—Ninguno. Me pasé la prima rezándole a la Virgen; pero desde por lamañana me siento malísima. Me ha dado en el corazón que se acerca mifin. ¿Qué hora es?
—Son las dos. Acabo de oír el reloj del convento.
—¿Crees tú que está levantado el padre Aparicio?
—No lo creo, mamita. El no llega al convento antes de las cuatro, quees cuando principian los maitines. Pero ¿para qué quiere su merced elpadre a estas horas?
—¡Hija mía!, para confesarme. Siento que se me acaba la vida y noquiero morir como un perro.
—¿Su merced no se confesó y comulgó ayer por la mañana?
—Sí, niña. ¿Y qué?
—Bien. Pues eso basta.
—No basta. Somos pecadores. A cada momento pecamos y debemos estarpreparados para que cuando llegue la hora, nuestra alma comparezca antesu Divina Majestad, limpia como una patena.
—No estaba su merced anoche de cuidado. Si lo sospecho
¿cómo hubieraido al maldito baile? Nunca. Lo que no comprendo es por qué se ha puestosu merced tan mala que le haga temer la muerte en horas.
—De la salud a la enfermedad no hay más que un paso, y lo mismo se viveque se muere.
—¿Podría su merced explicar lo que siente ahora?
—Es imposible, mi vida. Lo único que te diré es que se me arranca elalma, y que mientras más pronto vayas por el padre...
—El padre no va a curarle la calentura, y su merced no tiene otra cosa.Es muy aprensiva su merced. Mejor será que vaya por el médico. Si irépor él en cuanto amanezca. Entretanto le daré un baño de pies y lepondré unos sinapismos para que se le quite el dolor de cabeza. Verá,verá su merced cómo la alivia, si no la pongo buena. Su merced no puedeestar tan mala que no tenga cura. Todavía su merced me entierra a mí.
—Nuestro ángel custodio San Rafael y la Virgen Santísima te oigan, hijamía. Sentiría morir por ti, no por mí. Tú principias a vivir, ya yoterminé la jornada... Pero, ve, haz como gustes y sea lo que Diosquiera... Se me parte la cabeza, agregó, oprimiéndose con ambas manos lafrente...
Con esto se apresuró Cecilia a hacer lumbre en el fogón, debajo delcobertizo en el patio, valiéndose de la usual pajuela y de unos pocoscarbones. Así, en minutos quedó listo el baño y puesto en un lebrillogrande. Enseguida procedió a darle el baño a la abuela con no menos fe ycariñosa humildad que la mujer que le lavó los pies a Jesucristo en casade Simón. Mientras se los enjugaba, mejor dicho, enjugándoselos, se lossobaba blandamente, y de cuando en cuando les imprimía un ardiente beso,o se los arrimaba a las mejillas para comunicarles algo del calor queardía en sus venas.
Conmovida la abuela, puso una mano en la cabeza de la nieta, ydijo:—¡Pobre Cecilia! Esto quiere decir, mi vida, que tú misma conocesque mis horas están contadas. Digo mis horas, cuando pueden ser misminutos, mis segundos... y me preparas para la cena antes deemprender...
No prosiguió; la emoción o el dolor le ahogó la voz en la garganta. Porsu parte Cecilia, al sentir la mano de la abuela en la cabeza,experimentó una sensación muy parecida a la que se experimenta cuandorecibimos una descarga eléctrica, y sus lágrimas, hasta entoncescontenidas por fuerza, empezaron a correr hilo a hilo por sus mejillas,aumentando el agua del lebrillo.
Advirtiolo la anciana, y sacando fuerzas de flaqueza, como sueledecirse, agregó:
—No llores, alma mía, que me afliges más de lo que estoy.
Consuélate.Tú eres una niña todavía: tienes delante un porvenir risueño. Aunque note cases nunca, todo te sobrará. Siempre habrá quien mire por ti y teproteja. Y si no, allá está Dios en el cielo que no le falta a nadie. Yasiento algún alivio. Tal vez el mal da tiempo... ¿Qué sabemos? Vamos,hijita, cálmate. Valor.
