—Lo verás. En fin, ¿me dices quién es?
—No lo digo.
—Tú parece que quieres jugar conmigo.
—No juego, hablo de veras.
—Bien. Abre la puerta y déjame entrar, porque me da vergüenza que mevea la gente que pasa. Van a figurarse que estamos peleando.
—Y se figurarán lo cierto.
—Vamos. ¿Te dejas de retrecherías?
—Yo digo lo que siento.
Leonardo la miró un rato con fijeza, como para medir el alcance de suspalabras, y trató luego de cogerla la mano que ella retiró, y después lacara con igual resultado. Cecilia no parecía dispuesta a ceder un puntode la actitud tomada desde el principio. ¿Sería ella capaz de dejarlepor otro hombre? ¿Era el preferido aquél que vio alejarse de la ventana?Tanteemos un poco más, se dijo para sí, y enseguida añadió alto:
—¿Qué tienes tú en realidad? ¿Se puede saber?
—¿Yo? Nada.
—Si te encierras en ese círculo vicioso de: no sé nada, no lo digo,creo que lo mejor será que yo me vaya con la música a otra parte.
—Como Vd. guste.
—Cada vez te entiendo menos, Celia. Sospecho, sin embargo, que no dicesahora lo que sientes, y que si diera ascenso a tus palabras de pocovivir y me marchase, habías de derramar lágrimas de sangre. ¡Cómo! ¿Tequedas callada? ¿Qué dices?
Contesta.
Iba siendo demasiado larga y violenta la posición asumida por Ceciliapara que durase mucho tiempo. Amaba de veras. Si persistía en sudesacostumbrada severidad, tal vez ahuyentaba al amante; fuera de que notenía prueba patente de su inconstancia.
Por todas estas razones, cuandoprecisada a responder categóricamente, inclinó la cabeza y rompió allorar con grandes sollozos.
—¿Lo ves? la dijo él bastante conmovido. Ya sabía yo que en estovendrían a parar tus bravezas. Tu corazón me quiere cuando tus labios medesdeñan. ¡Bah! Se acabó todo. No llores más, mi vida, porque concluirépor llorar contigo. Ahora lo que corresponde es: pelillos a la mar y tanamigos como siempre.
—Sólo bajo una condición haría yo las paces contigo, acertó a decirCecilia entre sollozo y sollozo.
—Admitido. Afuera con esa condición.
—No. Es preciso primero que prometas cumplirla.
—¡Hombre! Eso es mucho pedir. Tal vez no está en mis facultades. Pero,¿quién dijo miedo? Sí, prometo.
—No vayas al campo en las próximas Pascuas...
—¡Celia, por Dios!... ¡qué caprichos tan extraños tienes tú!
¿De quénace tamaña exigencia? Sin duda te figuras que me alejo para siempre oque te he de olvidar. Reflexiona y no me pidas imposibles.
—Lo tengo bien pensado. ¿Te vas o te quedas?
—No me voy, ni me quedo; porque una ausencia de quince días en el campono va a ninguna banda, no es una ida ni una quedada formal.
—Está bien, dijo Cecilia con firmeza, enjugándose las lágrimas. Ve. Yosé lo que he de hacer.
—No tomes resolución que luego te pese. Te ruego de nuevo quereflexiones y veas mi posición tal cual es. ¿Te parece fácil que yopermanezca en La Habana mientras toda mi familia está en el ingenio de La Tinaja cerca del Mariel? Pues no lo es; en primer lugar no habrá encasa sino el mayordomo con algunos criados. En segundo lugar, aunque yopretendiera quedarme, mi madre no lo consentiría, mucho menos mi padre.La marcha será del 20 al 22 para volver después del domingo de NiñoPerdido.
¿Comprendes ahora?
—Lo que comprendo es que vas a divertirte en el campo con una mujer quedetesto sin conocerla a derechas, y que no puedo, no debo, ni quieroconsentirlo.
—Eres muy celosa, Celia. He aquí tu único defecto. Si yo te amo más quea mi vida, más que a todas las mujeres del mundo,
¿no te basta? ¿qué másquieres? Por otra parte, esta corta ausencia nos conviene a los dos,así nos querremos con mayor ternura a mi vuelta. Después, en Abrilentrante me recibiré de Bachiller en derecho y entonces tendré máslibertad para hacer lo que me dé la gana. Ya verás, ya verás cuantovamos a gozar. Yo para ti, tú para mí.
