Cecilia Valdes o la Loma del Angel by Cirilo Villaverde - HTML preview

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—Media onza de oro, contestó Montes de Oca con sequedad e impaciencia.

No tuvo el hombre más remedio que meterse la mano en el pantalón y sacarun pañuelo nada limpio, en una de cuyas puntas tenía atadas variasmonedas, que ciertamente no hacían mucha mayor suma de la que habíaexigido el cirujano por la curación.

Volvía éste para la sala, comoacostumbraba con la cabeza baja y el hombro derecho derribado, cuando seencontró de manos a boca, cual se dice, con seña Josefa, a la quepreguntó con su voz gangosa:

—¿Qué quiere Vd. buena mujer?

Por toda respuesta seña Josefa le alargó la carta de recomendación.

—¡Ah! agregó el cirujano después de haberla leído. Tenía ya noticias deesto. El mismo señor don Cándido estuvo aquí bien temprano y me hablódel asunto. Pero debo decirle a Vd. lo que a él le dije, a saber: que nohe visto aún a la enferma, que no conozco el caso y que sin conocerlotendría que ser adivino para decidir lo que deba hacerse.

—¿No le contó el señor don Cándido, se atrevió a observar la anciana,toda temblorosa, que el caso es desesperado, digo, que no da espera,porque depende la vida o la muerte...?

—Sí, sí, la interrumpió el cirujano. Algo me dijo sobre eso el señordon Cándido. El caso es que no puedo atender a todo. Si me dividiese endiez me parece que no daba avío. ¿Ve Vd. los que aquí aguardan por mi?Pues fuera me esperan muchos más, y todos con premura. Estimo al señordon Cándido, sé que es generoso, desprendido y que sabe agradecer losfavores que se le hacen. Deseo, puedo y está en mi mano servirle; creoque si le sirvo esta vez, ha de pagármelo bien. Mas Vd. es mujerracional, conocerá que necesito tiempo, que debo examinar por mí mismoel caso antes de aventurar un diagnóstico. Tal vez no tenga cura, talvez sea peor el remedio que la enfermedad. No soy el médico brujo que aciegas decidía y así salía ello. Sin embargo, quizás Vd. pueda darmemejores informes de lo que ha podido el señor don Cándido, que, por loque entiendo, conoce el caso de oídas. ¿Quién es la enferma?

—¡Mi hija!, señor don Tomás.

—¿Hija de Vd. eh? ¿Qué edad tendrá ahora?

—Va en los treinta y siete.

—Vamos, no es vieja. Hay ahí cuerpo todavía, y habrá resistencia. ¿Quétiempo hace que enfermó?

—¡Ay, señor! Mucho tiempo, la vida de un cristiano, hará ahoradieciocho años más bien más que menos.

—No, no quiero decir eso. ¿Desde cuándo entró en el hospital de Paula?

—Poco después de haber enfermado. Hace ahora algo menos de diecisieteaños, porque la niña tendría unos dos meses de nacida cuando, por nopoderla sujetar en casa, me vi obligada a ponerla en el hospital dePaula, según me aconsejó el médico Rosaín. Ya puede imaginar el señorDoctor lo que me costaría esta separación. Se me arrancó el alma...

—De suerte, añadió pensativo Montes de Oca, de suerte que la niña...

—¿Mi nieta? dijo seña Josefa.

—Sí, su nieta de Vd., hija de la enferma, ¿tendrá...?

—Va en los dieciocho años de edad.

—¿Y qué tal?

—A Dios gracias, buena y sana.

—No, no es eso. Pregunto que qué figura tiene, qué tal parece lamuchacha.

—¡Ay, señor Doctor! su figura y su parecer son los que van a acabarconmigo antes de mucho tiempo. Aunque me esté a mal el decirlo, es lomás lindo en verbo de mujer que se ha visto en el mundo. Nadie diría quetiene de color ni un tantico. Parece blanca. Su lindura me tiene loca yfuera de mí. No vivo ni duermo por guardarla de los caballeritos blancosque la persiguen como moscas a la miel. Me tiene sin sombra.

