Cecilia Valdes o la Loma del Angel by Cirilo Villaverde - HTML preview

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¡Qué buena, qué amable, qué angelical no leparecería a la persona! ¡Te voy a libertar! ¡Ay, niñas! Yo no he oídonunca esas

palabras

sin

estremecerme,

sin

un

regocijo

interiorinexplicable, como si me entraran calofríos... ¡La libertad! ¿Quéesclavo no la desea? Cada vez que la oigo pierdo el juicio, sueño conella de día y de noche, formo castillos, me veo en La Habana rodeada demi marido y de mis hijos, que voy a los bailes vestida de ringo rango,con manillas de oro, aretes de coral, zapatos de raso y medias de seda;todo como hacía cuando muchacha en el palacio de los señores condes deJaruco.

«Pero, siguiendo mi cuento, niñas, lo peor de todo era que si yo mesonreía con el maestro de azúcar se ponía bravo el boyero, o el tejero,o el Mayordomo, o el médico, o el Mayoral, don Liborio Sánchez quierodecir, ése que acaba de botar Señorita por fiera con los negros, y queentró cuando salió don Anacleto Puñales. Ese era el más temible de misenamorados. Quería que le quisieran a la fuerza, y si me negaba, alláiba el cuerazo. Por celos y piques me ha dado dos bocabajos y me hacrucificado las espaldas con el cuero. No saben sus mercedes cuánto mehe alegrado de que lo botara Señorita. Tiente, niña, tiente aquí en loshombros y las paletas. Meta la mano.

La deslizó Adela, con cierto recelo, por entre la piel y las ropas de lanegra y las retiró precipitadamente porque sus dedos de rosa fuerontropezando con verdugón tras verdugón, trazados en todos los sentidos, ala manera de los camellones del terreno recién arado, por la punta dellátigo del celoso capataz. Entonces comprendió la joven una parte delmartirio de su ama de leche.

Doña Juana e Isabel se horrorizaron yvertieron más de una lágrima de simpatía por la martirizada esclava.

«Y de contra, niñas, prosiguió ella su interesante relación, don Liboriohacía que el Mayordomo le escribiera una carta al amo, donde le decíamil cosas de mí; que yo era una tal por cual; que traía revuelta lafinca con mis enamoramientos; que por mí tenía que cambiar de operariosa cada rato. En efecto, botaba a los que suponía que me gustaban.También decía que apenas entraba un nuevo operario, yo me daba mi artepara vajearlo, y hacer que descuidara sus obligaciones por enamorarme.En fin, que yo sonsacaba a los hombres. ¡Yo sonsacadora! ¿Qué culpatenía de que los blancos se enamoraran de mí? Si les correspondía, malo;si los rechazaba, peor. ¡Vaya mirando, niña, qué triste era misituación!

«La contesta a la carta del Mayoral era siempre: Castigue a esa perra.Por supuesto, él se vengaba a su gusto de los desaires que yo le hacía.¡Pobre de mí! ¡No tenía ni a quien quejarme!

Vinieron unas Pascuas elamo y el niño Leonardo, más ninguno de los dos quiso oírme ni vermetampoco. Otra vez le dije al patrón Sierra lo que me pasaba: fue a LaHabana, volvió y me contó que no pudo hablar con Señorita ni con sumerced; sólo logró decir algo a Dolores.» Confirmó Adela en todos susdetalles esta última circunstancia, refiriendo brevemente la escena consu madre, descrita al final del Capítulo IX, Segunda parte.

CAPÍTULO IX

Por

sorda

y

ciega

haber

sido

Aquellos

breves

instantes,

La

mitad

diera

gustosa

De sus días miserables.

EL DUQUE DE RIVAS

Enseguida, la antigua nodriza continuó diciendo:

—Verá ahora la niña la causa verdadera del rigor con que he sidotratada. Un día... no me acuerdo bien, sólo sé que hace mucho tiempo,después de la tormenta grande de Santa Teresa, o el año en que ahorcarona Aponte,[53] me llamó el amo al comedor. Estaba solo, y me dijo:

—María de Regla, como has perdido al chico y tienes buena y abundanteleche, he pensado que debe aprovecharse. En tal virtud, te he alquiladopor medio del señor doctor don Tomás Montes de Oca, con un amigo suyopara dar de mamar a una niña de algunos días de nacida. ¡Ea! con queestar lista para después de almuerzo.

