Sus fuerzas no eran muchas y había visto mujeres de los amigos de sumarido, en el Kansas, que podían hacer más trabajo; pero él no sequejaba: ¡era tan bueno! ( Dos almas... etc.) Contemplela a la luz del hogar, cuyos reflejos jugueteaban en susfacciones ajadas y marchitas, pero finas y delicadas aún.
Reclinada lacabeza y en actitud pensativa, tenía en los cansados brazos al niñoclorótico y medio desnudo; a pesar del abandono, de la suciedad y de susharapos, conservaba un resto de pasada distinción y no es de extrañarque no me sintiera yo entusiasmado por lo que ella llamaba la «bondad»de su marido.
Alentada por mi sincera curiosidad, me dijo que poco a poco habíaabandonado lo que imaginaba ser debilidades de su primera educación,pero notaba que perdía sus ya escasas fuerzas en esta nueva situación.Al pasar de la ciudad a los bosques, se vio odiada por las mujeres, quela tachaban de soberbia y presuntuosa; todo esto engendró laimpopularidad de su marido entre los compañeros, y arrastrado en partepor sus instintos aventureros y en parte por las circunstancias, lallevó a otras tierras.
Continuó la narración de la triste odisea. En su memoria no quedaba otrorecuerdo del camino recorrido que un desierto inmenso y desolado, encuya uniforme llanura se levantaba un pequeño montón de piedras, latumba de su hijo. Hacía tiempo, observaba que Guillermito enflaquecía ylo hizo notar a Abner, pero los hombres no entienden de criaturas, y,además, estaba fastidiado por un viaje con tanta gente y en talescondiciones.
Acaeció que después de pasar Sweetwater, iba ella caminando una noche allado del carruaje y mirando el centellear de las estrellas, cuando oyóuna vocecita que decía:—¡Madre!—Corrió hacia el interior del carromatoy vio que Guillermito dormía descansadamente y no quiso despertarlo; unmomento después oyó la misma apagada voz que repetía:—¡Madre!—volvióal carruaje, se inclinó sobre el pequeñuelo y recibió su aliento en lacara, y otra vez lo arropó como pudo y volvió a emprender la marcha a sulado, pidiendo a Dios que lo curase, y con los ojos levantados al cielo,oyó la misma voz, ya exánime, que por tercera vez lallamaba:—¡Madre!—y en seguida una grande y brillante estrella cruzó elespacio, apartándose de sus hermanas, y se apagó, y presintió lo quehabía sucedido y corrió al carromato otra vez, tan sólo para estrecharsobre su dolorido corazón una carita desencajada y fría como el mármol.Al llegar aquí, llevó a los ojos sus manos delgadas y enrojecidas y poralgunos momentos permaneció en silencio. Una ráfaga de viento sopló confuria en torno de la casa y dio una embestida violenta contra la puertade entrada, mientras que Ingomar, el bárbaro, en su lecho de pieles dela trastienda, roncaba con placidez beatífica.
Naturalmente que en el valor y fuerza de su marido habría encontradosiempre una protección contra las agresiones y los ultrajes de todogénero.
¡Eso había que decirlo bien claro! Cuando Ingomar estaba con ella, notemía nada; pero era muy nerviosa, y un día le dieron un susto regular.
¿Cómo?
Era en los primeros tiempos de su estancia en California.
Habíanestablecido una casa de bebidas y vendían licores y refrescos a lospasantes. Abner era hospitalario, y bebía con todo el mundo por elaliciente de la popularidad y del negocio; a Ingomar comenzó a gustarleel licor y acabó por tomarle excesiva afición. Una noche en que habíamucha gente y ruido en la cantina, ella entró para sacarle de allí, peroúnicamente logró
despertar
la
grosera
galantería
de
los
alborotadoressemiborrachos, y cuando, por fin, consiguió ya llevárselo a suhabitación con sus espantados hijos, él se dejó caer sobre la cama comoaletargado, lo que le hizo creer que el licor tenía algún narcótico. Ypermaneció sentada a su lado durante toda la noche, sin pegar los ojos.A la madrugada oyó pisadas en el corredor, y mirando hacia la puerta vioque levantaban sigilosamente el pestillo, como si intentaran abrir lapuerta; sacudió a su marido para despertarlo, pero en vano; finalmente,la puerta cedió poco a poco por arriba (por abajo tenía corrido elcerrojo) como a un empuje exterior gradual, y una mano se introdujo porla hendidura. Movida por un extraño impulso, se levantó como unrelámpago, clavando aquella mano contra la puerta con sus tijeras (suúnica arma), pero la punta se rompió y el intruso escapó lanzando unaterrible maldición.
