Cecilia Valdes o la Loma del Angel by Cirilo Villaverde - HTML preview

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José Dolores estaba desarmado y se contentó con añadir:

—¿Quién es Vd.?

—Soy quien soy, contestó el otro con impavidez.

—¿Qué busca Vd. aquí?

—Lo que me da la gana.

—Pues ahora mismo sale Vd. de la casa o lo echo a patadas.

—Quisiera verlo.

—¡A, perro! Habías de ser esclavo. ¡Afuera!

En ese punto intervinieron Tondá, Uribe y el oficial de sastre, sin cuyapresencia de seguro que se arma una riña sangrienta entre el galantemúsico y el desconocido de las grandes entradas.

El oficial dicho le dioel nombre de Dionisio Gamboa, y habiéndole rodeado todos poco a poco,fueron empujándole hasta ponerle materialmente de patitas en la calle.Mientras se le llevaban así, volvía con frecuencia la cara y decía,dirigiéndose a Cecilia:—Se figura que es blanca y es parda. Su madrevive y está loca. Hablando después con Pimienta, decía:—Señor defensorde las niñas, sangre de chincha, el que la debe la paga.

No se ha dequedar riendo. Ya nos veremos las caras. Al oficial de sastre, que lerepetía:—Cállate la boca, Dionisio Gamboa, vete a cocinar a casa de tuamo, no te metas a farolero, porque pueden darte un bocabajo que techupes los dedos; casaca, suelta a ese hombre, le decía:—Yo no me llamoGamboa me llamo Jaruco. Y acuérdate que también me la debes.

Afectaron un tanto a Cecilia la conducta y sobre todo las palabras delnegro de las entradas. Daba la casualidad que cuanto dijo respecto desus padres, coincidía extrañamente con lo que ella misma había antesoído y sospechado. El lenguaje misterioso que empleaba la abuela siempreque del caballero que las favorecía se trataba, era bastante parahacerla pensar a veces que debía de tener con ella alguna otra relaciónque la de un mero galanteo, aun cuando no le pasara por la mente quefuese su padre el padre de su amante. Este no la amaría ni la prometeríaunión eterna si supiera, como debía saberlo, que ligaba a los dos tancercano parentesco. Por lo tocante a su madre, la abuela, mejorautoridad que el cocinero de Gamboa, si bien no la aseguró jamás quehubiese muerto, no la afirmó tampoco que viviese, menos aun queestuviese loca. La mujer a quien seña Josefa solía visitar en elhospital de Paula, según lo poco que se le había escapado de los labiosen momentos de vivo pesar y honda tristeza, no era hija suya, siquierasobrina; tal vez pariente de pariente de una amiga íntima de la mocedad.El cocinero Dionisio Gamboa o Jaruco estaba por fuerza equivocado,repetía meros rumores, hablaba de memoria.

En tal virtud, y teniendo en cuenta la edad y carácter alegre deCecilia, no es de extrañarse que, tras pasajera preocupación, seentregase de nuevo en brazos de los placeres que le brindaba el baile.Sin embargo, en medio del torbellino de la danza y del incienso deadulación con que los hombres pretendían embebecerla, la inquietaba aveces el pensamiento del riesgo que corría el hermano de su amigaNemesia, por haberla defendido de los insultos de un loco o de unasesino.

Por eso, como mujer agradecida, desde aquel punto empezó a sentir porJosé Dolores una especie de simpatía que no había sentido nunca, y endescuento de la deuda contraída no tuvo empacho en manifestarle sustemores. Riose él de ganas al oírla, replicándole, quizás paratranquilizarla que el Dionisio Gamboa, Jaruco o lo que fuese, era unmiserable esclavo, muy bocón para parársele delante fuera del baile,porque dice el refrán que perro que mucho ladra no muerde. ObservoleCecilia que siendo esclavo y cobarde era más de temer, pues atacaría atraición, no cara a cara. Replicó a esto José Dolores, que,efectivamente, tenía que ir prevenido y con los ojos muy abiertos, nofuera que le dieran por la espalda; pero que por lo demás ya él se habíaarmado con un cuchillo que le acababa de prestar un amigo, y que teníaque ser lince el hombre que le matase del primer viaje.

