Cartas de mi Molino by Alphonse Daudet - HTML preview

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por

losinsectos.

Cada

terrón

era

destripado,

desmenuzándoloesmeradamente. Y al ver las mil raícesblancas, llenas de savia, que aparecían en esosdestrozos de tierra fértil, el corazón se oprimíay el alma se angustiaba...

EN CAMARGUE

I

LA PARTIDA

El recado del guarda, medio en francés, medioen provenzal, que ha traído un mensajero,anunciando que han pasado ya dos o tres buenasbandadas de galejones, de carlotinas, y otras aves de primera, ha producido gran rumor enel castillo.

«Vendrá usted con nosotros», me han escritomis amables vecinos. Y esta mañana a las cincoestaba esperándome al pie de la cuesta sugran break, cargado de escopetas, perros y víveres.Henos aquí rodando por la carretera deArlés, algo seca y árida en esta madrugada dediciembre, en que apenas se distingue el pálidoverdor de los olivos y el verde intenso de lasencinas, demasiado de invernadero y como ficticio.No faltan madrugones que iluminan lasvidrieras de las granjas, y en las cresterías depiedra de la abadía de Montmajour, los quebrantahuesosaletargados todavía por el sueñorevolotean entre las ruinas. Sin embargo, encontramosya, a lo largo de las zanjas, campesinasviejas que van al mercado, trotando ensus borriquillos. Vienen de la Ville-des-Baux.¡Seis leguas largas para sentarse una hora enlas gradas de San Trofino y vender paquetitosde hierbas medicinales recolectadas en la montaña!...

Divisamos ya las murallas de Arlés; murallasbajas y almenadas, como se ven en las estampasantiguas, donde aparecen guerreros armadosde lanzas sobre terraplenes menores queellos. Cruzamos a galope esta maravillosa y pequeñaciudad, una de las más pintorescas deFrancia, con sus balcones esculpidos y barrigudosavanzando hasta el centro de las calles estrechas,con sus vetustas casas renegridas, depuertas pequeñas, moriscas, ojivales y bajas,que nos recuerdan los tiempos de GuillermoCourt-Nez y de los sarracenos. A aquellas horasno había aún nadie en la calle. Sólo estáanimado el muelle del Ródano. El barco de vaporque hace la travesía de Camargue calientalas calderas junto a los escalones, dispuesto apartir. Caseros con blusa roja, muchachas deLa Roquette que van a ganar el jornal en lasfaenas agrícolas, suben a cubierta con nosotros,charlando y riéndose. Bajo las amplias mantillasobscuras, levantadas a causa del fuerte vientode la mañana, la alta cofia arlesina presta eleganciay empequeñece a la cabeza, con ribetesde lindo descaro, algo así como deseos de erguirsepara que la risa o la frase picaresca vayamás lejos... Suena la campana; nos ponemosen marcha. Con la triple velocidad del Ródano,de la hélice y del viento mistral, extiéndenselas dos orillas. De un lado está la Crau, unallanura estéril y pedregosa. Del otro, la Camargue,más verde, que prolonga hasta el mar suhierba corta y sus marismas cuajadas de cañaverales.

El vapor se detiene de vez en cuando juntoa un pontón, a la izquierda o a la derecha (alImperio o al Reino, según se decía en la EdadMedia, en época del reino de Arlés, y comolos marineros viejos del Ródano dicen hoy todavía).En cada pontón vese una quinta blancay un ramillete de árboles. Desembarcan los trabajadorescargados de herramientas, y las mujerescon la cesta al brazo, erguidas sobre sutalle. Hacia el Imperio o hacia el Reino, poco apoco va quedando vacío el vapor, y cuando descendemosnosotros en el puente del Masde-Giraud,casi no queda nadie a bordo.

