BIBLIOTECA DE «LA NACION»
FRANCISCO BRET HARTE
BOCETOS
CALIFORNIANOS
TRADUCIDA POR
RAMÓN VOLART
BUENOS AIRES
1911
Reservados los derechos de traducción.
ÍNDICE
El Hijo Pródigo del señor Tomás
De cómo San Nicolás llegó a Bar Sansón
A principios de 1902 falleció en Londres un americano cuya vida podríaparecer singular aun en su país natal, donde por cierto abundan loshombres que se complacen en desafiar las circunstancias
de
unaexistencia
azarosa
y
llena
de
incertidumbre. Fue sucesivamente minero,maestro de escuela, corrector de pruebas, tipógrafo, editor yúltimamente cónsul de los Estados Unidos en Glasgow y Londres. Quiso lasuerte que le diera por escribir, y entonces este hombre hizo lo quedebieran hacer todos los que se sienten con vocación o que creensentirla: se inspiró en un ambiente donde había vivido por muchos años,y copió, o mejor, idealizó costumbres y figuras de ese ambiente, contanto arte y tanto talento que dejó admirado al mismo Dickens cuandoeste gran novelista inglés leyó por primera vez Los Desterrados dePoker Flat.
El lector habrá ya comprendido que aludimos a FRANCISCO
BRET HARTE, elnovelista americano. No será inútil agregar que la muerte le sorprendióa los 62 años, cuando estaba todavía en la plena actividad de suespíritu, habiendo editado el año anterior Under the Redwoods y otrocuento From Sandhill to Pine.
A los catorce años emigraba de Albany, su ciudad natal, para California,en busca de mejor fortuna. Era en la época de la fiebre del oro, y unaverdadera corriente humana se precipitaba en los valles de esteterritorio en busca de Eldorado con su relativo Pactolo. Era por logeneral la hez del mundo esta que iba a la conquista del Vellocino.Gente de antecedentes ignorados, pero resuelta y hecha como para elgénero de vida que iba a emprender. En unos pocos años aquella sociedad,bizarramente cosmopolita, hizo todo lo que en el resto de la tierra seha organizado poco a poco, a través de los siglos; esto es, se ordenó,se dio una ley y una administración. Pero entretanto, en el comienzo(justamente cuando BRET HARTE se hallaba en California), la única leyfue la del más fuerte y las pendencias acababan a tiros, y quien podíaimponerse tenía razón. De aquí esa vida errabunda de los placers, esosmineros que jugaban en una noche una fortuna ganada en tres meses, esosjuicios sumarios contra los que violaban la ley improvisada de loscampamentos, esos aventureros formidables, héroes de garitos y terriblesDon Juanes en un país y en una época en que los favores de las pocasmujeres que se aventuraban a vivir en un ambiente como aquél, erandisputados con el revólver. ¡Ay de los débiles y de los cobardes! Asínace ese intrépido Oarkust, de una frialdad temeraria, bello como unhéroe griego. Así viven los personajes de BRET HARTE en esa sociedadcaótica, mitad aventureros y mitad hombres de bien, bandidos y mineros,varones de voluntad indomable, duros, ásperos, acerados, dispuestos acualquier cosa en cualquier momento, y hasta a acciones generosas ynobles también, en caso de presentárseles la ocasión.
Porque esto es especialmente digno de notar: una indefinida melancolíase difunde sobre todos los personajes de BRET
HARTE. Esa gente parece,después de tanto roce brutal, y de tanto combate, tener una secretanostalgia de amores más puros y de ideales más elevados. De esa tosca yen ese cieno brotan como pálidas flores del destierro, figurasencantadoras de hombres, mujeres y niños. Hay amores quiméricos,amistades salvajes, una necesidad de querer a alguien que todo uncampamento de mineros siente prepotentemente al adoptar al pequeñoTommy, el hijo de una desgraciada, nacido en el abandono y en la infamiaen el Roaring Camp. Y esta poesía singular os penetra en lo más íntimodel alma, por contraste con la aspereza de esas figuras
endurecidas,como
quien,
ante
vosotros,
inesperadamente, arrancase de un toscoinstrumento las más suaves y tiernas melodías.
