—La agarré en Nueva Orleáns el año 59—nos dijo el señor Tomás, comoquien se refiere a una epidemia.—¡Pásenme las chuletas!
Tal vez este temperamento práctico fue el que lo sostuvo en suindagación aparentemente infructuosa. No tenía en su poder indicioalguno del paradero de su fugitivo hijo, ni mucho menos pruebas de suexistencia. Con la confusa y vaga memoria de un niño de doce años,esperaba ahora identificar al hombre adulto.
Sin embargo, lo consiguió. Lo que no dijo jamás es cómo se salió con lasuya. Hay dos versiones del suceso. Según una de ellas, el señor Tomás,visitando un hospital, descubrió a su hijo, gracias a un cantoparticular, que entonaba un enfermo delirante, soñando en su edadinfantil. Esta versión, dando como daba ancho campo a los más delicadossentimientos del corazón, se hizo muy popular, y narrada por elreverendo señor Esperaindeo al regreso de su excursión por California,jamás dejó de satisfacer a los oyentes. La otra, menos sencilla, es laque yo adoptaré aquí, y, por lo tanto, debo relatarla con la detenciónque se merece.
Era después que el señor Tomás desistió de buscar a su hijo entre elnúmero de los vivos y se dedicaba al examen de las necrópolis y ainspeccionar cuidadosamente las frías lápidas de los cementerios. Undía, visitaba con cuidado la Montaña Aislada, lúgubre cima, bastanteárida ya en su aislamiento original, y que parece más árida aún por losblancuzcos mármoles con que San Francisco da asilo a los que fueron susciudadanos, y los protege de un viento furioso y persistente, que seempeña en esparcir sus restos, reteniéndolos bajo la movediza arena queparece rehusar cobijarlos. Contra este viento, el viejo oponía unavoluntad no menos férrea y tenaz.
Todo el día se pasaba con su cabezadura y gris, cubierta por un alto sombrero enlutado, hundido hasta lascejas, leyendo en alta voz las inscripciones funerarias. Las citas delas Santas Escrituras le gustaban y se complacía en corroborarlas conuna Biblia manual.
—Aquélla es de los salmos—dijo un día al cercano enterrador.
El interpelado calló.
Sin inmutarse en lo más mínimo, el señor Tomás se deslizó en la abiertafosa, entablando un interrogatorio más decidido.
—¿Ha tropezado usted alguna vez en su profesión con un tal CarlosTomás?
—¡El diablo se lleve a Tomás!—replicó el enterrador fríamente.
—Si no tenía religión creo que ya lo habrá hecho—respondió el viejo,trepando fuera de la tumba.
Quizá diera esto ocasión a que el señor Tomás tardara más tiempo delordinario en salir del cementerio. Al regresar de frente hacia laciudad, principiaron a brillar ante él las luces, y un viento impetuoso,que la neblina hacía sensible, ya le impelía hacia adelante, ya comopuesto en acecho le atacaba enfadosamente desde las desiertas calles delos suburbios. En uno de estos recodos otra cosa no menos indefinida ymalévola, se arrojó sobre él con una blasfemia, encarándole una pistolay requiriéndole la bolsa o la vida. Pero se encontró con una voluntadde hierro y una muñeca de acero: agresor y agredido rodaron agarradospor el suelo; en el mismo instante, el viejo se irguió, tomando con unamano la pistola que había podido arrebatar y con la otra sujetando conel brazo tendido la garganta de un joven de hosco y salvaje semblante,que pretendía deshacerse con esfuerzos sobrehumanos.
—Joven—dijo el señor Tomás, apretando sus delgados labios.—¿Cómo sellama usted?
—¡Tomás!
La férrea mano del anciano resbaló desde la garganta al brazo de suprisionero, aunque sin disminuir la presión con que le tenía asido.
—Carlos Tomás, ven conmigo—dijo luego.
Y llevose a su cautivo al hotel en que se hospedaba.
Lo que tuvo lugar allí no ha trascendido fuera, pero a la mañanasiguiente se supo que el señor Tomás había dado con el hijo pródigo.