Necesitas descanso. Si te acuestas ahora mismo,de aquí al día tienes dos horas de sueño para recuperar las fuerzas...Las muchachas de tu edad son como la flor de la maravilla: cátalamuerta, cátala viva. Ven, dame un beso, y... hasta mañana.
El ángel dela guarda te proteja con sus amorosas alas.
¡Qué había de dormir ni de reposar Cecilia! No bien abrieron las puertasde la ciudad y comenzó a oírse, en las calles el cencerro desconchado delos arrieros de carbón, dejó furtivamente la cama y corrió en demanda desu cara amiga Nemesia, para que se quedara al cuidado de la enfermamientras ella iba por el médico en la calle de la Merced. Días antes lehabía dado la abuela, a prevención, las señas de la morada del galenocon estas palabras: casa de azotea con una ventana de reja de hierro,puerta colorada de zaguán, en medio de la cuadra, acera del Sur. No seequivocó la nieta, pero estaba cerrada y en silencio. ¿Qué hacer enaquellas circunstancias? El caso urgía y se decidió a llamar. Pegó unaldabazo y esperó en grande ansiedad el resultado.
Al cabo de corto espacio de mortal silencio, se abrió un postiguillo dela ventana y asomó por él el rostro de una dama tan por extremo hermosoy sonrosado, que se quedó Cecilia estupefacta. Figúrese el lector unosojos negros y rasgados, a los que dan sombras cejas espesas en arco, unaboca pequeña de labios encendidos, una nariz aguileña y muy expresiva,una cabeza amorosa poblada de profusa cabellera negra que azuleaba, eltodo encuadrado y puesto de relieve por una graciosa papalina debatista, «cual la nieve blanca», guarnecida de un vuelo menudo de tirasbordadas. Tales eran los rasgos fisonómicos que más sobresalían en doñaAgueda Valdés, joven esposa del célebre cirujano don Tomás Montes deOca.
Este bosquejo a la pluma es copia del retrato al óleo de esa dama, hechopor el pintor Escobar,[56] que cuando jóvenes pudimos contemplarextasiados, pendiente de las desmanteladas paredes de la sala de sucasa, en la calle de la Merced. Respecto de su fisonomía moral, el rasgomás prominente, a lo menos aquél de que nos es dado hablar en estaspáginas, eran los celos.
Su propia sombra se los inspiraba, noembargante que su marido carecía de aquellas prendas físicas que hacenatractivo al hombre a los ojos de las mujeres. Pero era médico, célebrey rico, y ella tenía muy pobre opinión de las hembras, diciendo a menudoque no había hombre feo para la enamorada y ambiciosa.
Movida por los malditos celos, ejercía una vigilancia constante sobre sumarido, sobre los clientes que él visitaba y sobre los que acudían endemanda de sus profundos conocimientos médico-quirúrgicos, especialmentesi arrastraban faldas. Por eso madrugaba tanto; por eso cuando no podíaadquirir informes por sí misma, cometía la debilidad de poner enconfesión al estúpido y malicioso calesero, su esclavo, el cual, auncuando a veces la revelaba hechos reales y positivos, casi siempre lallenaba la cabeza de un centón de cuentos de brujas.
Es de suponer cuál no sería el regocijo interior de doña Agueda aldescubrir que la que había llamado a la puerta era una moza de mediopelo que, pues se recataba bajo la manta de burato bordada de coloresy, por supuesto, costosa, de lujo, no podía menos de ser alguna de susamigas con el disfraz de paciente.
—¿Qué quieres?, le preguntó la celosa señora con cierta aspereza yprecipitación, no fuera que volviese a tocar.
—Vengo por el señor doctor, contestó tímidamente Cecilia, acercandóse ala ventana y levantando entonces los ojos de lleno a la desconocidaseñora.
—¡Tate! dijo ella entre sí, luego que notó el buen parecer de lamuchacha. Aquí hay gato encerrado. El médico, añadió alto, ha pasadomala noche, y duerme...