—¿Y esa muchacha encantadora acompañaría a la enferma si la sacamos delhospital?

—Si el señor Doctor lo cree conveniente, me parece que sí laacompañaría.

—De convenir, creo que convendría y mucho; pero se ofrece unadificultad. Veamos. ¿Qué tiempo hace que no se ven la madre y la hija?

—¡Qué! Hace una pila de tiempo. Más de diecisiete años.

—¿Tanto? Malo. ¿Pero Vd. u otro le habrá hablado a menudo a la madre dela hija y a la hija de la madre?

—A la madre sí le he hablado frecuentemente de la hija, cada vez que heido a verla; a la hija nunca de su madre. Estoy por creer que no sabeque existe.

—¿Conque no se ha intentado nunca el que se vean la madre y la hija?

—Nunca.

—Mal hecho.

—Así creí yo, pero el señor Doctor Rosaín, que fue quien la asistió enel parto y después del parto, me aconsejó que las separase, y despuésque a la madre se le remató el juicio, me repitió que no le hablase deeso a la hija, porque querría verla y era fácil que la loca en uno desus arrebatos la ahogase con sus propias manos. Pues es preciso que sepael señor Doctor don Tomás, que tomó la locura con la hija, diciendo quecomo había nacido blanca tenía a menos el tener madre de color.

—Vaya, pues. Se equivocó Rosaín. Es un buen médico, no se puede negar,sólo que en este caso me parece que perdió los papeles o que se le fueel santo al cielo. Si la madre y la hija se ven de repente, después deuna larga separación, tal vez se efectúe una reacción, y lasenfermedades se curan con reacciones o revulsiones, no con medicinas,particularmente aquéllas en que aparece afectado el sistema nervioso.Somos todo nervio, nada más que nervio. Irritados los nervios cate Vd.la locura. Estaba pensando... Se había pensado llevar la enferma alcampo, a una finca que poseo cerca del puerto de Jaimanitas, a fin dever si cambiando el aire y dándose unos baños de agua salada, se lograbala revulsión que se busca. Pero es que la hija no puede ir allá con lamadre. Figúrese Vd. que en esa finca, en el ingenio de Jaimanitas, digo,tengo sociedad con los Padres Belenitas. Lo administran y muchos deellos se pasan en él buenas temporadas, en particular durante lamolienda. ¿Qué escándalo no se armaría con la aparición de una joven tanlinda, como Vd. dice, en medio de aquellos benditos Padres? ¡Latentación! Dios nos libre. Más de uno de ellos perdería el juicio y sediría que yo tenía la culpa... Mas ya veremos modo de arreglar eso.Vuélvase Vd. por acá pasado mañana, que yo veré a la enferma entre tantoy diré a Vd. lo que haya de hacerse. Quiero servir al señor don Cándido,puedo servirle, y me parece que será con beneficio de todos losinteresados.

CAPÍTULO XIII

La alegría del corazón conservala edad florida, la tristeza secalos huesos.

Parábolas de Salomón.

En la época de que venimos hablando, eran rara avis los dentistas deprofesión en La Habana. Siguiendo aquel refrán castellano que enseña: alque le duele la muela que se la saque, el oficio o arte dental loejercían, por la mayor parte, en las poblaciones, los barberos; en loscampos los cirujanos, quiénes armados con el potente gatillo de acero,no dejaban diente ni muela con vida.

Había también sacamuelas intrusos o aficionados. Entre éstos, uno denombre Fiayo se había hecho célebre por la destreza y habilidad con queponía las raíces al aire y sin dolores de esos apéndices de lamasticación. Su fama y popularidad, sin embargo, provenían del hecho,primero, de no emplear instrumento quirúrgico de ninguna clase; segundo,de no llevar dinero por sus mágicas operaciones dentarias.