«Después de almorzar, el amo salió y se metió en la calesa. Yo seguídetrás de él para ir a pie. Pero me hizo subir y me sentó a su lado. Mequedé sorprendida. ¡Sentarme el amo en los cojines de la calesa, cuandolos negros sólo se sientan en el pesebrón!

Luego ordenó a Pío quearreara para allá fuera. ¿Qué será? ¿qué será? pensaba yo. Salimos porla puerta de Tierra, cogimos la calzada de San Luis Gonzaga tododerecho, y no paramos hasta unas pocas casas de esquina del CampanarioViejo. Delante de una de dos ventanas de hierro y zaguán, mandó parar elamo junto a otra calesa vacía que se hallaba a la puerta. Creí que allívivía el médico o el padre de la niña a quien iba a criar. El amo seapeó y me dijo:—Apéate. Entró en el zaguán y yo atrás de él. Entoncesvi que había un torno grande, como para meter niños, en la pared de laderecha y que la vista del patio la ocultaba un cancel alto, con unapuerta en medio.

«Se paró el amo y me dijo bajito y muy serio:—María de Regla, llamarása esa puerta, preguntarás por el señor doctor Montes de Oca, y harás alpie de la letra cuanto él te ordenare.

Oye bien lo que voy a decirte.Cuidado como hablas palabra con alma viviente de lo que aquí vieres,oyeres o entendieres.

Tampoco, mientras dure la lactancia (sí, lactanciadijo) de la niña, pienses en ver a Dionisio ni a ningún otro de casa.Sobre todo, nadie ha de saber por tu boca quiénes son tus amos ni quiente trajo a esta casa. Para todo el mundo, ¿lo oyes? vas a ser de aquíadelante sorda, muda y tonta respecto de mí, de Señorita, de la niña quehas de criar y de las personas que la rodearán en esta casa y encualquiera otra a donde la llevaren, ¿me has oído?

¿Me has entendido?¡Eh! No te digo más. Llama.

«Allí me dejó el amo hecha un mar de confusiones. Aunque el amo seretiró de prisa, no subió a la calesa hasta que vio que yo soné elaldabón y abrieron la puerta. ¡Si se figuraría que me iba a huir! Meabrió una morena vieja, y en cuanto que puse el pie dentro, conocí dondeme hallaba. De todas partes oí llantos y chillidos de muchos niños. Mehallaba en la Casa Cuna. Había de todo en ella, quiero decir, niñosblancos y mulatos y crianderas casi todas negras como yo. No tuve quepreguntar por el señor de Montes de Oca, pues estaba en el comedorexaminando un niño enfermo en los brazos de su criandera, y, sin más nimás, me dijo:—María de Regla Santa Cruz, ¿eh? Antes que yo pudieracontestarle sí, señor, o no, señor, me cogió por la muñeca, me tomó elpulso, me hizo sacar la lengua y me abrió los párpados con dos dedospara ver el color de los ojos. Todo esto callado o por señas. Luego mellevó al primer aposento. En el medio había una camita de caoba tapadacon un mantón o velo grande de punto blanco, que el médico levantó conuna mano, mientras que con la otra me señalaba para una niña blancadormida entre pañales de holán batista, bordados o con encajes anchos.¡Qué lujos, niñas, qué lujos! Me quedé boba.

Debían ser muy ricos suspadres, más ricos que el Buey de Oro.

El médico, con su vocecita fañosa,me dijo:—Esta es la niña que vas a criar. Cuídala como si fuera hijatuya, que no te pesará. Tú eres joven, eres buena y sana y debes tenermucha leche. Ve la marca azul que tiene en el hombro izquierdo. No se habautizado todavía.

«Me hice cargo de la niñita y me propuse criarla como si fuera mi hija,no tanto por la amenaza del amo como por la promesa del médico y porqueme pareció una divinidad. Me encantó.

