—¿No?—¡Ay, mamá! Parece vas perdiendo la vista del entendimiento y dela cara... No quiero hablar, lo único que digo y repito es que el díamenos pensado le rompo una pata a uno de esos soldados.
Enseguida se levantó y cual si nada hubiese ocurrido, o dicho que ledesazonara, fue para el puesto que ocupaba su hermana Adela, la estrechócon ambos brazos por la cintura y le dio muchos besos.
—Quita, quita, dijo ella. ¿Pues no estabas enojado conmigo?
Me lastimascon la barba.
—¿A dónde bueno, tan emperifollada? le preguntó Leonardo esquivando elasunto indicado por la hermana.
—Vamos a la tienda de Madama Pitaux, que ahora vive en la calle de LaHabana número 153. Hace poco que ha llegado de París y, según dicen, hatraído mil curiosidades. De camino pensábamos dar una vuelta por la Lomadel Ángel.
Para ir a la Loma ya es muy tarde. Pasa de las once. Y ahora que meacuerdo, ¿han visto Vds. el número IV de La Moda o Recreo Semanal?[25]Desde el sábado se repartió, y está muy interesante.
—¿Tú le tienes ahí? preguntó Carmen. Es extraño que no nos hayanenviado nuestro ejemplar, estando suscritas.
—¿En dónde se suscribieron ustedes?
—En la librería de La Coba, calle de la Muralla, que es el punto máscercano.
—Pues reclamen allá. El ejemplar que yo leí estaba en el mostrador dela botica de San Feliú, porque el mío me ha faltado también. No son nadaexactos, que digamos, los repartidores.
—¿Has averiguado quién es la Matilde de que habla La Moda?
preguntóAdela a su hermano. Porque Carmen cree que es una que todos nosotrosconocemos.
—A mí se me figura, dijo Leonardo, que es un ente imaginario. Tal vezMadama Pitaux sepa algo.
—Pues a mí se me ha puesto, dijo Carmen, que la Matilde de La Moda noes otra que Micaelita Junco. Sucede que ella es la más elegante de LaHabana; que su hermano, un verdadero lechuguino, se llama Juanito; quetiene una abuela de nombre doña
Estefanía
de
Menocal—apellido
semejanteal
de
Moncada—que le dan en La Moda.
—Voy creyendo que tienes razón, dijo Adela. No puedo negar que elvestido y el peinado que llevaba anteayer en el Paseo Micaelita Juncoson idénticos al figurín de La Moda del sábado antes pasado. Porcierto que no me gustó el peinado a la Jirafa.
La trenza es demasiadoancha y los bucles muy altos; luego, por detrás la cabeza lucedesairada. Las mangas cortas, aglobadas, con sobremangas de blonda, síme parecen bonitas y le sientan bien a la que tiene el brazo torneado,como Micaelita. Su hermano Juanito, que nos saludó junto a la fuente deNeptuno,
¿te acuerdas?, iba también a la última moda igual al figurín.Le sentaban los pantalones de Mahón sin pliegues, el chaleco blanco y lacasaca de paño verde sin carteras. Esa es la moda inglesa, según dicen.¿Reparaste en el sombrero? La copa tropezaba en las ramas de los árbolesde la Alameda con ser Juanito Junco un chiquirritín.
—El corbatín es lo que no me peta, dijo Leonardo. Es tan alto que nodeja juego al pescuezo. No los usaré jamás. No me gustan esos collaresde perro. Tampoco me petan las casacas a la dernier;[26] parecen dezacatecas. Los angostos faldones bajan hasta las corvas y se me figuraque con esa moda se ha querido imitar la cola de las golondrinas. Sobreque se ha empeñado Federico en vestirnos a la inglesa y nosotros estamosmejor hallados con las modas francesas. Uribe tiene más gracia, si nomás hábil tijera.
—No saques a Uribe, que es un sastre mulato de la calle de la Muralla yno sabe jota de las modas de París ni de Londres, dijo Carmen conmarcado desprecio.