La hija mayor de los señores Gamboa, Antonia, hacía tiempo veníapadeciendo de una neurosis de carácter agudo a la cara, cuyo asiento enla mandíbula superior daba lugar a presumir tenía por causa la carie deun molar. Los médicos consultados, después de probar la aplicación deapósitos, sanguijuelas, enjuagues y cabezales, sin fruto aparente,decidieron se hiciera la extracción. Pero la idea no más de que parallevarse a efecto había de emplearse el temible gatillo, ocasionabasudores y desmayos en la dolorida joven.

Por aquellos días llegó a La Habana, desde el campo, el mágico dentistaFiayo, y, como de costumbre se hospedó[40] en casa del Doctor Montes deOca. No bien llegó a oídos de doña Rosa la noticia, cuando dispuso laengancharan el quitrín, y sola, con la hija doliente, se dirigió a lacalle de la Merced. Llena estaba la sala de pacientes, unos en solicitudde los consejos o remedios

del

médico,

otros

de

los

servicios

del

famososacamuelas. Este ocupaba el segundo cuarto, cuya puerta y ventana dabanal patio, y era por eso el más claro y a propósito para las operacionesde la boca. Allí tenía una silla común de madera, en que hacía sentar alpaciente con la cara para el este, y en un dos por tres ponía al airelas raíces de la muela o el diente que le indicaba el interesado.Sucedía a veces que encontraba mayor resistencia de la que podía vencercon la fuerza del pulgar y del índice de la mano derecha; en cuyo caso,disimuladamente metía ésta en la faltriquera del chaleco, cual sipretendiera enjugársela, se armaba de una llavecita de hierro, convertíael paletón en gatillo, el tronco en palanca, y el éxito era instantáneoy seguro.

La entrada de doña Rosa Sandoval de Gamboa con su hermosa hija Antoniano causó poca sorpresa en las personas presentes en la sala,principalmente en Montes de Oca, que si bien era el médico de palacio ygozaba de extensa y merecida fama, no estaba acostumbrado a que leconsultasen en su propia casa, señoras tan distinguidas y en laapariencia ricas. Tamaña condescendencia y amabilidad no podían menos deobligar a un médico de las condiciones y calidades del que tratamosahora; así fue que, abandonando desde luego a sus pacientes, salió arecibir y atender a las recién llegadas. No conocía él sino de nombre yde vista a doña Rosa, a pesar de la estrecha y antigua amistad que leligaba con su marido. Pero a tiempo de acercársele y hacérsela presente,le pasó por la mente que tal vez la inesperada venida de aquellarespetable señora tenía que ver algo con la enferma del hospital dePaula, de la cual hablaba precisamente con la anciana seña Josefa, enlos momentos en que entró en la sala. Y una vez metido este extrañopensamiento en su cabeza, ya no hubo forma de sacarle de ahí.

—La señora esposa de mi caro amigo el señor don Cándido Gamboa y Ruiz,si no estoy equivocado, dijo Montes de Oca.

—Servidora de Vd., contestó secamente doña Rosa.

—Yo lo soy de Vd. muy atento. ¿Y ésta es su señorita hija de Vd.?

—Sí, señor.

—Bien se conoce. Hermosa niña. Dios se la guarde. Tengan la bondad depasar adelante y sentarse.

—No hay necesidad, dijo doña Rosa. Vd. es persona muy ocupada, y luegovenía solamente...

—Lo adivino, lo sé, mejor dicho, y perdone que la interrumpa, dijoMontes de Oca con desusada oficiosidad. Me complace el ver que Vd.,también se interesa por la salud de la enferma en el hospital de Paula.Tanta bondad y nobleza de alma son mucho de celebrarse. Lo veo, locomprendo perfectamente, desea Vd., conocer cuanto antes cuál es midiagnóstico acerca del estado de la pobre muchacha. Es de celebrarse.