Durante muchos años BRET HARTE esparció estas perlas de su talento enlas revistas americanas, especialmente en el Overland Monthly, por élmismo editada. Rimó también con sentimiento exquisito, delicadas poesíascomo los Poemas del Este y el Oeste. Pero a nuestro parecer, la notamás alta y original de su obra son, precisamente, estos cuentos, queconstituyen la cristalización literaria—en el sentidostendhaliano,—de la California de los tiempos heroicos, de la tierradel oro, de la sangre y de las aventuras, que afortunadamente para lacivilización—pero quizá no para el arte,—ha cedido ante otraCalifornia bucólica, comercial, donde se vive tan bien como en todaspartes, y que el corte del istmo de Panamá acercará a Europa de unosveinte días.
MELISA
I
En el lugar en que empieza a ser menor el declive de Sierra Nevada ydonde la corriente de los ríos va siendo menos impetuosa y violenta, selevanta al pie de una gran montaña roja, Smith's-Pocket[1]. Contempladodesde el camino rojizo, a través de la luz roja del crepúsculo y delrojo polvo, sus casas blancas se parecen a cantos de cuarzo desprendidosde aquellos altos peñascos. Seis veces cada día pasa la diligencia roja,coronada de pasajeros, vestidos con camisas rojas, saliendo de improvisopor los sitios más extraños, y desapareciendo por completo a unas cienyardas del pueblo. A este brusco recodo del camino débese tal vez que eladvenimiento de un extranjero a Smith's-Pocket, vaya generalmenteacompañado de una circunstancia bastante especial. Al apearse delvehículo, ante el despacho de la diligencia, el viajero, por demásconfiado, acostumbra salirse del pueblo con la idea de que éste se hallaen una dirección totalmente opuesta a la verdadera. Cuentan que losmineros de a dos millas de la ciudad, encontraron a uno de estosconfiados pasajeros con un saco de noche, un paraguas, un periódico, yotras pruebas de civilización y refinamiento, internándose por el caminoque acababa de pasar en coche, buscando el campamento de Smith's-Pocket,y apurándose en vano para hallarlo.
Tal vez encontraría alguna compensación a su engaño en el fantásticoaspecto de aquella Naturaleza singular. Las enormes grietas de lamontaña y desmontes de rojiza tierra, más parecidos al caos de unlevantamiento primario geológico que a la obra del hombre; a mediabajada, un largo puente rústico parece extender su estrecho cuerpo ypiernas desproporcionadas por encima de un abismo, como el enorme fósilde algún olvidado antediluviano. De tanto en tanto, fosos más pequeñoscruzan el camino, ocultando en sus sucias profundidades feos arroyos quese deslizan hacia una confluencia clandestina con el gran torrenteamarillento que corre más abajo, y acá y acullá vense las ruinas de unacabaña con la piedra del hogar mirando a los cielos y conservando sólointacta la chimenea.
El origen del campamento de Smith's-Pocket se debe al encuentro de unabolsa en su emplazamiento por un cierto Smith.
Este individuo sacó deella cinco mil dóllars, tres mil de los cuales gastaron él y otrosconstruyendo varias minas y trazando un acueducto.
Viose entonces que Smith's-Pocket no era más que una bolsa, expuesta,como otras bolsas, a vaciarse, pues aunque Smith taladró las entrañas dela gran montaña roja, aquellos cinco mil dóllars fueron el primero yúltimo fruto de su labor. Aquella montaña se mostró avara de sus doradossecretos y la mina poco a poco fue tragando el resto de la fortuna deSmith. Dedicose entonces éste a la explotación de cuarzo; después amoler este mineral, luego a la hidráulica y a abrir zanjas, yfinalmente, por grados progresivos, a guardar un establecimiento debebidas.
Luego se cuchicheó que Smith bebía mucho; pronto se supo queSmith era un borracho habitual, y después la gente, según acostumbra,pensó que jamás había sido nada bueno.
Afortunadamente, el porvenir de Smith's-Pocket, como el de la mayorparte de los descubrimientos, no dependía de la suerte de su fundador, yotros siguieron proyectando zanjas y encontrando bolsas, de manera queSmith's-Pocket se convirtió en un campamento con sus dos quincallerías,sus dos hoteles, su casa-correo y sus dos primeras familias. Confrecuencia, su larga y única calle quedábase asombrada por laimportación de las modas de San Francisco, traídas expresamente paraestas primeras familias; esto hacía que la ultrajada naturaleza, en elmiserable lodazal de su surcada superficie, pareciese más fea aún,humillando de este modo a la mayoría de la población para la que eldomingo trajo solamente la necesidad de limpieza, con una muda de ropa ysin el lujo del adorno. Había también una iglesia metodista cerca de unbarranco; un poco más allá, en la falda de la montaña, una reducidaescuela, y, además, un camposanto.
