Cádiz by Benito Pérez Galdós - HTML preview

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—Está a la puerta.

—Pues vamos.

Bajamos. Cogí a Inés en mis brazos, y subiéndola en la alta carroza (unade las singularidades del Cádiz de entonces, introducida por lord Gray)dije al cochero:

—A casa de la señora de Cisniega, en la calle de la Verónica.

XXVII

—¿A dónde me llevas?-exclamó Inés con espanto cuando me senté junto aella dentro del coche que empezó a rodar pesadamente.

—Ya lo has oído. No me preguntes por qué. Allá lo sabrás. He tomadoesta resolución y no hay fuerza humana que me aparte de ella. No es unacalaverada; es un deber.

—¡Qué dices! Yo salí para salvar a mi amiga de la deshonra, y ladeshonrada soy yo.

—Inés, oye lo que te digo. ¿Estás decidida a casarte con D.

Diego?

—Déjate de simplezas.

—Pues entonces calla y resígnate a ir a donde yo te lleve. Una serie deacontecimientos providenciales te ha puesto en mi poder y creeríacometer un crimen si te llevara de nuevo a aquel aborrecido encierro,donde al fin serías víctima del egoísmo fanático y de la insoportableautoridad de quien no tiene ningún derecho a martirizarte... Pobrecilla,graba en tu memoria lo que te estoy diciendo y más tarde bendecirás estalocura mía. No, no volverás allá. No pienses más en doña María. Confíaen mí.

Dime: ¿te he engañado alguna vez? Desde que nos conocimos

¿no hassido para mí una criatura venerada a quien de ningún modo se puedeofender? ¿No has visto siempre en mí, junto con el cariño más vivo quejamás se tuvo hacia persona alguna, un respeto, un culto superior atodas las debilidades humanas? Inés, tú eres víctima de un gran error.¿Temes a doña María, temes a la de Leiva, temes a esas siniestras ymedrosas figuras que constantemente te están vigilando con sus ojosterribles? Pues bien; esas dos personas no son para ti otra cosa que dosfigurones como los que asustan a los chicos. Acércate, tócalos y veráscómo son cartón puro.

—No sé qué quieres decir.

—Quiero decir—continué hablando con tanta vehemencia como rapidez—quete has forjado respetos de familia, consideraciones e ideas que sonhijas de un error. Te han engañado, están abusando de tu bondad, de tudulzura para fines execrables, y no pudiendo amoldar tu hermosacondición a la suya, te corrompen por grados, falsificándote, queridamía, con la escuela del disimulo. No hagas caso, no pienses en ellas,considérate libre. Vivirás al amparo de la única persona que tienederecho a mandar en ti; serás libre, disfrutarás de los goces inocentes,de los nobles placeres de la Naturaleza; podrás mirar al cielo, admirarlas obras de Dios, podrás ser buena sin hipocresía, alegre sindesenfado, vivir rodeada de personas que te adoren, y con la concienciaen paz y tranquila. No interrumpirá tu sueño la cavilación de losfingimientos que tendrás que hacer al día siguiente para que no tecastiguen. No te verás en el doloroso caso de mentir; no te aterrará laidea de desposarte con un hombre aborrecido; no estarás expuesta a laalternativa de que peligre tu virtud o seas desgraciada, desgraciadísimay digna de lástima en esta breve vida y luego condenada en la eternidadde la otra.

—Gabriel—me dijo ella bañado el rostro en lágrimas—no entiendo lo queme dices. No puedo creer que tú seas capaz de engañarme. ¿Lo que diceses una locura o qué es...? ¿A dónde me llevas...? Por Dios, no hagas unalocura. Cochero, cochero, a la calle de la Amargura.

—El cochero irá donde yo le mande—exclamé alzando la voz, porque elruido del carruaje nos obligaba a hablar a gritos—.