No teniendo noticias de semejante enferma, la madre y la hija se miraronazoradas, azoramiento que el médico no sólo no entendió, sino que lointerpretó por uno de aquellos sentimientos de admiración mezclados degratitud que sienten las personas bien criadas cuando les adivinan suspensamientos y se anticipan a sus caros deseos. Halagada de este modosu vanidad, continuó diciendo, cada vez más satisfecho de supenetración:

—Diré a Vd., señora mía, con gran sentimiento, lo mismo que acabo dedecirle a la anciana madre de la enferma, con quien me ha visto Vd.,hablando hace poco. No es nada favorable mi diagnóstico. Con Vd. aunpuedo ser más franco que con la madre. Ahí no hay ya fuerzas, sujeto,como decimos; quedan sólo alma en boca y huesos en costal, según se dicede los bozales recién llegados de Guinea. Su mal trae origen de unameningitis aguda, superveniente de un susto, que bajo el influjo de unafiebre puerperal, la privó del juicio y produjo un desorden general delsistema nervioso, cuyo estado ha pasado a crónico, para el que hastaahora no se conoce remedio en la ciencia médica. En el día los síntomasmás marcados son los de una consunción lenta, ya en el último período,cuyo término puede ser más o menos cercano, pero cierto y fatal que, omucho me engaño, o no podría alargar una hora, un minuto el mismoGaleno[41] si para ello solamente volviese al mundo. Esta clase deenfermos acaban como las velas así que se evapora el sebo de que estánhechas. Se apagará su vida el día y a la hora menos pensada. Lo peor detodo, misea[42] Rosa, es que ya es demasiado tarde para sacarla delhospital. Corremos riesgo de que se nos quede muerta entre las manos,que se apague la vela en cuanto le dé el aire libre del campo. Sientomucho no poder llenar los deseos del señor don Cándido...

En este punto hizo Rosa un movimiento de sorpresa que llamó la atenciónaun del embebecido médico, obligándole a dejar trunca la frase. No erapara menos la especie. Mujer más joven, menos precavida que ella, habríahecho una exclamación demostrando mayor desazón y cólera. De talnaturaleza fue, sin embargo, la impresión que le causaron las últimaspalabras de Montes de Oca, que cambió de color, poniéndosele rojo en elprimer instante el rostro, y luego pálido, y desapareció, por supuesto,la plácida expresión con que había estado escuchando el ininteligiblediagnóstico. Aunque de origen bien diverso, la misma sensación deextrañeza experimentó Antonia. No comprendía ésta, es cierto, por sujuventud y ninguna experiencia, toda la malicia que podía encerrar elhecho de que su padre desease sacar del hospital de Paula a una muchachaenferma y desconocida para toda la familia, con el objeto de que securase en alguna otra parte. Pero no se hallaba doña Rosa en el mismocaso. Lo que era oscuro e insignificante para la hija, era un mar de luzpara la madre, la verificación de continuas sospechas, el aguijón decelos antiguos y siempre vivos. ¿Quién podía ser aquella moza, ni quéclase de relaciones tenía o había tenido con ella su esposo, que estabaempeñado en sacarla del hospital de Paula por medio del médico Montes deOca? Debía de ser una mulata, pues que su madre era casi negra. Sehallaba gravemente enferma, el médico la había desahuciado, estaríahecho un esqueleto, fea, asquerosa, moriría ciertamente en breve; perohabía sido su rival, había gozado a la par con ella del amor y de lascaricias de Gamboa.

¿Por qué disposición del cielo averiguaba en la hora postrera un secretotras el cual venía corriendo hacía más de una década?

Ya era poco menosque inútil la venganza. La muerte se interpondría en breve entre laesposa y la manceba. ¡Qué desesperación! ¡Qué tumulto de pasiones! ¡Quéatar y desatar de cabos sueltos, ocultos mas no olvidados en losrincones del pensamiento! Quería hablar, gritar, desahogar de algunamanera su corazón oprimido. ¡Cuánto alivio no la habrían proporcionadolas lágrimas! Cristiana y discreta como era doña Rosa, sin duda hubieradado en aquel instante la mitad de su vida por retrotraer los sucesosal año 13 ó 14, en que, joven todavía, llena de fuerza y de encantospersonales, con menos cordura y calma, la hubiera sido fácil, plausible,hacer valer sus derechos de esposa, de madre y de señora.