Jamás habló de ello a su marido, por temor de quematara a alguien; pero un día llegó a la posada un extranjero, y alservirle el café, le vio en el reverso de la mano una extraña cicatriz.
Continuamos hablando un buen rato; el viento soplaba todavía, e Ingomarroncaba en su lecho de pieles, cuando resonaron en la calle ruedas yherraduras y el relinche de caballos.
Era la diligencia del correo. Partenia corrió a despertar a Ingomar, ycasi simultáneamente el galante conductor se apareció ante mí,llamándome por mi nombre y convidándome a beber de una misteriosabotella que llevaba. Abrevaron rápidamente los caballos, terminó sufaena el conductor y, despidiéndome de Partenia, ocupé mi sitio en ladiligencia.
Quedé en seguida profundamente dormido para soñar quevisitaba a Partenia e Ingomar, y que era agasajado con pastel adiscreción, hasta que a la mañana siguiente me desperté en Sacramento.No podría asegurar si todo esto fue un sueño, pero jamás presencio eldrama ni oigo la noble frase referente a Dos almas... sin pensar enlos hosteleros de Wingdam.
MORENO DE CALAVERAS
Acababa de llegar la diligencia de Wingdam.
Lo cortés y comedido de la conversación y la ausencia de humo de cigarroy de tacones de bota en las ventanillas del carruaje, indicaban bien alas claras que albergaba una mujer en su interior. Y el cuidado ycompostura que desplegaban los holgazanes que estaban parados delante delas ventanillas, según inveterada costumbre, arreglando sombreros ycorbatas, indicaba además que la mujer era bonita: todo lo cualobservaba desde la banqueta, don Jacobo Melín, con sonrisa filosófica. Ala verdad, no era que despreciase el sexo, sino que reconocía en él unelemento engañoso, cuya persecución separaba al hombre de los no menosinconstantes halagos del poker[10], en el cual se puede decir que donJacobo Melín era maestro consumado.
Así es que, cuando colocó su estrecha bota en la rueda para apearse, nisiquiera echó una mirada hacia la portezuela donde revoloteaba un veloverde; sino que haraganeó de arriba abajo con aquella indiferencianegligente y de buen tono, que es acaso la característica de los de suclase. Su grave indumentaria y continente reservado presentaban unseñalado contraste con la inquietud febril y emoción ruidosa de losdemás pasajeros, y aun estoy convencido de que el mismo Master, graduadoen Harvard, con su descuidado vestido y exuberante vitalidad, sus largosdiscursos acerca del desorden y del barbarismo y su boca llena debizcochos y de queso, representaba un pobre papel al lado de estesolitario calculador de suertes, con su pálida cara griega y su señorilcomedimiento.
Oyose al mayoral el grito de: «Al coche, señores», y el señor Melínvolvió a ocupar su puesto. Tenía ya el pie en la rueda y la cara a nivelde la corrida ventanilla, cuando sus ojos se encontraron de repente conotros que le parecieron los más hermosos del mundo. Se apeó de nuevotranquilamente, dirigió unas pocas palabras a uno de los pasajeros, yefectuando con él un cambio de asiento, con tranquilidad sin igual tomóel suyo en el interior, pues don Jacobo no toleraba que su filosofíaestorbase la acción pronta y decisiva con que siempre procedía.
