Hizo alto por un momento ante la puerta del Seminario, para dar tiempo aque cuatro hermanos de la Caridad y de la Fe relevasen a los queportaban la silla de mano desde la cárcel. La figura entre tanto, nocambió de posición ni hizo el menor movimiento; pero aunque los plieguesdel manto negro ocultaban por completo sus facciones, su nombre y lahistoria de su crimen corrieron de boca en boca entre todos losestudiantes.
—Nadie diría que llevan ahí a una mujer, dijo un estudiante de latín.
—En efecto, más parece la estatua de una llorona que ser viviente,agregó otro.
—El remordimiento la agobia, dijo un tercero. Por eso dobla la cabezasobre el pecho.
—Ya, exclamó un estudiante alto, de aspecto amulatado; el caso no espara menos. Ahora supongo yo que está horrorizada de su propio crimen.
—¿Pero está probado, como luz del mediodía, según reza la ley dePartida, preguntó nuestro conocido Pancho, que Panchita mató a sumarido?
—Tan cierto es que lo mató que le van a dar garrote, volvió a observarel estudiante amulatado, con cierta sonrisa de desdén.
Por más señas quedespués de muerto le hizo tasajo, y, cosiéndole en un saco de henequén,le arrojó al río para pasto de los peces.
Todo eso no constituía un argumento de la criminalidad de PanchitaTapia, y su tocayo iba a replicar cuando otro estudiante se interpusodiciendo en voz campanuda y acento español:
—Por un tris hace la chica con su consorte lo que dispone la ley dePartida que se haga con el parricida. Sólo faltó que el saco fuera decuero, que tuviese pintadas llamas coloradas al exterior y que hubiesepuesto en el interior un gallo, una víbora y un mono, animales que noconocen padre ni madre.
—La ley de las Doce Tablas,[17] se apresuró a decir Pancho alzando lavoz y empinándose un tanto, contento de poder corregirle la plana alestudiante españolado—copiada pedem litterae en las Partidas, quemandó compilar don Alfonso el Sabio—no habla de gallos, sino de perro,víbora y mono, y no porque estos animales conozcan o desconozcan padre omadre, sino simplemente para entregar el criminal a su furor. El CódigoAlfonsino considera parricida aún a la mujer que mata a su marido. Lapráctica hoy día es arrastrar al reo en un serón atado a la cola de uncaballo hasta el pie del patíbulo. De suerte que, si no arrastran aPanchita Tapia, acusada de ese horrendo crimen, la razón es porque no loconsienten nuestras costumbres.
He dicho.
Con esto Pancho se alejó prontamente de aquel grupo, cosa de no dartiempo a una réplica de parte del estudiante españolado.
Pero éste secontentó con decir, viéndole alejarse:
—Se conoce que el chico ha estudiado la lección.
En aquel mismo punto se abrieron las ponderosas hojas de cedro de lapuerta del Seminario, más conocido entonces bajo el nombre de Colegio deSan Carlos. El gran patio lo constituían cuatro corredores anchos, decolumnas de piedra, formando un cuadrado. En el centro había una fuente,y por todo el derredor naranjos lozanos y frondosos. En el lado opuestoa la entrada principal, a la izquierda, había una escalera de piedra queconducía a los claustros de los profesores; a la derecha, una reja queseparaba el corredor de un callejón oscuro y húmedo, por el cual sepenetraba en un salón lateral, largo y sucio, separado de las aguas delpuerto por un jardín o huerto de tapias elevadas. Hacia allá daban unascuatro ventanillas altas por donde entraba la única luz que a mediasalumbraba el salón.
Contra la pared de enfrente, en el centro, sepoyaba una mala cátedra, y a ambos lados de ella había muchos bancos demadera, rudos, fuertes y de elevado respaldo, colocadostransversalmente.