Regocíjate, Inés,alégrate, amiguita. El aspecto de tu existencia va a cambiar desde estanoche. ¡Cuántas penas, pobrecita, cuántas alternativas y vaivenes en tanpocos años! Por un lado tú, por otro yo. Ambos sujetos a mil fatigas,mecidos y arrastrados por este oleaje terrible que ya nos sube, ya nosbaja, ya nos junta, ya nos separa...

—Es verdad, es verdad.

—¡Pobre amiga mía! ¡Quién había de decirte que en tu grandeza seríastan desgraciada como en tu miseria!

—Sí, es verdad, es verdad... Pero me dejo arrastrar por tu demencia.¡Llévame

a

mi

casa,

por

Dios!

Después

concertaremos...

—Ya está concertado...

—Pero mi familia... Yo tengo nombre y familia...

—A eso voy.

—No, no puedo consentirlo. Es imposible que me engañes...

¡A casa, acasa! ¡Qué dirán de mí! ¡Virgen Santísima!

—No dirán nada.

—Yo tengo imaginado un gran plan...

—Este plan es el mejor... Tu prima acabará de dártelo a conocer. Aldiablo doña María y la de Leiva.

—Es el jefe de la familia. Ella manda.

—Ahora mando yo, Inés. Obedece y calla. ¿No recuerdas que en todos losinstantes supremos de tu vida has necesitado de mi ayuda? Ahora es lomismo. Hace tiempo que buscaba esta ocasión... te atisbaba con vigilantemirada... quería robarte, como te robé en casa de los Requejos, y al finlo he conseguido... Que venga acá doña María a arrancarte de mi poder.Lo demás te lo dirá tu prima. Ya llegamos.

Fuera que confiaba en mí entonces como en otras ocasiones de su vida,abandonándose a aquel destino suyo, de que yo había sido tantas vecesceloso ejecutor; fuera que un vago presentimiento la inclinaba a aprobarmi conducta, lo cierto es que no hizo esfuerzo para resistir cuandoentré con ella en la casa y la conduje arriba, despertando con elestruendo de mi llegada a todos los habitantes de la casa. Gran sustotuvo Amaranta al sentir tan a deshora los golpes y voces con que yo meanuncié.

Al salir a mi encuentro, doña Flora y la condesa estabanaturdidas de puro asombradas.

—¿Qué es esto? ¿Cómo has salido de la casa?-exclamó la condesa,besándola con ternura—. A Gabriel debemos sin duda esta buena obra.

—Qué placer es estar junto a usted, querida primita—dijo Inéssentándose en el sofá de la sala tan cerca de Amaranta, que casi estabasobre sus rodillas—. Me olvido de la falta que he cometido huyendo demi casa, y los gritos de mi conciencia son ahogados por la granfelicidad que ahora siento. Estaré un ratito, un ratito nada más.

—Gabriel—dijo Amaranta con el rostro inundado de lágrimas—¿cuándosale la expedición? Yo pediré permiso para marchar en ella y nosllevaremos a Inés.

—¡Huir!-exclamó la muchacha con terror—. Yo apareceré a los ojos detodos como una criatura sin pudor que deshonra y envilece a sufamilia... Volveré a casa de doña María.

—¡Fuera engañosas apariencias!-grité yo—. Por más que vuelvas a todoslados la vista, no encontrarás más familia que la que en estos momentoste rodea.

La condesa con su mirada penetrante quiso imponerme silencio; pero yo nopodía callar, y los pensamientos que se agitaban

con

febril

empuje

en

micerebro,

afluían

precipitadamente a mis labios, dándome una locuacidadque no podía contener.

—El entrañable amor que te ha manifestado siempre la persona en cuyosbrazos estás, ¿no te dice nada, Inés? Cuando pasaste de la humildad detu niñez a la grandeza de tu juventud,

¿qué brazos te estrecharon concariño? ¿Qué voz te consoló?

¿Qué corazón respondió al tuyo? ¿Quién tehizo llevadera la soledad de tu nobleza? Seguramente has comprendido queentre ella y tú existían lazos de parentesco más estrechos que los quereconoce el mundo. Tú lo conoces, tú lo sabes, tu corazón no puedehaberse engañado en esto. ¿Necesito decírtelo más claro?