Creo que esta irrupción de Jacobo infundió alguna reserva en los demáspasajeros, particularmente en los que procuraban hacerse más agradablesal bello sexo. Inmediatamente uno de ellos se inclinó hacia la señoradel velo, y al parecer la informó con un solo epíteto de la profesión dedon Jacobo. Si don Jacobo lo oyó y si reconoció en el informante a unabogado distinguido, al cual, pocas noches antes, había ganado algunosmiles de pesos, no podría decirlo con certeza, pues su impasible rostrono reveló el menor indicio de ello. Sus negros ojos, fríamenteobservadores, giraron con indiferencia, pasando de corrido sobre elcaballero legista y descansaron, por fin, sobre las facciones másplacenteras de su vecina. La buena dosis de estoicismo indio, que leatribuían como herencia de sus antepasados maternos, prestoleinapreciables servicios hasta que las ruedas giraron rechinando sobrelos guijarros del río en el vado Scott, y la diligencia se detuvo, a lahora de la comida, en el Hotel Internacional. El distinguido jurista yun diputado de la cámara saltaron del carruaje y permanecieron junto ala portezuela dispuestos a ayudar a la deidad en su descenso, mientrasque el coronel Estrella, de Siskyon, cargaba con su sombrilla y su sacode mano. Esta multiplicidad de galanterías produjo una confusión yretardo momentáneos. Entonces Jacobo Melín abrió tranquilamente laportezuela opuesta de la diligencia, tomó la mano a la señora, conaquella decisión y seguridad que un sexo indeciso e inseguro sabeadmirar, y en un instante descendiola hasta el suelo. Yuba-Bill, elcochero, desde la banqueta donde estaba, no pudo reprimir una sonoracarcajada.
—Tenga cuidado con ese equipaje, coronel—dijo el conductor conafectada solicitud, siguiendo con la vista al coronel Estrella, quemarchaba tristemente a la retaguardia de la triunfante procesión.
Don Jacobo no se detuvo a comer. Su caballo le esperaba ya con todos susarreos.
Montando con rapidez, subió por la arenosa ribera y desapareció en lapolvorienta perspectiva del camino de Wingdam como presuroso para alejarde sí una idea ingrata. Las humildes gentes que habitaban las empolvadascabañas próximas al camino, se cubrían los ojos con las manos paramirarlo y le seguían con la vista; reconociendo al hombre por sucaballo, preguntábanse qué le ocurriría al Comanche Jacobo paraemprender tan veloz carrera. No obstante, este interés se concentrabaante todo en el caballo, lo que nada tenía de particular en una vecindaddonde la carrera recorrida por la yegua de French Pitt al escaparse delmagistrado de Calaveras, eclipsó todo el interés para el término fatalde personaje tan digno y benemérito.
Al darse cuenta don Jacobo del sudor que bañaba los costados de sucaballo tordo, refrenó, al fin, su velocidad, e introduciendo al animalpor un sendero que servía de atajo, tomó un trote corto, dejando colgarcon descuido las riendas de sus manos. A medida que adelantaba elcamino, variaba el aspecto del paisaje, haciéndose más pintoresco.Descubríanse por entre los claros de las arboledas de pinos y sicomoros,algunos toscos ensayos de cultivo; una cepa en flor trepaba por lapuerta de una cabaña y una mujer mecía a su hijo bajo las rosas quetapizaban otra rústica choza. Unos pasos más allá, don Jacobo alcanzó aunos niños que, con las piernas desnudas, removían las aguas de lacorriente bajo los sauces, y se familiarizó de tal modo con ellos,gracias a su charla peculiar, que fueron bastante atrevidos parasubírsele por las piernas del caballo hasta la silla, y tuvo al fin queafectar una cara exageradamente feroz y largarse dejando tras de síalgunas monedas cuando quiso librarse de ellos. Bien entrado ya en laespesura de los bosques, donde no había huella alguna de habitación,comenzó a cantar, modulando una voz de tenor de tan singular dulzura yun pattus tan suave y tierno, que los pitirrojos y pardillos debieronpararse a escuchar sus notas.