Mejorando los presentes, no habíavisto niña más linda en la vida. Sólo podía compararse con su mercedcuando nació. Se parecía tanto a su merced entonces, que si vive y no seha descompuesto, es el mismo retrato de su merced. Ni jimaguas sehubieran parecido más.

«¡Qué blanca! añadió la nodriza, trazando a grandes rasgos el retrato dela chica en la Casa Cuna. «Blanca como coco, niñas: la cara redonda, labarba puntiaguda, la nariz afilada, la boca un botón de rosa, chiquitay colorada. ¿Y los ojos? No me diga nada: hermosísimos; las pestañastamañas. No me cansaba de mirarla. Lo primero que hice en cuanto dispertó fue registrarle los hombros para verle la marca. Tenía unamedia luna pintada con aguja, salva sea la parte (sentando María deRegla la mano abierta en el omóplato izquierdo) aquí...

«Al principio la niña no quería darse conmigo: extrañaba el olor de lamadre o de la primera mujer que le dio de mamar. Los días que estuve enla Casa me trataron como una princesa... ¡Ah!

¡Qué cuidado teníanconmigo! Eso sí, no me dejaban salir a la calle. El médico estuvo tres ocuatro veces a ver a la niñita y él fue quien trajo al padre Manjón,cura de la Salud, para que la bautizara. Le pusieron por nombre CeciliaMaría del Rosario, de padres no conocidos, y, por supuesto, Valdés.»

—¡Cecilia Valdés! repitió asombrada Carmen. Ese nombre no suena en misoídos por la primera vez.

Confirmó Adela el parecer de su hermana, si bien ninguna de las dos pudorecordar la época precisa, la ocasión ni el lugar.

Con esto se despertómás vivamente la curiosidad y el interés de las señoras.

«Por todas estas cosas, dijo la enfermera, me pasó más de una vez por laidea que podía ser el médico el padre de la niñita. Pero era tan feo,que me convencí que de él no podía nacer niña tan preciosa, aunque lahubiese tenido con la misma diosa Venus.

Unos pocos días después debautizada la niña vinieron a buscarla en un carruaje muy lujoso, deorden del médico. Entramos en La Habana por la puerta de la Muralla,dimos muchas vueltas y fuimos a parar a una casita del callejón de SanJuan de Dios. Al apearme le pregunté al calesero de quién era, y mecontestó:—

De Montes de Oca. Pero cuando le pregunté quién vivía enaquella casita, echando a correr dijo:—Yo no sé.

«Me recibió a la puerta una mulata gorda, bien vestida y hermosa.Diciéndome:—Entra, María de Regla (sabía mi nombre), me arrebató laniña de los brazos y por poco se la come a besos. Esta es la madre,pensé yo. Mas luego me desengañé que no lo era, pues siguió con la niñahasta el segundo cuarto y se la presentó a otra mulata más joven, másbonita que ella, que se hallaba en una cama.—¡Charito! ¡Charito! ledijo. ¡Dispierta!

Alégrate. Mira a quien tienes aquí, a tu Cecilita.¡Mira qué linda está!

«Aunque estaba pálida como muerta, casi desnuda, flaca, con el peloalborotado, se me dio aire a Cecilia, sí, se me pareció mucho a ella, meconvencí de que era su madre.

«Tardó mucho en dispertar la tal Charito, pero más valía que no,porque se armó allí la San Francia. Abrió los ojos, miró para todaspartes como azorada y se sentó en la cama. Me pareció que hacía como siestuviera loca; y lo estaba, niñas, no me quedó duda. Cuando la mulatagorda, que la llamaban Chepilla, le metió la niña por los ojos, ellaempujó a las dos y se echó fuera de la cama furiosa. Agarró a Cecilitapor el pezcuezo con las dos manos y trató de ahogarla, y la hubieraahogado si Chepilla no echa a correr para la sala con la niña y cierrala puerta del primer aposento. También entre una negra vieja, alta, queparecía un esqueleto andando que se apareció de repente por la puerta dela cocina, y yo, logramos sujetar a la loca y tumbarla en la cama.Tumbada y todo peleaba con nosotras, valiéndose de las uñas y de lospies, sin decir palabra, hasta que la negra esqueleto, hecha un mar delágrimas, me dijo por señas que la amarrara con una sábana en el catre.Así lo hice y... remedio santo; la loca se quedó como en misa. Por eso,bien decía mi amo el señor Conde, que el loco por la pena es cuerdo.

