sido
desgraciado
en
los
últimostiempos. Así, pues, éste fue el nombre convenido, con el prefijo deTomasín, para hacerlo un poco más cristiano. No se hizo alusión alguna ala madre, y el padre poco importaba.
—Mejor es—dijo el filosófico Arturo—dar de nuevo las cartas, llamarle La Suerte y comenzar el juego otra vez.
Se señaló, pues, día para el bautizo. A juzgar por la despreocupadairreverencia que reinaba en Campo Rodrigo, puede imaginarse lo que veníaa significar dicha fiesta. El maestro de ceremonias era un tal Boston,célebre taravilla, y la ocasión parecía prestarle magnífica ocasión paralucir sus chistes y agudezas. Este ingenioso bufón pasó dos díaspreparando una parodia del ceremonial de la iglesia, con algunasalusiones de sabor local. Ensayose convenientemente el coro y se eligiópadrino a Alejandro Tipton. Después de la procesión llegó éste a laarboleda con música y banderas al frente, y la criatura fue depositadaal pie de un altar simulado. Pero de pronto apareció Edmundo, yadelantándose al frente de la muchedumbre en expectativa, dijo losiguiente:
—No es mi costumbre echar a perder las bromas, muchachos—y en estoirguiose el hombrecillo resueltamente, haciendo frente a las miradas enél fijas,—pero me parece que esto no cuadra. Es hacer un desafuero alchiquitín, eso de mezclarle en bromas que no puede comprender. Yrespecto a la elección de padrino, dijo en tono autoritario:—Quisierasaber quién tiene más derechos que yo.
Un grave silencio siguió a estas palabras, pero sea dicho en honor detodos los bromistas, el primer hombre que reconoció la justicia fue elorganizador del espectáculo, privándose así del legítimo disfrute de sutrabajo.
Aprovechando
estas
ventajas,
continuó
Edmundo
rápidamente:—Pero,estamos aquí para un bautizo y lo tendremos: Yo te bautizo, Tomás LaSuerte, según las leyes de los Estados Unidos y de California, y... ennombre de Dios.
Amén.
Por primera vez se profería en el campamento el nombre de Dios de otromodo que profanándolo. La ceremonia que acababa de celebrarse era talvez más risible que la que había concebido el satírico Boston, pero,cosa extraña, nadie reparó en ello.
Tomasín fue bautizado tanseriamente como lo hubiera sido bajo las bóvedas de un templo cristiano,y en igual forma tratado y considerado.
Y así fue cómo principió la obra de regeneración de Campo Rodrigo,operándose
en
el
campamento
un
cambio
imperceptible. Lo que primeramenteexperimentó las primeras señales de progreso, fue la modesta vivienda deTomasín.
Limpiada y blanqueada cuidadosamente, fue luego entarimada conmaderas, empapelada y adornada. La cuna de palo rosa traída de ochentamillas sobre un mulo, como decía Edmundo a su manera, fue digno rematede todo aquello. De este modo, la rehabilitación de la cabaña fue unhecho consumado. La numerosa concurrencia que solía pasar el rato encasa de Edmundo para ver cómo seguía La Suerte, apreciaban el cambio, y,en defensa propia, el establecimiento rival, la especería de Tut, serestauró con un espejo y una alfombra.
Consecuencia saludable de estasnovedades, fue fomentar en Campo Rodrigo costumbres más rígidas de aseopersonal; además, Edmundo impuso una especie de cuarentena a aquellosque aspiraban al honor de tener en brazos a La Suerte.