Sin embargo, ni la apariencia de los modales del joven justificaban a unperspicaz observador la anterior narración.
Serio, reservado y digno,entregado en cuerpo y alma a su recién encontrado padre, aceptó losbeneficios y responsabilidades de su nueva condición con cierto aire deformalidad, que se asemejaba al que hacía falta a la sociedad de SanFrancisco y que ella arrojaba de sí. Algunos quisieron despreciar estacualidad como una tendencia a «cantar salmos», otros vieron en esto lascualidades heredadas del padre, y estaban dispuestos a profetizar parael hijo la misma dura vejez; pero todo el mundo convino en que eracompatible con los hábitos de hacer dinero, en los cuales padre e hijohabían coincidido de un modo singular.
Y, no obstante, el anciano parecía que no era feliz.
Quizá porque la realización de sus deseos le había dejado sin una misiónpráctica; tal vez, y esto es lo más probable, sentía poco amor por elhijo que había con tanta fortuna recobrado. La obediencia que de élexigía, le era otorgada de buen grado; la conversión en que había puestosu alma entera, fue completa, y, a pesar de todo, nada de esto lesatisfacía su espíritu. Había cumplido con todos los requisitos de sudeber religioso al redimir a su hijo, y, no obstante, parecíale quefaltaba algo a su brillante acción. En semejante duda, leyose laparábola del Hijo Pródigo, que no había perdido nunca de vista en superegrinación, y observó que había omitido el festín final dereconciliación. No parecía ofrecérsele nada mejor a la deseada cualidaddel ceremonioso sacramento entre él y su hijo; de manera, que un añodespués de la aparición de Carlos, se preparó a darle un banquetesuntuoso.
—Reúne, llama a todo el mundo, Carlos—dijo solemnemente,—para quetodos sepan que te he sacado de los abismos de la iniquidad y de lacompañía de los cerdos y de las mujeres perdidas, y mándales que coman,beban y se regocijen.
No sé si el anciano tenía para esto otro motivo, no analizado todavía.
La hermosa casa que había mandado construir sobre las arenosas colinas,parecíale a veces solitaria y triste. A menudo, sorprendíase a sí mismo,tratando de reconstruir con las graves facciones de Carlos las de aquelniño cuyo vago recuerdo tanto le ocupó en el pasado y que tanto hoy lepreocupaba. Imaginábase que era ésta señal de que se le acercaba lavejez y con ella una nueva infancia.
Un día, en su sala de ceremonias dio de manos a boca con un niño de unode los criados, que se aventuró a llegar hasta allí, y quiso tomarle ensus brazos: pero el niño huyó ante su hosco y arrugado semblante. Portodo esto, pareciole muy pertinente reunir en su casa la buena sociedadde San Francisco, y de entre aquella exposición de doncellas elegir lacompañera de su hijo.
Después tendría un nieto, un niño a quien criardesde el principio y a quien amaría, como no amaba a Carlos.
Inútil es decir que todos fuimos al convite. Aquella distinguidasociedad vino provista de aquella exuberancia de animación, alegría ylocuacidad, sin freno ni respeto alguno para el anfitrión, que la mayorparte distribuyó del modo más generoso posible, principalmente a costade los festejados. La cosa hubiera terminado con escándalo, a nopertenecer los actores a la más alta escala social.
En efecto, el señor Tibet, dotado por naturaleza de ingenioso humorismoy excitado además por los brillantes ojos de las muchachas Jonnes, seportó de una manera tal, que atrajo las serias miradas de don CarlosTomás, quien se le acercó, diciendo casi al oído:
—Parece que se siente usted malo, señor Tibet; permítame que leconduzca a su carruaje. (Resiste, perro, y te echaré por la ventana).Por aquí, si gusta; la habitación está caldeada y quizá podíaperjudicarle.
