Cádiz by Benito Pérez Galdós - HTML preview

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—Pero está muy mal de la parte del Ebro. Tortosa ha caído ya en poderdel enemigo...

—Traición, pura traición del conde de Alacha.

—También se han apoderado los franceses del fuerte de San Felipe en elColl de Balaguer.

—Pero aún resiste Tarragona.

—Y resistirá más todavía.

—Y de Manresa, ¿qué se ha dicho hoy?

—Ya es seguro que ha sido incendiada.

—Nada de eso nos importa por ahora—dijo la marquesa, interrumpiendo lachispeante conversación patriótica—. En suma, Sr. Villavicencio, similord se escapa...

—¡Qué le hemos de hacer! Nadie sabe dónde está.

—Creo que esta noche se le podrá ver—dijo Valiente—porque a las diezse verificará, según he oído, entre lord Gray y D. Pedro del Congostouna especie de desafío quijotesco con que espera reírse mucho la gente.

—Bobadas... En fin, señora marquesa, Wellesley me ha prometido que lamuchacha volverá, pero hay que dejar en paz a lord Gray... Señoramarquesa, me llama mucho la atención este extraño caso. Soy experto enciertos asuntos, y creo que en el lance de que nos ocupamos juega algunapersona que no es lord Gray.

—¿Lo cree usted? Yo opino que Inés se ha marchado sola.

—Pues yo creo que no.

—O con lord Gray. Ese señor inglés se propone desocupar mi casa.

—Algún otro pájaro, señora, algún otro pájaro ha enredado aquí, y nopararé hasta averiguar quién es... Los dos raptos tienen entre sí íntimaconexión.

—Busque usted, pues—dijo la marquesa—a ese cómplice desconocido, yhaga caer sobre él todo el peso de la ley, si es que nada puede hacersecontra lord Gray.

—Espero sacar mucho partido de mis averiguaciones esta noche.

—Verdaderamente—dijo Calomarde—si ha de haber un choque con laembajada inglesa, lo mejor es dar fuerte sobre el pobre cómplice si sedescubre, y decir: «aquí que no peco».

—Así anda la justicia en España—objetó la de Leiva.

—Veremos lo que saco en limpio—dijo Villavicencio—.

Vaya, señora mía,me voy a hacer una visita de cumplido a la calle de la Verónica. Creoque bastará mi autoridad...

De pronto presentose D. Paco en la sala sofocado y jadeante, y exclamó:

—¡Ahí está, ahí está ya!... al fin la encontramos.

—¿Quién?

—La señora doña Asuncioncita... ¡Pobre niña de mi alma!...

Está en laescalera... No quiere subir... ¡parece medio muerta la pobrecita!...

XXXII

Reinó sepulcral silencio, y miramos todos a la puerta del fondo pordonde apareció doña María. Con decoroso silencio, que no con lágrimas,mostraba esta señora su honda pena. El color blanco de su cara habíaseconvertido en una palidez pergaminosa; su frente estaba surcada derepentinas arrugas, y los secos ojos tan pronto irradiaban el fulgor dela ira como se abatían amortiguados. Pero otro incidente llamó laatención más que el grave silencio y la amarillez y las arrugas, y fueque sus cabellos,

entrecanos

algunos

días

antes,

estaban

enteramenteblancos.

—¡Está ahí!-repitió un sordo murmullo.

—¿Te negarás a recibirla?—dijo con emoción la marquesa, adivinando lospensamientos de doña María.

—No... que venga aquí—repuso la madre con energía—. Veré a la que hasido mi hija... ¿La encontró usted? ¿Estaba sola?

—Sola, señora—exclamó llorando D. Paco—. ¡Y en qué triste y lastimosoestado! Los vestidos están rotos, en su preciosa cabecita tiene variasheridas, y en su voz y ademanes demuestra el más grande arrepentimiento.No ha querido subir, y yace exánime y sin fuerzas en la escalera.