El maestro de la escuela, sentado una noche sólo ante algunos cuadernosabiertos y trazando con cuidado aquellos atrevidos y llenos caracteresque se suponen ser el non plus ultra de la excelencia quirográfica ymoral, había llegado hasta «las riquezas engañan», y estaba floreando elsubstantivo con una falta de sinceridad en el rasgueo, que corríaparejas con el espíritu
del
texto,
cuando
oyó
golpear
débilmente.
Loscarpinteros trabajaban con el martillo, en el techo, durante todo eldía, y el ruido no le había estorbado el trabajo en lo más mínimo; peroel abrir de la puerta y el golpear continuo desde el interior, hizo quelevantase los ojos. Al aparecer la figura de una niña sucia yandrajosamente vestida, sobresaltose algo su espíritu. No obstante, susojazos negros como el azabache, su ordinario y despeinado pelo mate,cayendo sobre una cara tostada por el sol, sus descarnados brazos y piestiznados por el rojizo barro, todo le era conocido. Acababa de llegarMelisa Smith, la niña sin madre, de Smith.
—¿Qué puede querer de mí?—pensó el maestro. Todo el mundo conoce aMelisa, que así se la llamaba por toda la comarca del Red-Mountain;todos la conocían por una chica indómita. Su temperamento díscolo eingobernable, sus locas extravagancias y carácter desordenado, eran tanproverbiales a su manera como la historia de las debilidades de supadre, y eran aceptadas por los vecinos con la misma filosofía. Discutíay luchaba con los escolares con más aguda invectiva y brazo más poderosoque cualquiera de éstos, y el maestro la había encontrado varias veces aalgunas millas de distancia, descalza, sin medias y con la cabezadescubierta, en los senderos de la montaña, siguiendo las pistas con elolfato y maña de un montañés. Los mineros de campamentos situados a lolargo del riachuelo,
proveían
a
su
subsistencia,
durante
estasperegrinaciones voluntarias, por medio de donativos ofrecidos de lamanera más sincera y generosa.
No es porque no se hubiese dispensado previamente a Melisa unaprotección más amplia y decidida. El reputado predicador oficial,reverendo Josué Mac Sangley, la había colocado de criada en un hotel,para que empezara a adiestrarse, presentándola luego a sus discípulos enla clase de los domingos.
Mas el camino que se le había trazado erademasiado estrecho para ella. De vez en cuando tiraba los platos alfondista, respondía prontamente a los insípidos chistes de loshuéspedes, y producía en la clase del domingo una sensación tan enabsoluto contraria
a
la
monotonía
y
placidez
ortodoxa
de
aquellasinstituciones, que por respeto y deferencia a los almidonados delantalesy moral inmaculada de los dos niños de cara sonrosada y blanca de lasprimeras familias, el reverendo señor no tuvo más remedio queexpulsarla.
Así era la figura y antecedentes de Melisa, al encontrarse en piedelante del maestro; mostrábanse aquéllos tanto por el haraposo vestido,el despeinado cabello y los sangrientos pies, que movían a compasión,como por el brillo de sus grandes ojos negros, cuya fijeza producía unaextraña impresión.
—Si he venido aquí esta noche—dijo rápida y atrevidamente, fijando enla de él su dura mirada,—es porque sabía que estaba usted solo; noquería venir cuando estuvieran aquellas chicas.
Las aborrezco y ellas meaborrecen: he aquí la causa. Usted tiene escuela, ¿verdad? ¡Quieroaprender!
El maestro que había escuchado hasta entonces aquellas palabras concierta impasibilidad, hubiera otorgado la indiferente limosna de lacompasión y nada más a aquella criatura desaliñada, si al poco donairede su destrenzado cabello y sucia cara, hubiese añadido la humildad delas lágrimas; pero con el instinto natural aunque ilógico de sussemejantes, su atrevimiento despertó en él algo de aquel respeto quetodas las naturalezas originales se tributan inconscientemente unas aotras, en cualquier posición social, y la contempló con más fijeza amedida que continuaba aún hablando rápidamente, con la mano en la aldabay la mirada fija en él:
—¡Me llamo Melisa, Melisa Smith! Le juro que es así. Mi padre es elviejo Smith, el viejo Bumero Smith, éste es mi padre.