Inútil es decir que sólo una parte de este discurso fue perceptible parala sociedad y que el resto lo divulgó el señor Tibet, sintiendo en elalma que su repentina indisposición le privase de lo que la másexcéntrica de las señoritas Jonnes, bautizó con el nombre «el ramilletefinal de la fiesta», y que voy a referir.
El acontecimiento se guardaba para el final de la cena.
Probablemente elseñor Tomás hacía la vista gorda ante la desordenada conducta de lagente joven, abstraído en la meditación del efecto dramático que teníaen incubación.
En el momento de levantarse los manteles, púsose de pie y golpeósolemnemente sobre la mesa. Entre las muchachas Jonnes, se inició unatosecita que contagió todo aquel lado de la mesa. Carlos Tomás, desde unextremo de aquélla, alzó la mirada con tierna expectación.
—Va a cantar un himno.
—Va a rezar.
—¡Silencio! ¡que es un discurso!
Estas voces dieron vuelta a la sala.
Y el señor Tomás empezó:
—Hoy hace un año, hermanos y hermanas en Jesucristo—dijo con severapausa,—un año cumple hoy, que mi hijo regresó de correr los lodazalesdel vicio y de gastar su salud con las hijas del pecado.
La risa cesó de golpe.
—Véanle ahora, ¡Carlos Tomás, levántate!
Carlos Tomás obedeció.
—Hoy hace un año y ahora pueden contemplarle.
A la verdad, era un hermoso hijo pródigo, allí de pie, con su severotraje de última moda. Un pródigo arrepentido, con ojos tristes yobedientes, vueltos hacia la dura y antipática mirada del autor de susdías.
La señorita Smith, un capullo de quince años, sintió en las purasprofundidades de su loquillo corazón un movimiento de involuntariasimpatía hacia él.
—Quince años hace que abandonó mi casa—dijo el señor Tomás,—hecho unpródigo y un libertino. ¡Pero yo mismo era un hombre de pecado!... ¡Oh,amigos en Jesucristo! Un hombre de ira y de rencor.—(«Amén»—añadió lamayor de las Jonnes).
Pero, alabado sea Dios, he huido de mi propiacólera. Cinco años ha que obtuve la paz que supera a la humanacomprensión. ¿La tienen ustedes, amigos?
Un subcoro de «no, no», por parte de las muchachas, y un
«venga el santoy seña» por la del teniente de navío, Coxe, de la corbeta de guerra delos Estados Unidos, El Terror, sirvieron de contestación.
—«Llamad y se os abrirá». Y cuando descubrí lo errado de mi camino yla preciosidad de la gracia—continuó el señor Tomás,—vine a darla a miquerido vástago. Busqué por mar y por tierra sin desmayar. No esperé queél viniera a mí, lo cual podría haber hecho, justificándome con el librode los libros en la mano, sino que le busqué en el cieno, entre loscerdos, y... (el final de la frase se perdió por el roce de los vestidosde las señoras al retirarse). Obras, hermanos en Jesucristo, es midivisa;
«por sus obras los conoceréis» y ahí están las mías, que todospueden juzgar a la luz del día.
Y, al decir esto, el señor Tomás, gesticulando y haciendo extrañasmuecas, miraba fijamente hacia una puerta abierta que daba a la terraza,atestada hacía poco de criados mirones y convertida ahora en escena deun tumulto infernal.
En medio del ruido, cada vez creciente, un hombre, miserablementevestido y borracho como una sopa, se abrió paso por entre los que se leoponían, y penetró en la sala con paso nada seguro. El brusco cambioentre la neblina y la oscuridad de fuera, y el resplandor y el calor dedentro, lo deslumbraron, así es que en su estupor quitose el estropeadosombrero y lo pasó una o dos veces ante sus ojos, mientras se sostenía,aunque con poca seguridad, contra el respaldo de un sofá. De pronto, suerrante mirada cayó sobre la pálida fisonomía de Carlos Tomás, y con undestello de infantil inteligencia y una débil risa de falsete, echosehacia adelante, agarrose a la mesa, hizo caer los vasos, y, finalmente,se dejó caer sobre el pecho del joven.