Claro que estofue una mortificación para León, quien, gracias al descuido de unavaronil naturaleza y a las costumbres de la vida de fronteras, habíacreído hasta entonces que los vestidos eran una segunda piel que, comola de la serpiente, sólo se cambiaba cuando se caía por carecer deutilidad. No obstante, fue tan sutil la influencia del ejemplo ajeno,que desde aquella fecha en adelante apareció regularmente con camisalimpia y cara aún reluciente por el contacto del agua fresca. Tampocofueron descuidadas las leyes higiénicas, tanto morales como sociales.Tomasito, al que se suponía en necesidad permanente de reposo, no debíaser estorbado por ruidos molestosos, así es que la gritería y losaullidos tan connaturales a los habitantes del campamento, no fueronpermitidos al alcance del oído de la casa de Edmundo. Los hombresconversaban en voz baja o bien fumaban con gravedad india, la blasfemiafue tácitamente proscrita de aquellos sagrados recintos, y en todo elcampamento la forma expletiva popular: maldita sea la suerte o malditala suerte, fue desechada por prestarse a enojosas interpretaciones.
Sólofue autorizada la música vocal por suponérsele una cualidad calmante, ycierta canción entonada por Jack, marino inglés, desertor de lascolonias australianas de S. M. Británica, se hizo popular como un cantode cuna. Se trataba del relato lúgubre de las hazañas de la Aretusa,navío de 74 cañones, cantado en tono menor, cuya melodía terminaba conun estribillo prolongado al fin de cada estrofa. Era de ver a Jackmeciendo en sus brazos a La Suerte con el movimiento de un buque yentonando esta canción de sus tiempos de fidelidad. No sé si por elextraño balanceo de Jack, o por lo largo de la canción—contenía noventaestrofas,
que
se
continuaban
en
concienzuda
deliberación hasta eldeseado fin,—el canto de cuna causaba el efecto deseado. Al volver deltrabajo, los mineros se tendían bajo los árboles, en el suave crepúsculode verano, fumando su pipa y saboreando las melodiosas cadencias de lacomposición. Una vaga idea de que esto era la felicidad de Arcadia, seinfundió a todos.
—Esta especie de cosa—decía el Chokney Simons, gravemente apoyado ensu codo—es celestial.
Le recordaba a Greenwich.
En los calurosos días de verano, generalmente llevaban a La Suerte alvalle, donde Campo Rodrigo explotaba el metal precioso. Allí, mientraslos hombres trabajaban en el fondo de las minas, el pequeñuelopermanecía sobre una manta extendida sobre la verde hierba. La intuiciónartística de los mineros acabó por decorar esta cuna con flores yarbustos olorosos, llevándole cada cual, de tiempo en tiempo, matas desilvestre madreselva, azalea, o bien los capullos pintados de lasmariposas. De allí en adelante, se despertó en los mineros la idea de lahermosura y significación de estas bagatelas que durante tanto tiempohabían hollado con indiferencia. Un fragmento de reluciente mica, untrozo de cuarzo de variado color, una piedra pulida por la corriente delrío, se embellecieron a los ojos de estos valientes mineros y fueronsiempre puestos aparte para La Suerte. De esta manera, la multitud detesoros que dieron los bosques y las montañas para Tomasín, fueincalculable. Circundado de juguetes tales como jamás los tuvo niñoalguno en el país de las hadas, es de esperar que Tomasín viviesesatisfecho. La felicidad se asentaba en él, pero dominaba una gravedadinfantil en todo su aspecto una luz contemplativa en sus grises yredondos ojos que alguna vez pusieron a Edmundo en grave inquietud. Eramuy dócil y apacible. Dicen que una vez, habiendo caminado a gatas másallá de su corral o cercado de ramas de pino entrelazadas que rodeabansu cuna, se cayó de cabeza por encima del banquillo, en la tierrablanda, y permaneció con las encogidas piernas al aire, por lo menos,cinco minutos, con una gravedad y un estoicismo admirables, levantándolosin una queja. Otros muchos ejemplos de su sagacidad sin duda sesucederían, que desgraciadamente
descansan
en
las
relaciones
de
amigosinteresados. No carecían muchos de cierto tinte supersticioso.
Por ejemplo. Un día León llegó en un estado de excitación verdaderamenteextraordinario.