«Quieta por aquí la gente, fui a coger la niña, pues la oí llorar; yencontré las puertas cerradas por dentro con la aldaba de garabato, yaunque toqué varias veces, no vino seña Chepilla a abrirme. Supuse quepor miedo de la loca, y traté de aguaitar por un agujero, por si veíalo que estaba haciendo. La vi efectivamente de espaldas, asomada a unpostigo de la ventana, presentándole la niña a un caballero que sehallaba en la calle y del cual sólo alcancé a verle el sombrero negro deala angosta y copa como campana. Era de los llamados del situayén, queestaba de moda y me pareció haberlo visto antes.

«Sin duda con ese caballero hizo seña Chepilla venir al médico Rosaín,pues se apareció en la casa de buenas a primeras y derecho pasó alcuarto de la enferma y la estuvo examinando despacio. Su pronóstico fue fatal. Charito está loca de cepo, le dijo sin rodeos a seña Chepilla; y lo que es peor, hay que separar cuanto antes la hija de lamadre o la madre de la hija. Ha tomado con ella el tema de su locura yes muy fácil que la ahogue en uno de sus arrebatos. Seña Chepilla,afligidísima, como deben figurarse sus mercedes, dijo que aunque veía elriesgo de que durmieran bajo el mismo techo la madre y la hija, no seatrevía a tomar una determinación hasta consultar a un caballero conquien ella consultaba todas sus cosas.—¿Será ese sujeto con quien Vd.me mandó a llamar? preguntó el médico.

«—El mismo, contestó la mulata gorda.

«—Pues me espera en la esquina, agregó el señor de Rosaín, para oír demi boca el pronóstico del estado de la enfermedad de la doliente, y comoel caso urge y no hay tiempo que perder, le haré venir para que Vd. leconsulte...—No, no señor, repuso seña Chepilla asustada. Se perderámás tiempo. El no vendría ahora aquí. Mejor será que si Vd. tiene labondad le haga por mí la consulta allá mismo y me diga después suresolución. Fue a la esquina el médico, a poco volvió y comenzó adecir:—Don Cán...—Calle, señor doctor, le atajó más azorada que nunca seña Chepilla. Calle, por vida suya, no diga más, yo sé su nombre ybasta.

«—Bien está, continuó el médico con toda su calma; el caballero de laesquina es de opinión que se lleve a Charito a Paula, ahora mismodispondrá que la conduzcan en una litera.

¡Ah! También es de opinión quese quede la niña con su criandera en esta casa.

—¿Quién era el caballero de la esquina? preguntaron a una Carmen yAdela.

—Yo no lo sé verdaderamente, niñas mías; contestó titubeante la antiguanodriza. No me atrevería a jurar que el médico dijo don Cán. Bien pudodecir en vez de don Cán, don Juan, don San u otra palabra acabada en an.Me hallaba distante, temía que me sintieran, y luego la niña continuaballorando. Me pusieron en sospechas, lo confieso, los aspavientos de seña Chepilla, y el recuerdo del sombrero de moda que vi por elpostigo de la ventana.

—¡Anjá! exclamó Carmen. Según eso, si no sabes de cierto quién fue elcaballero que no acabó de nombrar Rosaín, lo sospechas. ¿Cómo crees túque se llamaba?

—Yo no creo ninguna cosa, niña Carmita, contestó María de Reglaturbada. Tampoco me atreveré a decir esta boca es mía.

—¿Qué temes? le preguntó Adela en tono blando.

—¡Ay, niña Adelita! Temo mucho, temo todo. Los negros han de mirarprimero cómo hablan.

—Tu temor es vano. ¿Qué puede sucederte? Tanto tiempo hace de lo quevas a referir, que ya casi se ha olvidado. Además, el sospechar no esmalo, la sospecha es natural algunas veces.

—Pero, niña, su merced parece que se olvida que lleva siempre la deperder el esclavo que sospecha de sus amos.

—¡Cómo! ¡Qué! interrumpió a la negra, Carmen, visiblemente enojada.¿Acaso sospechas que fue papá?