—¡Qué lo siento! exclamó Cecilia dando un suspiro desgarrador.
—¿Qué médico es el que buscas, muchacha? preguntó la señora sonriendomaliciosamente. Porque podría ser que estuvieses equivocada.
—Vengo por el señor doctor don Tomás Montes de Oca, repuso Cecilia envoz alta, aunque temblosa. ¿No vive aquí el caballero?
—Sí, aquí vive Montes de Oca. ¿Tú le conoces?
—Lo he visto muy pocas veces.
—¿Dónde vives tú?
—En la calle del Aguacate, al costado del convento de Santa Catalina.
—¿Eres tú la enferma?
—No, señora, mi abuela.
—¿Es él su médico?
—No, señora.
—Entonces, ¿por qué vienes por este médico en vez de solicitarcualquiera otro que quizás vive más cerca de tu casa?
—Porque mi abuela conoce al señor don Tomás y el señor don Tomás laconoce a ella.
—¿Dónde se han visto?
—En casa y aquí también.
—¿Tú vives con tu abuela?
—Sí, señora.
—¿Tú abuela es casada?
—Viuda. Enviudó mucho antes de que yo naciera.
—¿Cuántas veces ha estado Montes de Oca en casa de tu abuela?
—Yo no las he contado. Pocas veces.
—Ni más claro ni más turbio. ¿Te conoce a ti Montes de Oca?
—No lo creo. Es decir a la señora, no creo que me haya visto nunca caraa cara.
—¿Dónde has estado tú cuando él ha ido a visitarlas?
—En casa, pero mi abuela es quien siempre le ha recibido, yo no me lehe presentado...
—¡Cosa extraña! ¿Qué motivo has tenido para esconderte de él?
—Ninguno, señora, sólo que ha dado la casualidad de no estar yo bienvestida cuando él ha ido a ver a mi abuela.
—¡Oiga! ¿Conque pretendías coquetear con él? ¿Tú no sabes que es feo yviejo para ti?
—Yo no he pretendido coquetear con el señor doctor.
—¿Qué tratos y contratos tiene Montes de Oca con tu abuela?
—Yo no sé, señora. Nada malo.
—¿Eres casada?
—No, señora.
—Pero tendrás novio y te casarás pronto, ¿no es así?
—No tengo novio ni me voy a casar pronto. En fin, tendrá la señora labondad de decirme si el señor doctor...
—Ya te he dicho, interrumpió doña Agueda, que Montes de Oca ha pasadomala noche y dio orden de que no lo despertaran hasta las diez.
—¡Ay de mí! exclamó Cecilia profundamente afligida. ¡Qué desgracia!
Tocado con esto a lo vivo el corazón amoroso de doña Agueda, preguntócon intención:
—¿Y tú quién eres?
—Yo soy Cecilia Valdés, contestó la joven llorando.
—¡Cecilia Valdés! repitió doña Agueda entre sorprendida y cavilosa.Después añadió con vivacidad: Ven, entra.
Sin aguardar respuesta ni esperar objeción ninguna de parte de lamuchacha, fue por sí misma a correr el cerrojo de te con que se cerrabael postigo de la puerta, y la dio franca y amable entrada en su casa.
En medio de su aflicción creyó notar Cecilia algo extraño en la hermosaseñora, algo que tenía semejas con la locura. Pero no la inspiró eso elmás leve temor, antes se sintió fuertemente atraída hacia ella, no yasólo por la naturalidad de sus palabras, sino también por la gracia desus acciones y la dulzura imponderable de su voz. Ello es, que comodominada por una poderosa fuerza magnética, callada y sumisa se dejóllevar hasta el comedor, donde penetraba alguna claridad, gracias a suinmediación al patio, y donde su conductora tomó asiento de espaldascontra una mesa grande de bruñida caoba. Allí, teniendo a la joven (quese conservó en pie) por ambas manos, muy cerca de sus rodillas, laestuvo contemplando y examinando desde el cabello a la planta un buenespacio, y, cual si hablara con una estatua, o con una persona que noentendía su idioma, repetía con énfasis: ¡No se parece! ¡Qué! Nada, nose parece. No puede ser hija suya. Tal vez ha salido a la madre, que esla cierta.