Después del ambigú y de otra danza entre las doce y la una de lamadrugada, terminó el baile y cada cual marchó para su casa.

Seña Clara, de brazo con Uribe, su marido; Cecilia y Nemesia con el hermanode ésta, en unión agradable se dirigieron a lo largo de las casuchas quehabía por aquel lado de la calzada, en dirección de la puerta de lamuralla, llamada de Tierra por ser la más inmediata. Al acercarse ala primera esquina de la calle de Cienfuegos o Ancha, notó Cecilia lasombra de un hombre que, ganándoles la delantera, torció por allí a laderecha. Sospechó desde luego quién podría ser y trató de llamarle laatención a su compañero, al lado opuesto, indicándole el café nombradode Atenas, solitario y oscuro, cerca de la estatua de Carlos III, a laentrada del paseo. Pero el hombre no pasó de largo cual ella esperaba;se plantó en la esquina y dijo alto:—Sinvergüenza, sangre de chincha,ven para acá, si eres guapo.

Preciso era que José Dolores tuviese sangre de ese insecto para que sedesentendiese de un desafío semejante, hecho delante de la dama de suspensamientos. Hizo, pues, por desprenderse de sus compañeras, lascuales, sujetándole cada una por un brazo, habrían conseguido el intentosi no acude en su ayuda Uribe diciendo a las muchachas:

—Dejen que le dé una mojada.

Así fue. José Dolores sacó el cuchillo, tomó el sombrero en la manoizquierda para usarle como la capa el matador delante del toro, y siguiólos pasos del contrario sin acercarse demasiado.

Cecilia, con Nemesia y seña Clara, agarradas de las manos y de Uribe,todas temblorosas y con la ansiedad que es de imaginar, se estuvieron aesperar cerca de la esquina el resultado de una lucha que no podía menosde ser sangrienta. A poco más oyeron la voz argentina de José Doloresque dijo:—Aquí; y la ronca del negro que respondió:—Aquí. Y comenzósin más la horrible brega.

La carencia absoluta del alumbrado público, junto con la oscuridad deuna noche sin luna, impedían ver claro los movimientos de loscombatientes, no obstante la proximidad a que estaban del grupoespectador. Suponiendo que Dionisio tuviese el valor sereno de JoséDolores, no tenía su agilidad y mucho menos su destreza en el manejo delcuchillo. Esto se echó de ver pronto, porque tras unos pocos esguinces yquites con el sombrero, se oyó primero un ruido extraño, como de telanueva que se rasga con fuerza, y de seguidas el bronco de un cuerpopesado que da en tierra. Cecilia y Nemesia dieron un grito penetrante ycerraron los ojos. ¿Quién de los dos había caído? ¡Momento de terribleansiedad!

Mientras el caído continuaba gimiendo sordamente, el otro parecióacercarse a paso menudo hacia la calzada. En segundos, que no enminutos, salió de la densa oscuridad que le rodeaba, mucho más densapara los ojos de los que le aguardaban y que del sobresalto no podíanver claro. Venía riente, ligero como un gamo, envainaba el cuchillo y seponía el sombrero hecho trizas.

Era José Dolores Pimienta. Cecilia fuela primera a recibirle, y sin saber lo que hacía, por un impulso de sualma generosa y sensible, le echó los brazos al cuello, preguntándolecon cariño:—¿Te han herido?

—¡Ni un arañazo! contestó él, tanto más orgulloso cuanto que sentíasobre su corazón la cabeza de la mujer a quien adoraba sin esperanza decorrespondencia. En oyéndole ella, lloró de pura alegría cual la niñaque recupera su muñeca cuando la juzgaba irrevocablemente perdida.

