vida y comer a mi grado. Esto es ya loque me resta.

Voilà

—dándose una palmada en el vientre—, este amigoes muy exigente. Pero la patrona ella no come, o come como un pequeñopájaro, y ella cree que todos los otros no habemos necesidad de comercomo ello hace falta. Y bien, para comer en mi propia casa yo deboinventar ciertas mixtificaciones. ¿No es ello sorprendente y biendesagradable? Pues ahora, ni siquiera de este modo. ¡Que yo estoycansado…!

Te diré lo que me ha venido el otro día, que era díadelgado, ¿cómo decís vosotros?, día de vigilia. Yo adoro el salmón; peromi mujer no compra salmón, porque es muy caro. Entonces yo mismo fui almercado y compré un salmón magnífico por sesenta pesetas, y yo envié elhermoso pez a mi casa, como si él fuese un regalo de la parte de unamigo; al contrario, si ella sabe que yo lo habré comprado, mi mujer mehace una terrible camorra. He aquí que yo me voy a mi casa del todofeliz, diciéndome: hoy como salmón a mi

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    Jun 2024

    Het jy al ooit gewonder oor die einde? Is jy onseker oor hoeveel daarvan jy persoonlik gaan beleef? Miskien is die Openbaring vir jou totale duisternis... Moe...

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