—¿Sabes quién es tu padre? le preguntó de repente.
—No, señora, contestó Cecilia con la mansedumbre de antes.
—¿No te lo ha dicho nunca tu madre?
—No, señora. Yo no conocí a mi madre. Ella se murió poco tiempo despuésde nacer yo.
—¿Quién te ha contado ese cuento?
—¿Qué cuento?
—Pues, el de que murió tu madre después de nacer tú.
—No es cuento, señora, lo de la muerte de mi madre. No tengo ni el másmínimo recuerdo de ella.
—¿Qué edad tienes tú ahora?
—Yo nací, según me ha dicho mi abuela, en el mes de octubre de 1812.Haga la señora la cuenta.
—Y ¿cómo es que tu abuela no te ha dicho quién es tu padre?
¿No loconoce ella? ¿Sabes que te echaron a la Casa Cuna?
—Sí, señora. Me pusieron en la Casa Cuna para que me bautizaran con elapellido de Valdés.
—Pues yo no soy inclusera y también llevo ese apellido. De suerte quetu padre, aun sin pasarte por la Casa Cuna bien pudo bautizarte,poniéndote en la fe de bautismo «de padres no conocidos», como escostumbre. Se conoce que tenía malas entrañas. ¿Te crió tu madre?, estoes, te dio el pecho?
—Creo que no. A mí me crió una negra.
—¿Dónde te crió? ¿En la Casa Cuna?
—No, señora, en casa de mi abuela.
—¿Cómo se llamaba tu criandera?
—Me parece que María de Regla Santacruz.
—¿Vive? ¿En dónde está ahora?
Después de titubear por breve rato, contestó Cecilia conocidamenteconfusa:
—Entiendo que mi madre de leche se halla desterrada en el campo por susamos. Al menos así me lo dijo un negro con quien tuve anoche unaspalabras en el baile de la gente de color, allá afuera.
—Otro cuento tenemos. Mentira. Tu criandera no es esclava de los condesde Jaruco. El que alquiló a esa negra para que te diera de mamar en laCasa Cuna y en casa de tu abuela, ése es tu padre. ¡Míralo!
Aprovechose doña Agueda del momento en que Cecilia buscaba el objeto queella le había indicado con la palabra y la mano, para levantarse ydesaparecer en el cuarto más próximo, empujando la puerta que daba alpatio. Perpleja y azorada la muchacha, giró en torno y casi se le escapaun grito del susto, cuando reparó que un hombre de cara larga y pálida,sin pelo de barba, cual si fuera de la raza india, cuya cabeza cubríahasta las orejas un gorro mugriento de seda, la miraba fijamente conojicos de mono, a través de la reja de hierro, medianera entre elaposento y el comedor.
—¿Qué traes?, la preguntó el hombre en voz gangosa de falsete.
—Caballero, repuso Cecilia dudosa, vengo por el señor don TomásMontes...
—Yo soy, la interrumpió él. ¿Qué se ofrece?
—¡Ay! ¿Es el caballero? ¿Pues no decía la señora...?
—No hagas caso. La señora está... (e hizo un movimiento rotatorio conel índice de la mano derecha, apuntando para su propia cabeza) ¿Paraquién?
—Para mi abuela.
—¿Qué tiene tu abuela?
—¡Ay! señor doctor, está muy mala. Se muere... Si el señor doctortuviera la bondad de ir ahora mismo...
—¿Quién es tu abuela?
—Creía que el señor doctor me había conocido... Josefa Alarcón, criadadel señor doctor...
—¡Ah! La madre de... Sí, sí, ya, protegida por el señor don...