—Que entre—dijo la de Leiva—. La infeliz empieza a expiar su culpa.María, pasó la ocasión del rigor y ha llegado el momento de labenevolencia. Recibe a tu hija, y si acabó para el mundo, no acabe parati.

—Retirémonos para evitarle la vergüenza de verse delante denosotros—dijo Valiente.

—No, queden todos aquí.

—Sr. D. Francisco—dijo doña María al ayo—traiga usted a Asunción.

El ayo salió determinando fuertes corrientes atmosféricas con laviolencia de sus suspiros.

Bien pronto oímos la voz de Asunción que gritaba:

—Mátenme, que me maten: no quiero que mi madre me vea.

Por D. Diego y el ayo conducida, a intervalos suavemente arrastrada,casi traída a cuestas, entró la infeliz muchacha en la sala. En lapuerta arrojose al suelo, y sus cabellos en desorden sueltos, le cubríanla cara. Todos acudimos a ella, la levantamos, la consolamos conpalabras cariñosas; pero ella clamaba sin cesar:

—Mátenme de una vez. No quiero vivir.

—La señora doña María la perdonará a usted—le dijimos.

—No, mi madre no me perdonará. Estoy condenada para siempre.

Doña María, por largo tiempo llena de entereza y superioridad, comenzó adeclinar y su grande ánimo se abatió ante espectáculo tan lamentable.Después de mucho luchar con la sensibilidad y el cariño materno, pugnópor sobreponerse a este, y resueltamente exclamó:

—¿He dicho que la traigan aquí? No, me equivoqué. No quiero verla, noes mi hija. Váyase a los lugares de donde ha venido. Mi hija ha muerto.

—Señora—exclamó D. Paco poniéndose de rodillas—si la señora doñaAsuncioncita no se queda en la casa, usted se condenará. ¿Pues qué hahecho? Salir a dar un paseo. ¿Verdad, niña mía?

—No; ¡mi madre no me perdona!-gritó con desesperación la muchacha—.Llévenme fuera de aquí. No merezco pisar esta casa... Mi madre no meperdona. Vale más que me maten de una vez.

—Sosiégate, hija mía—dijo la de Leiva—. Grande es tu culpa; pero sino puedes reconquistar el cariño de tu madre y la estimación de todos,no serás abandonada a tu dolor. Levántate.

¿Dónde está lord Gray?

—No sé.

—¿Vino a buscarte con conocimiento y consentimiento tuyo?

La desgraciada se cubría el rostro con las manos.

—Habla, hija mía, es preciso saber la verdad—dijo la de Leiva—. Talvez tu culpa no sea tan grande como parece.

¿Saliste de buen grado?

La presencia de doña María se conocía por su respiración que era como unsordo mugido. Luego oímos distintamente estas palabras que parecíansalir de la cavernosa garganta de una leona:

—Sí... de grado... de grado.

—Lord Gray—dijo Asunción—me juró que al día siguiente abrazaría elcatolicismo.

—Y que se casaría contigo, ¡pobrecita!—dijo con benevolencia lamarquesa.

—Lo de siempre... historia vieja—balbuceó Calomarde a mi oído.

—Señores—dijo

Villavicencio—retirémonos.

Estamos

aumentando connuestra presencia la confusión de esta desgraciada niña.

—Repito que se queden todos—dijo la de Rumblar con fúnebre acento—.Quiero que asistan a los funerales del honor de mi casa. Asunción, siquieres, no que te perdone, sino que tolere tu presencia aquí, confiesatodo.

—Me prometió abrazar el catolicismo... me dijo que marcharía de Cádizpara siempre, si no... Yo creí...

—Basta—exclamó Villavicencio—. Que se retire a buscar algún reposoesta criatura.

—Pero ese infame hombre la ha abandonado...

—La ha arrojado de su casa—dijo D. Paco.

Múltiple exclamación de horror resonó en la sala.