TERCERA PARTE

CAPÍTULO I

vistes

de

jazmines

Al

arbusto

sabeo,

Y

el

perfume

le

das

que

en

los

jardines

La fiebre insana templará a Lieo.

A. BELLO

Separose Leonardo Gamboa de su familia después de almuerzo en la dehesao potrero de Hoyo Colorado, y en la amable compañía de Diego Menesestomó por entre Vereda Nueva y San Antonio de los Baños, la vuelta deAlquízar, rumbo al sudoeste de su punto de partida.

A pocas leguas se hallaron en lo que llaman por ahí Tierra Llana,planicie extensa e igual, cuyo centro por esa parte lo ocupa lapoblación últimamente nombrada. Su fondo es un calcáreo muy poroso ypuro, cubierto de una capa de tierra rojiza, o color de ladrillo, atrechos bastante espesa y suelta, acusando el óxido de hierro de queestá cargada y de una fertilidad prodigiosa. Con algunas interrupcionesde nivel se dilata hacia el oeste hasta Callajabos, al pie de lasserranías de la Vuelta Abajo y hacia el este hasta los últimos límitesde Colón, siendo su latitud general estrecha.

Por supuesto, en las porciones más elevadas de dicha mesa, no se venfuentes naturales, ni llueve tampoco a menudo; pero es tan copioso elrocío nocturno, que moja el suelo y refresca la vegetación. Noconociéndose en el país ningún sistema de regadío, a ese fenómenometeorológico hay que atribuir la lozanía con que crecen y el verdeesmeralda con que se visten las plantas en todas las estaciones del año.En cambio, el descuaje del arbolado, el cultivo general de la mesa,particularmente de aquella parte que iban recorriendo nuestros dosviajeros, habían ahuyentado los pájaros de cuenta, y apenas si se veíanuno que otro grupo de judío de vuelo pesado y penetrante graznido, unpar de tímidas tojosas, una fugaz bijirita y pequeños tomeguinesescondidos en los arbustos inmediatos.

Mientras más se alejaban de Hoyo Colorado, más cafetales encontraban auno y otro lado del camino; como que esas eran las únicas fincas ruralesde cierta importancia en la porción occidental de la mesa, al menoshasta el año de 1840. Hablamos ahora del famoso jardín de Cuba,circunscrito entre las jurisdicciones de Guanajay, Güira de Melena, SanMarcos, Alquízar, Ceiba del Agua y San Antonio de los Baños. No sefundaban entonces ahí granjas para la explotación agronómica, en elsentido estricto de la palabra, sino verdaderos jardines para larecreación de sus sibaritas propietarios, mientras se mantuvo alto elprecio del café.

Contra el sistema legal de mensuras observado en Cuba desde ab initio,estaban divididas esas bellísimas fincas en figuras regulares,prevaleciendo el cuadrado, y acotadas todas con setos de limonerosenanos, con zarzas y más comúnmente con tapias de piedra seca, o cercasprimorosas y artísticamente construidas.

Cubríanse éstas de enredaderaso aguinaldos, especialmente de campanilla blanca, los cuales abrían porPascuas de Navidad, daban aspecto risueño a la campiña con sus níveasflores, en contraste con el verdor fuerte del arbolado cercano, mientrasque con su exquisito y trascendental perfume embalsamaban el ambientepor millas y millas a la redonda.

Sus ostentosas y cómodas viviendas no caían en las anchas calles ocalzadas que separaban entre sí los diferentes predios.

Más bienbuscaban la reclusión y el sombrío que brindaba el interior, como quecrecía ahí más frondoso el naranjo de globos de oro, el limoneroindígena y exótico, el mango y la manga de la India, el árbol del pan,de ancha hoja; el ciruelo de varias especies, el copudo tamarindo deácidas vainas, el guanábano de fruta acorazonada y dulcísima, lagallarda palma, en fin, notable entre la gran familia vegetal por sutronco recto, cilíndrico, liso y grueso como el fuste de una columnadórica, y por el hermoso cerco de pencas con que se coronaperennemente.