—Yo no, niña de mi corazón, se apresuró a decir la antigua nodriza.Dios me libre de sospechar nada malo del amo. Me equivoqué, niñaCarmita, se me trabucó la lengua. Yo no quise decir amos, yo quise decirblancos. Los esclavos no deben pensar nada malo de los blancos.¿Entiende ahora la niña lo que quise decir?

—No, repuso Carmen con marcada seriedad. No quiero creer lo que dicesahora para disculparte y no referir lisa y llanamente lo que sucedió. Tehaces la mosquita muerta cuando te conviene, y crees que sabes más quenosotras. Pero te engañas, y lo peor es que te contradices a las claras.Voy a probártelo. No te pareció malo contar que al médico don José Mateuse le caía la baba por ti, que lo mismo o poco menos le sucedió al Condede Jaruco y a su hijo, y que la Condesa, por celos, se apresuró acasarte con Dionisio. ¿Qué más podías decir de unos caballeros blancos?

Hubo un momento de silencio, si penoso para la narradora, mucho más paraIsabel, cuya viva imaginación traspasaba los límites del presente, juntocon los del lugar; y, atando cabos, veía, como a través de un cristal,el cuadro nada limpio ni edificante de la familia con la cual iba acontraer lazos que no se rompen sino con la existencia. Nada preguntó,no desplegó los labios para hacer una exclamación o exhalar un suspiro;con lo que había referido la negra tuvo bastante para adivinar lo demás.En el mismo caso no se hallaban Carmen y Adela. Estas no poseían eltalento, la edad ni la experiencia de su amiga, y fue natural que, lejosde asustarse, disgustarse o darse por satisfechas, sintieran mayorcuriosidad y desearan averiguar hasta los más menudos incidentes de unahistoria que tenía todos los visos de escandalosa, si no de altamenteinmoral.

—Vamos a ver, volvió a la carga Adela con su voz melosa y persuasivaexpresión. Di de una vez, ¿quién te figuras que fue el caballero queviste por el postigo de la ventana?

—Voy a decirlo porque sus mercedes me lo exigen, no porque me sale deadentro. Dios me castigue si digo mentira, y no me tome en cuenta mispalabras si levanto un falso testimonio. Pero me figuré, niñas, que elcaballero que vi al postigo de la ventana besando a la niña era... elamo. Se parecía mucho.

—¡Papá! exclamaron a una, ahora indignadas, Carmen y Adela. Eso nopuede ser. Te engañaron tus ojos. Papá no ha tenido que ver nunca conmulatas y gente sucia.

—¡Mentira! recalcó Carmen, que no sentía ningún género de consideraciónpor María de Regla. No fue papá. No, no, no.

¡Papá, tan serio, tancaballeroso, noble por nacimiento y por carácter, papá besar ahurtadillas, desvivirse por una muchachuela de la Cuna, una mulaticaquizás! ¡Es imposible! Lo niego, lo rechazo con indignación. Si me lojuran por todos los santos del cielo no lo creo.

—Me engañé, niñas, dijo la negra compungida. Sus mercedes no deben darcrédito a mis palabras. Me engañé, vi mal. Tomé a otro caballero por elamo. Me confundía. Háganse cargo sus mercedes que yo estaba sofocada porla pelea con la loca, y de contra, que vi lo que pasaba en la ventana dela sala, por un agujerito en la puerta del aposento. No es mi culpa queyo haya guardado esa figuración tanto tiempo en el pecho. ¿Qué culpatuve yo de que el amo me alquilara para criar la niñita?

¿qué culpa tuveyo de que el amo me llevara en su calesa a la Casa Cuna? ¿qué culpa tuveyo de que el amo me encargara el mayor silencio sobre lo que iba a ver yoír en la Cuna y en toda otra parte a donde llevarían la cría? ¿Susmercedes no ven el misterio? Luego, ¿quién era el padre legítimo yverdadero de Cecilia? El médico Montes de Oca no era; el médico Rosaínno era; el amo no era, porque estaba casado con Señorita. ¿Quién era?Claro, el hombre que venía a menudo a ver la niñita, siempreescondiéndose de mí. ¿Por qué se escondía de la criandera de su hija yno de la ama de la casa? Yo cavilaba en esto, y luego daba la casualidadque ese hombre se parecía tanto al amo, que muchas veces me tragué quelos dos eran uno. Pero sus mercedes me han sacado de la duda.