¡Qué!¡tengo la cabeza!... ¡Ah! y tú eres su hija... ¡Toma! Tu nombre es...Cecilia. Yo bien decía. Cecilia, Cecilia Gam... Pues, Cecilia Valdés. Noera posible que yo me olvidase. Sólo que como tengo la cabeza hecha ungüiro, se me habían trabucado las especies. Tu abuela y tú me están muyrecomendadas. Pero aquí entrenós (añadió en tono más bajo), no hagascaso de lo que ha ensartado mi mujer de mí, de ti, de tu madre, de tupadre, de tu criandera, etcétera, porque todas ésas son cosas de sucabeza.
Ella está... (y volvió a barrenarse las sienes con el dedoíndice de la mano derecha). Tú no entiendes. No creas nada.
CeciliaGam... quiero decir, Valdés. Te pareces bastante, te pareces mucho...¡Ah! Dile a tu abuela que para allá iré así que me pongan la volante.El calesero debe haber ido a bañar los caballos al muelle de Luz... Sino ha tomado un trago por el camino, ahorita está de vuelta; y detrás deti... Ve. Di a tu abuela que para allá voy. El señor don, don, don...digo, que paga bien los servicios... Es generoso, espléndido... Vepronto.
Al retirarse Cecilia despechada y firmemente persuadida de que aquéllaera una casa de orates en toda la acepción de la palabra, echole elmédico una mirada intensa y escudriñadora, y se quedó clavado a la reja,repitiendo a media voz:—¡Se parece bastante, mucho, muchísimo! Estabapor decir que es su vivo retrato. No creía yo que fuese tan linda comome la pintaban.
¡Guapa muchacha! Sí, guapa, ¡muy guapa! ¡Mira! Si lamandamos con su madre al ingenio Jaimanita, allá con los padres deBelén... ¡Qué belén no se habría formado! ¡Ja, ja, ja!—
Y rió como unverdadero loco.
Puntual fue Montes de Oca a la promesa hecha a Cecilia, presentándose ensu casa a las nueve de la mañana; con lo cual dio, además, pruebapalmaria de que sabía llenar los compromisos que contraía con susamigos.
Para asistir a la enferma, pues que no entendían de eso Cecilia niNemesia, ya se había constituido en la casita seña Clara, la mujer deUribe, a quien no tuvo empacho Montes de Oca de comunicar en secreto eljuicio que había formado acerca de la enfermedad, según el breve examenhecho. En una palabra, pronosticó adversamente. Y aunque no dio lasrazones en que se fundara para pronosticar con la franqueza ycertidumbre que solía, era claro que, dados los años, las desventuras yla rigurosa vida ascética y de mortificación de la enferma, debíaesperarse un fin próximo y fatal. En tales sujetos adquiere, además,carácter grave cualquier dolencia, por ligera que sea en su origen.
Lo único que dijo en general Montes de Oca fue, que ante todo y sobretodo era preciso combatir con mano fuerte el síntoma comatoso quepresentaba la enfermedad (con cuya palabra es seguro que dejócompletamente a oscuras a sus oyentes), y, en consecuencia, siguiendo alpie de la letra el método antiflogístico de curar, muy en boga entonces,recetó al exterior tres vejigatorios bien cargados de cantáridas, una ala nuca y los otros dos a las pantorrillas; al interior una opiota paracalmar los nervios y ver de provocar el sueño restaurador, y nada dealimento hasta que no declinase el estado inflamatorio de la calenturacerebral.
Cecilia, anegada en llanto, acompañó al médico hasta la puerta de lacalle, esperando sin duda una palabra suya de consuelo antes demarcharse, pero él, o no la entendió, o estaba embebida su mente encosas muy ajenas a la enfermedad de la abuela y al dolor de la nieta.Ello es, que sólo se ocupó de decirla que no la sentaba tamañaaflicción, que su amigo (con énfasis en esta frase de doble sentido)la tenía muy presente, y que volvería por la tarde para ver qué talseguía la enferma.
La tomó una mano, puso en ella, sin explicar de quien procedía, una onzade oro, y a tiempo de partir le dio un apretón que podía traducirse dediversos modos. En nada de eso paró la atención Cecilia; pero hecho todoa ciencia y paciencia del malicioso calesero, aunque al parecer no veía,oía ni entendía, podía apostarse cualquier cosa a que le fue con elcanutazo a su ama doña Agueda Valdés de Montes de Oca.