—No hace mucho—dijo,—subí por la colina, y maldito sea mi pellejo, sino hablaba con una urraca que se ha posado sobre sus pies. Charlandocomo dos querubines, daba gozo verles allí tan graciosos y desenvueltos.
De cualquier manera que fuese, ya corriendo a gatas por entre las ramasde los pinos o tumbado de espaldas contemplase las hojas que sobre él semecían, para él cantaban los pájaros, brincaban las ardillas y se abríanlas flores suavemente. La Naturaleza fue su nodriza y compañera dejuego, y tan pronto deslizaba entre las hojas flechas doradas de solque caían al alcance de su mano, como enviaba brisas para orearle con elaroma del laurel y de la resina, le saludaban los altos palos campechesfamiliarmente, y somnolientas zumbaban las abejas, y los cuervosgraznaban para adormecerlo.
Así transcurrió el verano, edad de oro de Campo Rodrigo.
Feliz tiempo era aquél, y la Suerte estaba con ellos. Las minas rendíanenormemente; el campamento estaba celoso de sus privilegios y miraba conprevención a los forasteros; no se estimulaba a la inmigración, y alefecto de hacer más perfecta su soledad, compraron el terreno del otrolado de la montaña que circundaba
el
campamento
en
donde
hubiese
cuajadoperfectamente el célebre adversus hostem, eterna auctoritas de losromanos. Esto y una reputación de rara destreza en el manejo delrevólver mantuvo inviolable el recinto del afortunado campamento. Elpeatón postal, único eslabón que los unía con el mundo circunvecino,contaba algunas veces maravillosas historias de Campo Rodrigo, diciendoa menudo:
—Allí arriba tienen una calle que deja muy atrás a cualquier calle deRed-Dog; tienen alrededor de sus casas emparrados y flores, y se lavandos veces al día; pero son muy duros para con los extranjeros eidolatran a una criatura india.
La prosperidad del campamento hizo entrar un deseo de mayores adelantos;para la primavera siguiente se propuso edificar una fonda e invitar auna o dos familias decentes para que allí residiesen, quizá para que lasociedad femenina pudiese reportar algún provecho al niño. El sacrificioque esta concesión hecha al bello sexo costó a aquellos hombres, queeran tenazmente escépticos respecto de su virtud y utilidad general,sólo puede comprenderse por el entrañable afecto que Tomasín inspiraba.
No faltó quien se opusiera, pero la resolución no se podía efectuarhasta el cabo de tres meses, y la misma minoría cedió, sin resistencia,con la esperanza de que algo sucedería que lo impidiese, como en efectosucedió.
El invierno de 1851 se recordará por mucho tiempo en toda aquellacomarca. Una densa capa de nieve cubría las sierras: cada riachuelo dela montaña se transformó en un río y cada río en un brazo de mar: lascañadas se convirtieron en torrentes desbordados que se precipitaron porlas laderas de los montes, arrancando árboles gigantescos y esparciendosus arremolinados despojos por doquier. Red-Dog fue inundado ya por dosveces, y Campo Rodrigo no tardaría en correr la misma suerte.
—El agua llevó el oro a estas hondonadas—dijo Edmundo,—
una vez haestado aquí, otra vendrá.
Y aquella noche el North-Fork rebasó repentinamente sus orillas y barrióel valle triangular de Campo Rodrigo. En la devastadora avenida quearrebataba árboles quebrados y maderas crujientes, y en la oscuridadque parecía deslizarse con el agua e invadir poco a poco el hermosovalle, poco pudo hacerse para recoger los desparramados despojos deaquella incipiente ciudad.
Al amanecer, la cabaña de Edmundo, la máscercana a la orilla del río, había desaparecido. En el fondo de lahondonada, encontraron el cuerpo de su desgraciado propietario; pero elorgullo, la esperanza, la alegría, la Suerte de Campo Rodrigo nopareció.
Emprendía ya el regreso con corazón triste, cuando un grito lanzadodesde la orilla los detuvo; era una barca de socorro que venía contracorriente. Dijeron que, unas dos millas más abajo, habían recogido unhombre y una criatura medio exánimes.