La voz de laNaturaleza antes de ahora, en todas ocasiones, y más que nunca ahoramismo clamará dentro de ti para declarártelo. Señora condesa, abrácelausted, porque nadie vendrá a arrancarla de manos de su verdadero dueño.Inés, descansa tranquila en ese seno, que no encierra egoísmo niintrigas contra ti, sino sólo amor. Ella es para ti lo más santo, lo másnoble, lo más querido, porque es tu madre.

Diciendo esto callé; descansé como Dios después de haber hecho el mundo.Estaba tan satisfecho de haber hablado, que las lágrimas, la turbación,la emoción silenciosa y profunda de las dos mujeres, abrazadas yoprimidas una contra otra como queriendo formar una sola persona, mehalagaban más que al orador elocuente los aplausos de la multitud y eldelirio del triunfo. Las últimas palabras las solté como se echa fueraalgo que nos ahoga.

XXVIII

Mientras madre e hija espaciaban a sus anchas y a solas los sentimientosy ternezas de su corazón, yo me encontraba (seis horas después de locontado, y ya muy entrado el día) frente a frente de mi señora doñaFlora, separada su persona de la mía tan sólo por la breve superficie deuna mesa, donde dos regulares tazones de chocolate nos servían dealmuerzo. Hablamos un rato del acontecimiento que mis lectores conocen,y después, arrimando con arte la conversación hacia asunto más de sugusto, me dijo:

—Amaranta me asegura que no miras con malos ojos a esa jovenzuela quenos trajiste anoche. ¡Bonita formalidad es la tuya! ¿Y qué dirán de unchiquillo que en vez de inclinarse a buscar apoyo para susinexperiencias en la compañía de personas mayores, se enloquece con lasniñas de su misma edad?... Vuelve en ti, hombre... oye la voz de larazón... penétrate bien de...

—Vuelvo, oigo y penetro, señora doña Flora. Estoy arrepentido de milocura... Tentome el demonio, y... Pero siento pasos, que se me figurason los del Sr. D. Pedro del Congosto.

—Jesús, María y José... ¡Y tú ahí tan serio tomando chocolateconmigo!... Pero hombre, ¿y el pudor y la decencia?

No pudo continuar porque entró D. Pedro, todo lleno de bizmas y parches,fruto amarguísimo de la brillante campaña del Condado. Levantose azoradadoña Flora, y dijo:

—Sr. D. Pedro... es una casualidad, créalo usted, que se encuentre aquíeste mozuelo... Nunca está una libre de calumnias... Este chico es tanloco, tan imprudente...

Congosto me miró con ira, y tomando asiento, habló así:

—Dejemos a un lado esa cuestión. A su tiempo será tratada...

Ahoravengo a decir a usted que se prepare a recibir a la señora condesa deRumblar, que viene seguida de respetables personas para que le sirvan detestigos.

—¡Dios mío! ¡La justicia en mi casa!

—Parece que lord Gray robó anoche a la señora doña Inesita,depositándola aquí.

—¡Es un error! ¿Pero de veras viene doña María? Yo estoy temblando...Alguien ha entrado en la casa.

No había acabado de decirlo cuando sintiose gran ruido abajo y arribagran conmoción. Apareció Amaranta, apareció Inés, emitiéronse distintospareceres, pero prevaleció el de que se recibiese decorosamente a la deRumblar, contestando a sus cargos en el terreno legal, si ella en elmismo los hacía.

Todos menos Inés nos reunimos en la sala, y a poco entró el lúgubrecortejo, presidido por doña María, con una pompa y severa majestad quele habrían envidiado reinas y emperatrices.

Profundo silencio reinó enla sala por un instante, mas rompiolo al fin, sin gastar tiempo ensaludos, doña María, no pudiendo contener el volcán que bramaba dentrode las cavidades de su pecho.