Menudeó el médico las visitas profesionales. ¿Y cómo no?
Nada temía porlo que respectaba a la paga de su trabajo ni por el monto tampoco, quepodía ser cuantioso; y luego las lágrimas de Cecilia, realzando susnaturales encantos, eran capaces de ablandar las piedras, cuanto y másque el corazón de Montes de Oca no tenía nada de duro ni de piedra.Pero si de veras se propuso acertar esta vez y curar al enfermo, laerró, y muy probablemente por carta de más. Recordó infinidad de casosparecidos e iguales que había tratado felizmente en su larga práctica;registró todos sus libros de medicina, entre otros el publicadoúltimamente en París por Broussais, padre del método antiflogístico,titulado «La irritación y la locura», que había hecho tanto eco en elmundo; probó las tisanas más aceptadas, las cataplasmas, las unturas,las ventosas, los vomitivos, los purgantes, las sanguijuelas; comoúltimo recurso propinó la píldora de Ugarte, con cuyo heroico remediohabía salvado más de un moribundo de las garras de la muerte. No cabeduda ninguna que si hubiese habido más resistencia y jugo vital en elcuerpo descarnado de la triste seña Josefa, más pruebas y experimentoshabría hecho en él Montes de Oca. A los doce o quince días de luchaincesante y fiera, al menos por su parte, convencido de que el momentofinal se acercaba al galope, entregó la enferma en brazos de la religióny se retiró con sus honores.
Su retirada repentina naturalmente causó sorpresa, con mayoría de razónque en las primeras horas de la noche del 12 de enero, noche nublada yfría por cierto, había abierto los ojos la enferma y dado otras señalesde vida. Con todo, habiendo ordenado que se dispusiese seña Josefa,pues que había vuelto en su acuerdo, no había mas que obedecerle.Cecilia, en tal virtud, rogó a José Dolores Pimienta, que velaba conella mientras dormían Nemesia y seña Clara Uribe, fuese por los santosóleos a la iglesia de San Juan de Dios. Entretanto la joven, sin pérdidade tiempo, ni de valor, improvisó un altar de su propia cómoda en elcuarto de la enferma, poniendo sobre la empolvada tabla un lienzoblanco, a falta de mejor mantel, y un crucifijo entre dos velas de ceraen sus respectivos candeleros de cobre.
Como advirtiese la abuela los preparativos de la nieta, le preguntó entono de voz casi inaudible:
—¿Qué haces ahí, niña?
—¿No lo ve su merced?, contestó ella temblando del susto y de lapesadumbre. Compongo el altar.
—¿Para qué?
—Para el padre.
—¿Han llamado a misa?
—Todavía. Mas el padre ha de venir pronto...
—¿Por qué no me has dispertado en tiempo? Yo no estoy vestida.
—Su merced puede confesarse como está.
—¡Confesarme!
—Sí, mamita, confesarse. ¿No se acuerda su merced que me pidió elconfesor?
—¡Ah! Sí, ¡es verdad! Ya me acuerdo. Bien, niña, échame una manta porencima. ¿Qué hora es?
—Son las siete o las ocho.
—¿Tan tarde?
En esto se oyó el sonido peculiar de la campanilla tocada por unmuchacho, anunciando desde lejos la aproximación de los santos óleos.Conducíalos el padre Llópiz en las manos juntas y altas, caminando a pieentre José Dolores y el sacristán de la iglesia, cada cual con un farolencendido para hacer reverencia al Sacramento y alumbrar la vía. A supaso por las calles se asomaban los vecinos a la puerta de sus casas, sepostraban en tierra y alumbraban también con una vela en la mano.
Todosestos ruidos y rumores llegaron a los oídos de Cecilia, a tiempo que laprocesión desembocó en la calle de O'Reilly, viniendo por la deCompostela. Aún las monjas en el convento de Santa Catalina, enteradasde lo que pasaba en su vecindario, hicieron tocar agonías, y en susfervientes oraciones encomendaron el alma del moribundo a la merced desu munífico creador.