Quizá algunos los conocería sipertenecían al campamento.
Una sola mirada les bastó para reconocer a León, tendido y magulladocruelmente, pero teniendo todavía en los brazos a La Suerte de CampoRodrigo.
Al inclinarse sobre la pareja extrañamente junta, vieron que la criaturaestaba fría y sin pulso.
—Está muerto—dijo uno.
León abrió los ojos desmesuradamente.
—¿Muerto?—repitió con voz apagada.
—Sí, buen hombre, y tú también te estás muriendo.
Y el rostro de León se iluminó con una suprema sonrisa.
—Muriéndome—repitió,—me
lleva
consigo.
Conste,
muchachos, que mequedo con La Suerte.
Y aquella viril figura, asiendo al débil pequeñuelo, como el que seahoga se aferra en una paja, desapareció en el tenebroso río que corre aabocarse en la inmensidad del mar.
EL SOCIO DE TENNESSEE
Jamás conocimos su nombre verdadero, y por cierto que el ignorarlo nocausó nunca en nuestra sociedad el menor disgusto, puesto que en 1854 lamayor parte de la gente de Sandy-Bar[4] se bautizó nuevamente.
Con frecuencia, los apodos se derivaban de alguna extravagancia en eltraje, como en el caso de Dungaree-Jack, o bien de alguna singularidaden las costumbres, como en el de Saleratus-Bill, así nombrado por laenorme cantidad de aquel culinario ingrediente que echaba en su pancotidiano, o bien de algún desgraciado lapsus, como sucedió al Piratade hierro, hombre apacible e inofensivo, que obtuvo aquel lúgubretítulo por su fatal pronunciación del término pirita de hierro. Talvez haya sido esto principio de una tosca heráldica; pero me inclino apensar que, como en aquellos días el verdadero nombre de un individuodescansaba únicamente en su deleznable palabra, nadie hacía de ello elmás leve caso.
—¿Te llamas Clifford, no es verdad?—dijo Boston, dirigiéndose consoberano desprecio a un tímido recién llegado al campamento.—Elinfierno está empedrado de tales Cliffords.
Y acto continuo presentó al desgraciado, cuyo nombre por casualidad erarealmente Clifford, como el Papagayo Carlos, repentina y profanainspiración que pesó sobre él para siempre.
Volvamos ahora al socio de Tennessee, a quien siempre conocimos por estetítulo relativo, aunque más tarde supimos que existió como unaindividualidad distinta y separada. Según informes, parece que en 1853se marchó de Poker-Flat[5] para San Francisco, con el propósitomanifiesto de buscar mujer, aunque no pasó más allá de Stocktown.
Una vez allí, se sintió atraído por una joven que servía a la mesa en lafonda en que había tomado habitación. Un día le dijo algo que la hizosonreír no desfavorablemente, y romper con alguna coquetería un plato depan tostado contra la seria y sencilla cara, que se le dirigía,retrocediendo luego a la cocina.
Siguiola, y pocos momentos despuésregresó cubierto por más pan tostado, pero victorioso. Al cabo de ochodías se casaron ante un juez de paz y volvieron a Poker-Flat.
Confieso que se podría sacar más partido de este episodio, pero prefieronarrarlo tal como corría por las cañadas y tabernas de Sandy-Bar, dondetodo sentimiento se modificaba por un subido barniz humorista. Poco sesupo de su felicidad matrimonial hasta que Tennessee, que vivía entoncescon su socio, tuvo un día ocasión de decir por cuenta propia algo a lanovia, que «la hizo sonreír no desfavorablemente», retirándose éstahacia Marisvilla, a donde la siguió Tennessee y donde pusieron casa, sinrequerir la ayuda de ningún funcionario judicial. El socio de Tennesseesobrellevó sencilla y pacientemente, según su costumbre, la pérdida desu mujer; pero la sorpresa de todo el mundo fue cuando, al volver un díaTennessee de Marisvilla sin la mujer de su socio, porque ella, siguiendosu costumbre, se había sonreído y marchado con otro, el socio deTennessee fue el primero en estrecharle la mano y darle afectuosamentelos buenos días. Claro que los muchachos que se habían reunido en lacañada para presenciar el tiroteo se indignaron, y su indignación sehubiera manifestado por medio del sarcasmo, a no ser una cierta miradaen los ojos del socio de Tennessee, que indicaban una actitud muy pocofavorable al holgorio. En resumen, era un hombre grave, en quiendominaba el detalle práctico de ser desagradable en un caso dedificultad.
