Manda después a paseo a los administrados,y la Musa de los comicios agrícolas vese obligadaa cubrirse el rostro.
Cúbrete el rostro, ¡oh, Musa de los comiciosagrícolas! Cuando, transcurrida una hora, lasgentes de la subprefactura, intranquilos por suseñor, entran en el bosquecillo, contemplan horrorizadosun espectáculo que les hace retroceder.El señor subprefecto, despechugado comoun bohemio, estaba echado boca abajo sobre lahierba. Habíase quitado la casaca, y mascandoflores, el señor subprefecto componía versos.
EL POETA MISTRAL
Al despertarme el domingo último e incorporarmeen el lecho, creí, por un instante, queestaba en la calle del Faubourg-Montmartre.Llovía; el cielo estaba gris; el molino triste.Me espantó la idea de pasar en casa aquel díade lluvia, y sentíme al punto ansioso de ir acalentarme un poco a la de Federico Mistral,ese gran poeta que reside en Maillane, villorrioque dista tres leguas de mis pinos.
Dicho y hecho: una estaca de ramo de mirto,mi Montaigne, una manta, ¡y al camino!
No había un alma en los campos... Nuestrahermosa Provenza católica otorga los domingosdescanso a la tierra... Los perros solos en loshogares, las granjas cerradas... De vez encuando, una galera de «ordinario» con el toldochorreando; una vieja, cubierta la cabeza consu mantón de color de hoja seca; mulas engalanadascon guarnición de esparto azul y blanco,madroños rojos, cascabeles de plata, tirandode una carreta en las que las gentes de lasmasías van a misa; después, allá abajo, porentre los jirones de la bruma, una barca en elrío y un pescador de pie, lanzando su esparavel.
Imposible de todo punto leer en el caminoaquel día. Llovía a torrentes, y la tramontanaarrojaba el agua a cubos al rostro... Hice la caminatade un tirón, y después de andar treshoras, percibí a la postre ante mí los tres cipresitosen medio de los cuales guarécese delviento la comarca de Maillane.
No andaba ni un gato por las calles de laaldea; todo el mundo estaba en misa mayor.Al pasar yo delante de la iglesia, zumbaba elpiporro, y vi relucir los cirios a través de laspolicromas vidrieras.
El poeta habita al final del término municipal;en la postrera casa a la izquierda, en elcamino de Saint-Remy, una casita de un solopiso, con un jardín delante... Entro muy despacio...¡No hay nadie! La puerta del salónestá cerrada, pero oigo que detrás de ella andany hablan en alta voz... Conozco muchísimoese paso y esa voz... Me detengo un instanteen el corredorcito enjalbegado con cal,puesta la mano en el pestillo de la puerta, muyemocionado.
El corazón me palpita. ¡Qué impresión!
Ahí está. Trabaja... ¿Esperaré que terminela estrofa? ¡A fe mía, tanto peor!
¡Adentro!
*
* *
¡Ah, parisienses! Cuando el poeta de Maillanefue a visitar a ustedes para enseñar a Paríssu Mireya, y vieron a ese Chactas con trajede ciudad, con cuello recto y sombrero alto,que le molestaba tanto como su gloria, creyeronque ése era Mistral... No; no era él. En todoel mundo no hay nada más que un Mistral, elque sorprendí yo el domingo último en su lugarejo,con el sombrero de fieltro de alas anchasen la oreja, sin chaleco, de chaquetón, con suroja faja catalana oprimiéndole los riñones, brillanteslos ojos, con el fuego de la inspiraciónen las mejillas, hermoso con su dulce sonrisa,elegante como un pastor griego, y caminandoligero, con las manos en los bolsillos componiendoversos.
—¡Hola! ¿Tú aquí?—gritó Mistral, arrojándosemede un salto al cuello.—
¡Qué buenaidea has tenido de venir!... Justamente, hoyes la fiesta de Maillane.
Tenemos la música deAviñón, toros, procesión, farándula; esto serámagnífico...
Mi madre volverá pronto de misa,almorzaremos y, después, a ver cómo bailanlas muchachas bonitas.