La voz de don Jacobo no era una vozcultivada. El tema de su canto, divagación amorosa tomada de los obrerosnegros, tenía un no sé qué conmovedor y una expresión íntima que lapenetraba de un sentimiento indefinible. Era curioso espectáculo, enverdad, el de este matón con una baraja en el bolsillo y un revólver alcinto, enviando delante sí, al través de los espesos bosques, su voz entiernos lamentos sobre la «Tumba de su Nelly», de una manera que habríaarrasado en lágrimas los ojos a más de algún espíritu delicado. Unhalcón que acababa de devorar a su apresada víctima, se fijó en JacoboMelín con sorpresa
porque
debió
reconocerle
probablemente
un
ciertogrado de parentesco, al mismo tiempo que la superioridad del hombre, yaque con una capacidad superior para la rapiña, a él no le era dableentonar canciones.
De nuevo don Jacobo en el camino real, emprendió otra vez rápida marcha.
Trozos de pared desmoronados, cuestas áridas, troncos de árbol caídossucedieron a los bosques y hondonadas, indicando la proximidad delhombre. Levantose a su vista un campanario: había llegado ya al términode su viaje. Poco después resonaban las pisadas de su caballo por unaestrecha calle que se perdía al pie de la colina, en una ruina caóticade fosos y acueductos, y se apeó delante de las doradas ventanas de unaregia cantina.
Después de atravesar la larga nave del Salón Magnolia,empujó una mampara, entró por un oscuro pasadizo, abrió con llavemaestra una puerta, y se encontró en un cuarto débilmente iluminado,cuyos muebles, aunque elegantes y de precio para la localidad, dabanseñales de dejadez. La consola del centro estaba cubierta de discos omanchas, que no habían entrado en el dibujo original; los sillonesbordados, descoloridos por el tiempo, y el sofá de terciopelo verde,sobre el cual se dejó caer don Jacobo, estaban manchados por la rojaarcilla del camino. Don Jacobo, en su jaula, ya no cantaba, y tendido einmóvil contemplaba sobre su cabeza la pintura en colores chillones deuna ninfa o diosa de la mitología. Quizá por primera vez, se le ocurrióque jamás había visto una mujer semejante, y que si la viera,probablemente no se enamoraría de ella. Tal vez le preocupaba otraespecie de beldad. De este modo vagaba con la imaginación, cuandollamaron a la puerta. Tiró sin levantarse de una cuerda que suspendía elpestillo, la puerta se abrió de par en par y entró un hombre. Elvisitante era de anchas espaldas y constitución robusta; este vigor nose reflejaba en su cara, bella aún, pero singularmente enfermiza ydesfigurada por la influencia de una vida desarreglada. La bebidaparecía también haber impreso su huella en aquella naturaleza, pues sesobresaltó al ver a don Jacobo, y parecía embarazado y confuso.
—Creí que estaba aquí Catalina...—balbuceó.
Don Jacobo sonrió, con la sonrisa que le hemos conocido en la diligenciade Wingdam, y se incorporó como dispuesto a tratar de graves cosas.
—Pero. ¿No has venido en la diligencia?—continuó el recién llegado.
—No—contestó don Jacobo,—la dejé en el vado Scott. No llegará hastadentro de media hora.
—Dime, ¿qué tal marcha la suerte, Moreno?
—¡Pésimamente
mal!—dijo
Moreno
con
repentina
expresióndesesperada.—Otra vez me han dejado sin blanca—
continuó en tonoquejumbroso, que formaba un lamentable contraste con su voluminosocuerpo;—¿no podrías ayudarme siquiera con un centenar de pesos, hastaque me componga algún tanto? Tengo que remitir dinero a casa, a laparienta, y me han ganado eso y veinte veces más.
La deducción no era muy lógica que digamos, pero don Jacobo pasó porella, y alargó la cantidad al peticionario.
—El cuento de la parienta está muy gastado—añadió a modo decomentario.—¿Por qué no dices que quieres reponerte jugando al faraón?¡Ya sabemos que no estás casado!
—Por esas—dijo Moreno con repentina gravedad, como si el contacto deloro en la palma de la mano hubiera comunicado alguna dignidad a suorganismo,—tengo en los Estados una mujer, y una bellísima mujer porcierto. Tres años hace que la vi, y un año que no le he escrito, enespera de que las cosas vayan por el buen camino y lleguemos al filón.Cuando esto ocurra, voy a mandar por ella.