Para esperar al guarda que ha de venir ennuestra busca, entramos en el Masde-Giraud,una antigua granja de los señores de Barbentane.En la cocina alta, y alrededor de una mesaestán todos los hombres de la hacienda, labradores,viñadores, pastores, zagales, graves,silenciosos, comiendo despacio, servidos por lasmujeres, quienes comerán después. No tardael guarda con la carretilla. Verdadero tipo a loFenimore, trampero por tierra y por agua, guardapescay guardacaza, las gentes del país le llamanel Rondador porque, entre las brumas delalba o del anochecer, ocúltase siempre entre loscañaverales, acechando, o bien inmóvil en subarquichuelo, ocupado en vigilar sus atolladerosen los estanques y en las acequias. Su profesiónde espía perpetuo, es quizá lo que le hace tancallado y taciturno. Sin embargo, mientras elcarretón lleno de escopetas y de cestas caminadelante de nosotros, el Rondador nos enterade la caza, refiriéndonos el número de bandadasde paso y los cuarteles en que las avesemigrantes se han posado. Charlando nos internamosen la comarca.

Después de atravesar los terrenos de cultivo,nos encontramos en plena Camargue montaraz.Lagunas y acequias brillan hasta perderse devista entre los pastos y las salicarias. Bosquecillosde tamariscos y de cañas ondulan comoun mar en calma. Ningún árbol elevado turbael aspecto liso, inmenso, de la llanura. Apriscosde ganado extienden de vez en cuando subaja techumbre casi a nivel del suelo. Los rebañosdiseminados, tumbados en las hierbas salitrosas,o marchando apretados en torno de laroja capa del pastor, no interrumpen la granlínea uniforme, viéndose achicados por ese espacioinfinito de horizontes azules y claro cielo.Lo mismo que del mar, plano a pesar de susolas, despréndese de esa llanura una sensaciónde soledad, de inmensidad, aumentada por elmistral que sopla incesantemente, sin trabas,y que, con su poderoso aliento, parece aplanary engrandecer el paisaje. El lo doblega todo.Los arbustos más frágiles conservan la huellade su paso, quedan torcidos, tumbados hacia elSur, como dispuestos a fugarse...

II

LA CABAÑA

La cabaña no es otra cosa que un techo decañas y unas paredes de cañas secas y amarillas.Tal vez nuestro punto de cita para lacaza. Tipo de la casa camarguesa, la cabaña notiene más que una habitación alta, grande, sinventana; entra la luz por una puerta vidriera,que de noche se cierra con postigos. A lo largode los paredones enlucidos, blanqueados concal, hay armarios para colocar las armas, losmorrales, las botas que usamos para cruzar lospantanos.

En el fondo vense cinco o seis literascolocadas alrededor de un verdadero mástilplantado en el suelo y que sirve de apoyo altecho. Por la noche, cuando sopla el mistraly cruje la casa por todas partes, con el marlejano y el viento que lo aproxima, trae su ruidoy lo ahueca, puede creerse uno acostado enel camarote de un buque.

Pero, especialmente por la tarde es cuando lacabaña está encantadora. En nuestros buenosdías de invierno meridional, me agrada estarsolo junto a la alta chimenea, donde arden humeantesalgunas matas de tamariscos. Con lasrachas del mistral o de la tramontana, cruje lapuerta, chillan las cañas, y todas esas sacudidasson un ligero eco de la gran conmoción dela naturaleza que me circunda. El sol de invierno,agitado por la enorme corriente, se esparce,reúne sus rayos, los dispersa. Correngrandes sombras bajo un cielo azul admirable.La luz y los ruidos llegan por sacudidas, y lasesquilas de los rebaños, oídas repentinamente yolvidadas después, perdiéndose entre el viento,suenan de nuevo bajo la puerta desencajada,con el hechizo de un estribillo de canción...

Lahora exquisita es el crepúsculo, un poco antesdel regreso de los cazadores.

Entonces el vientoestá tranquilo. Salgo un instante. El anchosol rojo desciende en paz, inflamado y sin calor.Llega la noche, y roza con sus alas negrasy húmedas, cuando pasa. Allá abajo, al niveldel suelo, vese un fogonazo, con el brillo deuna estrella roja avivada por las tinieblas circunvecinas.En la escasa claridad que resta,apresúrase todo bicho viviente. Un largo triángulode patos vuela muy abajo, cual si desearatomar tierra; pero de pronto los aleja la cabaña,donde brilla encendido el candil. El que vaa la cabeza de la columna, yergue el cuello, remontael vuelo nuevamente, y todos los demásse elevan tras de él con gritos salvajes.