A flor del camino sí erigían la entrada, portal, mejor, arco triunfal,bajo cuya sombra, como por las horcas caudinas, había que pasar paracoger la ancha avenida, flanqueada de palmas y naranjos, que conducía ala apartada vivienda señorial, oculta allá en el espeso arbolado. Aúndespués de haber avanzado bien adentro, no siempre descubría de lleno elcaserío, ni se llegaba a él derecho; porque a menudo ocurría dividirsela avenida en dos ramales, describiendo dos medios círculos, uno deentrada, otro de salida, que limitaban de un lado los cafetos o setos dezarzas, y del opuesto los jardines de flores, desplegados a un tiempo ala vista del sorprendido viajero. Siguiendo por cualquiera de esosmedios círculos, de seguro que se daba con la morada de los dueños y susdependencias inmediatas en primer término; después con la casa, por logeneral exenta, del molino, en el centro de una como plaza o batey, entorno del cual se hallaban los tendales o secaderos de café, losalmacenes o graneros, las caballerizas, palomar, corral de gallinas y laaldea formada por las cabañas de paja de los esclavos.

Leonardo Gamboa y su amigo, con los caballos algo sofocados, cubiertosya unos y otros del polvo bermejo y sutil de la tierra llana, avistaronlos linderos del cafetal La Luz, perteneciente a don Tomás Ilincheta,cosa de media legua distante del pueblo de Alquízar, pasadas las cuatrode la tarde del 22 de Diciembre de 1830. Por la derecha de los viajeros,bajo un cielo azul y sin nubes, se ponía entonces el glorioso sol de lostrópicos, cuyos abrasadores rayos lanzaban manojos de luz a través delas ramas de los árboles, tendiendo cada vez más larga la sombra de laspalmas sobre el campo verde, tachonado de gayadas flores, a tiempo queencendían el átomo térreo impalpable que se cernía en el tranquiloambiente.

Resonaba a lo lejos con las pisadas de las caballerías el fondo poroso yhueco de la tierra llana; de manera que, mucho antes de que los jinetestocaran el portal de la finca, ya se hallaba en la reja de hierro,dispuesto para abrirla, el portero negro, que acababa de salir de unaespecie de garita grande de mampostería y teja plana, hacia laizquierda. Reconoció desde luego a aquéllos y los recibió con losescorrozos tan propios de las gentes de su raza y condición diciendo:

¡Ojó! ¡ojó! Niño Leonardito ¿ ya sumerce vinió? ¡Ah! ¡Ah!, y elniño Dieguito asina mismo.

—¿Cómo está la familia, congo? le preguntó Leonardo.

Toos güenos, grasi Dió. Ahorita dentraron las niñas con doñaJuanita. Vinían del protero. Milagro que no se toparon con ellas losniños. Si susmercés jarrean un poco entoavía las alcanzan más pacá de la casa.

Y agregó luego hablando con Leonardo:—¡Ah! ¡ Qué si va a legrá la niñaIsabelita! ¡Y la niña Rosita! (hablando con Meneses). ¡No mi diga!

Los dos jóvenes se sonrieron y continuaron al paso de sus caballeríaspor el centro de la magnífica alameda, deseando en secreto, por extrañacoincidencia de sentimientos, que se alargase algo más el término de sucamino. Es que en los momentos de comparecer ante las damas de susamores, temía Leonardo que le recibiese la suya, no cual solía, comoamiga y amante tierna, sino como juez severo y duro, por sus pasadasflaquezas y veleidades. Para decir verdad, sentía algo que se parecíamás a la vergüenza que al contento. Diego, por su parte, próximo arealizar el deseo más vivo e íntimo de su pecho, el de volver a ver aRosa en su paraíso de Alquízar, después de un año de ausencia, queríaprobar si retardando el momento apetecido, se calmaba un tanto eltumulto de su sangre y podía saludarla con la compostura del respetuosocaballero.