—No piensa así la gente principal de La Habana, repuso Leonardoprontamente. Los Montalvo, los Romero, los Valdés Herrera de Guanajay,el Conde de la Reunión, Filomeno, el Marqués Morales, Peñalver,Fernandina... no se visten con otro sastre. Yo le prefiero a Federico.El, además, recibe los periódicos de modas de París por todos lospaquetes[27] del Havre.
Tan entretenida conversación de los hermanos, la interrumpió el caleseropresentándose con la cuarta engarzada en la muñeca de la mano derechay el sombrero redondo en la izquierda, para anunciar que el quitrínestaba listo a la puerta. Luego al punto las dos hermanas menores fueronen busca de la mayor y de sus características mantas y juntas rodearona la madre para pedirle sus órdenes. Esta señora les hizo el encargo dealgunas compras en las tiendas de lencería, o de ropa, y luego sedirigieron ellas por el zaguán a la calle.
No ha de extrañar el lector forastero ver a tres señoritas de la claseque podemos llamar media, salir a las calles de La Habana sin dueña,padre, madre o hermano que las acompañase. Pero con tal que no fueran apie ni a pagar visita de etiqueta, bien podían dos, mucho más tresjóvenes, recorrer toda la ciudad, hacer sus compras, picotear con losmozos españoles de las tiendas y en las noches de retreta en la Plaza deArmas o en la Alameda de Paula, recibir al estribo del carruaje elhomenaje de sus amigos y la adoración de sus amantes. Eso sí, aún parahacer una visita en la vecindad de su casa y a pie, exigía la costumbre,que la cubana, cuando no había pariente de respeto, se acompañasesiquiera de su mismo esclavo.
Al entrar Carmen en el quitrín, le dio la mano para subir un jovendesconocido que acertó a pasar por allí, después a Adela y últimamente aAntonia, recibiendo de ellas, en pago de su galantería, una sonrisa deagradecimiento.
Así, la más joven y bella de las hermanas ocupó el asiento de en medio,el menos cómodo ciertamente, pero sin duda el más conspicuo y propiopara desplegar la habanera sus gracias naturales a maravilla. Desdeluego, montó el calesero el caballo de fuera de varas, el que por susuave paso, buena estampa y cola cuidadosamente trenzada, era al mismotiempo el descanso y el orgullo del jinete; y partió a escape elcarruaje en vuelta de la Plaza Vieja.
CAPÍTULO XII
Por
sus
juguetes
se
conoce
el
niño,
y se conjetura cuales han de ser sus obras.
Parábolas de Salomón
Quedaron al fin solos doña Rosa Sandoval de Gamboa y su hijo Leonardo.
No había sacado éste el talento de su padre para los negocios.
Tampocoanunciaba disposición ninguna para la carrera literaria a que lededicaban, aunque solía hacer versos y escribir articulejos para el Diario y otros periódicos. Su madre, sin embargo, quería que fueseabogado, doctor de la Universidad de La Habana, halagándola la esperanzade que podría por este camino, llegar a oidor de la Audiencia de PuertoPríncipe, y hasta a Teniente Gobernador, como llamaban entonces a losjueces letrados de nombramiento real. Creía ella con razón que, medianteel dinero y las relaciones de su marido en la Corte, bien podíaconseguirse para su primogénito cualquier gracia, honor o título, entrelos muchos que, merced a aquellos estímulos, es uso conceder la Corona.
De comerciante, en concepto del padre, no había esperanza de que el mozollegase a más que alcalde municipal, a consiliario o diputado delTribunal de Comercio o Real Consulado, empleos de mala muerte, sinhonores ni emolumentos. Por otra parte, don Cándido, en realidad, nohacía hincapié en que su hijo estudiase y siguiese ésta ni esotracarrera literaria. ¿Abogado? Ni pensarlo.
Se aficionaría a los pleitos,y acabaría con un caudal y con el de sus clientes. Tampoco don Cándidoconocía más letras que las del Catón,[28] lo que no le había impedidoacumular una fortuna respetable.