—¿Y Lina?—preguntó don Jacobo con su clásica sonrisa.
Moreno de Calaveras ensayó una mirada picaresca para ocultar suembarazo, mas su débil fisonomía y su inteligencia turbada por elalcohol, carecían ya de expresión, y exclamó:
—¡El diablo me lleve! ¡Qué caramba! Un hombre debe tener un poco delibertad. En fin, ¿qué te parece si hiciéramos una partidita? Voy aperder o doblar este puñado de oro.
Jacobo Melín examinó con curiosidad a su presuntuoso contrincante. Quizásabía que estaba predestinado a perder el dinero, y prefería querefluyese en sus propios cofres a que entrase en los de cualquierforastero; así es que asintió con un gesto, y acercó su silla a la mesa.En aquel mismo momento, llamaron a la puerta.
—Es Lina—dijo Moreno.
Jacobo descorrió el cerrojo, y la puerta se abrió; pero por vez primeraen su vida perdió el aplomo, se levantó bamboleando, y una oleada desangre enrojeció hasta la frente su pálida cara. Allí mismo, en sucuarto, estaba la señora de la diligencia de Wingdam, a quien Moreno,dejando caer las cartas, saludó, exclamando con ojos de asombro.
—¡Mi mujer!... ¡Cielos!
Se dice que la señora Moreno prorrumpió en llanto y reproches contra sumarido; pero yo que le vi en 1857 en Marysville, no lo he creído jamás. La Crónica de Wingdam de la semana siguiente, bajo el título de«Escena conmovedora», decía:
«En nuestra ciudad, donde tan frecuentes son hechos e incidentes detodo género, ha tenido lugar ayer uno de los más tiernos yconmovedores que registra la historia de California. La esposa deuno de los más eminentes pionners de Wingdam, cansada de lacaduca civilización del Este y de su ingrato clima, resolvióreunirse con su noble esposo en estas playas de oro, y sinnoticiarle su intención, emprendió el largo viaje, llegando harácosa de unos ocho días. El júbilo del marido más es para imaginadoque para descrito. Dícese que el encuentro fue indescriptiblementedramático. Esperamos que este ejemplo tendrá imitadores.»
Desde este hecho, sea por la influencia de la señora de Moreno o porespeculaciones afortunadas, la situación financiera de Moreno mejorónotablemente. Al cabo de poco tiempo, compró la participación de sussocios en la mina Nip-y-Tack, con dinero, que se decía ganado al poker una semana o dos después de la llegada de su mujer, pero que losmaldicientes, adoptando el criterio de la señora Moreno sobre laconversión de su marido, atribuían a Melín. Edificó y amuebló también laWingdam House, que los atractivos de su esposa mantuvieron siemprerebosando de huéspedes; fue elegido miembro de la asamblea, hizodonativos a iglesias y se dio su nombre a una calle del pueblo.
Su carácter no participó, sin embargo, de tal prosperidad.
Notose que amedida que se enriquecía tornábase pálido, flaco y malhumorado, y surecelo e inquietud crecían cuanto más aumentó la popularidad de sumujer. Él, el más mujeriego de los hombres, era celoso hasta lo absurdo.Según se cuchicheaba, si no se entrometía en la libertad social de sumujer, era porque, su primero y único ensayo de este género, habíatenido por resultado una grave disputa con su señora, que le impuso elsilencio, quieras que no. El bello sexo era el que tomaba parte másactiva en estos chismes y se comprende, pues aquélla las habíasuplantado en las galantes atenciones de Wingdam, que, como todas lasaficiones populares rendían culto de admiración al poder de la fuerzamasculina o de la beldad femenina.
Recordaré en su descargo, que desdesu llegada había sido la inconsciente sacerdotisa objeto de un cultomitológico que no ennoblece más a su sexo que el peculiar de la antiguaGrecia.
Moreno sospechaba vagamente esto, y su único confidente eraJacobo Melín, cuya mala reputación le prohibía una amistad íntima con lafamilia y cuyas visitas no se repetían muy a menudo.