No tarda en oírse un inmenso pataleo, quese asemeja a un ruido de lluvia.

Miles de carnerosllamados por los pastores y hostigados porlos perros, cuyo galopar confuso y alentar jadeantese perciben, amontónanse con prisa, medrosose indisciplinados, hacia los apriscos. Véomeenvuelto, rozado, confundido dentro de esetorbellino de vellones rizados, de balidos; unaverdadera marejada, en que parece que los pastoresson arrastrados con su sombra por olasque saltan... Detrás de los rebaños percíbensepasos conocidos, voces alegres. La cabaña estállena, animada, ruidosa. Chisporrotean, al arder,los sarmientos formando llama. Hay tantamayor risa, cuanto mayor es el cansancio. Esun aturdimiento de regocijada fatiga; las escopetasarrinconadas, las grandes botas tiradas yrevueltas, los morrales vacíos y junto a ellosplumajes rojos, áureos, verdes, plateados, todoscon manchas de sangre. La mesa está puesta,y entre el husmillo de una sabrosa sopa deanguila, queda todo en silencio, ese gran silenciode los apetitos robustos, que solamenteinterrumpe el feroz gruñir de los perros lamiendoa tientas sus cazuelas delante de lapuerta.

La velada no se prolongará mucho. Ya noquedamos junto al fuego, que también parpadea,más que el guarda y yo. Charlamos; esdecir, nos dirigimos uno al otro frases a mediaspalabras al uso campesino, esas interjeccionescasi indias, breves y rápidas como laspostrimeras chispas de los consumidos sarmientos.Al fin, pónese de pie el guarda, enciendela linterna, y piérdese su paso perezoso en lacalma y obscuridad de la noche silenciosa...

III

¡A LA ESPERA!

¡La espera! ¡Qué expresivo nombre éste, conel que se designa el puesto donde aguarda emboscadoel cazador, y esas horas imprecisas enque todo espera, vacilando entre el día y la noche!El puesto de la mañana, poco antes deamanecer; el puesto de la tarde, cuando el solse hunde en el ocaso. El de mi predilección eseste último, sobre todo en esos países de marismas,donde el agua de los estanques conservala luz tanto tiempo...

En ocasiones, se utiliza como puesto el chinchorro,barquichuelo sin quilla, estrecho, y queal movimiento más leve se pone por montera.Oculto tras de los cañaverales, el cazador ojealos patos desde el fondo de la barca, de la quesobresalen únicamente la visera de una gorra,el cañón de la escopeta y la cabeza del perro,que olfatea el viento y papa mosquitos, o bieninclina, con sus patazas extendidas, toda labarca sobre una borda llenándola de agua.

Esta espera es sumamente complicada para miinexperiencia. Esta es la razón por la que casisiempre voy a la espera a pie, zabulléndomeen pleno pantano, con enormes botas hechas detoda la longitud que el cuero permite. Caminocon lentitud, prudentemente, temeroso de hundirmeen el légamo. Me separo de los cañaverales,lleno de olores salitrosos y de saltos deranas.

Por fin me acomodo en el primer islote detamariscos, o rincón de tierra seca, que encuentro.El guarda, en prueba de respetuosaconsideración, permite que me acompañe superro, un enorme perro de los Pirineos, consus grandes lanas blancas, gran cazador y pescadorinteligente, cuya presencia me intimidaun poco. Cuando pasa a mi alcance una chochade agua, me mira irónicamente echandoatrás, con un movimiento de cabeza, a lo artista,sus largas orejas flácidas que le cuelgandelante de los ojos; después, posturas de parada,meneos de cola, toda una mímica de impaciencia,como queriendo decirme:

—¡Tira!... ¿Por qué no tiras, tonto?

Tiro, y yerro la puntería. Entonces, con todosu cuerpo estirado, bosteza y se alarga, fatigoso,aburrido, insolentemente...