Para este tiempo Cecilia se había puesto en pie, esperando quizás laretirada de su amante, callada y pensativa. Su hermoso busto, sushombros y brazos torneados cual los de una estatua, el estrechísimotalle que casi se podía abarcar con ambas manos lucían a maravilla,alumbrados a medias por la bujía en el interior, en contraste con laoscuridad ya reinante en la calle.
Más enamorado que nunca Leonardo detanta belleza, añadió con la mayor ternura:
—Lo que falta ahora, cielo mío, es que me des un beso en señal de paz yde amor.
Cecilia no respondió palabra ni hizo el menor movimiento.
Parecíatransfigurada.
—¡Vaya con Dios!, dijo el joven desconsolado. ¿Tampoco me darás lamano?
El mismo silencio, igual inmutabilidad. La conversión no podía ser máscompleta, pues si respiraba, no daba señales el redondo y levantadoseno, de agitación ni de perceptible movimiento.
—Tu abuela va a venir, agregó Gamboa. ¿Oyes? Se concluye la salve enSanta Catalina; yo no quiero que me vea. ¡Adiós, pues!... ¡Ah! ¿Me dirásel nombre de la persona que hablaba contigo cuando yo llegué?
—José Dolores Pimienta, contestó Cecilia en tono tan breve comosolemne.
Sintió Leonardo que toda la sangre se le agolpaba al rostro y que lequemaba las mejillas; y como para mejor ocultar la impresión que lehabía causado aquel nombre en boca de Cecilia, se alejó de allí a todaprisa, a la sazón que los fieles salían del convento vecino.
Por su parte Cecilia se dejó caer en la silla y lloró amargamente.
CAPÍTULO XVI
¡Conciencia,
nunca
dormida,
mudo
y
pertinaz
testigo
que
no
deja
sin
castigo
ningún
crimen
en
la
vida!
La
ley
calla,
el
mundo
olvida;
mas
¿quién
sacude
tu
yugo?
Al
Sumo
Hacedor
le
plugo
que
a
solas
con
el
pecado,
fueses
tú
para
el
culpado
delator, juez y verdugo.
NÚÑEZ DE ARCE
Llega una época en la vida de cada hombre culpable de falta grave, enque el arrepentimiento es el tributo forzoso que se paga a la concienciaalarmada; pero la enmienda, como sujeta a otras leyes y dependiente decircunstancias externas, no siempre está el cumplirla en la voluntadhumana. Porque tiene eso de característico la culpa, que, cual ciertasmanchas, mientras más se lavan, más clara presentan la haz.
Bien quisiera don Cándido romper de una vez con el pasado, borrar de sumemoria hasta la huella de ciertos hechos. Pero sin saber cómo, sinpoderlo evitar, cuando más libre se creía, sentía, puede decirse así, ensus carnes el peso de los grillos que le ataban al misterioso poste desu primitiva culpa. Mucha parte tenían en esto los testigos y cómplicesde ella. Recordábansela sin cesar y se la ponían delante a doquiera quetornase los ojos.
Aquí tiene el lector algunas de las razones por qué, a raíz del serioaltercado con doña Rosa, don Cándido se hizo el encontradizo con Montesde Oca. No le riñó por las indiscreciones que había tenido con suesposa. ¡Qué reñirle! Al contrario, nunca le apretó con más efusión lamano. Es que le necesitaba para el arreglo de un proyecto en que veníameditando de
poco
tiempo
a
esta
parte.
Quería
que,
como
médico,certificase que sin riesgo de la vida no era posible la traslación de laenferma en el hospital de Paula, a la nueva casa de locos. Esto, enprimer lugar. En segundo lugar, pretendía que se prestara a servir deconducto por medio del cual seña Josefa, o en su defecto la nieta,recibiera una pensión mensual de veinte y cinco duros y medio por tiempoindefinido.
Estimulada la codicia de Montes de Oca con un espléndido regalo, no hubodificultad en que despachara la certificación, ni en que aceptara elencargo de la mensualidad. Este era un modo, por parte de don Cándido,de hacer del ladrón fiel; fuera de que sería quizás más riesgoso probarla discreción de tercera persona en aquel asunto.