Pero por ahora, ni la satisfacción de este capricho les fue dadorealizarlo a nuestros amigos. Porque en desviándose de la avenida quetraían, alcanzaron a ver a las hermanas penetrando en lo más intrincadodel jardín, allí donde los rosales de Alejandría, los jazmines del Caboy las clavellinas, competidores de los más bellos de que se precianTurquía y Persia, si no acertaban a envolverlas con sus ramas, sin dudaque las envolvían con sus emanaciones aromáticas.

También las jóvenes, por las pisadas de los caballos, se apercibieron dela presencia de los viajeros, reconociéndolos, especialmente al primeroque puso pie a tierra, abandonando la montura a su albedrío, y fueLeonardo Gamboa. Rosa, más joven y cándida que la hermana, hizo unaexclamación involuntaria de alegría; Isabel experimentó sentimientoopuesto. Recordaba que su despedida de La Habana no fue agradable nicordial, y creía que antes de dar entrada en su pecho al placer con quesolía recibir a Leonardo, necesitaba cuando menos una explicación suyasatisfactoria de lo pasado.

Ni Leonardo ni Diego se hallaban en aptitud de leer claro en elsemblante de sus amigas lo que pasaba en sus espíritus cuando llegó elmomento de saludarse, según el modo frío y rígido que piden lascostumbres cubanas, esto es, sin el significativo apretón de manos. Fuebien marcado, no obstante, el cambio que se operó en el rostro de lasdos hermanas. El de Isabel asumió aspecto serio y pálido; el de Rosatomó el color de la flor de su nombre; y por breve rato, ellos ni ellassupieron qué hacerse ni qué decir. Tocó al cabo a la más avisada de lasmujeres el advertir la embarazosa posición de todos, y, para salirpronto del paso, acudió a una de las coqueterías características de suedad y sexo. Tenía Isabel en la mano una rosa de Alejandría, abiertaaquella misma tarde, y se la prometió a Meneses diciendo:

—¿No es ésta su flor preferida?

Asomáronsele los colores a la cara del agraciado, y se puso más coloradaque antes la de Rosa, quien, ya quisiese ocultar su propio rubor, yaenmendar el aparente desaire hecho a Gamboa, se quitó un clavel que sehabía prendido en el cabello y se lo dio balbuceando:—¿No es ésta laflor que prefiere el amigo Leonardo?

Bastó esto poco a romper el encanto; sólo que por aquella tarde y nocheIsabel se dedicó a obsequiar y atender a Meneses, aunque no veía elmomento de conciliación con Leonardo. Entre tanto, juntos los cuatrofueron al encuentro de doña Juana y del señor Ilincheta que venían asaludar a los recién llegados.

Desaparecía por entonces la claridad del día, y el airecillo de lanoche, por más que viniese cargado de los perfumes de las flores y delas emanaciones gratas que emite el campo a esa hora, empezó a dejarsesentir. Las señoras, sobre todo, tuvieron que apelar al abrigoacostumbrado, el pañolón de seda, echado al desgaire sobre los hombros.Pero en los momentos de trasladarse a la sala, resonó el melancólicotañido de la campana de la queda en los cafetales circunvecinos y en elde La Luz, llamando a amos y esclavos a la oración y al recogimiento.En oyéndolo doña Juana, sus sobrinas, los dos jóvenes y don TomásIlincheta, éstos con los sombreros en la mano, y los criados delservicio inmediato de la familia con los brazos cruzados, todos de pie,aquella señora comenzó diciendo:—¡Ave María Purísima!; a quecontestaron los circunstantes en coro: Sin pecado concebida.—El Ángeldel Señor (prosiguió la señora) anunció a María que el Hijo de DiosPadre encarnaría en sus entrañas, para redención del mundo. ¡Ave María!María Santísima lo admitió diciendo: ves aquí la esclava del Señor,hágase en mí según tu palabra ¡Ave María! El Hijo de Dios se hizohombre, y vivió entre nosotros. ¡Ave María!

Dadas las buenas noches, las hijas primero y tras ellas los criados,besaron la mano de doña Juana y de don Tomás, y recibieron encontestación el usual Dios te haga una santa, o un santo.