Mientras me hablaba, miré emocionado esesaloncito de papel claro, que hacía mucho tiempoque no había visto y donde he pasado yatan hermosas horas. Todo estaba igual. Siempreel mismo sofá de cuadros amarillos, los dossillones de paja, la Venus de Milo, y la Venusde Arlés en la chimenea, el retrato del poetapor Hébert, su fotografía por Esteban Carjat,y en un rincón, cerca de la ventana, el escritorio,una humilde mesita de oficial del registro,completamente atestada de librotes viejosy de diccionarios. En medio de esa mesa dedespacho, había un gran cuaderno abierto...Era Calendal, el nuevo poema de Federico Mistral,que verá la luz pública este año el día deNavidad. Hacía siete años que Mistral trabajabaen ese poema, y cerca de seis meses queescribió el último verso; sin embargo, todavíano se decide a separarse de él. Es claro, siemprehay una estrofa que concluir, una rimamás sonora que encontrar... Aunque Mistralescribe en provenzal, pule sus versos como sitodos pudieran leerlos en ese idioma y tenerleen cuenta sus esfuerzos de buen obrero... ¡Oh,valiente poeta! De Mistral hubiera podido tambiéndecir Montaigne: Acuérdense de aquél aquien, como le preguntasen por qué se tomabatanto trabajo en un arte que sólo podía llegara conocimiento de reducido número de personas,respondió: «Pocas necesito. Me basta una.Tengo suficiente con ninguna.»
*
* *
Tenía yo en las manos el cuaderno de Calendal,y hojeábalo profundamente emocionado...Una banda de pífanos y tamboriles resonóde repente en la calle delante de la ventana, yhe aquí Mistral que corre al armario, saca deél vasos y botellas, coloca la mesa en medio delsalón, y abre la puerta a los músicos, diciéndome:
—No debes reírte... Vienen a darme la alborada...Soy concejal.
La gente invadió el saloncillo. Pusieron lostamboriles sobre las sillas, la vieja bandera enun rincón, y circuló el vino trasañejo. Despuésde consumir algunas botellas a la salud dedon Federico, de conversar gravemente acercade la fiesta, de si la farándula será tan bonitacomo el año anterior, de si serán bravos lostoros, vanse los músicos a dar la alborada acasa de los demás regidores. En ese momentollega la madre de Mistral.
En un momento ponen la mesa; un hermosomantel blanco y dos cubiertos.
Yo conozco lacostumbre de la casa: sé que, cuando Mistraltiene convidados, su madre no se sienta a lamesa... La pobre anciana no habla más queel provenzal, y pasaría grandes angustias situviera que conversar con franceses... Por otraparte, hace falta en la cocina.
¡Santo Dios, con qué comida más suculentame obsequiaron aquella mañana!
Un trozo decabrito asado, queso de monte, mostillo, higos,uvas moscateles; todo ello rociado con ese exquisito Château-neuf de los Papas, de un colorrojo tan precioso en los vasos...
A los postres, voy a buscar el cuaderno delpoema y lo pongo en la mesa delante de Mistral.
—Habíamos convenido en salir—dijo sonriéndoseel poeta.
—¡No, no! ¡Calendal! ¡Calendal!
Mistral transige y con su voz musical y dulce,llevando el compás de los versos con la mano,empieza la lectura del primer canto: De
una
zagala
loca
de
amor,
Ahora
que
ha
dicho
la
desventura,
Cantaré, Dios mediante, un hijo de Cassis,
Un desgraciado pescador de anchoas...
Fuera oíase el tañido de las campanas tocandoa vísperas, estallaban los cohetes en laplaza, pasaban y volvían a pasar pífanos y tamborilespor las calles. Mugían los toros de Camargue,conducidos para la lidia.
Acodado en el mantel, con lágrimas en losojos, escuché la historia del pescadorcillo provenzal.
*
* *
Calendal es sólo un pescador; el amor lotransforma en héroe... Para conquistar el corazónde su amada, la hermosa Estérelle, acometeempresas milagrosas, y los doce trabajosde Hércules son nada si se comparan con lossuyos.