—Esta mañana—añadió Asunción sacando difícilmente de su pecho elaliento necesario para hablar—lord Gray salió dejándome sola en lacasa. Yo temblaba de zozobra... Entraron luego unas mujeres, unasmujerzuelas... ¡qué horrible gente!...

Con sus gritos me desvanecieron ycon sus manos me maltrataron. Todas se reían de mí y me desgarraron losvestidos, diciéndome palabras ignominiosas... Bebían y comían en unamesa que el criado de milord les dispuso... disputaban unas con otrassobre cuál de ellas era más amada por él... Entonces comprendí el abismoen que había caído... Lord Gray volvió... Le increpé por su vilconducta... Estaba taciturno y sombrío... Tomó una chinela y con ellales azotó la cara a aquellas viles mujeres...

Me colmó de cuidados. Medijo que me iba a llevar a Malta... Yo me negué a ello y empecé a lloraramargamente invocando el nombre de Jesús... Volvieron las mujeresacompañadas de hombres soeces; uno de ellos quiso ultrajarme. Lord Grayle rompió la cabeza con una silla... Corrió la sangre... ¡Dios mío, quéhorror!...

Deteníase a cada rato, y luego con gran esfuerzo seguía:

—Lord Gray me dijo después que él no podía hacerse católico, y que sealegraba de que yo entrase en el convento para robarme.

Quise salir y elcriado anunció la llegada de una señora... ¡Oh!

Entró una señoraprincipal que le llamó ingrato... La señora se reía de mí... ¡Qué hora,Dios mío, qué hora!... La señora dijo que yo era la más piadosa y devotaseñorita de todo Cádiz, y luego me rogó que encomendase a lord Gray aDios en mis oraciones...

La vergüenza me inflamaba, y busqué un cuchillopara matarme... Después...

Estábamos todos conmovidos y aterrados con la patética relación de ladesgraciada niña, digna de mejor suerte.

—Después... entraron unos hombres; ¡qué hombres! Vestían de cruzadoscomo don Pedro del Congosto, y venían a recordar a lord Gray que este lehabía desafiado... Entraron los amigos de lord Gray y todos se rieronmucho del desafío con D. Pedro.

Luego... milord me rogó de nuevo quepartiese con él a Malta...

Yo le decía que me hiciese el favor dematarme... Reíase a carcajadas y jugando con un puñal hacía como que mequería matar... Me inspiraba tal horror que huí de su lado... Yo corrípor la casa dando gritos... él se reía... un criado me dijo: «milord meha mandado que la acompañe a usted a su casa». Salimos a la calle y enla puerta añadió: «No tengo ganas de ir tan lejos: vaya usted sola», ycerró la puerta... Di algunos pasos... una mujer frenética que dijohaber perdido por mí los favores de lord Gray, quiso castigarme... ¡Ay!,yo estaba medio muerta y me dejé castigar... Libre al fin recorrí variascalles... me perdí... yo buscaba la muralla para arrojarme al mar... alfin después de dar mil vueltas volví junto a la casa de lord Gray...Encontráronme D. Paco y mi hermano... yo no quería venir aquí... pero metrajeron al fin a mi casa de donde salí culpable, y a donde vuelvocastigada, pues las penas todas del purgatorio y el infierno no sonsuperiores a las que yo he padecido hoy... Aun así no merezco perdón. Mifalta es grande... No merezco más que la muerte, y pido a Dios que me laconceda esta noche misma, para que ni un día más soporte la vergüenza yel deshonor que han caído sobre mí. ¡Señora madre mía, adiós! ¡Hermanamía, adiós! ¡No quiero vivir!

No dijo más y cayó desmayada en el pavimento.

Conmovidos y aterrados, contemplamos el semblante de doña María, quereclinada en el sillón, con la barba apoyada en la mano, silenciosa,ceñuda primero como una sibila de Miguel Ángel, y conmovida después,pues también las montañas se quebrantan al sacudimiento del rayo,derramó lágrimas abundantes. Parecía que su rostro se quemaba. Su llantoera metal derretido.