Así cortaba, creía Gamboa, toda directa relación futura con las trescómplices de su grave culpa, sin fallar a los compromisos con ellascontraídos. Pero aún quedaba el rabo por desollar.
¿Cómo librar aCecilia Valdés de los lazos que la tendía su hijo Leonardo? Ellos seamaban con delirio, se veían a menudo, no bastaban a separarlos losregaños a ella de la abuela, ni las amenazas a él, por medio de doñaRosa, de don Cándido. No había, pues, más remedio que embarcar al galány echarlo del país, o que secuestrar a la dama y ponerla donde no seviese ni se comunicase con él. Lo primero no había que pensarlosiquiera: doña Rosa se opondría con todas sus fuerzas. Lo segundo, erariesgoso en alto grado y estaba I rodeado de dificultades casiinsuperables. Tales eran los pensamientos que más preocupaban el ánimode don Cándido y le hacían sufrir las torturas del infierno por la épocaque vamos historiando.
Ahora bien: ¿convenía proceder desde luego al secuestro de la muchacha?Convenía, mas no era de urgente necesidad en aquel momento, por dosrazones principales, a saber: porque vivía la abuela, aunque achacosa ydecadente; y porque dentro de dos semanas marcharía la familia a pasarlas Pascuas en el ingenio de La Tinaja, y se había acordado queLeonardo fuese de la partida.
Efectivamente: una semana antes despachose al Mariel la goleta Vencedora: su patrón Francisco Sierra con las vituallas, conservas yvinos que no se encontraban por amor ni por dinero en aquellas partes, ycon los criados del servicio particular de la familia de Gamboa, entreellos Tirso y Dolores. También debían ser de la partida la señoritaIlincheta con su tía doña Juana; para lo cual Leonardo y Diego Menesesles darían escolta desde Alquízar.
El motivo de la próxima reunión de las dos familias en el ingenio de LaTinaja, tenía por objeto presenciar el estreno de una máquina de vaporpara auxilio de la molienda de la caña miel, en vez de la potencia desangre con que hasta allí se venía operando el primitivo pesadotrapiche.
No quiso partir Leonardo sin tener una entrevista con Cecilia.
Obtúvolafácilmente, así porque ambos la deseaban como porque a la fecha parecíaque seña Josefa había perdido todo dominio sobre la nieta. Pero denada valieron ruegos, halagos, promesas de mayor ventura ni amenazas derompimiento. Cecilia cerró los oídos a todo eso y se mantuvo firme, cualuna roca, en negar su consentimiento a la partida del amante para elcampo. El corazón leal la anunciaba que él corría a reunirse con sutemible rival; lo que equivalía a perderle para siempre. Otro, que elatolondrado joven habría parado mientes en la actitud y firmeza de lamuchacha, y le habría concedido admiración ya que no simpatía. Mas él,ligero de cascos y soberbio, principió por creer que vencería suresistencia y acabó por darse por ofendido y retirarse despechado.
Esta vez no lloró Cecilia. Con el corazón partido de dolor, en silenciovio alejarse a Leonardo. No abrió los labios para llamarle ni consintióque sus lágrimas, aun ido él, viniesen a revelar la angustia de su alma,dando así, a sus propios ojos, muestra indigna de flaqueza. Antes querendirse al rigor de la suelte, creyó la soberbia muchacha que debíaarmarse de valor a fin de tomar señalada venganza de su ingrato amante.Dicho y hecho, apenas se alejó de su lado, se vistió ella a la carrera,dio un beso a la abuela, que, como solía, se hallaba hundida en el fondode enana butaca de Campeche y salió a la calle. Mas yendo en ladirección de la casa de Nemesia, en el callejón de la Bomba, se encontróen la esquina con Cantalapiedra, a quien no veía desde la noche del 24de Setiembre. No le valió inclinar la cabeza, ni estrechar en torno delrostro los pliegues de la manta de burato. El Comisario la reconoció alpunto, y, quiera que no, la detuvo en medio de la calle diciéndola:
—Alto a la justicia. Date o te va la vida.
—Con su licencia, replicó Cecilia seria, en ademán de seguir camino.
—Date presa, digo, o de lo contrario haré uso de la autoridad que meconcede la ley. Respeta estas borlas (enseñándole las del bastón quellevaba bajo el brazo izquierdo) o le ordeno a Bonora (su esbirro, el delas grandes patillas, que se mantenía a respetable distancia) queproceda a prenderte.