Una vez, como se le ocurriera hacerse rico,inventa formidables artes de pesca y arrastraal puerto todos los pescados del mar. Otra vez,va a retar en su propio nido de águilas a unterrible bandido de las gargantas de Ollionles,el conde Severan, entre sus matones y sus rufianes...¡Valiente mozo más templado es esemocito Calendal! Un día tropieza en Sainte-Beaumecon dos partidas de artesanos que habíanido allí a ventilar sus disputas a grandesgolpes de compás, sobre el sepulcro del maestroYago, un provenzal que construyó la armaduradel templo de Salomón, si ustedes nose enojan. Calendal se lanza en medio de lacarnicería y pone paz a los compañeros sólocon hablarles...
¡Empresas sobrehumanas!... Allá arriba, enlas peñas de Lure, existía un bosque de cedrosinaccesibles, donde jamás leñador algunose había atrevido a subir.
Va Calendal y permanece allí treinta díascompletamente solo. Durante treinta días, óyeseel ruido de su hacha, que resuena al hundirseen los troncos.
Ruge la selva; uno tras otro caen los viejosárboles gigantescos y ruedan al fondo de losabismos, y cuando Calendal desciende, ya noqueda ni un cedro en la montaña...
Después de todo y como premio de tales hazañas,el pescador de anchoas obtiene el amorde Estérelle, y es nombrado cónsul por los habitantesde Cassis.
Tal es la historia de Calendal.Pero, ¿qué importa Calendal? Lo que vive,sobre todo, en el poema, es la Provenza,la Provenza del mar, la Provenza de la montaña,con su historia, sus costumbres, sus tradiciones,sus paisajes, todo un pueblo candorosoy libre que ha encontrado su gran poetaantes de perecer...
Y ahora, ¡tracen caminos de hierros, plantenpostes telegráficos, expulsen la lengua provenzalde las escuelas!
¡Provenza ha de vivir eternamente en Mireya y en Calendal!
*
* *
—¡Basta de poesía!—dijo Mistral, cerrandosu cuaderno.—Es preciso ver la fiesta.
Salimos. Todo el pueblo estaba en las calles;un ramalazo de cierzo había disipado las nubesdel cielo, que brillaba alegremente sobrelas rojas techumbres, mojadas por la lluvia.Llegamos a tiempo de presenciar la procesiónque regresaba. Durante una hora fue aquello uninterminable desfile de
penitentes
con
capirotes,penitentes
blancos,
penitentes
azules,
penitentesgrises, cofradías de mozas con velo,estandartes rojos con flores de oro, grandes imágenes,unas de madera desdoradas y conducidasen cuatro hombros, y otras de loza coloridascomo ídolos con grandes ramos en la mano,capas de coro, incensarios, doseles de terciopeloverde, crucifijos rodeados de seda blanca;todo esto flameando al viento, entre la luzde los cirios y la del sol, en medio de salmos,de letanías y de las campanas, que no cesabande tocar a rebato.
Terminada la procesión y colocados nuevamentelos santos en sus capillas, fuimos a verlos toros, más tarde los juegos en la era, las luchasde hombres, los tres saltos, el ahorcagato,el juego del odre y todo el divertido aparato delas fiestas provenzales... Caía la noche cuandoregresamos a Maillane. En la plaza, frente alcafetín donde Mistral pasa las veladas jugandosu partida con su amigo Zidore, habían encendidouna hermosa hoguera... Organizábase lafarándula.
Faroles de papel recortado brillabanpor todas partes entre la obscuridad; la juventudtomaba puesto, y en seguida, a un redoblede los tamboriles, comenzó alrededor de lasllamas un corro desenfrenado, estrepitoso, queno había de cesar en toda la noche.
*
* *
Después de cenar, sumamente rendidos decansancio para correr de nuevo, subimos a laalcoba de Mistral. Es un modesto dormitoriode campesino, con dos grandes camas. Las paredesno están empapeladas; vense descubiertaslas vigas del techo... Hace cuatro años,cuando la Academia concedió al autor de Mireya el premio de tres mil francos, ocurrióselea la señora Mistral una idea.