—Hija mía—dijo la marquesa—, retírate a descansar... Sr.

D.Francisco, o tú, Diego, llévala a su cuarto.

El conmovedor espectáculo de la infeliz Asunción desapareció de nuestravista.

—Señoras—dijo Villavicencio—tengo el alma despedazada, y me retiro.

—Siento mucho... pues...-murmuró Ostolaza, y se retiró también.

—He tenido un verdadero sentimiento...—dijo Valiente, marchándose trasel anterior.

—Por mi parte...-indicó Calomarde saludando—. Si es preciso entablarrecurso...

Se fueron todos. Yo me quedé, porque una fuerza irresistible me clavabaen aquella sala, y no podía apartar el pensamiento del desolado cuadroque había visto. Delante de mí estaba la de Rumblar en la misma actituden que antes la he descrito. El fenómeno de su llanto me llenaba deasombro. A mi lado la marquesa de Leiva lloraba también.

Pero no estábamos solos los tres. Acababa de entrar una figuraestrambótica, un mamarracho de los antiguos tiempos, una caricatura dela caballería, de la nobleza, de la dignidad, del valor español de otrasedades. Mirando aquella figura de sainete que se presentaba taninoportunamente, dije para mí:

—¿Qué vendrá a hacer aquí D. Pedro del Congosto? ¿Si creerá que suscaballerías ridículas sirven de alguna cosa en estas circunstancias?

La de Leiva abrió los ojos, vio al estafermo, y como si no dieraimportancia alguna a su persona, volviose a mí y me dijo:

—¿Qué piensa usted de lord Gray?

—Que es un infame, señora.

—¿Quedará sin castigo?

—No quedará—exclamé arrebatado por la ira.

D. Pedro del Congosto dio algunos pasos, púsose delante de doña María, yalzando el brazo, con voz y gesto que al mismo tiempo parecían trágicosy cómicos, habló así:

—Señora doña María... ¡esta noche!... ¡a las once!... ¡en la Caleta!

—¡Oh! ¡Gracias a Dios!-exclamó la noble señora levantándose conímpetu—. Gracias a Dios que hay en España un caballero...

Cuatropersonas han presenciado el lastimoso cuadro de la deshonra de mi hija,y a ninguno se le ha ocurrido tomar por su cuenta el castigo de esemiserable.

—Señora—dijo Congosto con voz hueca, que antes que risa, como otrasveces, me produjo un espanto indefinible—. Señora, lord Gray morirá.

Aquellas palabras retumbaron en mi cerebro. Miré a D. Pedro y me pareciótrasfigurado. Aquel espantajo, recuerdo de los heroicos tiempos, dejó deser a mis ojos una caricatura desde el momento en que me lo representécomo providencial brazo de la justicia.

—No es usted, D. Pedro—dijo con incredulidad la de Leiva—

quien ha dearreglar esto.

—Señora doña María—repitió el estafermo sublimado por una alta idea desu propio papel, por la idea de la hidalguía, del honor, de lajusticia—¡esta noche!... ¡a las once!... ¡en la Caleta!

Todo estádispuesto.

—¡Oh! Bendita sea mil veces la única voz que ha sonado en mi defensa enesta sociedad indiferente. Abominables tiempos, aún hay dentro devosotros algo noble y sublime.

Esto que en otras circunstancias hubiera sido ridículo, tratándose de D.Pedro, en aquellas me hacía estremecer.

—Bendito sea mil veces—continuó doña María—el único brazo que se haalzado para vengar mi ultraje en esta generación corrompida, incapaz deun sentimiento elevado.

—Señora—dijo D. Pedro—adiós... voy a prepararme.

Y partió rápidamente de la sala.

—María—dijo la de Leiva a su parienta—sosiégate; debes procurardormir...

—No puedo sosegar—repuso la dama—. No puedo dormir...

¡Oh Dios mío!Si permites que el miserable quede sin castigo...