—¡Carlos! ¡Caramba de truhán! ¿qué tal?
—¡Silencio!
¡Siéntate!
¡Calla!—dijo
Carlos
Tomás,
forcejeandorápidamente por desembarazarse del abrazo de su inoportuna visita.
—¡Mírenlo!—continuó el forastero, sin hacer caso del aviso y con lamayor despreocupación.
Y en tono de amorosa y expresiva admiración, y reteniendo al pobreCarlos con vacilante muñeca, lleno de ternura, prosiguió:
—¡Contemplen, pues, a este pillastre! ¡Carlos, así Dios me condene,estoy orgulloso de ti!
—¡Salga usted de casa!—dijo el señor Tomás, levantándose con laamenazadora y fría mirada de sus ojos grises, y haciendo acopio deautoridad.—Carlos, ¿cómo te atreves?...
—¡Cálmate, vejete! Carlos, ¿quién es ese tío, vamos? ¡Corre!
—¡Cállate, insensato! ¡Vamos, toma esto!—Y con mano nerviosa CarlosTomás llenó de licor una copa.—Bebe y vete, hasta mañana... encualquier parte, pero déjanos; vete en seguida y déjanos en paz.
Pero antes de que el miserable pudiera beber, el anciano, pálido derabia, precipitose sobre el intruso, y asiéndolo con sus poderososbrazos y arrastrándolo a través del grupo de asustados comensales quelos rodeaban, alcanzó la puerta abierta de par en par por los criados,cuando Carlos Tomás exclamó, con un grito angustioso:
—¡Deténgase!
Parose el anciano. A través de la puerta, abierta de par en par, laneblina y el viento llevaron al interior una oleada de frío.
—¿Qué significa esto?—preguntó, volviendo hacia Carlos su coléricorostro.
—¡Nada! Pero, deténgase, se lo suplico... Aguarde hasta mañana, pero noesta noche. No lo haga. Se lo ruego. Por el amor de Dios, no haga ustedeso.
En el tono de la voz del joven, o tal vez en el contacto del miserableque luchaba entre sus poderosos brazos, había un no sé qué indefinible yextraño. Sea como fuere, un terror confuso e indefinible se apoderó delcorazón del anciano, que murmuró con voz salvaje:
—¿Quién es este sujeto?
Carlos no contestó.
—¡Atrás todos!—gritó con voz de trueno el señor Tomás a los convidadosque lo rodeaban.—¡Carlos, ven aquí! Yo te lo mando, yo... yo... yo...yo te ruego... me digas quién es este hombre. Ahora mismo.
Dos personas, tan sólo, oyeron la contestación que salió, débil yquebrantada, de los labios de Carlos Tomás:
—ES SU HIJO.
. . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . .. .
. . . . . . . . . . .
Al día siguiente, cuando el sol había rebasado las áridas colinas dearena, los convidados habían desaparecido de los festivos salones delseñor Tomás. Las luces ardían aún pálidas y tristes en los desiertossalones, y en medio de este abandono, sólo tres personas se acurrucabanapretadas en un ángulo de la fría sala, formando confuso montón. La una,tendida en un canapé, dormía el sueño de la borrachera; sentábase a suspies el que hemos conocido por Carlos Tomás, y junto a ambos, encogida yrebajada a la mitad de su tamaño encorvábase la figura del señor Tomás,la mirada hosca, los codos sobre las rodillas y tapándose con las manoslos oídos, como para evitar la voz triste y suplicante que parecíallenar los ámbitos de la habitación.
—Bien sabe que no empleé voluntariamente artificio alguno para engañara usted. El nombre que di aquella noche fue el primero que me vino a lasmientes; precisamente el nombre de uno a quien creí muerto; el deldisoluto compañero de mi vida de libertino. Cuando más tarde meinterrogó usted, empleé el conocimiento que de él había adquirido, paraenternecer su corazón y ganarlo para una vida honrada. ¡Juro queúnicamente fue por esto! Y cuando me dijo quién era, vi por primera vezabrirse ante mí una nueva vida... entonces... entonces... ¡oh, señor!sí, estaba hambriento, desnudo y sin recurso, cuando iba a robar subolsillo; me sentía solo en el mundo, infeliz y desesperado, cuandoquise robar la ternura de un padre dolorido.