—Como no he cometido ningún delito, contestó Cecilia muy tranquila, esinútil que me enseñe las borlas y me amenace con su teniente. Déjemepasar, que no estoy para bromas.
—Sin ver antes esa carita fuera de la manta, no esperes que te deje darun paso más.
—¿Tengo acaso monos pintados en la cara?
—¡Muchachita! Juégate conmigo y todavía te dan las doce sin campana.
—Yo no me juego, no estoy para juegos. Déjeme ir.
—¿A dónde vas?
—A una parte.
—¿Es cosa de cita?
—Yo no tengo citas con nadie, ni dejaría mi casa por ver al rey de loshombres.
—Quien te oye, segurito que se traga que hablas de veras.
—¿Sabe Vd., que yo haya hablado de mentira sobre estas cosas?
—Bien, veremos si eso que dices es verdad.
—¿De qué manera?
—Fácilmente, siguiéndote las aguas.
—¿Está Vd. loco, Capitán?
—No, sino muy cuerdo. Soy el Comisario del barrio y ¿qué se diría de mísi por descuido dejaba que una muchacha tan linda como tú daba un malpaso y luego andábamos de tribunales y pleitos?
—No me doy por ofendida de sus palabras, porque sé que Vd.
es muy jaranero.
—Es que no jaraneo ahora. No deseo ofenderte ni en el negro de una uña;pero, repito, que ni como Comisario, ni como hombre, debo consentir queandes a estas horas por las calles sin galán que te guíe y te defienda.
—No me sucederá nada. Esté Vd. seguro. Voy aquí cerquita.
—Está bien, quiero creerte. Ve con Dios y la Virgen. ¿Mas no me dejarásverte la carita?
—¿No la está Vd. viendo?
—Así no me gusta verla. Echa hacia atrás los malditos pliegues de esamanta.
Hizo Cecilia lo que la dijeron, quizás para verse libre de aquelimpertinente, descubriendo casi todo el busto con sólo dejar caer lamanta sobre los hombros. En ese tiempo Cantalapiedra atizó el cigarropuro que fumaba, y produjo mayor claridad de la que reinaba en torno,puesto que no había faroles por allí, y las estrellas no alumbrabanbastante.
—¡Ah! exclamó el Comisario lleno de entusiasmo. ¿Habrá quien no semuera de amor por ti? ¡Maldito de Dios y de los hombres el que no teadore de rodillas como a los santos del cielo!
Ante el cómico ademán y las exageradas expresiones del Comisario, nopudo menos de sonreírse Cecilia, la cual después continuó derecho a casade Nemesia, sin cuidarse de averiguar si aquél seguía o no sus pasos.Conociendo ella bien las entradas y salidas, no tocó en ninguna puerta,sino que pasó de la calle al cuarto de su amiga, a quien sorprendió muyafanada cosiendo una pieza de sastrería, delante de una mesita de pino,a la luz dudosa de una vela de sebo de Flandes en un candelero de hojade lata.
—¡Qué atareada que está una mujer! dijo entrando.
—¡Hola! exclamó Nemesia soltando la costura y yendo al encuentro deCecilia con los brazos abiertos. ¡Tanto bueno por acá! ¿Quién se querrámorir? Es preciso hacer una raya en el agua.
—¿Estás sola? preguntó Cecilia antes de sentarse en el columpio demadera que le presentó la amiga.
—Solita en alma, aunque José Dolores no tardará mucho.
—No quisiera que me encontrase aquí.
—¿Por qué, china?
—Porque los hombres luego se figuran que una los busca.
—Mi hermano no es de esos, chinita. El te ama, te adora, te idolatra,se le conoce, suspira siempre por ti; pero es tan vergonzoso que no seatrevería a decirte negros ojos tienes, cuanto más a figurarse quevienes por él.
—¡Ay, Nene! continuó Cecilia desentendiéndose de las manifestaciones desu amiga. La otra tarde me encontró Leonardo hablando con José Dolorespor la ventana de casa. En mala hora. Me ha costado una tragedia con él.
—¡No me digas! repuso Nemesia sin poder ocultar del todo su contento.Pero ya habrán hecho las paces. ¿No?
—¡Ojalá! exclamó Cecilia suspirando. Se puso bravo y se ha idopeleado conmigo. ¿Quién sabe cuándo nos Núñez de Arce?