—¿No te parece que empapelemos tu alcobay le pongamos cielo raso?—
preguntó a suhijo.
—¡No, no!—repuso Mistral.—Esto es el dinerode los poetas; no se le puede tocar.
Y el dormitorio volvió a quedar desnudo. Peromientras que duró el dinero de los poetas,los que han acudido a Mistral han encontradoabierta su bolsa...
Me había yo llevado a la alcoba el manuscritode Calendal, e instele para que me leyeraotro pasaje antes de dormirme. Mistral eligióel episodio de la loza.
En pocas palabras es elsiguiente:
Celebrábase una gran comida, no sé dónde.Ponen en la mesa una hermosa vajilla de lozade Moustiers. En el fondo de cada plato hay unasunto provenzal, dibujado en azul sobre el vidriado;allí está contenida toda la historia regional.
Es digno de ver el hermoso amor con queestá descrita esa hermosa vajilla de loza; unaestrofa para cada plato, otros tantos pequeñospoemas de un trabajo sencillo y erudito, acabadoscomo una descripción de Teócrito.
Cuando me recitaba Mistral sus versos enaquella hermosa lengua provenzal, latina enmás de sus tres cuartas partes, hablada antiguamentepor las reinas y que hoy sólo comprendenlos frailes, admiraba yo en mi fuerointerno a ese hombre. Y al pensar en el estadoruinoso en que halló su lengua materna y enlo que con ella ha hecho, imaginábame uno deesos vetustos palacios de los príncipes de Bauxque se ven en los Alpilles: sin techo, sin balaustradasen las escalinatas, sin vidrios en lasventanas, quebrado el trébol de las ojivas, corroídopor el moho el escudo de las puertas;gallinas picoteando en el patio de honor, cerdoshozando bajo las esbeltas columnillas delas galerías, el asno paciendo dentro de la capilla,donde crece la hierba, las palomas bebiendoen las grandes pilas de agua bendita,rebosantes de agua de lluvia, y finalmente, entreesos escombros dos o tres familias de labriegosque han construido chozas alrededor delvetusto palacio.
Y después llega un día en que el hijo de unode esos campesinos se enamora de esas grandesruinas y se indigna al verlas profanadas deese modo; a toda prisa arroja el ganado fueradel patio de honor, y viniendo en su ayuda lashadas, por sí solo reedifica la monumental escalera,vuelve a poner tableros en las paredesy vidrieras en los ventanajes, reconstruye lastorres, vuelve a dorar la sala del trono y poneen pie el extenso palacio de otros tiempos, dondeencontraron hospedaje papas y emperatrices.
Ese palacio restaurado es la lengua provenzal.
Mistral es ese hijo del campesino.
LAS NARANJAS
Las naranjas tiene en París el triste aspectode frutas caídas, que se toman junto a los árboles.Cuando llegan, en pleno invierno lluviosoy frío, su brillante corteza y su excesivoaroma, en estos países de sabores moderados,les dan un aire extraño, algo bohemio. Durantelas noches de niebla, van tristemente costeandolas aceras, amontonadas en sus carritos ambulantes,al mezquino fulgor de un farolillo depapel rojo. Un grito monótono y débil, perdidoentre el rodar de los coches y el barullo de losómnibus, les sirve de escolta.
—¡A veinte céntimos naranjas de Valencia!
Para las tres cuartas partes de los parisienses,ese fruto traído de muy lejos, de vulgar redondez,donde el árbol no ha dejado nada másque un insignificante pedúnculo verde, participade la golosina, de la confitería. El papelde seda en que está envuelto, las festividadesa que acompaña, contribuyen a dicha impresión.Cuando enero se aproxima, sobre todo,los millares de naranjas esparcidas por las calles,todas esas cáscaras arrojadas en el barrodel arroyo, hacen pensar en algún gigantescoárbol de Navidad que sacudiese sobre París susramas cuajadas de frutas artificiales. No hayrincón alguno donde no se vean.