—Señora condesa—dijo—venimos a casa de usted en busca de una doncellapuesta a mi cuidado, la cual ha sido robada esta noche de mi casa por unhombre que se supone sea lord Gray.

—Aquí está, sí, señora—repuso Amaranta—. Es Inés. Si estaba puesta alcuidado de personas extrañas, yo la reclamo porque es mi hija.

—Señora—dijo doña María temblando de cólera—ciertas supercherías noproducen efecto ante la declaración categórica de la ley. La ley no lareconoce a usted por madre de esa joven.

—Pues yo me reconozco y declaro aquí delante de los que me escuchan,para que conste con arreglo a derecho. Si usted alega una ley, yo alegootra, y entretanto mi hija no saldrá de mi casa, porque a ella ha venidoespontáneamente y por su propia voluntad, no seducida por un cortejo,sino con deliberado propósito de vivir a mi lado, como hija obediente ycariñosa.

—No me sorprende la conducta de lord Gray—dijo doña María—. Losnobles de Inglaterra suelen corresponder de este modo a la hospitalidadque se les da en las casas honradas... Pero no debo culpar tan sólo aél, hombre de mundo, privado de ideas religiosas y ciego ante la luz dela verdadera y única Iglesia, no.

¿Qué ha de hacer el ciego sinotropezar? A quien principalmente acuso es a ella; lo que más que nada measombra es la liviandad de esa muchacha casquivana... Verdaderamente,señora condesa, voy creyendo que tiene usted razón en llamarla su hija.Árbol y fruto con iguales propiedades se distinguen.

—Señora doña María—replicó Amaranta con la voz tan temblorosa, a causade la cólera, que apenas se entendían sus palabras—no vino mi hijaseducida por lord Gray. Vino acompañada por él o por otro, que esto nohace al caso, y movida de propia inspiración y deseo. Me congratulo deello, porque así la persona que más amo en el mundo estará libre decorromperse con el mal ejemplo de dos conocidas niñas mojigatas, queesconden a sus novios bajo las faldas de brocado de los santos quetienen en los altares de su casa.

Doña María se levantó como si el sillón en que estaba sentada sesacudiera repelido por subterránea explosión. Sus ojos fulminaban rayos,su curva nariz, afilándose y tiñéndose de un verde lívido, parecía elcortante pico del águila majestuosa: moviose convulsivamente su barbapicuda, reliquia de la antigua casta celtíbera a que pertenecía, hizoademán de querer hablar; mas con gesto majestuoso semejante al de lasreinas de la dinastía

goda

cuando

mandaban

hacer

alguna

gran

justicia,señaló a la otra condesa, y desdeñosamente dijo:

—Vámonos de aquí. No es este mi lugar. Me he equivocado.

Señoracondesa, quise que no se agriara esta cuestión; quise evitar a usted lavisita de los emisarios de la ley. Pero usted no merece otra cosa, y noseré yo quien desempeñe en esta casa el papel que corresponde aalguaciles y polizontes.

—Como experta en pleitos—repuso Amaranta—y conocedora de tal laya degente, puede usted buscar en la familia de estos una esposa para sudigno hijo el señor conde, varón insigne en las tabernas y garitos deMadrid. Jugando al monte podrá restablecer el mermado patrimonio, sinverse en el caso de solicitar un enlace violento con una jovenmayorazga.

—Salgamos de aquí, señores; son ustedes testigos de lo que aquí hapasado—dijo doña María dirigiéndose a la puerta.

Y sin esperar a más, resueltamente y bramando de ira, que expresaba conolímpico fruncimiento de cejas, salió de la sala y de la casa, seguidade los mismos que le habían acompañado, a cuya cola iba D. Paco.

Por largo rato reinó profundo silencio en la sala. Amaranta, después dedesahogar las antiguas cóleras de su pecho, estaba meditabunda y aundiré que arrepentida de todo lo que había dicho, doña Flora preocupada,y Congosto, con los ojos fijos en el suelo, revolvía sin duda en sucabeza altos y caballerescos pensamientos. Sacó a todos de superplejidad una visita que nadie esperaba, y que causara generalasombro. En la sala se presentó de improviso lord Gray.