—Por supuesto, dijo Carmen, en quien la diplomacia de ama empezaba aejercer su imperio sobre la pasión de hija. Por supuesto, tú estabasequivocada. Papá no ha tenido más arte ni parte en ese enredo que elbuen deseo de sacar al médico Montes de Oca de un compromiso con unamigo suyo que necesitaba una negra para criar a una niña ilegítima. Tanclaro se ve esto como la luz del día. Lo extraño es, muy extraño, agregódirigiendo la palabra a sus amigas, que esta negra, la más despierta yresabida de las negras, no hubiese procurado averiguar quiénes eran lasmujeres de la casita en el callejón de San Juan de Dios; ni cómo sellamaba el caballero que solía venir a ver la muchachita por el postigode la ventana. He aquí la cosa más incomprensible para mí.

—¡Ah! exclamó la taimada enfermera. ¿Conque su merced cree eso? Puesmire la niña que trabajé todo el tiempo lo que fue bueno para averiguarlo más mínimo; y unas cosas supe y otras cosas no logré saberlas. ¡Vayaque si metí los dedos! ¡Vaya que si escarbaté! Más que una gallina conpollitos. Pero nada, no había modo de sacarles una palabra. Las dosmujeres, o eran muy sabichosas, o las habían alicionado gentes quesabían más que nosotras. Lo único que logré averiguar de cierto fue quela morena esqueleto se llamaba Madalena Morales y era madre de seña Chepilla, que seña Chepilla Alarcón era madre de seña Charito, y seña Charito era madre de Cecilia Valdés. Es querer decir, queMadalena, negra como yo, tuvo con un blanco a seña Chepilla, parda;que seña Chepilla tuvo con otro blanco a seña Charito Alarcón, pardaclara, y que seña Charito tuvo con otro blanco a Cecilia Valdés,blanca. Ahora, ¿quién mantenía a esas mujeres? ¿quién pagaba la casa, lacomida, el médico y el lujo?

¿Quién era el padre de la niña? Nunca pudeaveriguar lo cierto.

No me valía meter los dedos con mucho disimulo. Seña Chepilla siempre estaba alerta. Porque si yo le hacía unapregunta, por inocente que fuera, de seguro que me salía con otrapregunta:—

¿A dónde aprendiste esa labia?

«Una vez le pregunté a Madalena cómo se volvió loca Charito.

En malahora. No habló ni una palabra; se dimudó, se puso ceniza; resopló comoun animal espantado; soltó muchos ufs y afs y salió disparada y se metióen la cocina. Otra vez le pregunté quién metió a Cecilita en la CasaCuna. ¡Jesús! acabó de rematarse. No pudo hablar. Le pregunté otra vez:¿cómo es la gracia del padre de Cecilita? Pareció que le pegaroncandela; materialmente echó chispas por todo el cuerpo; se le pararoncomo culebras los moñitos de pasas en la cabeza; dijo:—

¡oh! ¡ah! ¡abriólos brazos, uno para acá, otro para allá, formó dos cruces con los dedoscual si hubiera visto al diablo y me dejó con tamaña boca abierta. Ledigo a las niñas que no me descuidaba.

«Lo malo es que yo, partiendo por la primera, creí que el caballeroblanco, que venía casi todas las semanas a ver la niñita a escondidasmías, era el amo, y se lo dije a Dionisio en cuanto nos vimos. Por Píosupo él que el amo se apeaba a menudo en al callejón de San Juan deDios, y que seguía luego a tomar el carruaje, o en la calle delEmpedrado, o enfrente de la casa de don Joaquín Gómez, donde jugabatodas las noches al tresillo.

Con estas señas, tanto hizo Dionisio hastaque dio conmigo. Seña Chepilla no me dejaba salir a la calle ni parahacer los mandados; pero yo y Dionisio nos veíamos, o de madrugadacuando él iba a la plaza, o tarde de la noche mientras todos dormían enla casa.