Si vieras, mujer...siento una salvaje complacencia al recordar aquellas palabras «estanoche... a las once... en la Caleta».

—No esperes de D. Pedro más que ridiculeces... Sosiégate...

Han dichoaquí que el desafío de D. Pedro con lord Gray era una funciónquijotesca. ¿No es verdad, caballero?

—Sí, señora—repuse—. Son ya las diez... Soy amigo de lord Gray y nopuedo faltar.

Respetuosamente me despedí de ellas y salí. Detúvome en la escalera D.Diego, que a toda prisa y muy sofocado subía, y me dijo:

—Gabriel, ahí me traen otra vez a la buena alhaja de doña Inesita.

—¿Quién?

—El gobernador. Esta noche todas las ovejas descarriadas vuelven alredil... Vengo de allá... si vieras. La condesa ha llorado mucho y se hapuesto de rodillas delante de Villavicencio; pero no pudo conseguirnada. La ley y siempre la ley. Si es lo que yo digo: la ley... Porsupuesto, chico, no puedo negarte que me dio lástima de la pobrecondesa. Lloraba tanto...

Inés estaba más serena y se conformaba.Aguárdate y la verás llegar. Sin embargo, más vale que no parezcas en tuvida por aquí. Villavicencio quiso averiguar el cómo y cuándo de la fugade Inés, y allá le dijeron que la sacaste tú de la casa. Te andabuscando porque no te conoce. Dice que eres cómplice de lord Gray y elverdadero criminal. Calumnia, pura calumnia; pero no te metas envindicar tu honra mancillada y echa a correr, que Villavicencio tienemalas pulgas, y aunque te escuda el fuero militar... Conque en marcha yno vuelvas a Cádiz en tres meses.

—Pues sí; yo fui quien la sacó de casa.

—¡Tú!-exclamó con tanto asombro como cólera—. Ya no me acordaba queeres servidor de mi famosa parienta la condesa.

¿Conque la sacaste tú?

—Y la volveré a sacar.

—Tú bromeas... no pienses que me apuro mucho... ¿Crees que insisto encasarme con ella?... Pues ahora de mejores veras debes poner los pies enpolvorosa, porque voy a contarle a mamá tu hazaña... Francamente, yocreí que era una calumnia. Ahora me explico el furor de Villavicenciocontra ti. ¿Pues no dice que tú eres el autor de todo y que es precisosentarte la mano?

—¿A mí?

—Y disculpaba a lord Gray... Se me figura que quieren hacer justicia entu persona sin molestar para nada al señor milord.

Ándate con cuidado,pues se le ha puesto en la cabeza que tú eres cómplice del malditoinglés y le ayudaste en esta gran bribonada que nos ha hecho.

—¿Ha visto usted a lord Gray?-le pregunté—. ¿Dónde se le podráencontrar?

—Ahora mismo me han dicho que le acaban de ver paseando solo por lamuralla. ¡Maldito inglés! Las pagará todas juntas...

Hace poco laInesita me llamó vil y cobarde por dejar sin castigo esto de anoche, yaseguraba que si ella fuera hombre... estaba furiosa la niña. Porsupuesto, yo pienso buscar a lord Gray, y cuando le vea le he de decir«so tunante...», pues... conque márchate... tú también eres buena pieza.Adiós.

No me podía detener a contestar sus majaderías, porque un pensamientofijo me atormentaba, y dirigida mi voluntad a un punto invariable conarrebatadora fuerza; nada podía apartarme de aquella corriente por dondese precipitaba impetuosamente todo mi ser.

XXXIII

Un cuarto de hora después tropezaba en la muralla, frente al Carmen, conlord Gray, el cual, deteniendo la velocidad de su paso, me habló así:

—¡Oh, Sr. de Araceli... gracias a Dios que viene alguien a hacermecompañía!... He dado siete vueltas a Cádiz corriendo todo lo largo de lamuralla... ¡Aburrimiento y desesperación!...

Mi destino es darvueltas... dar vueltas a la noria.