El anciano permanecía imperturbable. Desde su suntuoso lecho, elrecobrado hijo pródigo roncaba confiadamente.
—Yo no tenía padre que pudiese reclamar. Jamás conocí otro hogar que elque he tenido hasta estos momentos. Caí en la tentación. ¡He sido tandichoso... tan dichoso!
Irguiose y permaneció de pie ante el viejo.
—No tema que me interponga entre su hijo y la herencia.
Parto hoy deeste lugar para jamás volver. El mundo es grande, y, gracias a subondad, sé ahora ganarme la vida honradamente.
¡Adiós! ¿No quiere ustedaceptar mi mano?... Sea. ¡Adiós!
Y dio media vuelta para marcharse. Pero, cuando llegó a la puerta,retrocedió de repente, y alzando entre ambas manos la encanecida cabezadel anciano, la besó unas y más veces con efusión.
—¡Carlos!
No hubo contestación.
—¡Carlos!
Incorporose el anciano estremecido y corrió bamboleándose débilmentehacia la puerta. Estaba abierta. Por ella llegaba el tumulto de una granciudad que despierta, y entre este tumulto las pisadas del hijo pródigoque se perdían a lo lejos, para siempre.
MAGDALENA
El coche se deslizaba penosamente por la estrecha carretera, dandofrecuentes sacudidas. En su interior éramos siete personas que nohabíamos despegado los labios desde que uno de aquellos saltos vino adejar sin concluir la última cita poética del juez, mi honorable vecino.El hombre alto sentado junto a éste, dormía con el brazo pasado por lacolgante correa, y apoyada la cabeza en ella, formaba como un objetofofo e indefinible, parecía que se hubiese ahorcado a sí propio, y lehubieran cortado la cuerda que le había servido de instrumento. En elasiento posterior, la señora francesa dormitaba también, conservando unaactitud de estudiado recato, que se echaba de ver en la posición delpañuelo caído sobre la frente ocultando a medias su rubicunda cara.
Otraseñora de Virginia City, que viajaba en compañía de su esposo, yacía enun ángulo, arrebujada en un mar de cintas, pieles y abrigos queinundaban por completo su persona. No se percibía otro ruido que elchirriar de las ruedas y el de la lluvia batiendo el imperial, cuando derepente la diligencia se paró, y oímos unas voces que llegabanconfusamente hasta nosotros. El conductor sostenía un vivo diálogo conalguien en el camino, diálogo que nos pareció debía ser poco halagüeño ajuzgar por las palabras que en medio del furioso viento que soplabapudimos apreciar; «puente arrastrado»,
«camino
inundado», «pasoimposible» y otras por el estilo. El silencio más absoluto reinó unmomento, y después una misteriosa voz lanzó desde el camino esteconsejo:
—Prueba en casa de Magdalena.
Al dar el vehículo una brusca vuelta, alcanzamos a vislumbrar loscaballos delanteros, y luego un jinete que se desvanecía en la bruma.Indudablemente, emprendíamos el camino de la casa de Magdalena.
¿Quién era y dónde estaba Magdalena? El juez, nuestra autoridad, dijo norecordar aquel nombre, y eso que conocía por completo el país; elviajero canadiense opinó que Magdalena tendría alguna posada; pero loúnico que realmente supimos fue que la crecida de las aguas nos habíacortado el camino por el frente y por la espalda, y que Magdalena eranuestra tabla salvadora. Por espacio de diez minutos nos encharcamos porun tortuoso camino, ancho a duras penas para la diligencia, y nosdetuvimos delante de un reja atrancada y aforrada, fija a una extensapared de cerca de unos dos metros de alto. Aquello era, sin dudaalguna, la casa de Magdalena. Pero, sin duda alguna también, aquellamujer no tenía posada. El cochero bajó y tanteó la puerta, que estabasólidamente cerrada.