Tal vez... nuncamás. Él es muy perro y yo poco menos.
En diciendo estas palabras, callose por breve rato. Se le habíaatravesado la voz en la garganta, y en sus bellos ojos aparecierongruesas lágrimas.
—¡Cómo! dijo Nemesia sorprendida. ¿De veras tú lloras? ¿No te davergüenza?
—Sí, lloro, repuso Cecilia con visible sentimiento. Lloro, no de dolor,lloro de rabia conmigo misma, porque conozco que he sido una tonta.
—¡Anjá! Me alegro oírte. Ya te lo había dicho yo muchas veces, no debefiarse una de ningún hombre.
—No lo digo por eso, Nene. ¿Llamas tú fiarme de un hombre el amarlomucho? Puede ser; y yo te digo, ¿acaso está en tu mano amar o no amar?¿Conoces algún remedio contra el amor y los celos? Lo mejor sería,china, no tener corazón. Así no sentiríamos cariño por nadie.
—Luego, parece que tú te das por engañada.
—Tal como engañada no. ¡Dios me libre! Leonardo no me ha dejado porotra ni creo que me deje. Si lo sospechase siquiera no estaríadiciéndotelo desde esta silla.
—¿Y qué más quieres, mujer? Mucho temo que ese peje no vuelva a picaren tu anzuelo.
—¿Qué sabes tú? preguntó Cecilia asustada.
—Nada, nada, repitió Nemesia. Mas no puedo olvidar el dicho de seña Clara, la mujer de Uribe: cada uno con su cada uno.
—No entiendo.
—Más claro no puede ser. ¿ Seña Clara no tiene más experiencia quenosotras? Desde luego. Es mayor de edad y ha visto doble mundo que tú yque yo. Pues si a menudo repite ese dicho, razón buena ha de tener.Aquí, inter nos, naiden me lo ha contado, pero yo sé que a seña Clara siempre le gustaron más los blancos que los pardos, y bien duritaya se casó con señó Uribe.
Por supuesto, llevó más quemadas ydesengaños que pelos tiene en la cabeza, y por eso ahora se consuelarepitiendo a las muchachas como tú y como yo: cada uno con su cada uno.¿Entiendes?
—Sí, bastante, sólo que no veo cómo me venga el refrán.
—Te viene pintiparado, chinita; te coge por derecho. ¿Tú no prefiereslos blancos a los pardos, como seña Clara?
—No lo niego, mucho que sí me gustan más los blancos que los pardos. Seme caería la cara de vergüenza si me casara y tuviera un hijo saltoatrás.
—Desengáñate, mujer: bonitura, amor, cariño, constancia, nada sujeta alos blancos. Después, Leonardo no se va a casar tampoco contigo por laiglesia.
—¿Por qué no? replicó Cecilia con vehemencia. El me lo ha prometido ycumplirá su palabra. De otro modo yo no lo querría como lo quiero.
—¡Ay! Me da mucha pena oírte hablar así, mas no quisiera quitarte lailusión. Sólo te digo que abras los ojos, no sea que mal haya venga muytarde. No te fíes, no te fíes, y ten siempre presente que la hormiga pormeterse a volar se quemó las alas.
—El que por su gusto muere, hasta la muerte le sabe.
—Lo comprendo, mas si una muriese de repente, sin dolor, ni trabajos,pase, sea todo por Dios. El caso es, china, que antes de morir se sufremucho. Ven acá, ¿duele tanto cuando un hombre blanco nos deja por unamujer de color, como cuando nos deja por una blanca? ¿A que no? Eso síque duele. Y me se figura que a ti te está pasando eso ahora. Conqueno hables, ni digas de esta agua no beberé.
Disponíase Cecilia a negar la exactitud del símil cuando apareció por lapuerta del patio José Dolores Pimienta, y si ella no pudo o no supodecir lo que pensaba, él se quedó mudo y estático en el quicio delcuarto. No esperaba semejante compañía, mucho menos a aquella hora de lanoche. Repuesto luego de su sorpresa, la manifestó en breves y escogidasfrases cuánto se alegraba de verla. Cecilia dijo que había venidosolamente a darle una caradita a Nemesia, y se puso en pie paramarcharse.