¡Pues bien, sí! No lo niego, soy un malcazador. La espera, para mí, es la tarde alcaer, la luz que desaparece y se refugia en elagua, los estanques que relucen, abrillantandohasta el tono de plata fina el tinte gris del cieloensombrecido. Me deleita este olor del agua,esta misteriosa agitación de los insectos en loscañaverales, este suave murmullo de las largashojas estremeciéndose. Oyese a veces una notatriste, y retumba en el cielo como el zumbidode una caracola marina. Es el alcaraván queesconde en el fondo del agua su inmenso picode ave pescadora, y sopla... ¡ruuú! Bandadasde grullas vuelan por encima de mi cabeza.Oigo el roce de las plumas, el ahuecamiento delplumón con el viento fuerte, y hasta el crujidode la minúscula osamenta, rendida de cansancio.Después, nada. La noche, las profundastinieblas, siguiendo a la escasa claridad del día,que sobre las aguas ha quedado retrasada.

De repente advierto un estremecimiento, unaespecie de molestia nerviosa, como si hubiesealguien detrás de mí. Al volverme veo a la compañerade las noches hermosas, la luna; unaancha luna, enteramente redonda, que llegasuavemente, con un movimiento de ascensiónmuy perceptible al principio, y que se retardamientras que aquélla se aleja del horizonte.

Ya son bien perceptibles junto a mí los primerosrayos, y luego otros un poco más lejos...Ahora está iluminada toda la marisma. La máspequeña mata de hierba proyecta sombra. Concluyosela espera, las aves nos ven; es forzosovolver a casa. Caminamos envueltos poruna inundación de luz azul, ligera, polvorienta,y cada uno de nuestros pasos en los estanquesy en las acequias, revuelve en ellos millares deestrellas caídas y fulgores de rayos de luna quellegan hasta el fondo del agua...

IV

ROJO Y BLANCO

En una cabaña semejante a la nuestra, peroalgo más rústica, y de la que sólo dista un tirode fusil, habita nuestro guarda, con su esposay sus dos hijos mayores: la moza, que preparala comida de los hombres y compone las redespara la pesca; y el mozo, que ayuda a supadre a levantar las artes y a vigilar las compuertasde los estanques. Los dos más jóvenesviven con su abuela en Arlés, y allí permaneceránhasta que hayan aprendido a leer y celebradola primera comunión, pues aquí estánmuy lejos de la iglesia y la escuela, además deque el aire de Camargue no vendría bien a esascriaturas. El hecho es que cuando llega el verano,cuando las charcas se secan y el blancolégamo de las acequias se agrieta con los grandescalores, es imposible habitar la isla.

Yo pude apreciar eso una vez en el mes deagosto, viniendo a cazar ánades silvestres, yjamás olvidaré el aspecto triste y feroz de estepaisaje abrasado. De trecho en trecho humeabanal sol los estanques como inmensas cubas,conservando en el fondo un resto de vida enmovimiento, un hormigueo de salamandras,arañas y moscas de agua en busca de rinconeshúmedos. Había allí un aire hediondo, una brumade miasmas densamente flotante, que innumerablestorbellinos de mosquitos espesaban.Todo el mundo tiritaba en casa del guarda,todo el mundo padecía fiebres, y apenabaver las caras amarillas y largas, los ojos agrandadosy con ojeras, de aquellos infelices quedurante tres meses se arrastraban bajo ese anchosol inexorable que abrasa a los febricitantesy no consigue hacerlos entrar en calor... ¡Tristey penosa vida la de guardacaza en Camargue!Y menos mal que puede tener a su lado a sumujer y sus hijos; pero dos leguas más lejos,en la marisma, vive un guarda de caballos,completamente solo todo el año, de cabo a rabo,haciendo una verdadera vida de Robinsón.En su choza de cañas, construida por él mismo,no hay nada que no sea obra de sus manos,desde la hamaca tejida con mimbres, y lastres piedras negras reunidas en forma de hogar,y los troncos de tamarisco dispuestos enforma de escabeles, hasta la llave y la cerradurade madera blanca con que se cierra esta extrañahabitación.

Este guarda es por lo menos tan extraño comosu residencia. Es una especie de filósofo silenciosocomo los solitarios, que oculta su desconfianzade labriego bajo unas cejas espesascomo matorrales. Cuando no está en los pastos,vésele sentado junto a su puerta, descifrandopacientemente, con una aplicación infantily conmovedora, uno de esos folletos decolor de rosa, azules o amarillos en que estánenvueltos los frascos de medicina que empleapara los caballos. El pobre diablo no se distraemás que en la lectura, ni tiene más libros queéstos.