Tras los limpioscristales de un escaparate, elegidas y adornadas;a la puerta de prisiones y asilos, entrepaquetes de bizcochos y pequeños montones demanzanas; delante de los peristilos de los bailesy teatros los domingos. Y su exquisito aromase confunde con el olor del gas, el chirridode las mamparas, el polvo de las banquetas delparaíso. Hasta se olvida que hacen falta naranjospara producir las naranjas; pues, mientrasque la fruta nos la envían directamente delMediodía metida en cajones, el árbol de la estufadonde pasa el invierno, cortado, transformado,disfrazado, sólo una vez aparece, y durantebreve tiempo, al aire libre en los paseospúblicos.
Para conocer bien las naranjas es necesarioverlas en los países que las producen: en lasislas Baleares, en Cerdeña, en Córcega, en Argelia,entre el aire azul dorado, en la tibia atmósferadel Mediterráneo. Jamás olvidaré unbosquecillo de naranjos que vi a las puertas deBlidah. ¡Allí sí que estaban hermosas! Entreel follaje obscuro, brillante, barnizado, las frutastenían el lustre de vasos de color, y dorabanel aire que las circundaba con esa aureola deesplendor que rodea a las flores de tonos vivos.Algunos claros permitían ver a través de lasramas las murallas de la reducida ciudad, elminarete de una mezquita, la cúpula de unmarabut, y en lo alto la enorme masa del Atlas,verde en su base, nevada en la cima, comocubierta de blancas pieles, con cabrilleos, conla blancura de copos caídos.
Estando yo allí, una noche, por no sé quéfenómeno desconocido desde treinta años atrás,aquella zona de escarchas invernales agitose sobrela ciudad dormida, y Blidah se despertótransformada, empolvada de blanco. En aquelaire argelino, tan tenue y tan puro, semejabala nieve polvo de nácar, con reflejos de plumasde pavo real. Lo más hermoso era el bosquede naranjos. Las verdes hojas conservaban lanieve intacta y enhiesta como sorbetes encimade platillos de laca, y todos los frutos espolvoreadosde escarcha ofrecían una entonaciónsuave y espléndida, una irradiación discreta,como el oro velado por transparentes telasblancas. Aquello producía la vaga impresión deuna fiesta de iglesia, de sotanas rojas bajo albasde encajes, de dorados de altares rodeados derandas de hilo...
Sin embargo, mis más gratos recuerdos enmateria de naranjas proceden de Barbicaglia,un gran jardín junto a Ajaccio, donde pasabayo la siesta durante las horas de calor. Los naranjos,más altos y espaciados allí que en Blidah,llegaban hasta el camino, solamente separadodel huerto por un seto vivo y una zanja.El mar, el inmenso mar azul, extendía suvasta planicie inmediatamente después delhuerto. ¡Qué buenas horas he pasado en esejardín! Por cima de mi cabeza, los naranjosflorecidos y con fruto quemaban los aromas desus esencias. Una naranja madura desprendíasedel árbol, de vez en cuando, cayendo juntoa mí, como aletargada por el calor, con unruido mate y sin eco en la tierra apelmazada.Para apoderarme de ella, me bastaba extenderla mano. Eran soberbias frutas, de un rojo purpúreoen su interior. Parecíanme exquisitas, ydespués ¡era tan hermoso el horizonte! Por entrelas hojas percibíase el mar, en espacios azulesdeslumbradores como trozos de vidrio rotoque espejearan entre las brumas del aire. Almismo tiempo que eso, el movimiento del oleajeconmoviendo la atmósfera a grandes distancias,ese acompasado murmullo que nos mececomo en una barca invisible, el calor, el olorde las naranjas... ¡Ah, qué bien se podía dormiren el huerto de Barbicaglia!
No obstante, en ocasiones, en el momentomás grato de la siesta, despertábanme
sobresaltadoredobles
de
tambor.