Mientras tanto, el sentimiento público del Bar contra Tennessee sepronunciaba creciendo cada vez más. Se le conocía por jugador ysospechoso de ladrón, y estas sospechas alcanzaban igualmente a susocio; la continua intimidad con Tennessee después del citado asunto,sólo podía explicarse por la hipótesis de la complicidad. Por último, laculpa de Tennessee se hizo patente: un día alcanzó a un forastero en elcamino de Red-Dog;
éste
contó
después
que
Tennessee
lo
acompañódistrayéndolo con interesantes anécdotas y recuerdos, pero que con pocalógica terminó la entrevista con la siguiente arenga:
—Permítame, joven, que le moleste pidiéndole su cuchillo, sus pistolasy su dinero. Digo esto, porque en Red-Dog estas armas y el dinero quelleva consigo podrían ser una tentación para los mal intencionados. Meparece que tengo ya sus señas en San Francisco, y haré lo posible porvisitarle.
Aquí podemos decir de paso que Tennessee poseía una verbosidadhumorística, que ninguna preocupación comercial podía dominar enabsoluto.
Tal suceso fue su última hazaña. Tanto en Red-Dog como en Sandy-Bar, sehizo causa común contra el bandolero, y Tennessee fue cazado en latrampa que se le había preparado.
Demostró su audacia cuando en el salónde las Arcadas se lanzó desesperado al través del Bar, descargando surevólver contra la muchedumbre, llegando así hasta el Cañón del Oso;pero al extremo de éste fue detenido por un hombre pequeño montado en unpequeño caballo. Miráronse un momento en silencio. Los dos hombres eranintrépidos; ambos de sangre fría e independientes, y ambos tipos de unacivilización que en el siglo XVII hubiera sido llamada heroica, y en elsiglo XIX sólo despreocupada.
—¿Qué llevas? muestra el juego—dijo Tennessee con tranquilidad.
—Dos triunfos y un as—contestó el forastero con la misma sangre fría,enseñando dos revólveres y un cuchillo.
—Paso—repuso Tennessee.
Y con este epigrama de jugador, tiró su inútil pistola y retrocediójunto con su aprehensor.
Hacía una noche calurosa por demás. El fresco vientecillo que deordinario, al ponerse el sol, descendía por la empinada montaña dechaparros, fue aquella noche negado a Sandy-Bar.
La estrecha cañadasofocaba con sus cálidos y resinosos olores, y la madera podrida en elBar despedía exhalaciones fétidas.
Latían aún en el campamento laexcitación del día y el hervor de las pasiones. Agitábanse las luces sindescanso en ambos lados del río, y ni un solo reflejo de la oscuracorriente les contestaba.
Detrás de la negra silueta de los pinos, losbalcones del viejo desván del correo se destacaban brillantementeiluminados, y al través de sus ventanas, sin cortinas, los desocupadospodían ver desde abajo las sombras de los que en aquel momento decidíande la suerte de Tennessee, y por encima de todo esto, destacándose sobreel oscuro firmamento, se alzaba majestuosa la lejana sierra, coronada deun inmenso y estrellado firmamento.
El procedimiento contra Tennessee se llevó tan lealmente como era deesperar de un juez y de un jurado que se sentían hasta cierto puntoobligados a justificar en su veredicto las irregularidades del arresto yprimeras diligencias. La ley de Sandy-Bar era implacable, pero no seinspiraba en la venganza.