Aunque vecinas sus cabañas, nuestroguarda y él nunca se visitan. Hasta evitan encontrarse.Un día que pregunté al rondeîron la razón de esa antipatía, me respondió conseriedad:

—Tenemos distintas opiniones... El es rojo,y yo soy blanco.

Y de esta manera, hasta en ese desierto cuyasoledad hubiera debido amistarlos, esos dossalvajes, tan ignorantes y sencillos uno como elotro, esos dos boyeros de Teócrito, que solamenteuna vez cada año van a la ciudad, y aquienes los cafetuchos de Arlés, con sus doradosespejos, les deslumbran como si contemplasenel palacio de los Tolomeos, ¡las opinionespolíticas les ha proporcionado una razónpara odiarse!

V

EL VACCARÉS

El Vaccarés es el espectáculo más hermosoque puede presenciarse en Camargue. Muchasveces, abandonando la caza, vengo a sentarmea orillas de este mar salado, un mar pequeñoque asemeja un trozo del grande, encerradoentre las tierras y amansado por su mismo cautiverio.En vez de esa sequedad, de esa aridezque comúnmente entristecen la costa, el Vaccarés,con su ribera un poco alta, toda ella verdepor la hierba menuda, aterciopelada, ostentasu flora extraordinaria y hechicera: centauras,tréboles acuáticos, gencianas y esas lindas salicarias,azules en invierno, rojas en verano, quemudan su color con los cambios atmosféricos,y con una floración no interrumpida, marcanlas estaciones por lo diverso de sus matices.

Allá, a las cinco de la tarde, cuando el solse pone, ofrecen admirable perspectiva esastres leguas de agua, sin una barca, sin una velaque limite y dé variedad a su extensión. Noes ya el íntimo deleite de los estanques y acequiasque aparecen, distanciados, entre los replieguesde un terreno arcilloso, bajo el cualse filtra el agua por doquiera, dispuesta a reapareceren la menor depresión del terreno.Aquí la impresión es grande, vasta. A lo lejos,ese cabrilleo de las ondas atrae bandadas defulgas, garzas reales, alcaravanes, flamencos devientre blanco y alas rosadas, alineándose parapescar a lo largo de las márgenes, disponiendosus diferentes colores en una larga faja igual,y además ibis, verdaderos ibis de Egipto, queparecen estar en su propia casa entre ese espléndidosol y ese mudo paisaje. Efectivamente,desde mi sitio no percibo más que el chapoteodel agua y la voz del guarda que llamaa sus caballos, diseminados en la orilla.Todos tienen retumbantes nombres:

«¡Cifer!...¡L'Estello!... ¡L'Estournello!»... Cuando seoye nombrar cada bruto, corre dando al vientolas crines, a comer avena en la misma manodel guarda...

Más lejos, en la misma orilla, vese una granmanada de bueyes, paciendo libremente comolos caballos. De vez en cuando distingo porencima de unas matas de tamariscos la aristade sus dorsos encorvados, y sus cuernecitos quese yerguen en forma de media luna. La mayoríade estos bueyes de Camargue se crían paraser lidiados en las fiestas de los pueblos, yalgunos tienen ya fama en todos los circos deProvenza y Languedoc. Así, por ejemplo, lamanada que está más cerca, cuenta entre otroscon un terrible combatiente llamado Romano,que ha despanzurrado a no sé cuántos hombresy caballos en las plazas de Arlés, de Nimes, deTarascón. Por eso, sus compañeros le han confiadola jefatura; porque en esas extrañas piaraslos brutos se gobiernan por sí mismos, agrupadosen torno de un toro viejo a quien eligencomo guía. Cuando en la Camargue descargaun huracán, terrible en esa gran llanura dondenada lo desvía ni lo detiene, es curioso ver replegarsela manada detrás de su jefe, con todaslas cabezas inclinadas, volviendo hacia el ladode donde el viento sopla, esas anchas testucesen que se condensa la fuerza del buey. Lospastores provenzales llaman a esta maniobra: volver cuernos al viento. ¡E infelices los rebañosque no se conformen con ello! Cegada porla lluvia, empujada por el huracán, la manadaen derrota gira sobre sí misma, se extravía, sedispersa, y corriendo enloquecidos los bueyeshacia adelante, pretendiendo alejarse de la tempestad,arrójanse en el Ródano, en el Vaccaréso en el mar, donde casi todos perecen.