Mientras revolvía todas estas cuestiones en la cabeza, obra que no lecostó muchos minutos, sino segundos de tiempo, y sentía que la sangre seasomaba toda a sus mejillas, pasole por la mente lo de la niña en laCasa Cuna y su lactancia por María de Regla, la esclava ahora deenfermera en el ingenio La Tinaja; y dedujo, por necesariaconsecuencia, que esa historia se relacionaba estrechamente con la mujerenferma en el hospital de Paula.

¿Buscaba, pues, Gamboa salvarle la vidaa la madre de su hija bastarda? ¿Quién sería ésta? ¿Vivía aún? ¿Lareconocía como tal el padre? Fuerza era averiguarlo. Tal vez Montes deOca estaba enterado. Haciendo un esfuerzo supremo, logró dominar laagitación ya a punto de embargarle los sentidos; y decidió apurar hastalas heces la copa de la curiosidad y de los celos. Así, tomando de nuevoel hilo de la conversación con Montes de Oca, que mostraba deseos demanifestar cuanto sabía, dijo:

—Yo también siento en el alma que no se pueda hacer nada de provechocon la pobre...

—Rosario Alarcón, sugirió el médico, viendo que doña Rosa titubeaba.

—Rosario Alarcón, repitió ésta. Lo más presente que yo tenía.

Mimemoria es flaca en esto de recordar nombres. Se lo dije a Gamboa que yaera demasiado tarde y no dudo que el desengaño le causará un verdaderopesar. Luego la hija, así que lo sepa...

—En cuanto a eso, repuso prontamente Montes de Oca, pierda Vd. cuidado, misea Rosa. La abuela ha tenido la habilidad de ocultarle a la hijahasta la existencia de la madre enferma.

—¡Es posible! exclamó doña Rosa. Parece increíble...

—Nada más fácil, continuó el médico. Esto es, repito lo que me hacontado la anciana que acaba de salir de aquí y que yo no halloabsurdo. Supongo que Vd. no ignora que cuando pusieron en Paula a laRosario Alarcón, la hija era una chiquilla, sin uso de razón para echarde menos a una madre a quien después no ha visto.

—Con que la hija, una mujer hecha y derecha...

—Y muy linda, sin desdoro de los presentes, dijo Montes de Oca,cortando otra vez la palabra a su interlocutora para interpretar a sumanera un pensamiento no más que indicado.

—Quiere decir, dijo doña Rosa, que Vd. conoce a la mozuela.

Estaríaaquí con la abuela.

—No, señora, no la he visto nunca. Hablo por boca de ganso, repito loque me ha contado la abuela. Mejor dicho, no la veo desde el primero osegundo mes de nacida, cuando la Real Casa Cuna o de Maternidad estabasituada en la calle de San Luis Gonzaga, cerca de la esquina de la delCampanario Viejo.

—Luego tal es la niña para cuya crianza se tomó en alquiler a miesclava María de Regla.

—Puede ser, yo no sé de eso jota.

—¿Cómo que no, si por orden de Vd. se me pagaron las dos onzasmensuales del alquiler mientras duró la lactancia de la susodicha niña?

—¿Por orden mía? Perdone Vd. misea Rosa. No tengo idea de semejanteinquilinato, y, por supuesto, de la tal mensualidad.

¿No estará Vd.equivocada?

—Vaya, señor Doctor, repuso doña Rosa. ¿Es olvido o pura modestia deVd.?

—Ni lo uno ni lo otro, mi señora. Positivamente no tengo noticias de loque Vd. dice.

—Así será, dijo al fin doña Rosa advirtiendo que el médico se ponía enguardia. Comprendo lo que pasa por Vd.: no quiere que se hable más deeste asunto. No añadiré palabra. Eso no obsta para que yo le manifiestemi complacencia por el uso que hizo Vd. de los servicios de mi esclava,cuando se le ofreció sacar de apuros a un amigo. Permítame le agregue,ya que se presenta la ocasión, que me negué a tomar un peso por elalquiler de la criatura, y que si al fin recibí el dinero fue porque seme dijo que de otro modo Vd. no la aceptaba.