Por otra parte, la excitación y elresentimiento personal que motivaron semejante caza, se habíanterminado. Una vez seguro el criminal en sus manos, estaban dispuestos aescuchar impasibles la defensa, convencidos de que ya seríainsuficiente, y no teniendo en su interior duda alguna, querían concederal preso el derecho más lato que posible fuese. Partiendo de lahipótesis de que debía ser ahorcado en virtud de principios generales,lo favorecían permitiéndole más amplio derecho del que su despreocupadaosadía reclamaba. El representante de la justicia parecía más inquietoque el mismo preso, quien indiferente para los demás, afectaba alparecer una lúgubre satisfacción en el conflicto a que había dado lugar.
—No tomo carta alguna en este juego—era la contestación invariable,aunque humorística, que daba siempre a quien le preguntaba.
El juez, que era al propio tiempo su aprehensor, se arrepintió vagamentede no haberle descerrajado un tiro aquella mañana; pero pronto desechóesta flaqueza vulgar como indigna de un numen forense. No obstante,cuando sonó un golpe a la puerta y se dijo que el socio de Tennesseeestaba allí para defender al prisionero, fue admitido en seguida sin elmenor interrogatorio; acaso los miembros más jóvenes del jurado, paraquienes los sucesos se prestaban a graves reflexiones, lo saludaban comoun poderoso auxilio. Hay que confesar que no era en rigor de verdad unafigura imponente: bajo y regordete, con la cara cuadrada, tostado por elsol hasta un color casi sobrenatural, vistiendo una ancha chaqueta ypantalones listados y manchado por barro rojizo, en cualquiercircunstancia su aspecto hubiera sido extraño y risible, pero en lapresente era hasta ridículo. Al hacer la acción de inclinarse para dejara sus pies un pesado saco de noche que llevaba, echose de ver, por lasinusitadas inscripciones que puso de manifiesto, que la tela con queestaban remendados sus pantalones, fue destinada en su origen a unenvoltorio más humilde. Después de haber estrechado con afectadacordialidad la mano de cuantos estaban en el salón, enjugó su seria yperpleja cara con un pañuelo rojo de seda menos oscuro que su tez, apoyósu robusta mano sobre la mesa, y se dirigió al jurado con suma gravedad,diciendo:
—Pasaba por aquí, y se me ocurrió entrar a ver cómo seguía el asunto deese Tennessee, mi socio y compañero. ¡Uf, que noche más sofocante! Norecuerdo un tiempo parecido desde mi venida a estas regiones.
Hizo una pequeña pausa, pero como a nadie se le ocurrió impugnar estaobservación metereológica, acudió segunda vez al recurso de su pañuelo,y por algunos momentos se enjugó con diligencia la frente.
—¿Tiene usted algo que decir en favor del preso?—preguntó por fin eljuez.
—A eso voy—dijo el socio de Tennessee;—vengo aquí como su socio, pueslo trato desde hace cuatro años, en la comida y bebida, en el mal y enel bien, en la fortuna y en la desgracia. Sus caminos no son siempre losmíos; pero no hay en ese joven cualidad, no ha hecho calaverada que yono conozca. Si ahora me dice, me pregunta usted confidencialmente dehombre a hombre, sí sé algo en su favor, yo le digo, le digoconfidencialmente, de hombre a hombre: ¿qué quiere que uno sepa de suamigo?
—¡Vamos! ¿Es eso todo cuanto tiene que decir?—interrumpió el juezimpaciente, previendo tal vez que una peligrosa simpatía humorísticavendría a humanizar su flamante tribunal.
—A eso, a eso voy—continuó el socio de Tennessee.—No seré yo quiendiga algo contra él. Veamos, pues, el caso.