NOSTALGIA DE CUARTEL

Esta madrugada, cuando empezaba a alborear,me despierta con sobresalto un tremendoredoble de tambor... ¡Rataplán, rataplán!...

¿Qué es esto? ¡Un tambor en mis pinos, ya tales horas!... ¡Qué cosa más extraña!

Pronto, a prisa, me levanto y corro a abrirla puerta.

¡No veo a nadie! Cesó el ruido... De entreunas labruscas húmedas, vuelan dos o tres chorlitossacudiéndose las alas. Entre los árboles semece una suave brisa... Hacia el Oriente, sobrela aguda cresta de los Alpilles, amontónase unpolvo de oro, de donde surge lentamente elsol... El primer rayo roza ya la techumbre delmolino. En el mismo instante, el invisible tamborvuelve a redoblar en el campo bajo la espesura...¡Rataplán, rataplán!...

¡El demonio llévese la piel de asno! Ya lohabía olvidado. Pero, en fin, ¿quién será elbruto que saluda a la aurora en el fondo de losbosques con un tambor?...

Aunque miro, noveo a nadie... no diviso nada más que las matasde alhucema y los pinos que se precipitancuesta abajo hasta el camino... Quizá se ocultaen la espesura algún duende, resuelto a burlarsede mí... Sin duda, es Ariel o maese Puck.El pícaro habrá pensado, al pasar por delantede mi molino:

—Ese parisiense está muy tranquilo ahí dentro;vamos a darle la alborada.

Y seguramente habrá tomado un bombo, y...¡rataplán!... ¡rataplán!...

—¿Quieres callarte, pícaro Puck? Vas a despertarmea las cigarras.

*

* *

Pero no era Puck.

Era Gouguet François, alias Pistolete, tambordel regimiento 31 de infantería, a la sazóncon licencia semestral. Pistolete está aburridoen el país, siente nostalgias, y cuando le prestanel instrumento del cabildo municipal, semarcha melancólico a los bosques a tocar eltambor, soñando con el cuartel del PríncipeEugenio.

Esta mañana ha venido a soñar a mi verdecolinita... Allí está de pie, recostado contra unpino, con el tambor entre las piernas, tocandosi Dios tiene qué... Bandas de perdigones espantadoscorren a sus pies sin que lo note.

Lashierbas aromáticas perfuman el aire en tornosuyo, sin que él las huela.

No ve tampoco las sutiles telarañas que tiemblanal sol entre el ramaje, ni las agujas de pinoque caen sobre su tambor. Absorto en susueño y en su música, mira con amor moverseligeros los palillos, y su caraza estúpida seensancha de placer a cada redoble.

¡Rataplán! ¡Rataplán!...

—¡Es muy hermoso el gran cuartel, con suspatios de anchas losas, sus ventanas bien alineadas,su población con gorra cuartelera, ysus galerías, bajo cuyos arcos se oye constantementeel ruido de las tarteras!...

¡Rataplán! ¡Rataplán!...

—¡Oh, la sonora escalera, los corredores enlucidoscon cal, la oliente cuadra, los correajesque se lustran, la tabla del pan, las cajas de betún,los camastros de hierro con manta gris,los fusiles que brillan en el armero!...

¡Rataplán! ¡Rataplán!...

¡Rataplán! ¡Rataplán!...

—¡Oh, qué días más hermosos los vividosen el cuerpo de guardia; los naipes que ensucianlos dedos y se pegan como pez, la sotade espadas horrible con adornos a pluma, el incompletotomo de una vieja novela de Pigault-Lebrunarrojado encima de la cama de campaña!...

¡Rataplán! ¡Rataplán!...