Ahí se enseñaba filosofía; ahí enseñó por la primera vez esta ciencia ala juventud cubana el ilustre padre Félix Varela, quien para elloredactó un texto, apartándose enteramente del aristotélico, únicoseguido en Cuba hasta entonces, desde la fundación de la Universidad deLa Habana, en 1714, en el Convento de Santo Domingo. Cuando después, en1821, el padre Varela marchó de representante a las Cortes españolas,quedó sustituyéndole en la misma cátedra el más aventajado de susdiscípulos, José Antonio Saco, y en los momentos de nuestra historia ladesempeñaba el abogado Francisco Javier de la Cruz, por ausencia en elnorte de América del propietario y expatriación de su virtuoso fundador.
En el ángulo de la izquierda había otro salón, con entrada directamentedel corredor, donde enseñaba latín el padre Plumas.
Luego, ocupando casitodo el otro lado, estaba el refectorio de los
seminaristas
y
algunosprofesores
que
residían
permanentemente en el mismo edificio, y a laizquierda de la entrada principal estaba la ancha escalinata, dandoacceso a los corredores del piso alto. Por ésta subían los estudiantesde derecho no seminaristas; mientras los de filosofía y latín entrabanen los salones respectivos, ya mencionados, por las puertas al ras delpatio.
En la mañana del día que vamos refiriendo, cuando los estudiantes dederecho ponían el pie en el primer escalón de la escalinata, sedetuvieron en masa como reparasen en un grupo de tres sujetos en animadaconversación cerca de allí, bajo el corredor. El que llevaba la palabrapodía tener de 28 a 30 años de edad. Era de mediana estatura, de rostroblanco, con la color bastante viva, los ojos azules y rasgados, bocagrande de labios gruesos y cabello castaño y lacio, aunque copioso.Había cierta reserva en su aspecto y vestía elegantemente, a la inglesa.El otro de los tres personajes se podía decir el reverso de la medalladel ya descrito, pues a un cuerpo rechoncho, cabeza grande, cuellocorto, cabello crespo y muy negro: los ojos grandes y saltones, el labioinferior belfo, dejando asomar dientes desiguales, anchos y mal puestosagregaba un color de tabaco de hoja que hacía dudar mucho de la purezade su sangre. El tercero difería en diverso sentido de los dosmencionados, siendo más delgado que ellos, de más edad, de color pálidoy aspecto muy amable y delicado. Este era el catedrático de filosofía,Francisco Javier de la Cruz; el anterior José Agustín Govantes,distinguido jurisconsulto que regentaba la cátedra de derecho patrio; yel primero, nombrado José Antonio Saco, recién llegado del Norte deAmérica.
Precedía a éste la fama de sus escritos en el Mensajero Semanal, quepublicaba en Nueva York, según decían, con la cooperación del muy amadopadre Varela, principalmente los que versaban acerca de los sucesos yeminentes personajes de la revolución de México y de Colombia. Sobretodo, acababa de leerse en La Habana, produciendo un vivo entusiasmo, supolémica crítico-política con el encargado del Jardín Botánico, donRamón de la Sagra, en defensa del poeta matancero[18] José MaríaHeredia.
De resultas de eso, los jóvenes cubanos, que ya se daban a la política,comenzaron a alejarse de la clase de botánica que pretendía enseñar LaSagra, burlándose de él a medida que admiraban a Saco, a quien teníanpor un insurgente decidido, con cuya opinión, cosa singular, concurríade plano el gobierno de la colonia.
Algunos de los estudiantes de derecho le reconoció, desde luego, porhaber estudiado filosofía con él en 1823 y murmuró su nombre, lo que fuebastante para que se pararan e hicieran una exclamación más bien decuriosidad que de otra cosa. Esto hubo de atraer la atención deGovantes, el cual, por señas, ordenó a sus discípulos que salieran alsalón de clase, adonde él los seguiría en breve.