—¿Está usted triste?

—Mi alma está negra... más negra que la noche—repuso conalucinación—. Camino sin cesar buscando la claridad, y no hago más quedar vueltas recorriendo un círculo fatal. Cádiz es una cárcel redonda,cuya pared circular gira alrededor de nuestro cerebro... Me muero aquí.

—¡Tan feliz ayer y tan desgraciado hoy!-le dije—. ¡Cuán limitada es lacreación que está a nuestro alcance! ¡Cuán pobre es el universo!... ElOmnipotente se ha reservado para sí lo mejor, dejándonos la escoria...No podemos salir de este maldito círculo... no hay escape por latangente... El ansia de lo infinito quema nuestra alma, y no es posibledar un paso en busca de alivio... Vueltas y más vueltas... ¡Mula denoria... arre!... Otro circulito y otro y otro...

—Lord Gray, Dios le ha dado a usted todo y usted malgasta y arroja lasriquezas de su alma haciéndose infortunado sin deber serlo.

—Amigo—me dijo apretándome la mano tan fuertemente que creí me ladeshacía—soy muy desgraciado. Tenga usted lástima de mí.

—Si eso es desgracia, ¿qué nombre daremos a la horrenda agonía de unacriatura, a quien usted acaba de precipitar en la mayor deshonra yvergüenza?

—¿Usted la ha visto?... ¡Infeliz muchacha!... Le he rogado que vayaconmigo a Malta y no quiere.

—Y hace bien.

—¡Pobre santita! Cuando la vi, más que su hermosura que es mucha, másque su talento que es grande, me cautivó su piedad...

Todos decían queera perfecta, todos decían que merecía ser venerada en los altares...Esto me inflamaba más. Penetrar los misterios de aquella arca santa; verlo que existía dentro de aquel venerable estuche de recogimiento, depiedad, de silencio, de modestia, de santa unción; acercarme y coger conmis manos aquella imagen celestial de mujer canonizable; alzarle el veloy mirar si había algo de humano tras los celajes místicos que laenvolvían; coger para mí lo que no estaba destinado a ningún hombre yapropiarme lo que todos habían convenido en que fuese para Dios... ¡Quéinefable delicia, qué sublime encanto!...

¡Ay!, fingí, engañé, burlé...Maldita familia... Luchar con ella es luchar con toda una nación... Paraatacarla toda la inteligencia y la astucia toda no bastan... Mil vecessea condenada la historia que crea estas fortalezas inexpugnables.

—La audacia y la despreocupación de un hombre son más fuertes que lahistoria.

—Pero cómo se desvanece todo... Aquello que ayer aún valía, hoy no valenada y su encanto desaparece como el humo, como la nave, como lasombra... El hermoso misterio se disipó... La realidad todo lo mata...¡Ay! Yo buscaba algo extraordinario, profundamente grandioso y sublimeen aquella encarnación del principio religioso que caía en mis brazos;yo esperaba un tesoro de ideales delicias para mi alma, abrasada en sedinextinguible; yo esperaba recibir una impresión celeste quetransportara mi alma a la esfera de las más altas concepciones; pero¡maldita Naturaleza!, la criatura seráfica que yo soñaba rodeada denubes y de angelitos en sobrenatural beatitud, se deshizo, se disipó, sedescompuso, como una imagen de máquina óptica cuya luz sopla el bárbarotitiritero diciendo: «buenas noches...». Todo desapareció... Las alas deángel agitándose zumbaban en mi oído, pero yo me desencajaba los ojosmirando y no veía nada, absolutamente nada más que una mujer... unamujer como otra cualquiera, como la de ayer, como la de anteayer...

—Hay que conformarse con lo que Dios nos ha dado y no aspirar a más. Enresumen: usted sacó a Asunción de su casa, jurándole que abrazaría elcatolicismo y se casaría con ella.

—Es verdad.

—Y lo cumplirá usted.

—No pienso casarme.

—Entonces...