—¡Magdalena! ¡Magdalena!
Nadie contestó.
—¡Magdalena! ¡Tú, Magdalena!—continuó el cochero con irritación cadavez más patente.
—¡Magdalena!—añadió el correo persuasivamente.—¡Oh, Magdalenita!
Pero la tal Magdalena, al parecer insensible, dio la callada porrespuesta. El juez acababa de bajar el vidrio de la ventanilla, sacófuera la cabeza, y comenzó una serie de preguntas que, a ser contestadassatisfactoriamente, hubieran dilucidado, sin duda alguna, todo aquelmisterio. A todo esto replicó el auriga que si no saltábamos del cochepara ayudarle en llamar a Magdalena quizá tendríamos que permanecer todala noche en él.
Nos levantamos, pues, y llamamos a Magdalena en coro, y luego cada cuala solo, y apenas hubimos acabado, cuando un hibernés, compañero deviaje, gritó desde el imperial:
¡Magdalena! con un acento tan extrañoque todos nos echamos a reír. Mientras nos estábamos riendo, nuestrocochero dijo a voz en grito:
—¡Silencio!
Todos prestamos oído, y con infinita admiración oímos que el coro de¡Magdalena! se repetía a la otra parte de la pared, juntamente con elfinal e infame grito del hibernés.
—¡Extraordinario eco!—dijo el juez.
—¡Extraordinario y remaldito!—exclamó el conductor, condesprecio.—Sal ya de ahí, Magdalena, y muéstrate en persona de una vez.Sé humana. No juegues al escondite; yo no bromearía en tu lugar,Magdalena—continuó Yuba-Bill, que en un exceso de furor daba ya vueltaspateando.
—¡Magdalena!—continuó la voz.—¡Oh, Magdalena!
—¡Mi buen señor!—dijo el juez, en el tono más patético.—
Imagínese loinhospitalario de rehusar un abrigo contra la inclemencia del tiempo, amujeres desamparadas. ¡Señor mío de mi alma! Pensar que...
Una letanía de Magdalena terminando con una carcajada interrumpió superoración.
Yuba-Bill acabó la paciencia; tomando del camino una pesada piedraderribó la verja, y seguido del correo penetró en el cercado: nosotrostomamos la misma dirección. Reinaba la más completa oscuridad, y todocuanto pudimos saber, gracias a los rosales que nos rociaban con suhúmedo follaje a cada ráfaga de viento, fue que estábamos en un jardín ocosa parecida.
—¿Conoce usted al inquilino de esta casa?—preguntó el juez aYuba-Bill.
—No; ni ganas—contestó Yuba-Bill secamente, viendo ofendida en supersona, por tan contumaz individua, a toda la compañía pionera dediligencias.
—¡Pues, sí que la hemos hecho buena!...—replicó el juez, pensando enla verja allanada.
—Mire usted—dijo Yuba-Bill, con delicada ironía,—¿no haría mejor envolverse y tomar asiento en el coche hasta que le avisaran? Yo entro.
Y dicho y hecho, empujó la puerta de la casa.
En apretada haz penetramos todos en una larga sala iluminada únicamentepor el rescoldo de un fuego que se extinguía en un rincón de lachimenea.
La luz vacilante que aquel rescoldo despedía daba relieve al grotescodibujo
de
las
paredes
extrañamente
pintadas.
Distinguíase una personasentada en gran sillón de brazos junto al hogar.
Todo esto lo vimos, apiñados en el umbral detrás del conductor y delcorreo.
—¡Hola! ¿Dónde está Magdalena?—dijo Yuba-Bill, al misteriososolitario.
Aquella figura no habló ni se movió.
El cochero se acercó furiosamente a ella, dirigiendo sobre su rostro elojo de la linterna que llevaba en la mano.