De seguidas una criada avisó a Isabel que el Contramayoral la esperabaen el otro lado del pórtico. Pidió ella permiso a los huéspedes. Supadre, hablando con éstos, explicó el motivo de su ausenciadiciendo:—Es mi Mayordoma, cajera y tenedora de libros, y cree queprimero es la obligación que la devoción. Lleva cuenta del café que serecolecta, del que se descascara, escoge y ensaca, del que se remite aLa Habana. Cuando se vende, glosa ella las cuentas del refaccionista,cobra y paga. Todo como un hombre. En una palabra, desde que murió miesposa, que santa gloria haya, mi Isabel está hecho cargo de la casa,del cafetal y de todos mis negocios. ¡Ay! No sé qué sería de mí sitambién ella me faltase.

¿Quién era el Contramayoral? Un negro como un trinquete, del color de lapez, cari-ancho, de aspecto franco y mirada inteligente. No bien seapareció su ama, la hizo una genuflexión para pedirla su bendición,porque él mismo acababa de dirigir el rezo de sus treinta o máscompañeros en medio del batey, a la luz de las estrellas.

—Niña, la dijo, aquí está la cuenta de lo barrí llenao hoy. ¿Y

lealargó un papel? ¿La hoja de una planta con signos caligráficos oaritméticos? Nada de eso. Aunque aquel esclavo había aprendido de corociertas oraciones del catecismo que le enseñaron para bautizarle, nosabía escribir ni pintar guarismos.

La cuenta de que hablaba se reducíaa dos o tres varas cortas de un arbusto del campo, con muchos cortes omuescas de través, tarjas o quipos modernos para indicar el número debarriles de café recolectados durante ocho horas de trabajo.

Con pasar Isabel las yemas de los dedos por las muescas de las tarjas,conoció que no había sido abundante la recolección, y así se lo dijo alesclavo.

—Niña, se apresuró él a explicar en su guirigay especial la causa de ladeficiencia. Niña, la safra va de vencía, no queda café maúro en lamata, ni pa remedia. Brujuliando po aquí y po allí se ha llenao 25barrí.

—Está bien, Pedro, repuso Isabel. No hay para qué estropear las matas,ni que tumbar el grano verde. Sería mucho menor la zafra el año entrantesi eso se hiciera. Escúchame Pedro, con atención. Mañana bien tempranopon toda la gente a limpiar el batey y las guardarrayas principaleshasta las nueve. Tenemos visitas y quiero que todo esté aseado y bonito.Por la tarde es preciso que unos pilen y avienten el café seco, y queotros, las mujeres y los más débiles, a escoger. El caso es aviar todoel pilado y aventado, mañana mismo si es posible.

Asina si jará, niña.

—¡Ah! Lo principal se me olvidaba, agregó Isabel en tono triste. ALeocadio que dé bastante maíz y yerba al trío moro y al trío dorado,porque tienen que emprender largo viaje pasado mañana.

¿Va a salí lamo?

—No, tía Juana, Rosita y yo, que vamos a pasar las Pascuas en la VueltaAbajo.

¡Anjá! La niña si va otra vuelta, la casa parece robá.

—Papa se queda. Estamos convidados a pasar las Pascuas como digo, conla familia del señor Gamboa en su ingenio La Tinaja, allá lejos, muylejos, por el Mariel. Han puesto una gran máquina de vapor para molercaña; romperá la molienda la víspera de Pascuas y aguardan por nosotros.Aquí han llegado a buscarme el niño Leonardito y el niño Diego Meneses,que tú conoces.

¿Con que si va otra vuelta? , repitió el Contramayoral pensativo.

—Estaremos ausentes muy poco tiempo, cuando más hasta después deldomingo de Niño perdido. Me da mucha pena dejar a papá solo. Pero esperoen Dios que no le sucederá nada, antes me prometo que Vds. le cuidaránbien.

Asina si jará niña.