Soy Melisa Smith yme vengo a la escuela.
—¡Bueno! ¿Y qué?—dijo el maestro.
Acostumbrada a ser contrariada y a que se la opusieran a menudo, porquesí y cruelmente, y sin otro fin que el de excitar los vivos impulsos desu naturaleza, la tranquilidad del maestro la sorprendió en gran manera.Callose; principió a retorcer entre los dedos un rizo de sus cabellos, yla rígida línea del labio superior apretado sobre los perversosdientecitos, suavizose, experimentando un ligero temblor. Dirigió lavista al suelo, y sus mejillas se tiñeron de un ligero rubor al travésde las manchas de rojizo barro y de un asoleado cutis. De súbito, seechó hacia adelante invocando a Dios para que la matara en el acto, ydesalentada e inerte cayó de cara contra el pupitre del maestro,llorando y gimiendo, como una Magdalena.
El maestro la alzó suavemente esperando a que se le pasara el paroxismode la primera excitación. Cuando, volviendo aún la cara, repetía entresollozos el «mea culpa» de la penitencia infantil, «que no lo queríahacer», ocurriósele al maestro preguntarle por qué había dejado la clasedominical.
—¿Por qué he dejado la clase del domingo? ¿Por qué? ¡Ah, sí!
¿Quénecesidad tenía él (Mac Sangley) de decirle que era mala?
¿Por qué ledecía que Dios la odiaba? ¿Si esto era verdad, de qué le servía ir a laclase y aprender? Ella no quería deber nada a nadie que la odiase.
Sí; ella le había dicho esto a Mac Sangley.
«Sí, se lo había dicho».
El maestro se rió. Su risa era franca, pero despertó un eco tan extrañoen la pequeña casa escuela y pareció tan inconsecuente y discorde con elgemido de los pinos del exterior, que a ella siguió un suspiro, tansincero, a su manera, como la risa anterior.
Sucediose un momento de grave silencio, que el maestro fue el primero enromper, preguntando a Melisa por su padre.
¿Su padre? ¿Qué padre? ¿El padre de quién? ¿Qué había hecho por ella?¿Por qué la aborrecían las chicas? ¡Vamos! ¿Por qué, cuando pasaba, ledecía la gente: «¡la Melisa del viejo Bumero
Smith!»?
¡Oh,
sí,
quisieraestar
ya
muerta,
completamente muerta, que todo el mundo estuviesemuerto! Y
rompió de nuevo en sollozos.
El maestro, a quien la escena había conmovido algún tanto, inclinadosobre ella, le dijo lo que usted o yo podíamos haber dicho después deoír teorías tan poco naturales en boca infantil; pero, recordando sinduda mejor que usted o yo lo poco naturales que eran también suandrajosa indumentaria, sus sangrientos pies y la omnipresente sombra desu borracho padre. Asiola ligeramente, envolviéndola con su pañuelo. Laencargó que viniera temprano a la mañana siguiente y la acompañó partedel camino dándole las buenas noches.
La luna iluminaba brillantemente ante ellos el estrecho camino. Elmaestro permaneció de pie contemplando la encogida y pequeña figura amedida que se alejaba vacilante por el camino, aguardó hasta que hubopasado el pequeño camposanto y alcanzado la cima de la colina, en dondese volvió y se detuvo un instante como un átomo de sufrimiento perfiladoentre las lejanas y apacibles estrellas que pueblan el infinito.Después, el maestro volvió a su tarea, pero las líneas del cuaderno sedesarrollaban en largas paralelas del interminable camino, sobre el cualparecían pasar, en la noche, figuras infantiles gimiendo y suspirando.Entonces, pareciéndole la pequeña sala de la escuela más lúgubre ycomprimida que antes, cerró la puerta y regresó a su casa.
Al día siguiente, fue Melisa a la escuela. Se había lavado previamentela cara, y su cabello negro y ordinario llevaba trazas de una recientepelea con el peine, en la cual, al parecer, ambos llevaban mala parte.La mirada desafiadora brillaba de cuando en cuando en sus ojos, pero sumanera era más dócil y modesta.