Allá, en efecto, se encaminaron de tropel y entraron en el salón congran algazara, hablando de Saco, de Heredia, de su célebre Himno deldesterrado y su no menos famosa oda Al Niágara, inclusa en lacolección de sus poesías impresas en Toluca, México; de las lecciones debotánica de La Sagra, y de los héroes de la revolución de Colombia,aunque entonces imperfectamente conocida por la juventud habanera.Cuando, poco después, entró Govantes a paso tardo, con un libro debajodel brazo y el semblante risueño y animado, callaron de golpe losestudiantes y reinó allí completo silencio. Ascendió los tres o cuatroescalones de la cátedra, puso el libro en el ancho pretil y se sentó enla silla de paja, a mano constantemente.
No era el salón de la clase de derecho sólo el más amplio y extenso delseminario, sino también el mejor situado bajo todos conceptos. Tenía laentrada por un extremo, con cuatro ventanas anchas abiertas al corredor,y otras tantas al puerto de La Habana, que daban luz y aire, dejando verlos valuartes de la ciudadela de la Cabaña y parte de los del Morro.Apoyada en la pared medianera, entre las ventanas centrales, se elevabala cátedra; en frente había dos órdenes de bancos paralelos y aentrambos lados otros muchos colocados transversalmente, de modo que elcatedrático, desde su elevado asiento, dominaba toda la clase, noobstante su extensión. Probablemente habría allí congregados hasta 150estudiantes de varios cursos.
Los que habían estudiado la lección y creían poder explicarla con algunaclaridad, presentaban el cuerpo y seguían los movimientos delcatedrático. Los que no habían abierto siquiera el libro de texto, porel contrario, no sabían donde esconder la cara ni cómo encogerse. Eneste caso se hallaba nuestro conocido Leonardo Gamboa, según él mismo lohabía dicho a sus amigos Meneses y Pancho Solfa. Como por su talla y sucarácter no le fuera fácil ocultarse, nunca se sentaba en frente de lacátedra, sino a los costados, y eso en los últimos bancos. El día quevamos narrando ocupó el asiento de la cabeza en el rincón, desalojandopara ello a su amigo Solfa. Después de recorrer Govantes con la vistatoda la clase, se dirigió a un estudiante de su derecha, a quien llamópor el apellido de Martiartu, el españolado antes dicho, y le ordenóexplicara la lección, cosa que hizo con facilidad y aún lucidez. Luegoordenó hiciera lo mismo al amulatado, que llamó Mena; enseguida a otrode apellido Arredondo, el cual ocupaba puesto frente a frente de lacátedra. Cuando éste hubo concluido la explicación más o menos textual,Govantes volvió los ojos a su izquierda, los pasó por encima deLeonardo—el cual de golpe bajó la cabeza con achaque de recoger elpañuelo dejado caer de intento y los detuvo en el joven que se sentabaen la otra cabecera del mismo banco. No se sabía éste la lección y sequedó callado, por lo cual, tras breve rato, el amable profesordijo:—el otro, con idéntico resultado. Saltó enseguida al cuarto, luegoal sexto, que tampoco pudo responder, hasta que dejando tres o cuatropor medio, dijo a Gamboa:—Usted. Disimuló él cuanto pudo, hizo como queno había oído ni entendido, mas su amigo Pancho le llamó la atención, yentonces, medio mohino, medio corrido, se puso en pie y dijo:
—Maldito si he estudiado la lección.
Semejantes palabras produjeron una risa general. Gamboa, sin inmutarse,continuó:
—Mas, por lo que han dicho los señores que me han precedido en el usode la palabra, saco en consecuencia que el asunto de que hoy se trata esde los más importantes, y creo que no se me olvidarán los puntosprincipales para el caso de su aplicación en nuestro foro.