—Ya le he dicho que venga conmigo a Malta.

—Ella no irá.

—Pues yo sí.

—Milord—dije dando a mis palabras toda la serenidad posible—usteddebajo de ese humor melancólico, debajo de los oropeles de suimaginación tan brillante como loca, guarda sin duda un profundo sentidoy un corazón de legítimo oro, no de vil metal sobredorado como susacciones.

—¿Qué quiere usted decirme?

—Que una persona honrada como usted sabrá reparar la más reciente y lamás grave de sus faltas.

—Araceli—me dijo con mucha sequedad—es usted impertinente. ¿Acaso esusted hermano, esposo o cortejo de la persona ofendida?

—Lo mismo que si lo fuera—repuse, obligándole a detenerse en su marchafebril.

—¿Qué sentimiento le impulsa a usted a meterse en lo que no le importa?Quijotismo, puro quijotismo.

—Un sentimiento que no sé definir y que me mueve a dar este paso confuerza extraordinaria—repuse—. Un sentimiento que creo encierra algode amor a la sociedad en que vivo y amor a la justicia que adoro... Nole puedo contener ni sofocar. Quizás me equivoque; pero creo que ustedes una peligrosa, aunque hermosa bestia, a quien es preciso perseguir ycastigar.

—¿Es usted doña María?-me dijo con los ojos extraviados y la fazdescompuesta—¿es usted doña María que toma forma varonil para ponérsemedelante? Sólo a ella debo dar cuentas de mis acciones.

—Yo soy quien soy. Por lo demás, si parte de la responsabilidadcorresponde a la madre de la víctima, eso no aminora la culpa deusted... Pero no es una sola víctima; las víctimas somos varias. Lasalvaje pasión de una furia loca y desenfrenada para quien no hay en elmundo ni ley, ni sentimiento, ni costumbre respetables, alcanza en susestragos a cuanto la rodea. Por la acción de usted personas inocentesestán expuestas a ser mortificadas y perseguidas, y yo mismo aparezcoresponsable de faltas que no he cometido.

—En fin, Araceli, ¿en qué viene a parar toda esa música?—

dijo con tonoy modales que me recordaban el día de la borrachera en casa de Poenco.

—Esto viene a parar—repuse con vehemencia—en que usted se me ha hechoprofundamente aborrecible, en que me mortifica verle a usted delante demí, en que le odio a usted, lord Gray, y no necesito decir más.

Yo sentía inusitado fuego circulando por mis venas. No me explicabaaquello.

Deseaba

sofocar

aquel

sentimiento

exterminador y sanguinario;pero el recuerdo de la infeliz muchacha a quien poco antes había visto,me hacía crispar los nervios, apretar los puños, y el corazón se mequería saltar del pecho. No había cálculo en mí. Todo lo que determinabami existencia en aquel momento era pasión pura.

—Araceli—añadió respirando con fuerza—, esta noche no estoy parabromas. ¿Crees que soy Currito Báez?

—Lord Gray—repuse—tampoco yo estoy para bromas.

—Todavía—dijo con amargo desdén—no he gustado el placer de matar a undeshacedor de agravios propios y amparador de doncellas ajenas.

—Maldito sea yo, si no es noble y nuevo lo que inflama mi espíritu eneste instante.

—¡Araceli!-exclamó con súbita furia—¿quieres que te mate?

Deseo acabarcon alguien.

—Estoy dispuesto a darle a usted ese gusto.

—¿Cuándo?

—Ahora mismo.

—¡Ah!—dijo riendo a carcajadas—. Tiene la preferencia el Sr.

D.Quijote de la Mancha. España, me despido de ti luchando con tu héroe.

—No importa. Después de las burlas pueden venir las veras.

—Nos batiremos... ¿Quiere usted antes recibir las últimas lecciones deesgrima?

—Gracias, ya sé lo bastante.

—¡Pobre niño!... ¡Le mataré a usted!... Pero son las diez y media...mis amigos