Entonces comenzó una serie de pequeñaspruebas y de sacrificios mutuos, en los cuales maestro y alumnaobtuvieron partes iguales y que aumentaron su mutua simpatía. Aunqueobediente ante la mirada del maestro, a menudo, durante el asueto,contrariada o irritada por un desprecio imaginario, Melisa rabiaba confuria indómita, y más de una vez algún pequeño educando, que habíaquerido igualar con ella sus armas de combate, palpitante, con rasgadachaqueta y arañado rostro, buscaba protección al lado del profesor.
Hubo sobre el asunto una seria división entre los vecinos; muchosamenazaron con retirar a sus hijos de una compañía tan mala, y otros,con el mismo calor, defendieron la conducta del maestro en su obraeducativa.
De este modo, con terca persistencia que más adelante, al considerar lopasado, le pareció firmeza, el maestro sacó poco a poco a Melisa de lastinieblas de su pasada vida, como si no fuese más que su progresonatural en el estrecho sendero por el cual la había encaminado en laestrellada noche de su primitivo encuentro. Teniendo presente laexperiencia del evangélico, Mac Sangley evitó con cuidado y paciencia elescollo sobre el cual, éste, poco adiestrado piloto, había hechonaufragar la fe reciente de la niña. Si en el transcurso de la lecturatropezaba casualmente con aquellas pocas palabras que han levantado asus semejantes sobre el nivel de los más viejos, más sabios y másprudentes, si aprendía algo de una fe que está simbolizada por elsufrimiento, y si la antigua llama se suavizaba en sus ojos, no eranunca bajo la fuerza de una lección. Entre la gente más sencilla deaquellos buenos colonos se reunió una pequeña suma, por medio de la cualla haraposa Melisa pudo vestir la ropa de la decencia y de lacivilización, y con frecuencia un rudo apretón de manos y palabras defranca aprobación y confortamiento de alguna de esas figuras arrugadas,groseras y vestidas con la encarnada camisa, hacían acudir el rubor alas mejillas del joven maestro y le obligaban a pensar si eran del todomerecidos los plácemes y tributos que se le prodigaban.
Unos tres meses habían transcurrido desde la época de su primerencuentro y el maestro estaba entregado una noche a sus copias morales ysentenciosas, cuando se oyó llamar a la puerta y otra vez se vio aMelisa delante de sí. Vestida con cierta extraña pulcritud, tenía lacara limpia, y tal vez nada, excepto el largo cabello negro y losbrillantes ojos, podía recordarle la anterior aparición.
—¿Está usted ocupado?—preguntó.—¿Puede venir conmigo?
Y al significar aquél su asentimiento, con su antigua maneravoluntariosa y decidida, dijo:
—Venga pronto, pues.
Salieron precipitadamente, y penetraron en el oscuro camino.
Al entraren el pueblo, el maestro le preguntó a dónde iban, y ella contestó:
—A ver a mi padre.
Por primera vez oía nombrarle con aquel título filial, o darle otrofuera del de «viejo Smith» o bien de «el Viejo». Por primera vez, tresmeses, hablaba de él, y al maestro le constaba que le había evitadoresueltamente desde el cambio experimentado en la escuela. Peroconvencido por sus ademanes, sería por demás preguntarle suspropósitos, la siguió pasivamente por sitios solitarios, por bajastabernas, restaurants y salones, por casas de juego y de baile; elmaestro, precedido por Melisa, entraba y salía como un autómata. Entreel humo y los reniegos de los antros del vicio, la niña, asida de lamano del maestro, se paraba mirando ansiosamente, tratando de descubrir,al parecer inconsciente de todo, el objeto que buscaba y que absorbíatodos sus sentidos. Algunos bebedores, reconociendo a Melisa, llamaban ala niña para que les cantara y bailara, y la hubieran obligado a beber ano interponer el maestro su respetable autoridad.
Otros,
reconociéndole,les
hicieron
paso
silenciosamente. Así transcurrió bastante tiempo. Laniña le dijo entonces al oído, que del otro lado del torrente,atravesado por una larga palanca, quedaba aún una cabaña donde pensabaque podía estar. Marcharon en aquella dirección, durante media hora defatigosa caminata, pero inútilmente. Volvían ya sobre sus pasos por lazanja, siguiendo el canal y contemplando las luces del pueblo en laorilla opuesta, cuando de pronto sonó agudamente en el fresco aire de lanoche un disparo de arma de fuego, que el eco se encargó de reproducirvarias veces en torno de Red-Mountain, haciendo que los perros ladrarana lo lejos.