Advertí en su fisonomía las huellas de la agitación de la pasada noche,y lo turbado de su hablar indicaba que aquel singular espíritu no habíarecobrado su asiento.

—En mal hora viene milord—le dijo secamente D. Pedro—.

Ahora acaba desalir de aquí doña María, cuyo enojo por las picardías de usted es tanfuerte como justo.

—La he visto salir—repuso el inglés—. Por eso he entrado.

Deseosaber... ¿Se sospecha de mí, señora condesa, se me acusa?...

—¡Pues no se le ha de acusar, hombre de Dios!...—dijo D.

Pedro—. Puesa fe que echó requiebros la señora doña María... y con mucha razón porcierto. Pues qué, robar a la señora doña Inesita, aun con consentimientode la que se llama su madre...

—Vamos, estoy tranquilo—dijo lord Gray—. Veo que me imputan lashazañas de este pícaro Araceli, dejando en el olvido las mías propias.Desvaneceré el engaño, aunque en realidad, yo acepto todas las gloriasde esta clase que me quieran adjudicar...

La señora condesa estará yacontenta.

Amaranta no contestó.

—Disimule usted—dijo D. Pedro—. Eche usted sobre el prójimo susabominables culpas.

—Veo con dolor—repuso lord Gray jovialmente—que en el rostro deusted, Sr. de Congosto, están escritas con parches y ungüentos lasgloriosas páginas de la expedición al Condado.

—Milord—exclamó el héroe con ira—, no es propio de un caballerozaherir desgracias motivadas por la casualidad. Antes que hacer tal cosaexaminaría yo mi conciencia por ver si está libre de faltas. La mía nome acusa de haber cometido en ningún tiempo bellaquerías como la deanoche.

—¿Cuál?

—Ya lo sabe usted. Acabamos de oír a la señora de Rumblar—añadió laestantigua enfureciéndose gradualmente—.

Digo y repito que es una granbellaquería.

—Eso va con usted, Araceli.

—No, con usted, con usted, lord Gray. Usted es quien ha sacado a esajoven de aquella honesta casa, morada augusta de los buenos principios;usted quien la ha quitado de la protección y amparo de doña María, cuyasantidad y nobleza engrandecen cuanto a su alcance se halla.

—¿Con que es una gran bellaquería?-repitió lord Gray burlonamente—.Eso quiere decir que soy un gran bellaco.

—¡Sí señor, un grandísimo bellaco!-repitió don Pedro, poniéndose tanencendido que las arrugas de su rostro semejaban los pliegues yabolladuras de un pimiento riojano—. Y aquí está D. Pedro del Congosto,para sostener lo que ha dicho, aquí y fuera de aquí en la forma y maneraque usted lo crea conveniente.

—¡Oh, Sr. D. Pedro!-exclamó lord Gray con júbilo—. ¡Qué gran placer meproporciona usted! Desde que por primera vez visité esta noble tierra,he buscado ansiosamente al gran D.

Quijote de la Mancha; yo queríaverle, yo quería hablarle, yo quería medir la fuerza de mi brazo con ladel suyo, pero ¡ay!, hasta ahora lo he buscado en vano. He revueltomedia península buscando a D. Quijote, y D. Quijote no parecía porninguna parte. Yo creí que tan noble tipo se había extinguido,disipándose en la corruptora sociedad de los modernos tiempos; pero no,aquí está, al fin le encuentro con idéntico traje y rostro, un Quijotealgo degenerado en verdad, pero Quijote al fin, que no se encuentra nipuede encontrarse más que en España.

—Si usted bromea, señor lord, yo soy hombre serio—repuso D. Pedro—.Yo tomo a mi cargo la defensa de esa ultrajada señora que acaba desalir; yo desharé su agravio y me tomo a pechos el castigar esta graninjuria que ha recibido limpiando con la sangre del traidor la infamemancha. Esto digo sin nada de quijotería. Ya se ve... en esta casa no meentienden. Es indudable que han entrado aquí las ideas filosóficas,ateas y masónicas, según las cuales ya se acabó el honor y la grandeza,lo noble y lo justo, para que no haya más que pillería, liberalismo,libertad de la imprenta, igualdad y demás corruptelas... Lo dicho,dicho.