El verano enviaba todos sus rigores, y en una noche de luna, la señoraMoreno, con sus rasgados ojos, sonrosada y bonita como siempre, estabasentada en la plaza disfrutando el perfumado incienso de la brisa de lamontaña, y de otro incienso no tan puro ni tan inocente, pues a su ladoestaban sentados el coronel Estrella y el juez Roberto Bob, y un turistarecién agregado a la reunión.
—¿Qué ve usted a lo lejos, en el camino?—preguntó el galante coronel,observando que desde hacía algunos minutos la atención de la señoraMoreno se fijaba hacia aquel punto.
—Una nube de polvo—dijo con un suspiro la interpelada.—
Veo el rebañode la hermana Ana.
Los recuerdos literarios del militar no se remontaban más allá delperiódico de la semana anterior, así es que lo comprendió al pie de laletra.
—No son ovejas—continuó,—es un jinete. Juez, ¿no es aquél el tordo deJacobo Melín?
Pero el juez no lo sabía, y según indicó la señora Moreno, el aire erademasiado fuerte para más averiguaciones; de manera que tuvieron queretirarse.
El celoso marido estaba en la cuadra, donde generalmente se retirabadespués de cenar. Quizá lo hacía para demostrar su desagrado a loscompañeros de su esposa; tal vez a semejanza de tantas débilesnaturalezas, encontraba un placer en el ejercicio del poder absolutosobre animales inferiores. Experimentaba cierta satisfacción enamaestrar una yegua pía, a la cual podía pegar o acariciar a su antojo,lo que no podía hacer con su señora. Al penetrar en la cuadra, reconocióa cierto caballo tordo que acababan de entrar, y mirando un poco másallá vio a su dueño. Saludole cordial y sinceramente, correspondiendoMelín bastante hoscamente. Sin embargo, accediendo al importuno empeñode Moreno, le siguió por una escalera excusada, hasta un estrechocorredor, y de allí a un pequeño cuarto con ventana interior,sencillamente amueblado con una cama, una mesa, algunas sillas, látigosy un escaparate para escopetas.
—Ahí tienes mi casa—dijo Moreno, suspirando, echándose sobre la cama yhaciendo seña a su compañero de que tomase asiento.—Su habitación estáal otro extremo del edificio. Hace más de seis meses que no hemos vividojuntos ni nos hemos visto, fuera de las horas de comer. ¡Qué tristepapel para el cabeza de familia! ¿verdad?—dijo con forzada risa;—perome alegro de verte, Jacobo, me alegro inmensamente de verte.
E inclinose sobre el borde de la cama, para estrechar la mano de Melín,que permanecía mudo.
—He querido que subieses aquí, porque no quería hablarte en la cuadra;aunque eso lo sabe toda la ciudad. No enciendas la vela. Podemos hablarasí, a la luz de la luna. Apoya tus pies en este sofá y siéntate aquí ami vera. En ese jarro hay buen anís.
Jacobo no utilizó el aviso. Moreno de Calaveras volvió la cara hacia lapared y continuó:
—Nada me importaría si no la amase, Jacobo. Pero amarla y verla un díatras otro día seguir en este talante, como lo está haciendo, y que yo noponga la más leve cortapisa... ¡esto es lo que me mata! Pero me alegrode verte, Jacobo, me alegro infinitamente.
Y tentó en la oscuridad, hasta que pudo estrechar la mano de suconfidente. La hubiera retenido consigo, pero Jacobo la deslizó en suabrochada levita y preguntó con indiferencia cuánto tiempo hacía queaquello duraba.
—Desde que llegó, desde el mismo día en que entró en la Magnolia. Yo ala sazón fui un torpe, Juan, y ahora soy un torpe también; pero no supecuánto la amaba hasta el presente. Y ya no es la misma mujer.