Las luces del pueblo parecieron vibrar y moverse rápidamentepor algunos momentos. El riachuelo hirvió a su lado en borbotonestumultuosos; algunas piedras se desprendieron de la cuesta y cayeronruidosamente en el agua; un fuerte viento pareció sacudir las ramas delos fúnebres pinos, y luego el silencio se restableció más de lleno, másprofundo y más lúgubre. Entonces el maestro volviose hacia Melisa con unmovimiento instintivo de protección, pero la niña había desaparecidoentre las sombras. Impulsado por un extraño terror, corrió rápidamentecamino abajo hacia el lecho del río, y saltando de roca en roca, alcanzóla aldea. Una vez en el centro de Red-Mountain y en las cercanías delestribo de la palanca, miró hacia arriba y detuvo el aliento con temor;pues en lo alto, sobre la estrecha tabla, vio la pequeña y aérea figurade su compañera de poco ha, cruzando rápidamente como una aparición.
Subió nuevamente la orilla, y guiado por algunas luces que se movían entorno de un punto fijo de la montaña, encontrose pronto rodeado de unamultitud de hombres sombríos y presa de profundo terror. De en medio dela multitud salió la niña, y tomándole de la mano, le condujosilenciosamente delante de lo que parecía ser un profundo boquete en lamontaña. Melisa tenía la cara lívida, pero su excitación habíadesaparecido y su mirada era como la de una persona a quien algúnsuceso, por largo tiempo esperado, hubiese acontecido; expresión que almaestro, en su atolondramiento, le parecía casi como de alivio.
Allídelante aparecía una cabaña cuyo techo aguantaban dos maderosapolillados. La niña señaló un montón como de vestidos andrajosos,deshechos y echados en el agujero por el último habitante de la misma.El maestro se aproximó y a la luz de una antorcha se inclinó sobreellos. Era el cuerpo inerte de Smith con la pistola en la mano y la balaen el corazón, tendido al lado de su bolsa vacía.
II
El juicio que Mac Sangley aventuró con referencia al cambio desentimientos que supuso haber experimentado Melisa, había ganadoterreno, y muchos pensaron que Melisa había dado con el filón de unabuena conducta. Así es que, cuando se hubo añadido una nueva tumba alpequeño cercado, y a expensas del maestro se colocó en ella una lápidacon su correspondiente inscripción:
« La Bandera de la Red-Mountain»,se portó como buena e hizo lo que debía respecto de la memoria de uno de«nuestros más antiguos zapadores», refiriéndose graciosamente a aquel«tósigo de las más nobles inteligencias», y relegando generosamente alolvido el pasado «de nuestro querido hermano». «Llora hoy su pérdida unahija única, decía La Bandera, que es ahora una alumna ejemplar graciasa los esfuerzos del reverendo Mac Sangley.» En verdad, el reverendo MacSangley hacía gran caso de la conversión de Melisa, y atribuyendoindirectamente a la desgraciada niña el suicidio de su padre, sepermitió intencionadas alusiones a los efectos beneficiosos de la«silenciosa tumba», y en tan alegre contemplación redujo la mayor partede los niños a un estado de horror tan grande que fue causa de que losvástagos de las primeras familias guardasen en clase silencio tal, quebien lo hubiese querido el maestro para todo el año.
El largo y cálido verano no se hizo esperar. A medida que cada ardientedía se consumía en pequeñas neblinas color gris perla en las cimas delas montañas, y la naciente brisa esparramaba rojas cenizas sobre elpanorama, la verde alfombra que la temprana primavera había tendido porencima de la tumba de Smith, se marchitó hasta secarse por completo.Todos los domingos por las tardes, al entrar el maestro por elcamposanto, se sorprendía de encontrar arrojadas allí algunas floressilvestres, tomadas en el húmedo pinar, como también toscas guirnaldasprendidas de la pequeña cruz de madera. Algunas de aquellas guirnaldasestaban formadas de hierbas odoríferas, de esas que las niñas gustan deguardar en su pupitre, aquí y acullá, enlazadas con las plumas del bacaide la vainilla y de la anémona silvestre, el maestro reparó en lacapucha azul oscuro de