Este traje que visto prueba que he tomado a mi cargo la defensade los principios en cuyo nombre se ha levantado la nación contraBonaparte. ¡Oh, si todos me imitaran!... ¡Si todos empezando por eltraje acabaran por las obras!... Pero basta de palabras. Elija ustedhora y sitio. Acción tan aleve no puede quedar sin castigo.

—D. Quijote, sí, es él mismo—dijo el inglés—. D. Quijote degenerado ynacido de cruzamientos, pero que algo conserva de la generosa sangre delpadre, como el mulo lleva en sí un poco de la dignidad y nobleza delcaballo.

—¡Cómo! ¿Llama usted mulo a un hombre como yo?-exclamó Congostorequiriendo coléricamente la espada.

—No, caballero insigne; decía que el quijotismo español de hoy separece al antiguo, como se parece el mulo al caballo. Por lo demásacepto el reto de usted y nos batiremos a la jineta, a pie, con sable,espada, lanza, honda, ballesta, arcabuz, o como usted quiera. Prontopartiré de Cádiz, quizás mañana mismo. Disponga usted de mí cuandoguste.

—¿De verás se marcha usted?—dijo Amaranta saliendo de su atonía.

—Sí, señora, estoy decidido... Vendré a despedirme de usted...

ConqueSr. D. Pedro...

—Lo dicho, dicho. Enviaré mi padrino.

—Lo dicho, dicho. Enviaré el mío.

D. Pedro salió mirándonos con altanera soberbia, que nos hizo sonreír atodos menos a doña Flora, la que reprendió al inglés su deseo de sujetara nuevas pruebas la quebrantada osamenta del héroe del Condado. Despuésla condesa, que no participaba de nuestro humor festivo por la escenacómica que había seguido a la trágica, cual ordinariamente ocurre en elmundo, llevome aparte, y con aflicción me dijo:

—Temo haberme dejado arrastrar demasiado lejos por la ira que meprodujo la presencia de aquella mujer. Le dije cosas demasiado duras, ycada palabra me pesa sobre la conciencia.

Exasperada por lo que le dije,tomará venganza de mí, y si acude a la ley, no creo que la ley me seafavorable. Yo no tomé precaución alguna cuando se verificó elreconocimiento de Inés.

—Venceremos esas y otras dificultades, señora.

—Yo transigiría con ella y con mi tía, con tal que me dejaran a Inés.Creo que cediendo a doña María parte de mis derechos mayorazguiles,sería fácil aplacar esa furia. La de Leiva no es ni con mucho taninconquistable.

—¿Quiere usted que lo proponga a la señora doña María?...

Nada sepierde... No sé si me recibirá; pero intentaré hablarla.

Me favorece elque no sospecha nada de mí en el suceso de anoche.

—Es una buena idea. Sí... tampoco sería malo que yo me mostrasearrepentida de las atrocidades que le dije... no... ¡Oh, qué confusión,Dios mío! No sé qué hacer...

—Cualquiera de esos actos me parece aceptable.

—¿Te parece que debo ir allá?

—Hoy no es conveniente. Se reanudaría al punto la reyerta, porque aquelvolcán en erupción estará echando fuego, humo y lava por algún tiempo.Será prudente que yo me anticipe e indique a doña María esa idea detransacción que usted le propone, con tal que no la priven de su hija.

—Sí, hazlo tú primero. Yo me arriesgaré a tratar con mi tía, que es eljefe de la familia, pero antes conviene tantear a la de Rumblar, a verqué tal se presenta.

—Ante todo debo indicar prudentemente a doña María que usted reconocehaber estado algo dura en la entrevista.