Mas no es esto todo; de otra cosa quería hablarte, y me alegro de quehayas venido. No se trata tan sólo de que no me ame, y coquetee con elprimero que se presenta, pues tal vez jugué su amor y lo perdí, comohice con todo lo demás en la Magnolia, y acaso la coquetería es naturalen ciertas mujeres; esto no sería grave, sino para los bobos que sedejaran seducir. Pero, amigo...
creo que ama a otro. No me dejes,Jacobo, no me dejes; si tu pistola te molesta, tírala.
Hace cosa de seis meses que la veo inquieta y triste, y como nerviosa ytaciturna. Y a veces, la he sorprendido mirándome tímida y compasiva. Secomunica con alguien. He observado que ha recogido sus cosas...vestidos, dijes y joyas. Jacobo, yo creo que prepara una fuga. Y te juroque eso no lo soportaría. Todo, menos que se escurra como un alevosoladrón.
Apoyó fuertemente su cara en la almohada, y por algunos momentos no seoyó otro ruido que el tic-tac del reloj, encima de la mesa. Melínencendió un puro y se acercó a la abierta ventana.
La luna ya noiluminaba el cuarto, y la cama y el que la ocupaba quedaron en lastinieblas.
—¿Qué resolver, Jacobo?—dijo una voz profunda.
La contestación centelleó pronta y claramente.
—Buscar al hombre y matarlo en el acto.
—¡Jacobo!
—¡Quien ama el peligro, perecerá en él!
—¿Pero esto me la devolverá?
Jacobo no contestó, pero se alejó de la ventana, con ánimo de retirarse.
—No te vayas aún, Jacobo; enciende la vela y siéntate a la mesa. Cuandomenos, será un placer para mí no verte ocupar este sitio.
El confidente titubeó y consintió al cabo, sacando del bolsillo unabaraja. Revolviola, mirando de soslayo a la cama. Pero Moreno tenía lacara vuelta hacia la pared. Cuando Melín hubo barajado, cortó y puso unacarta al lado opuesto de la mesa, hacia la cama, y otra a su lado en lamesa destinada a él. La primera era un as; la suya un rey. Barajó ycortó. Esta vez al dummy[11] le tocó una sota y a él un cuatro. Animosepara la tercera vuelta. Le tocó a su adversario un as y sacó otra vez unrey para sí.
—De tres, dos—dijo Jacobo en alta voz.
—¿Qué es eso, Melín?—preguntó Moreno.
—Nada.
Probó después Melín la suerte con los dados, pero siempre tiró a seisesy su supuesto adversario a ases.
—Esto es sorprendente—exclamó el autojugador.
Mientras tanto, alguna influencia magnética latente en la presencia deJacobo, o el anodino de la bebida, o acaso ambas cosas a la vez,mitigaron el dolor de Moreno, que quedó dormido. Acercó entonces Melínsu silla a la ventana, y contempló la ciudad de Wingdam, a la sazónpacíficamente dormida bajo sus duras siluetas y chillones colores,armonizados por la luz que la luna derramaba sobre el panorama. En mediodel nocturno silencio, oíase el murmullo del agua en los canales y elsuspiro del aire en los pinos de la selva vecina. Alzó los ojos alfirmamento, en el momento que una estrella se corría a través del negrocielo, tras de ella otra, y otra cruzó rauda después, dejando tras sí unrastro luminoso. El fenómeno sugirió a Jacobo un nuevo augurio.
—Si dentro de unos quince minutos cayese otra estrella...
Reloj en mano permaneció en aquella posición el doble de aquel intervalode tiempo, pero el fenómeno no se repitió. En el campanario dieron lasdos y Moreno dormía todavía. Melín se acercó a la mesa y sacó de subolsillo un billete que leyó a la luz vacilante de la vela. No conteníamás que una sola línea, escrita en lápiz con letra femenina.
«Espera en el corral con el boghey a las tres.»
Moreno se agitó desasosegado y por fin despertó.
—¡Jacobo! ¿Estás ahí?
—Sí.
Te suplico no te marches aún. Soñaba ahora, soñaba en los pasadostiempos; Susana y yo nos casábamos otra vez y el sacerdote, Jacobo,era... ¿Sabes quién era? ¡Tú!
Melín se rió y sentose sobre la cama, con el papel en