—Tengo una buena noticia que darles, dijo el músico. El baile deetiqueta de la gente de color se ha convenido en darlo la víspera de laNoche buena, en la casa de Soto, esquina a Jesús María. Por supuesto, laseñorita está convidada en primera línea, y se espera que vaya Nemesia y seña Clara, y Mercedita Ayala, y todas las amigas.
Será un baile de ringorrango. Hará raya, yo se lo digo a la señorita.
—Lo más fácil es que yo no pueda asistir, dijo Cecilia.
Chepilla noestá buena y temo dejarla sola.
—Pues si falta la señorita, cuente que no habrá luz para alumbrar elbaile.
—No sabía que Vd. era tan lisonjero, dijo Cecilia sonriendo ymoviéndose hacia la puerta.
—No debe la señorita ir sola, dijo José Dolores.
—Nadie me comerá, pierda Vd. cuidado. No se moleste.
¡Adiós!
No obstante su negativa, el músico y su hermana acompañaron a Ceciliahasta la puerta de la casa en que vivía.
CAPÍTULO XVII
Y
al
punto
que
el
triunfo
creyera
posible
De lúcido acero se vio traspasar.
J. L. LUACES
Dijo José Dolores Pimienta que el baile de la gente de color secelebraría en la casa de Soto. Ocupa la esquina occidental de la callede Jesús María, en su encuentro con la calzada del Monte, opuesta alCampo de Marte.
Precede al zaguán o entrada un ancho portal con barandilla de madera.Desde éste, por las alterosas ventanas, enteramente abiertas, pudo elpúblico, sin derecho a entrar, presenciar a su sabor la fiesta. En elcuadrado patio, que se cubrió con un toldo, se pusieron las mesas delambigú; en el comedor tocaba la orquesta; en la amplísima sala sebailaba y en los cuartos se reposaba y tenían las conversaciones íntimasde los amigos o los amantes.
Los adornos de la sala se reducían a unas colgaduras de damasco rojo, elcolor nacional, recogidas con cintas azules en pabellones, a la alturade los dinteles de las puertas y ventanas.
El alumbrado loproporcionaban bujías de pura esperma, ardiendo en grandes arañas decristal, con profusión de prismas de lo mismo que reflejaban la luz, lamultiplicaban y descomponían en todos los colores del iris.
Con la frase baile de etiqueta o de corte, se quiso dar a entender unomuy ceremonioso, de alto tono, y tal, que ya no celebraban los blancos,ni por las piezas bailables, ni por el traje singular de los hombres yde las mujeres. Porque el de éstas debía consistir y consistió en faldade raso blanco, banda azul atravesada por el pecho y pluma de marabú enla cabeza. El de los hombres, en frac de paño negro, chaleco de piqué ycorbata de hilo blanco, calzón corto de Nankín, media de seda color decarne y zapato bajo con hebilla de plata; todo según la moda de CarlosIII, cuya estatua, hecha por Canova,[43] se hallaba al extremo delPrado, donde hoy se ostenta la fuente de la India o de La Habana.
Para entrar y tomar parte en la fiesta no bastaba el traje especial delos hombres; era preciso venir provisto de papeleta, la que debíapresentarse en el zaguán a la comisión allí constituida para recibirla yaposentar a las mujeres. Observose esta medida estrictamente alprincipio; pero tan luego como llegó la hora de bailar, Brindis yPimienta, principales aposentadores, delegaron el encargo en sujetosmenos escrupulosos y rectos. A semejante descuido se debió el que, tardede la noche, penetrasen algunos individuos que, si bien en traje deceremonia, no presentaron papeleta ni eran artesanos tampoco.
De este número fue un negro de talla mediana, algo grueso, de cararedonda y llena, con grandes entradas en ambos lados de la frente, quepor poco que pasase él de los cuarenta años de edad, terminarían en unacalva completa. Aunque se vestía como se había dispuesto, el frac levenía algo estrecho, el chaleco se le quedaba bastante corto, las mediasestaban descoloridas por viejas, carecían de hebillas sus zapatos, notenía vuelos la camisa y el cuello le subía demasiado hasta cubrirlecasi las orejas, tal vez por ser él de pescuezo corto y morrudo.
Sea por estas faltas, o sobras, de que no estamos bien enterados, elnegro de las entradas se hizo el blanco de las miradas de todos desdeque puso el pie en el baile. Advirtiolo él, que no era ningún tonto, ynaturalmente andaba