Guardó silencio Montes de Oca. Únicamente inclinó respetuoso la cabezacomo hombre que, cogido en un fallo, y sin salida plausible ni medios dedefensa, se resigna y aguarda la sentencia. Pero lo poco que negó fueprecisamente aquello de que debía estar más convencida doña Rosa, es asaber, del inquilinato de la nodriza y del salario que por ello laabonaron mes a mes, durante cierto tiempo. En lo que sí se equivocabalastimosamente era en dar por hecho que Montes de Oca había sido elcontratante y pagado el dinero del supuesto alquiler. Sobre esteparticular importante había sufrido dicha señora un engaño: ¡su maridono le había dicho la verdad!

Ahora bien: a la vista de la persistente negativa del médico,

¿saliódoña Rosa de su error? Difícil es la comprobación en tales casos, y porlo mismo nos limitamos a decir que, aclarados ciertos particularesoscuros sobre la mujer enferma y las relaciones que con ella y con lahija tenía su marido, lo demás se caía de su peso, se infería sinesfuerzo, y no era digno de una señora el informar a una persona extrañade secretos de familia que quizás realmente ignoraba. Desistió, pues,del ataque y concluyó pidiendo al médico que la perdonase las molestiasque le había ocasionado, sirviéndose decirla si Fiayo se hallabadispuesto a examinarle la boca a su hija Antonia. Por sentado que loestaba, y se ejecutó la operación con toda felicidad. Después, don TomásMontes de Oca tuvo la cortesía de acompañar a las dos señoras hasta elestribo del carruaje y de ayudarlas a montar en él. Y una vez sentada yemprendida la marcha en vuelta de la casa, doña Rosa se cubrió la caracon las manos y dio a llorar y sollozar sin medida ni consuelo; todoesto con extrañeza grande de la hija, quien, ocupada de su propio dolorfísico, no había echado de ver la transformación del semblante de sumadre así que se alejó de la presencia del médico.

Conviene advertir aquí que a consecuencia de un disgusto con su padrepor la salida a la calle tan de madrugada, según hemos referido ya,Leonardo hacía tres o cuatro días que no paraba en su casa, sino en lade una tía materna. Esto contribuyó a aumentar el pesar de doña Rosa. Nosólo se negó a sentarse a la mesa, lista para el almuerzo, sino a darleexplicación alguna a don Cándido sobre los motivos de su sentimiento. Enmedio del llanto y de los suspiros, pronunció varias veces el nombre delhijo favorito, razón por qué las hijas, suponiendo que la ausencia deéste era la causa original de sus lamentos, despacharon a Aponte en subusca con el carruaje. Vino el joven, y al punto doña Rosa, rodeándolecon sus brazos, le cubrió la frente de besos y de lágrimas. Dábale entretanto los epítetos más cariñosos y le decía:—Hijo del alma, ¿dóndeestabas? ¿Por qué huías de las caricias de tu madre? Mi amor, miconsuelo, no te apartes de mi lado. ¿No sabes que tu triste madre notiene otro apoyo que el tuyo? Tú no mientes, tú dices siempre verdad, túeres el único en esta casa que conoce lo que vale una madre y esposaleal. Mi vida, mi corazón, mi fiel amigo, mi todo ya en el mundo, ¿qué,ni quién tendrá bastante poder ahora para arrancarte de mis brazos? Sólola muerte.

Al fin esta señora, casada, madre de familia, halagada por los dones dela fortuna y de la naturaleza, al llegar a su casa se encontró rodeadade varias personas que le eran muy queridas, que la respetaban y que seapresuraron a enjugar sus lágrimas, a ofrecerle consuelos ydistracciones. Al fin, aquella angustia suya, dado que legítima, nacíade un mero desengaño en su vida conyugal, que por la época en que lerecibió, bien se conocía que el ángel de su guarda se le había apartadode los ojos hasta la hora en que su conocimiento la fuese menosdoloroso. Hasta allí un golpe de celos era lo único que venía a turbarla serenidad de sus días, por otra parte siempre plácidos e iguales.