Ahora, además, le había nacido el deseo de titular, y no le parecía bienque su hijo, al menos, trocase los libros o la vara del mercader, ni elbonete de doctor, por la corona del conde, aunque hubiese un Santovenia,que por aquellos días precisamente, había hecho el último de lostrueques mencionados. No obstante su ignorancia, reconocía que Leonardono haría raya como hombre de letras, ni como de negocios, y decía parasí o cuando trataba del asunto con su esposa:
—No debemos forjarnos ilusiones. El (su hijo) no dará nunca mucho desí, por más que uno se afane y gaste dinero en sus estudios. Ahí no haycabeza sino para enamorar y correr la tuna.
Eso se conoce a tiro deballesta. Pero ¿necesita él tampoco de grandes conocimientos para hacerpapel en el mundo?
—¡Ca! No, señor. Fortuna, esto es, dinero te dé Dios, hijo, que elsaber poco te vale; reza el proverbio castellano. Y dinero no ha defaltarle cuando yo muera. Luego si logro el título de Conde de CasaGamboa, que pretendo en Madrid, reunirá el monis con la nobleza, dosadminículos éstos con que el más bruto puede figurar en primera línea,gozar fuero y echarse a roncar a pierna suelta, cierto y seguro de queno le atropellarán por deudas, antes todos le sacarán el sombrero, letraerán en palmitas y le bailarán el agua delante, lo mismo los chicosque los grandes, los hombres de copete que las mujeres bonitas. ¡Ah!¡Qué tiempo se ha perdido! Si yo hubiese titulado diez años ha, otrogallo nos cantara.
En efecto, Leonardo descubría menos ambición que talento.
Por sentado,la esperanza de ser algo por sus conocimientos, por sus estudios, o porsu industria, jamás calentó su corazón. Antes confiado en que a lamuerte de sus padres sería bastante rico, no hacía esfuerzo ninguno porsaber, ni se apuraba por estudiar las lecciones de derecho, y se reía acarcajadas cuando, en son de broma, se decía entre la familia que élpodía llegar a ser oidor o conde, o que su padre hacía construir enEspaña, con el fin de titular, un árbol genealógico en que no había deverse ni una gota de sangre de judío ni de moro. Por otra parte, tanhumildes eran a la sazón sus inclinaciones, como sus pasiones fuertes eingobernables.
Gozar era, por aquel tiempo al menos, la suprema ley de su alma. Y esque su madre, porque le quería demasiado, cualquiera creería que, lejosde regir sus desapoderados impulsos, parecía complacerse en darlesrienda suelta. ¿Qué necesidades podía experimentar un mozo de sus años yocupaciones? Libros, trajes, caballos, carruajes, criados, dinero, todole sobraba; ni el trabajo de pedir casi nunca tenía, porque desde lacuna se había acostumbrado
a
ver
satisfechos
sus
deseos
y
aún
caprichos,apenas indicados. Con todo eso, no pasaba día sin que le hiciera lamadre algún regalo costoso, teniendo además la costumbre de ponerletodas las tardes en la faltriquera del chaleco media onza de oro, aveces una onza. Naturalmente, como entraba ese dinero, así salía, sinconciencia de su valor, y era lo malo que jamás pasaba por la mente delhijo pródigo, que debía guardar para mañana lo que no fuese necesariopara los gastos
de
hoy.
¿Cómo
derramaba
el
oro
nuestro
imberbeestudiante? Adivinarlo puede el discreto lector, siendo como eran, eljuego, las mujeres y las orgías con los amigos la vorágine que consumíael caudal de Gamboa y le agotaba el perfume del alma en la flor de suvida.
Estaba él, pues, sentado, luego que partieron las hermanas, en el puestoque dejó Adela, opuesto a su madre, a la que miraba de hito en hito, decodos en la mesa, con la cara entre las manos y le dijo de repente:
—¿Sabes una cosa, mamá?
—Si no me la dices... contestó ella como distraída.
—No creas que te voy a pedir. Yo no quiero nada.