Todos pudimos observar la cara de un hombre envejecido y prematuramentearrugado, con grandes ojos en que se mostraba la solemnidadcaracterística del búho. Los grandes ojos erraron desde la cara deYuba-Bill hasta la linterna y acabaron por fijar sus inconscientesmiradas en aquel objeto deslumbrador.
Bill estaba ciego de coraje.
—Vamos. ¿Es usted sordo? ¡De todas maneras no será mudo!;
¿no esverdad?
Yuba-Bill sacudió por el hombro aquella figura inmóvil.
Con gran sobresalto por parte nuestra, cuando Bill quitó la mano deencima del venerable forastero, éste fue encogiéndose hasta quedarreducido a la mitad de su tamaño y convertirse en un lío informe detrapos viejos.
—¡Maldita sea mi estampa!—dijo Bill, retirándose despechado.
Rehecho de la primera impresión, el juez se adelantó y volvimos aenderezar aquel misterioso invertebrado en su posición primitiva.
Se encargó en seguida a Bill y a su linterna que se dedicasen a explorarel terreno, pues era evidente, dada la impotencia del solitario, quedebía tener a mano sirvientes, y todos nos acercamos al fuego para secarnuestros chorreantes vestidos.
El juez, que había recobrado su autoridad y que no había cesado dedesplegar su talento en la conversación, vuelto hacia nosotros y deespaldas al fuego, nos dirigió la palabra, como a un jurado imaginario,del modo siguiente:
—Ciertamente que nuestro distinguido amigo aquí presente, se encuentraen aquella disposición descripta por Shakespeare, como la de la marchitay amarilla hoja, o bien ha sufrido algún percance que abatió de un modoprematuro sus facultades físicas e intelectuales. Dado que searealmente...
Aquí fue interrumpido por un grito extraño de «¡Magdalena!
¡Oh,Magdalena, Magdalena!» y por todo el coro de Magdalenas en un tonosemejante al que ya conocemos.
Todos nos miramos por un momento, con alguna alarma. Yo en particular,abandoné rápidamente mi posición, pues la voz parecía provenirdirectamente de mi espalda. No tardamos mucho en descubrir la causa: unagran urraca estaba posada sobre la repisa, en la bóveda de la chimenea,sumida en un silencio sepulcral que contrastaba singularmente con suanterior volubilidad. Aquella voz fue la que oímos desde el camino, ynuestro amigo no era responsable de la descortesía. Nuestro auriga,Yuba-Bill, que penetraba en aquel momento de regreso de una pesquisainfructuosa, tuvo que contentarse con la explicación, no sin que elsentado paralítico se librara de una fiera mirada. Como cumple a todobuen cochero, había buscado y encontrado, por fin, un cobertizo en dondeacomodar sus caballos,
pero
regresaba
calado,
y
como
de
costumbre,malhumorado.
—Nadie más que éste hay en diez millas a la redonda de la casucha, y almaldito viejo le consta eso perfectamente.
Pero en seguida se probó que no andábamos equivocados en nuestrasapreciaciones, pues apenas hubo cesado Bill de gruñir, cuando hacia laentrada oímos un paso rápido y el roce de un vestido empapado en agua;la puerta se abrió de par en par, y apareció una joven que, mostrándonoscon su sonrisa los destellos de sus blancos dientes, y el centellear desus ojos negros, con una carencia absoluta de toda ceremonia y timidez,entró, cerró la puerta y apoyose jadeante contra ella.
—Yo soy Magdalena para todo cuanto les plazca.
Y aquella era Magdalena. Aquella joven de ojos vivarachos, de turgentepecho, cuyas faldas, de ordinaria tela azul, no podían ocultar, mojadaspor la lluvia, la belleza de las curvas femeninas a que esculturalmentese adaptaban. Desde su cabello castaño, cubierto por un sombreroimpermeable de hombre, hasta los diminutos pies y tobillos sepultados enlas cavidades de unos zapatos de colosal tamaño, todo era en ellagracioso; así apareció Magdalena riéndose de nosotros de la manera másalegre, franca y bonachona.