Pero ¿qué había de común entre el pesar, el desengaño ni los celos dedoña Rosa Sandoval de Gamboa, y el pesar, el desengaño y la desolaciónde la pobre seña Josefa, más desamparada y sola que antes desde elpunto que se separó del médico Montes de Oca y volvió a cruzar el umbralde su casita en la calle del Aguacate? Con razón pudo entonces exclamarcon el salmista:—Venid, cielos y tierras, aves que pobláis el aire,peces que llenáis las aguas, brutos que holláis los campos, y decidme:¿Hay dolor comparable con el dolor mío?

Nadie le preguntó por qué lloraba y se mostraba tan afligida.

Cecilia, aquien encontró allí de vuelta, estaba harto disgustada para pensar enlos disgustos ajenos. Nemesia también guardó un profundo silencio,diciendo sólo al despedirse de las dos:—Hasta después. Aun la imagen dela Virgen en el nicho, frente a su butaca, parecía que no debíaofrecerla esta vez consuelo.

Transida por el dolor de la espada que leatravesaba el pecho, dirigía hacia otra parte sus amorosos ojos.

Y tal fue, después de todo, la indicación oportuna que recibiera seña Josefa en medio de su pavorosa soledad. La madre del Salvador del mundo,en los momentos de perderle enclavado en una cruz, claramente leenseñaba con su resignada, sublime actitud, que hay dolores tan grandespara los cuales no se encuentra consuelo aquí abajo, sino allá arriba,¡en el cielo!

CAPÍTULO XIV

Meditando

su

pena

Dentro

del

pecho

el

corazón

se

abrasa:

El

fuego

desordena

Los

límites

y

pasa:

Y suelta ya la lengua, hablé sin tasa.

GONZÁLEZ CARVAJAL

La extraña conducta y las frases irónicas de su cara esposa traíanalarmado a don Cándido Gamboa. Nunca había usado ella un lenguaje tansarcástico. Por el contrario, en sus arranques de celos siempre habíapecado por franca y desembozada. ¿Qué había averiguado de nuevo? ¿Dóndehabía estado aquella mañana, que la produjo tal cambio?

No entraban en el carácter, ni en las ideas de honor y dignidad de donCándido el pedir a su esposa la explicación del misterio, menos a loshijos con quienes pocas veces hablaba, mucho menos a los criados, algunode los cuales sabía más secretos de la familia de lo que convenía a lapaz y a la dicha del hogar.

Hombre de mundo y astuto, creyó que podíadejar al tiempo y a la indiscreción de la mujer o de los hijos el salirde dudas más tarde o más temprano.

Adoptó, eso sí, mayor cautela, observó con doble atención; y he aquí lasola novedad que se operó en su conducta en adelante respecto de sufamilia. Ni tuvo que mantener larga espectativa tampoco, porque díasdespués, en la mesa del almuerzo, se habló de la neurosis facial deAntonia y del alivio que sentía después de la extracción de la muela porFiayo. No necesitó de más don Cándido: su mujer había estado en casa deMontes de Oca, donde era notorio que aquél paraba y ejecutaba susoperaciones dentarias.

Precioso dato éste; sólo que, en vez de ayudarle a resolver el enigma,contribuyó a desorientarle y hasta cierto punto a adormecer sus recelos.Porque no cabía en su cabeza que el médico hubiese hablado a su esposade la moza enferma en el hospital de Paula. Por flojo de lengua que lesupiese, no podía imaginar siquiera que llevase la candidez (malicia noera) al extremo de comunicar a una persona extraña que veía por laprimera vez, un asunto con el cual no tenía relación ni interés alguno.¿Con qué motivo, tampoco, suscitar la conversación?

Daba por hechoGamboa, además, que él había hablado al médico sobre la enferma enconfianza, y aunque no le había exigido el secreto, se entendía quedebía observarse en todas circunstancias.

Ya se ha visto cuán falaces eran todos estos razonamientos de donCándido. Del mismo erróneo tenor fue la reflexió