—Sí... lo encomiendo a tu habilidad, y me quedo tranquila... Si terecibe mal, no te importe. Con tal que te deje hablar, aguantadesprecios y desaires.

Hago mención de este diálogo que tuvimos la condesa y yo, para quecomprenda el lector la razón de la extraña visita que hice a doña Maríaun día después de aquel de tanto ruido en que ocurrió lo que acabo decontar.

XXIX

En efecto, traslademe a hora que me pareció oportuna a casa de doñaMaría, recelando no ser recibido, pero con el firme propósito de nosalir de allí sin intentar por todos los medios ver y hablar a laorgullosa dama. Encontré a D. Diego, quien, contra mi creencia,recibiome muy bien y me dijo:

—Ya sabrás los escándalos de esta casa. Lord Gray es un canalla. Cuandoyo dormía en casa de Poenco, fue allá y me sacó las llaves delbolsillo... No podía haber sido otro. ¿Le viste tú entrar?

—Sr. D. Diego, quiero ver a la señora condesa para hablarle de unasunto que a esta familia, lo mismo que a la de Leiva, importa mucho.¿Tendrá la señora la bondad de recibirme?

Madre e hijo conferenciaron a solas un rato allá dentro, y por fin laseñora se dignó ordenar que me llevaran a su presencia.

Estaba la deRumblar en la sala acompañada de sus dos hijas. La madre tenía en elaltanero semblante la huella de la gran pesadumbre y borrasca del díaanterior, y la penosa impresión se traslucía en una especie de repentinoenvejecimiento. De las dos muchachas, Presentación revelaba al vermecierta alegría infantil, que ni aun la proximidad de su madre podíadomar, y Asunción una tristeza, una decadencia, una languidez taciturnay sombría, señal propia de los muy místicos o muy apasionados.

La señora de Rumblar, después de ordenar a Presentación que se alejase,me recibió con un exordio severísimo, y luego añadió:

—No debía ocuparme de nada que se refiera a aquella casa donde ayer pormi desgracia estuve; pero la cortesía me obliga a oírle a usted, nadamás que a oírle por breve tiempo.

—Señora—dije—yo me marcharé pronto. Recuerdo que usted me rogó que novolviese más a su casa. Hoy me trae un deber, un deseo vehemente derestablecer la paz y armonía entre personas de una misma familia, y...

—¿Y a usted quién le mete en tales asuntos?

—Señora, aunque extraño a la casa, me ha afectado tan profundamente elagravio recibido por esta augusta familia, a quien respeto y admiro(aunque mis enemigos calumniadores hayan hecho creer a usted locontrario) que me sentí vivamente inclinado a terciar de parte de usted.Señora doña María, vengo a decir a usted que la condesa se muestra hoyarrepentida de las duras palabras...

—¿Arrepentimientos?... Yo no lo creo, caballero. Suplico a usted que nome hable de esa señora. Si es eso lo que usted quería decirme... Lajusticia está ya encargada de esto y de devolver a Inés al jefe de lafamilia.

Asunción alzó la vista y miró a su madre. Parecía deseosa de hablarle,pero con tanto miedo como deseo. Al fin, cobrando valor, se expresó deeste modo con voz quejosa y tristísima, que producía en mí extrañasensación.

—Señora madre, ¿me permite usted que hable una palabra?

—Hija mía, ¿qué vas a decir? Tú no entiendes de esto.

—Señora madre, déjeme usted decirle una cosa que pienso.

—Está delante una persona extraña y no puedo negártelo.

Habla.

—Pues yo pienso, señora, que Inés es inocente.

—He aquí, Sr. D. Gabriel, lo que es la limpieza de corazón.

Esta tiernay piadosa criatura, a quien una celestial ignorancia de las maldades dela tierra eleva sobre el vulgo de los mortales, es incapaz de comprenderque haya ruines pasiones en la sociedad.

Hija mía, bendita sea tuignorancia.

—Inés es inocente, lo repito—afirmó Asunción—. Lord Gray no puedehaberla sacado de esta casa, porque lord Gray no la quiere