—Ya, dijo doña Rosa; y se sonrió, pues que comprendió por el exordioque quería algo su hijo muy amado.
—¿Te ríes? Entonces me callo.
—No lo tomes a mal, hijo; me sonrío para que veas que te escucho concomplacencia.
—Pues al pasar ayer tarde por la relojería de Dubois, en la calle delTeniente Rey, me llamó para enseñarme... ¿Te vuelves a sonreír? Vas acreer que te voy a pedir alguna cosa. Desde ahora te digo que teengañas.
—No hagas caso de mis sonrisas. Continúa. Deseo oír el fin;
¿qué teenseñó Dubois?
—Nada. Unos relojes de repetición que acababa de recibir de Suiza. Sonlos primeros que llegan a La Habana, según me dijo, directamente deGinebra.
Callose en diciendo esto Leonardo y su madre imitó su ejemplo, aunqueésta, al parecer pensativa. Al fin ella fue la primera que rompió elsilencio diciendo:
—¿Y qué tal los nuevos relojes de repetición? ¿Te gustaron, hijo mío?
Se le iluminó al joven el semblante, el cual exclamó:
—Muchísimo. Son magníficos, ginebrinos..., pero yo no quiero relojnuevo, te lo advierto. Todavía sirve el inglés que tú me regalaste elaño pasado, sólo que ya no es de moda. Yo no he visto nunca un reloj derepetición y mucho menos ginebrino, que no hay que abrirlo para saber lahora a cualesquiera del día o de la noche. Se empuja el botón de unresorte que tiene dentro de la argolla, y una campanilla interior da lahora y los cuartos. ¡Qué ventaja! ¿Eh, mamá?
—¿Por qué no me hablaste de eso antes de salir tus hermanas?
Le habríaencargado a Antonia que se pasara por la relojería.
—No me acordé ni tuve ocasión. Papá, además, estaba delante y luegoentramos en una conversación... y me distraje. Bien que ellas noentienden de relojes.
Volvió a callar doña Rosa por corto rato, siempre con aire meditabundo,aunque sin manifestar enfado ni seriedad.
Entretanto, Leonardo fingía noadvertir la actitud abstraída de su madre, ni dar indicios dearrepentimiento por el embarazo en que la había puesto con susantojadizas indicaciones. Por el contrario, mientras la pobre señorameditaba y echaba cálculos, él no cesaba de sobarse las mejillas con lapunta de los dedos y de mirar al techo, cual si contara las vigas delcolgadizo.
—¿Te dijo Dubois, continuó al cabo doña Rosa, el precio de sus nuevosrelojes?
—Sí... No. ¿Para qué quieres saber el precio? ¿Para comprarme uno? Yate he dicho que no lo necesito, que no lo quiero. ¿Para comprarles a mishermanas? No los tiene Dubois de mujer, de hombre únicamente.
—Bien, pero ¿cuánto pide Dubois por sus relojes de repetición parahombre?
—Poca cosa, dieciocho onzas de oro. No pueden ser más baratos, porqueson de oro, legítimos ginebrinos y de repetición.
—¿Tu reloj inglés no salió bueno?
—No tan bueno como creía al principio. Ese mismo Dubois te lo vendió,bien me acuerdo; pero es claro que se engañó o te engañó, porque seatrasa y se adelanta a cada rato, y ya le he llevado a la relojería másveces que onzas de oro pagaste por él.
Y eso que te costó veinte, más delo que piden por los ginebrinos. Dinero echado a la calle, mamá. Estávisto, los relojes ingleses, aún los de Tobías, fallan a menudo; alcontrario, los legítimos ginebrinos son otra cosa, casi todos salenbuenos, exactos. Así al menos me dijo Dubois, que tú sabes entiende derelojes y es relojero de primera. Pero no hay que pensar más en eso,mamá; olvidémoslo, lo pasaré sin un reloj de confianza
¡cómo ha de ser!