Figurarse que a Tennessee lehace falta dinero, que le hace mucha falta dinero, y no le gusta pedirloa su viejo socio. Está bien, ¿pues qué es lo que hace Tennessee? Echa elanzuelo a un forastero y pesca al forastero. Y ustedes le echan elanzuelo y lo pescan a él. ¡Tantos a tantos de triunfos! Apelo a su sanocriterio y a la recta conciencia de este alto tribunal, para que diga sies esto así o no...
—Preso—dijo el juez, interrumpiéndo de nuevo,—¿tiene usted algunapregunta que hacer a ese sujeto?
—¡No, no!—continuó rápidamente el socio de Tennessee.—
Esta partida mela juego yo solo. Y yendo directamente al grano de la cuestión, esto eslo que hay: Tennessee la ha jugado muy pesada y muy cara contra unforastero y contra este campamento.—Y como haciendo un esfuerzo desinceridad, continuó:—Y ahora, ¿qué es lo justo? Unos dirán sus más,otros dirán sus menos; en fin, aquí van 1700 pesos en oro sencillo y unreloj (es todo mi montón), y no se hable más del asunto.
Y acompañando la palabra a la acción y antes de que mano alguna sepudiese levantar para evitarlo, había vaciado ya sobre la mesa elcontenido del saco de viaje.
Durante unos instantes estuvo su vida en peligro. Uno o dos hombres selevantaron en el acto, varias manos buscaron armas ocultas, y sólo laintervención del juez pudo dominar la propuesta de «echar a aquelinsolente por el balcón». El reo se reía, y su socio, al parecerignorante de la sobreexcitación que causaba, aprovechó la oportunidadpara enjugarse otra vez la cara con el pañuelo de bolsillo.
Restablecido el orden y después de haberse hecho comprender al buenhombre, por medio de enérgicas demostraciones, que la ofensa deTennessee no podía ser expiada por compensaciones metálicas, sufisonomía tomó un color más sanguinolento aún, y los que estaban cercade él notaron que su ruda mano experimentaba un ligero temblor. Titubeóun momento, antes de volver el oro al saco de noche, como si no hubiesecomprendido del todo el elevado sentimiento de justicia que guiaba altribunal, y recelase no haber ofrecido bastante cantidad.
Después, volviéndose hacia el juez, dijo:
—Esta partida la he jugado solo, sin mi socio.
Tomó el sombrero y saludando al Jurado iba a retirarse, cuando el juezllamole:
—Si algo tiene que decir a Tennessee, haría usted mejor encomunicárselo ahora mismo.
Los ojos del preso y los de su extraño abogado se encontraron aquellanoche por primera vez. Tennessee mostró sus blancos dientes con francasonrisa y diciendo:
—¡Partida perdida, viejo!—le tendió la mano con efusión.
El socio de Tennessee la estrechó entre las suyas largo rato.
—Como pasaba por casualidad—dijo,—entré sólo por ver cómo seguían lascosas.
Dejó caer después pasivamente la mano que le había tendido, y añadiendoque la noche era calurosa, se enjugó de nuevo la cara con el pañuelo, ysin más, se retiró del local.
Aquellos dos hombres no se encontraron ya jamás en la vida.
El insultofue demasiado grave, y el hecho de haberse propuesto sobornar a un juezde la ley de Linch, la cual aunque fanática, débil o estrecha, era, porlo menos, incorruptible, excluyó de un modo irrevocable de la mente deaquel inflexible funcionario toda vacilación respecto al destino deTennessee, y al amanecer, estrechamente escoltado, se le condujo a lacima del Monte Marley, donde debía ejecutarse la fatídica sentencia.
De la impasibilidad con que la arrostró, de cuán sereno estaba, de cómose negó a declarar cosa alguna, de cuán legales eran las disposicionesdel comité, de todo se trató debidamente en el pregón de Red-Dog, conel aditamento de una amonestación moral a modo de lección para todos losfuturos malhechores, y ya que el editor estaba presente, a su vigorosoinglés remito de buena gana al que me lee. Lo que no describió esta hojalocal, fue la belleza de aquella