Puede afirmarse con verdad que seña Josefa no estaba en su cabaljuicio y sentidos cuando se confesó, comulgó y recibió la extremaunción.A haber vivido horas no más después de esos actos solemnes e imponentes,de nada de ello habría sabido darse cuenta. Fue todo para ella elresultado de un hábito inveterado.
De otra manera, la vista del cuadroque se ofreció en torno de su lecho de agonía, mientras el padre laauxiliaba a bien morir, habría sido bastante conmovedor para apresurarlela muerte.
Cecilia y Nemesia de un lado, seña Clara y José Dolores delotro, un oficial de la sastrería de Uribe que llegó en aquellos momentosy el sacristán a los pies, todos arrodillados, murmurando devotasoraciones y alumbrando la triste escena con un farol o una bujía,formaban grupo interesante, original y digno del pincel de un inspiradoartista.
A la conclusión de la tristísima ceremonia, todos los circunstantes, quemás que menos, experimentaron una especie de alivio interior, porque secree en general que trae aparejada la muerte. Aun la enferma parecióreanimada, en vista de que sacó el brazo derecho de debajo de lassábanas y empezó a tentar por varias partes del lecho, como si buscasealgo que se le había perdido. Le detuvo la mano Cecilia, y preguntó:
—¿Qué buscas, mamita?
—A ti, mi corazón, respondió la abuela con mucho trabajo.
Esta tierna solicitud, esta salida inesperada hizo saltar las lágrimasde Cecilia, quien, para que la abuela no se impresionara, volvió elrostro a otro lado.
—Pues aquí me tiene su merced, dijo, apretando la mano de la enferma.
—No te veía, agregó ella con sentimiento. ¡Está esto tan escuro...!
—Apagué las luces por su merced.
—¿Estás sola?, preguntó la anciana después de largo silencio.
—Sí, mamita.
Dijo verdad, porque en oyéndola, prudentemente se retiraron a la salalas otras dos mujeres; y los hombres aún no habían vuelto de la iglesia,a donde habían ido para acompañar al viático.
—Querría... decirte una... cosa, dijo seña Josefa muy despacio,después de otra larga pausa.
—Pues diga, mamita, diga. Ya escucho.
—Acércate. ¿Por qué te alejas, mi vida?
—Yo no me alejo. No. Estoy cerquita de su merced.
—¡Pobre Charito! ¿Qué será de ella? Me voy primero... me voy.
—¡Jesús, mamita! No se aflija ahora su merced pensando en eso. Le hacedaño, mucho daño. Sosiéguese.
—¡Pobrecita! Pero tú... rompe... relaciones... el caballerito...
Ese estu...
—¿Mi qué, mamita?, preguntó Cecilia sobresaltada y con instancia, puesla abuela tardaba en terminar la frase. ¿Mi qué, mamita del alma? Hable,diga; por la Virgen Santísima, no me deje en esta terrible indecisión.¿Es mi enemigo? ¿Mi tormento?
¿Mi infiel amante? ¿Mi que?
—Es tu... tu... tu... t..., continuó repitiendo seña Josefa, cada veza más largos intervalos y más bajo tono, hasta que el ruido de la sílabamisteriosa se convirtió en lúgubre murmullo y el murmullo en un meromovimiento de los labios, que no duró mucho tampoco. La enfermedad tuvosu crisis. Había expirado.
No había visto Cecilia morir a nadie, así que, al convencerse por eltacto de que la abuela no alentaba precisamente cuando la creía másviva, el horror más bien que el pesar le arrancó un grito terrible y leprivó del sentido. Acudieron seña Clara y Nemesia, y la encontraronen la cama abrazada con el cadáver, del cual les costó trabajosepararla. Justo era su inmenso dolor.
Desde aquel momento le faltaronde una vez su protectora, su compañera, su tierna amiga, su pariente, sumadre adorada; y para
mayor
desesperación,