—No te apures ni te aflijas, hijo, replicó Doña Rosa bastante alarmada.Ya veremos modo de que tengas el ginebrino si tan bueno es como dices ycomo cree Dubois. Yo siempre pensaba hacerte un regalo de pascuas, seráel reloj ese que tanto te ha gustado, aunque de aquí a Navidad vatodavía una pila de días.
Pero se presenta una seria dificultad.
—¿Cuál? preguntó Leonardo asustado, por más que trató de dominarse.
—Sucede, continuó doña Rosa con suavidad, que en mi bolsa particular nocreo que haya ahora todo el dinero requerido para la compra, y se mehace muy cuesta arriba acudir a la de tu padre.
—Pues si depende de papá, debo dar desde ahora por perdida la esperanzadel reloj nuevo. El se ha vuelto más tacaño que un judío, al menos todopara mí le parece o caro o inútil; que lo que es para Antonia, yasabemos que su bolsa siempre está abierta.
Yo no sé para qué guarda éltanto dinero.
—Eres injusto con tu padre. ¿De quién es el dinero que tú derrochas?¿Quién provee al lujo en que vives? ¿Quién trabaja para que tú goces yte diviertas?
—El trabaja, es verdad; él se industria y ahorra, no cabe duda ninguna,pero ¿tendría ahora tanto dinero si cuando se casó con contigo hubierassido una mujer pobre? ¿A que no?
—Yo aporté al matrimonio unos doscientos mil pesos, que no es ni lacuarta parte de nuestro caudal hoy día. El aumento, ese gran aumento, sedebe a los afanes y economías de tu padre, quien no era un pobretetampoco cuando se casó conmigo; no, señor; tenía sus reales, y tú menosque nadie debías censurar su conducta, la cual, por otra parte, es hijade la tuya con él.
—En eso había de parar el sermón, en mi conducta con papá.
El es seco yduro conmigo, ¿puedo yo ser cariñoso y blando con él? Vamos, di tú.Nunca me da tampoco ocasión de mostrarle mi cariño, aunque quisiera. Masno hablemos del asunto, volvamos la hoja y tratemos de otra cosa, de lootro. ¿Qué tenía papá cuando se casó contigo?
—Tenía algo, tenía bastante, sí, señor. Tenía un taller de maderas delNorte, tejamaní, ladrillos, cal..., allá en la Alameda o Paseo, cerca dela Punta. El terreno en que se hallaba también le pertenecía, si bienvalía poco por ser muy pantanoso y bajo.
Tenía asimismo por allí, dondeahora se ha fabricado la casa del colegio de Buena Vista, un barracón.Por cierto que de los últimos bozales que se marcaron en el hombroizquierdo con las letras G y B todavía quedan algunos en el ingenio La Tinaja, que heredé de mi padre. Cándido, en sociedad con don PedroBlanco, suele traer todavía negros de África. Pero persiguen tanto losingleses la trata, que se pierden muchas más expediciones que sesalvan...
—Figúrate, mamá, dijo Leonardo con mucha risa, aunque bajando la voz,un plagiario de hombres convertido en Conde...
del Barracón, porejemplo. ¡Qué lindo título!—¿No te parece mamá?
—¿Qué quieres decir con esa salida de pie de banco? preguntó doña Rosamolesta no menos que sorprendida.
—¡Ay, mamá! ¿Tú no sabes que según las leyes romanas son plagiariostodos aquellos que roban hombres para venderlos?
—Ya. En ese caso tu padre no es el verdadero plagiario, como dices,sino don Pedro Blanco, quien es sabido, desde su factoría en Gallinas,en la costa de Guinea, (tantas veces he oído esos nombres que se me hanquedado impresos) trata negros por baratijas y otras cosas y remite loscargamentos a esta Isla. Tu padre toma los que necesita para sus fincasy los demás los vende a los hacendados, porque él hasta hace poco haestado actuando como consignatario y antes como socio de Blanco, cuandono se tenía por contrabando la trata de África, o se toleraba. Por sucuenta al menos, no ha despachado sino contadas expediciones. De unmomento a otro espera la vuelta de su bergantín Veloz. ¡Dios quieraque no haya caído en las garras de los ingleses!