—¡Oh, las interminables noches de centinelaen la puerta de los ministerios, la garita viejadonde entra la lluvia y en que los pies sehielan!... ¡Los coches de lujo, que salpican debarro cuando pasan!... ¡Oh, el trabajo suplementario,los días de limpieza general, el cubopestífero, la cabecera de tabla, la fría diana enlas mañanas lluviosas, la retreta entre niebla ala hora de encender el gas, la lista por la tarde,a la cual se llega arrojando el bofe!...

¡Rataplán! ¡Rataplán!...

—¡Oh, el bosque de Vincennes, los vastosguantes de algodón blanco, los paseos por lasfortificaciones, la barrera de la Estrella, el cornetínde pistón de la sala de Marte, la bebidaen las afueras, las confidencias entre los hipos,los útiles de encender que se desenvainan, laromanza sentimental que se canta con unamano puesta en el corazón!...

*

* *

¡Sueña, sueña, hombre infeliz, que no he deir yo a impedírtelo!... Golpea de firme en eltambor, toca haciendo un remolino con los brazos.No puedes parecerme ridículo.

Si sientes la nostalgia de tu cuartel, ¿noexperimento yo la nostalgia del mío?

A mí me persigue mi París hasta aquí comoel tuyo. Tú tocas el tambor bajo los pinos. Yoemborrono cuartillas... ¡Somos los dos unosprovenzales! Allá, en los cuarteles de París,echábamos de menos nuestros Alpilles azulesy el silvestre olor del tomillo; ahora, aquí, enplena Provenza, nos falta el cuartel, y amamostodo cuanto nos lo hace recordar...

*

* *

Las ocho suenan en la aldea. Pistolete, sindejar sosegar los palillos, ha decidido regresar...Oyesele bajar por el bosque, siempre tocando...Y yo, tumbado sobre la hierba, enfermo de nostalgia,al oír el ruido del tambor que se aleja,creo ver desfilar entre los pinos a todo miParís...

¡Ah, París!... ¡París!... ¡París siempre!

LAS EMOCIONES DE UN PERDIGON...ROJO

No ignoran ustedes que los perdigones andanen bandadas y anidan juntos en el hueco de lossurcos, para alzar el vuelo a la alarma más insignificante,desparramándose como los granosque arrojan a la tierra para que produzcan. Miacompañamiento particular es alegre y numerosoy acampa en un llano junto a la linde deun gran bosque, donde tenemos buen botín ymagníficos refugios a uno y otro lado. Por eso,desde que sé correr, tengo buen plumaje y estoybien alimentado, experimento la alegríadel vivir. Sin embargo, una cosa teníame algointranquilo y era esa célebre conclusión de laveda, de que nuestras madres hablan en vozbaja unas con otras. Un viejo de nuestra bandame decía siempre acerca de esto:

—No temas, Rojillo—me llaman Rojillo acausa de mi pico y de mis patas, del color dela serba,—no temas, Rojillo. Yo te protegeréel día de la apertura de la caza, y estoy segurode que no ha de ocurrirte nada desagradable.

Es un macho viejo muy bribón y vivarachotodavía, aun cuando tiene ya señalada la herradura en el pecho y algunas plumas blancas esparcidaspor el cuerpo. De joven recibió en unala un perdigón de plomo, y como esto le hahecho ser un poco pesado, mira dos veces antesde volar, mide bien el tiempo y sale delapuro. Con frecuencia me llevaba consigo hastala entrada del bosque.

Hay allí una rara casita,escondida entre los castaños, muda como unamadriguera vacía y siempre cerrada.

—Mira bien esa casita, Rojillo—me decía elviejo;—cuando veas que sale humo por la techumbrey están abiertas la puerta y las ventanas,mala señal para nosotros.

Y yo me fiaba de él, sabiendo positivamenteque él era ducho en eso de las aperturas de lacaza.

Efectivamente, la otra mañanita, al rayar elalba, oí que me llamaban muy bajito dentrodel surco...

—Rojillo, Rojillo.

Era mi viejo macho. Miraba de una maneraextraña.

—Vente en seguida—me dijo,—y haz loque yo.

Lo seguí medio adormilado, deslizándome porentre los terrenos, sin volar, sin saltar casi, comoun ratón.

Íbamos por el lado del bosque, y al pasarobservé que había humo en