Eran
infelices
músicosmilitares que ensayaban allá abajo, en elcamino. A través de los claros del seto brillabael cobre de los tambores y veía yo los grandesmandiles blancos encima del pantalón encarnado.Para guarecerse un poco de la cegadoraluz que el polvo del camino les enviaba de reflejodespiadadamente, situábanse los pobresdiablos junto al jardín, en la breve sombra delseto. ¡Y valiente barullo el que armaban, y asfixiantecalor el que sufrían! Entonces, saliendopor fuerza de mi hipnotismo, me entreteníaarrojándoles algunos de esos hermosos frutosde oro rojo que pendían al alcance de mi mano.El tambor a quien apuntaba se detenía. Unminuto de vacilación, una mirada en torno paraaveriguar de dónde vendría la soberbia naranjaque rodaba hasta él por la zanja; recogíaladespués con ligereza y mordía a boca llena,sin mondarla siquiera.
Recuerdo además que cerca de Barbicaglia,y separado solamente por una tapia baja, habíaun jardinillo bastante extraño, que dominabayo desde la altura en que estaba. Era unrincón de tierra, de vulgar diseño. Sus calles,de brillante arena, encintadas de verdísimo boj,los dos cipreses de su puerta de entrada, dábanleapariencia de una casa de campo marsellesa.Ni una línea de sombra. En el fondo, unblanco edificio de piedra, con ventanas de sótanoal ras del suelo.
Al pronto creí que erauna quinta; pero, después de mirar con másdetenimiento, la cruz que la remataba y unainscripción grabada en la piedra, y cuyo textono distinguía, me hicieron reconocer una tumbade familia corsa. En las inmediaciones deAjaccio hay muchas de esas capillitas mortuorias,que se alzan solitarias rodeadas de jardines.La familia acude allí los domingos a visitara sus muertos. Comprendida de ese modola muerte, es menos triste que entre la confusiónde los cementerios. Sólo pasos amigos turbanel silencio.
Desde mi sitio contemplaba yo las idas y venidasde un anciano que circulaba tranquilamentepor las alamedas. Todo el día estaba podandolos árboles, cavando,
regando,
cortandolas
flores
marchitas
con
minucioso
esmero.Después, a la caída del sol, entraba en la capillitadonde yacían los difuntos de su familia,guardaba los azadones, los rastrillos, las grandesregaderas, todo esto tranquilamente, conla serenidad de un jardinero de cementerio. Noobstante, sin darse cuenta de ello, ese buenhombre trabajaba con cierto recogimiento, acallandolos ruidos y con la puerta de la bóveda cerradasiempre discretamente, cual si abrigara eltemor de despertar a alguno.
En medio de aquelsilencio absoluto, el arreglo del jardinillo no turbabani a un ave, y su vecindad nada teníade triste; pero el mar parecía así más inmenso,el cielo más alto, y en aquella siesta interminabletrascendía en torno de ella el sentimientodel descanso eterno, entre la naturaleza embriagadora,abrumadora, pletórica de vida.
EN MILIANAH
NOTAS DE VIAJE
Voy a conducir a ustedes ahora a una linday pequeña ciudad de Argelia, a doscientas otrescientas leguas del molino, para que pasenallí el día... Esto nos hará cambiar un pocode tantos tamboriles y cigarras...
...Amenaza lluvia; el cielo está gris, la brumaenvuelve las crestas del monte Zaccar. Domingotriste... En mi cuartito de fonda, cuyaventana da a las murallas árabes, procuro distraermeencendiendo cigarrillos... Toda la bibliotecade la hospedería ha sido puesta a midisposición; entre una historia muy detalladadel censo de la población y algunas novelas dePaul de Kock, encuentro un tomo descabaladode Montaigne... Abro el libro por donde élquiere abrirse, y vuelvo a leer la admirable cartaen que describe el autor la muerte de LaBoétie... Heme aquí tan meditabundo y sombríocomo jamás lo estuve... Caen algunas gotasde lluvia. Cada gota, al caer sobre el rebordede la ventana, dibuja una ancha estrellaen el polvo amontonado allí desde las lluviasdel año último. El libro se me cae de las manosy durante largo tiempo contemplo aquellaestrella melancólica...