Entonces conoció Dionisio a Cecilia y le tomó un odio...mortal, porque ella era la causante de nuestra separación. Para salirDionisio de casa tarde de la noche, hacía que la vieja Mamerta robara lallave de la puerta de la calle, que se guardaba en el aposento deSeñorita.

«Por fin, una madrugada nos pilló seña Chepilla a mí y a Dionisioconversando en la sala, y se puso tan brava que me quitó la niña y meprohibió darle de mamar. Por fortuna esto fue como a los nueve o diezmeses de estarla criando, en que ya caminaba y podía mantenerse conmascaditos... A los pocos días seña Chepilla me dijo que ya no menecesitaba más y que podía irme para mi casa. Yo le contesté que nosabía las calles de La Habana y temía perderme. Admírense, niñas, al díasiguiente vino Pío por mí. ¿Quién le avisó? El me dijo que el amo habíamandado a buscarme. Pero, ¿cómo supo el amo que me habían botado?

«En casa me aguardaba Señorita con espada en mano. Yo, sin embargo, notemía nada, porque esperaba que me defendería el amo. ¡Qué había dedefenderme! Al contrario, me pareció que se puso en contra mía y queatizó a Señorita para que me mandara al ingenio, sin hacer ningunaaveriguación. Dionisio me había contado que Señorita y el amo habíantenido muchas pendencias por mi causa, por la niña que yo criaba, porhaberme llevado el amo en la calesa a la Casa Cuna, porque no creía queel médico Montes de Oca me había alquilado; en fin, por otras mil cosas.Lo cierto es, que apenas entré por la puerta del zaguán, me llevóSeñorita al cuarto escritorio donde estaba el amo sacando cuentas, yallí me puso en confesión. No recuerdo todo lo que me preguntó, ni loque yo le contesté; lo que yo recuerdo bien es que le dije muchasmentiras y que me amenazó con mandarme al ingenio. El amo no dijo ni jí,ni já.

«Pero ya estaba yo embarazada de Dolores y Señorita de su merced. Ellase enfermó de estas resultas, y cuando nació su merced, como estabadelicada y yo había salido felizmente de mi cuidado, tuve que criar a sumerced para que la vieja Mamerta criara a Dolores con leche de vaca ymigas.

«Vean ahora, niñas, mi mala suerte. Yo, madre querendona, obligada acriar la hija de mi señora, mientras a la hija de mis entrañas, laprimera que se me lograba, no podía darle de mamar, tan siquiera cogerlaen mis brazos para besarla y calentarla en mi seno. Bien sabe Dios que amí siempre me han gustado los niños; que si crié bien a Cecilia, con másveras la crié a su merced y la quise y la quiero como si la hubieraparido. Pero póngase en mi lugar, niña Adela, y considere cómo nosufriría yo cuando veía a su merced sanita, sonrosada, rolliza, limpia,con mucho birrete de punto, mucha faja bordada, mucha camisita de holán,faldellines con encajes, mediecitas de hilo y zapaticos de seda,durmiendo en cuna de caoba que la mandaron al amo de regalo desde elNorte, siempre en mis brazos o en los de Señorita, en los de la niñaAntoñica, hasta en los del amo, porque su merced era muy chiqueada portodas las personas; porque su merced lloraba, o se quejaba de algo, sevenía la casa abajo y eran pocos los amos, los amigos y los criados paracorrer por el médico, para ir a la botica y atender a la niña, hasta quese le pasaba el dolorcito y se ponía buena. La mayor parte de las vecesyo tenía la culpa, según decía Señorita, del llanto de su merced, porquela había pellizcado al fajarla, porque el agua del lebrillo en que labañé estaba muy fría o muy caliente, porque le prendí mal un alfiler yle arañaba, y por otras mil cosas. E

intertanto ¿qué era de mi hijaDolores? Figúrese su merced cómo no me partiría el corazón de verlaflaca, enfermiza, mocosa, sucia, casi desnuda, arrastrándose por elsuelo, entre las gallinas del patio o entre las patas de los caballosen la caballeriza, o al lado del anafe de las planchadoras, o en lacocina salpicada de manteca caliente; chupand