—Pero si por desgracia se enfermare en nuestra ausencia, te encargo,Pedro, que sin pérdida de tiempo me despaches un propio al ingenio LaTinaja, cerca del pueblo de Quiebrahacha.

Acuérdate de estos dosnombres: Tinaja y Quiebrahacha.

Asina si jará, niña.

—Rafael o Celedonio, cualquiera de los dos, sirve para el mandado.Ellos conocen el camino de aquí a Guanajay; de allí al Quiebra Hacha sesabe que quien tiene lengua a Roma va.

Asina si jará, niña.

—Bueno, confío en ti, Pedro. Es un gran descanso para nosotros, cuandosalimos, dejar el cuidado de la casa y de la finca a un hombre tanracional y honrado como tú.

Ni porque le hicieron este elogio franco cuanto sincero, hizo uso elnegro de su conocida muletilla. Sólo sacudió la cabeza cual si quisieradesterrar una idea enojosa, y volvió a un lado el rostro, sin darle laespalda a su señorita, lo cual habría sido una falta de respeto.

—Atiende, Pedro, continuó Isabel. Hay que traer del potrero el caballocareto para llevar a Guanajay uno de los dos tríos. El que le lleve, seaRafael o Celedonio, debe salir al Ave María o con los primeros clarosdel día de pasado mañana, apearse en la posada de Ochandarena, frente ala plaza, hacer que bañen y den un buen pienso a los caballos y aguardarpor nosotros, pues tendrá que regresar con el trío que saquemos de acá.¿Recordarás todas estas cosas, Pedro?

Mi ricorde, niña, dijo el Contramayoral afectado; añadiendo a lacarrera: Le pobre negre va a tené una Pacua mu maguá.

—¿Por qué? preguntó Isabel con exagerada sorpresa. Le diré a papá queles deje tocar tambor en los dos días de Pascuas y el día de Reyes.

Ma como la niña no etá allante, le negre no se diviete.

—¡Qué bobería! Nada, a bailar, a divertirse para que esté contenta laniña cuando vuelva del paseo. ¡Eh! Nada más, Pedro.

Se retiraba éste despacio y de mala gana, e Isabel, que quedabapensativa apoyada en el barandal del pórtico, llamole luego,diciendo:—Pedro, ¿ya lo ves? Por tus interrupciones y majaderías se meiba o olvidar una de las cosas que tenía más presente. Debo hacerte otroencargo, mi último encargo. Mira, Pedro, estoy pensando que por sí o porno, lo mejor será que guardes el látigo en tu bohío hasta después dePascuas. Sí, sí, mejor será pues mientras le tengas en la mano has dequerer usarlo, y yo no quiero que se levante el látigo para nadie,

¿looyes, Pedro? Que no suene el látigo en mi ausencia.

Le negre etá perdío, dijo Pedro sonriéndose, por mor de la niña.

—Me importa poco, replicó Isabel con firmeza. Tú sabes que papá botó almayoral en abril porque daba mucho cuero.

Recuerda que la cogió contigo.No ha de oírse un latigazo en el cafetal en mi ausencia. Lo repito, loquiero así, lo mando, Pedro.

Volviendo de su breve diálogo con el Contramayoral, encontró Isabelpuesta la mesa para la cena en medio de la sala. Serían las ocho de lanoche. El lujo de la vajilla de plata, de cuyo metal eran hasta losgrandes macizos candeleros, parecía competir con la abundancia de losmanjares. Mas nada de esto se hacía por vano alarde. En primer lugar,porque habiendo comido la familia a las tres de la tarde, según lacostumbre del campo entonces, suponían que los dos huéspedes tuviesenhambre y querrían satisfacerla. En efecto, las señoritas, la tía y elseñor Ilincheta, que por cumplimiento habían ocupado juntos un costadode la mesa, participaron únicamente del chocolate o del café con leche;haciendo, eso sí, Isabel, los honores con gracia y naturalidadcaracterísticas.

Tras la cena y una conversación agradable, se levantó don Tomás