—Tú, sin querer, estás abogando en mi favor. Yo dije lo que dije enbroma, pero es claro, mamá, que conforme a un principio de derecho tantodelito comete el que mata la vaca como el que le sujeta la pata.
—No me vengas con tus principios, tus fines ni tus leyes romanas. Diganellas y ellos lo que gustes, la verdad es que existe mucha diferenciaentre la conducta de tu padre y la de don Pedro Blanco. Este se hallaallá, en la tierra de esos salvajes; él es quien los procura en trato,él es quien los apresa y remite para su venta en este país; de suerteque, si hay en ello algún delito o culpa, suyo será, en ningún caso detu padre. Y, si bien se mira, lejos de hacer Gamboa nada malo o feo,hace un beneficio, una cosa digna de celebrarse, porque si recibe yvende, como consignatario, se entiende, hombres salvajes, es parabautizarlos y darles una religión que ciertamente no tienen en sutierra.
Conque si lo dices por esto, ya sabes que, en caso de titular,en lo que por ahora no piensa, no le faltarían títulos bonitos y sobretodo, honrosos. Pues como te decía antes, esta vez no me será dadocomplacerte sin acudir a la bolsa de tu padre.
—¿Por qué no acudes?
—Porque tendría que decirle la verdad, esto es, que quería el dineropara hacerte un regalo.
—Bien, ¿y qué? El nunca te niega nada.
—Es cierto; pero como está tan enojado contigo, temo que me lo niegue.
—¿Cuándo no está él enojado conmigo, mamá? Esa es enfermedad endémicasuya, crónica, mejor dicho. Si salgo, porque salgo; si no salgo, porqueme estoy en casa. De todos modos, entra el año y sale el año y papánunca está contento conmigo. Me ha cogido entre ojos, mamá, ésta es laverdad pura y dura. ¿Para qué andarnos con rodeos? El resultado es queno le pareces bien nada de lo que yo hago o deshago.
—No es tu padre tan injusto, ni tan falto de amor paternal, que si teportaras bien, creería que te portabas mal. Mira, sin ir más lejos,anoche estuviste de correntón en Regla. ¿A qué hora volviste?
—¿Por quién lo ha sabido él?
—Importa poco el conducto, pero sabe que se lo dijeron esta mañana enel muelle de Caballería.
—¡Vamos! Esa no cuela. Al muelle no acuden temprano sino los tasajeros y husmeadores de noticias, porque ése es su mentidero,pasándose la mañana esperando que el Morro señale el Correo de España,barco de Santander o de Montevideo, con harina o con tasajo. Semejantesnenes no frecuentan los bailes del Palacio de Regla. El cuentista yacaigo en quién fue, no pudo ser otro que Aponte. Te aseguro que ya me lapagará el muy perro conversador.
—No fue ese el soplón. Sin embargo, aunque lo hubiese sido, harías malen pegarle por eso, pues si tu padre le preguntó, no sé yo cómo pudoocultarle la verdad.
—Pudo decir que no sabía, que no oyó la campana del reloj del EspírituSanto, que... cualquier cosa, menos que yo vine a tal o cuál hora, nique estuve acá ni allá. Tiene muy floja la lengua el taita Aponte y papále dio por la vena del gusto preguntándole.
Milagro que no le contó...Pero, en resumidas cuentas, ¿qué estuve yo haciendo en Regla anoche?
—No me lo digas, no quiero saberlo, supongo que no hacías nada malo. Elresultado es, Leonardito, que tú no te aplicas a los estudios, que noadelantas en nada bueno ni útil, y que el tiempo que debías dedicar ala lectura y a la meditación, lo desperdicias en fiestas frívolas y encorrerías tan dañinas como peligrosas.
Eso no puede gustarle a él, ni...a mí tampoco, por lo mismo que te quiero entrañablemente. Quiere tupadre y quiero yo que estudies más y que pasees menos, que te diviertas,pero que no te entregues a la disipación, que no pases malas noches, quete moderes, que..., en una palabra, te portes bien.