Dan las dos en el reloj de la ciudad, un antiguo marabut, cuyas frágiles paredes blancaspercibo desde aquí... ¡Pobre diablo de marabut!¿Quién le hubiese dicho hace treinta añosque un día tenía que sostener en medio delpecho una gran esfera municipal, y que todoslos domingos a las dos en punto daría la señala todas las iglesias de Milianah para tocar avísperas?... ¡Tilín, talán! Ya han sido echadasa vuelo las campanas... Tenemos para rato...Decididamente, esta habitación es triste.Las grandes arañas de la mañana, que inspiranpensamientos filosóficos, han fabricado sustelas en todos los rincones...
Vamos fuera.
*
* *
Al llegar a la plaza mayor, la música deltercero de línea, que no se intimida por un pocode lluvia, va a colocarse en torno de su director.El general y sus hijas se asoman a unade las ventanas de la comandancia; en la plaza,el subprefecto se pasea de un lado para elotro, agarrado al brazo del juez de paz.
Mediadocena de chiquillos árabes medio desnudos juegana las bochas en un rincón, gritando desaforadamente.Allá abajo, acude un harapientojudío viejo a tomar un rayo de sol que ayer habíadejado en aquel sitio, y queda sorprendidoal no encontrarlo ya... «Uno, dos, tres: empiecen.»La música ejecuta una antigua mazurkade Talexy, que tocaban los organillos el inviernoúltimo debajo de mis ventanas. En otraépoca me aburría aquella mazurka; hoy meconmueve hasta hacer brotar mis lágrimas.
¡Oh, son muy dichosos los músicos del tercero!Fijos los ojos en las semicorcheas, ebriosde ritmo y de ruido, sólo piensan en contarsus compases.
Su alma, toda su alma está enesa cuartilla de papel como la palma de la mano,que tiembla en la punta del instrumento,sujeta por dos dientes de cobre.
«Uno, dos,tres: empiecen.» A eso lo reducen todo esasgentes sencillas; los aires nacionales que tocan,jamás les producen nostalgia... ¡Ay! A mí, queno soy de la charanga, aquella música me entristecey me alejo...
*
* *
¿Dónde pasaré distraído esta tarde gris dominguera?¡Está bien! La tienda de Sid'Omarse encuentra abierta... Entremos en casa deSid'Omar.
Sid'Omar tiene tienda y, sin embargo, noes tendero. Es un príncipe de la sangre, hijode un antiguo bey de Argel, a quien estrangularonlos genízaros... A la muerte de su padre,Sid'Omar refugiose en Milianah con sumadre, a quien adoraba, y allí residió algunosaños como un gran señor filósofo, rodeado desus lebreles, sus halcones, sus caballos y susmujeres, en hermosos palacios muy frescos,llenos de naranjos y de fuentes. Vinieron losfranceses. Sid'Omar fue al principio enemigonuestro y aliado de Abd-el-Kader, pero concluyópor reñir con el emir y se sometió. Elemir, para tomar venganza, entró en Milianahestando ausente Sid'Omar, saqueó sus palacios,taló sus naranjales, apoderose de los caballosy de las mujeres e hizo aplastar la gargantade su madre con la tapa de un arcón...La cólera de Sid'Omar fue terrible; alistose enseguida al servicio de Francia, y mientras durónuestra guerra contra el emir no hubo un soldadomejor ni más bravo que él. Concluida laguerra, Sid'Omar regresó a Milianah; pero,aun hoy, cuando se habla de Abd-el-Kader ensu presencia, palidece y le relampaguean losojos.
Sid'Omar tiene sesenta años, y a pesar dela edad y de la viruela, conserva la hermosuradel rostro: grandes pestañas, mirada de mujer,una sonrisa seductora, modales de príncipe.Arruinado por la guerra, sólo le queda de suantigua opulencia, una granja en la llanura deChélif y una casa en Milianah, donde vive muymodestamente con sus tres hijos educados asu vista. Los jefes indígenas le profesan granveneración... Cuando hay discusiones, sometena su deliberación los asuntos que las provocan,y su juicio es casi siempre ley. Sale poco; puedevérsele todas las tardes en una tienda adjuntaa su casa y que da a la calle.
El mobiliariode esa estancia no es rico; paredes blancas enlucidascon cal, un banco circular de madera,cojines, largas pipas, dos braseros... Ahí recibeSid'Omar en audien