La emoción que experimentó doña Rosa la privó del uso de la palabra,arrasándose de lágrimas sus hermosos ojos.
—Tú no sirves para predicador, le dijo Leonardo, tal vez con ánimo dedistraer su atención, porque te posesionas demasiado del asunto.
—Por lo que toca a Aponte, continuó doña Rosa luego que se huboserenado, ya sé que es un conversador, mas, en honor de la verdad, debodecir que tu padre supo la hora a que volviste por el ruido que se hizoen el zaguán con la apertura de la puerta, la entrada del carruaje y laspisadas de los caballos. Con el silencio de la noche, todo ruido es untrueno. El despertó, encendió un tabaco con el yesquero, consultó elreloj e hizo una exclamación de enojo. Yo me hice la dormida. Eran lasdos y media de la madrugada... Aún se te conoce en la cara la malanoche.
Hubo otro breve intervalo de silencio entre aquellos dos interlocutores,durante el cual Leonardo bostezó y se esperezó diferentes veces, hastaque, puesto en pie, dijo:
—Me voy a dormir... Si me compras el reloj, bueno; si no, poco importa.
Dio media vuelta y emprendió la subida de la escalera de su dormitorio,paso ante paso, cual si contara los escalones o le costara un grandeesfuerzo. La madre, entre tanto, le siguió con los ojos, sin decirleotra palabra ni moverse de la silla; pero así que le perdió de vista enlos altos de la escalera, se agitó con viveza y llamó en vozfuerte:—¡Reventos!
A una llamada tan apremiante, no tardó en responder en propia persona elmayordomo mencionado en el anterior capítulo. Era un hombre bajo decuerpo, rechoncho, trigueño, con la cara redonda y el pelo muy crespo,que así en su aspecto como en sus maneras manifestaba resolución yagilidad. Aunque vestido de limpio, venía en chaleco, trasluciéndose aleguas que procedía de Asturias, tipo no muy común del español entoncesen La Habana. Hacía de mayordomo en casa de don Cándido Gamboa, y sillevaba ciertos libros, no se ocupaba tanto en el escritorio, como enotras comisiones más en consonancia con su empleo.
Cuando se presentódelante de doña Rosa, tenía la pluma detrás de la oreja, y ella le dijoen tono de mando:
—Reventos, diga a Gamboa que me mande con Vd. veinte onzas.
Fue el hombre y volvió sin demora con el dinero pedido, el cual sacó dela caja de hierro pequeña, debajo de la carpeta, en que había variossacos atestados de monedas de oro y plata.
—Póngase la chaqueta, añadió doña Rosa derramando las onzas sobre lamesa para contarlas, y vaya ahora mismo a la calle del Teniente Rey, ala otra puerta de la botica de San Agustín, relojería de Dubois, y secompra Vd. el mejor reloj de repetición que haya recibido últimamente deGinebra. Diga Vd. que es para mí. ¿Se ha enterado Vd.?
—Sí, señora.
—Supongo que Vd. no entiende de relojes.
—No se me alcanza mucho, que digamos, pero en Gijón, donde yo nací y mecrié, hay más de una relojería; y un tío mío, hermano de mi madre, queen paz descanse, tenía en la uña, como quien dice, el mecanismo de losrelojes.
—No lo decía por tanto, don Melitón, lo decía para prevenirle contracualesquier engaño que pudieran practicar con Vd., si se creyese que elreloj era para Vd. u otra persona así... ¿Vd. me entiende?
—Ya, ya, estoy enterado.
—Oiga. Recalque Vd. a Dubois que el reloj es para mí. El me conoce ydebe saber que le costaría caro...
—Dar a Vd. gato por liebre, interrumpió el mayordomo. Por sentado quele costaría un ojo de la cara, si tal hiciera el muy bellaco. Demasiadolo sé y lo sabe él.
—Yo no le tengo por bellaco, como Vd. dice; sin embargo, bueno es estarprevenido...
—Porque el soldado prevenido nunca fue vencido, volvió a interrumpir elmayordomo, i