Con esto se sentó de pronto, pegando al mismo tiempo un puntazo con eldedo índice al sufrido Pancho, por el costado, quien, ya de dolor, ya delas cosquillas que le produjo, no pudo menos de dar un salto en elasiento. Su discurso, lo mismo que su acción, por inesperados, causaronuna explosión de risa de que, no obstante su seriedad, participó elmismo Govantes; quien, sin más dilación, comenzó la explicación deltexto, que versaba, como ya dicho, sobre el derecho de las personas.Definió primero lo que se entendía por persona, según el derecho romano;luego por estado, que dijo se dividía en natural y civil, y que esteúltimo podía ser de tres maneras, a saber: de libertad, de naturaleza yde familia. Y entró de lleno en lo que podía denominarse historia de laesclavitud, pintándola no ciertamente en sus relaciones con la sociedadantigua o moderna, sino con el derecho romano, el de los godos y elpatrio; porque si bien reinaba bastante libertad de enseñanza entoncesen Cuba, las ideas abolicionistas no habían empezado a propagarse enella.
Govantes en aquel día, como solía, estuvo inspirado, elocuente, dandomuestras repetidas de su vasta erudición; en lo cual sin duda no habíatenido pequeña parte su reciente entrevista con Saco, el traductor yanotador de las Recitaciones de Heinecio,[19] de texto en el ColegioSan Carlos desde el año anterior de 1829. Al ponerse él en pie, pueshabía sonado la hora de las nueve, los estudiantes imitaron su ejemplo,prorrumpiendo en estrepitosos aplausos.
CAPÍTULO X
Engañó
al
mezquino
Mucha
hermosura;
Faltó
la
ventura,
Sobró
el
desatino;
Errado
el
camino
No
pudo
volver
El
que
por
amores
Se dejó prender.
D. HURTADO DE MENDOZA
Decíamos que los estudiantes de derecho patrio imitaron el ejemplo de suprofesor poniéndose todos de pie. Pero aunque ganosos de salir del aula,según es de suponerse, permanecieron en sus puestos respectivos hastaque aquél descendió de la cátedra y se dirigió a la puerta de salida,cabeza baja y libro de texto debajo del brazo; entonces desfilaron endos columnas tras él, en respetuoso silencio.
Los pocos que le acompañaron hasta la puerta de su celda, al fondo de lagalería, fueron los seminaristas, pupilos del colegio, los cuales sedistinguían por la ropa talar de estameña color pardo que vestían y queles daba la apariencia de monacillos; si bien es seguro que ninguno deellos seguiría la carrera eclesiástica.
Los otros estudiantes no seminaristas, en el número ya dicho, luego quese alejó el catedrático, deshicieron la formación que traían, seprecipitaron por la ancha escalera de piedra, en tropel bajaron alcorredor y en el mismo desorden salieron a la calle, cual si los hubieravomitado de un golpe la amplia portería del Colegio de San Carlos.
Ya en la calle, se derramaron por diferentes rumbos de la ciudad. Ungrupo bastante numeroso tomó la vuelta del cuartel de San Telmo en quetermina la calle de San Ignacio, torció la de Chacón, enseguida a la deCuba, en fin, por la de Cuarteles se encaminó a la Loma del Ángel, queera su destino. En este grupo estudiantil, marchando con gran algazara,bien podía notar el curioso lector de anteriores páginas, a los tresconstantes amigos: Gamboa, Meneses y Solfa. El primero de éstos sin dudacapitaneaba a los demás, porque iba a la cabeza blandiendo en la manoderecha, a guisa de bastón de tambor mayor, la caña de Indias con puñode oro y regatón de plata. A medida que se acercaban a la iglesia delSanto Ángel Custodio, que, como sabe el lector habanero, se hallasentada en la planicie de la Peñapobre, se estrechaba más la vía a causadel declive y del golpe de gentes de ambos sexos, de todos colores ycondiciones que llevaban la misma dirección.
Las mujeres blancas, al menos las que no se dirigían a la iglesia, ibanen quitrines, los cuales entonces empezaban a generalizarse y asustituir a las volantes o calesas, que venían usándose desde finesdel siglo pasado. Casi todos los ocupaban tres señoras sentadas en elúnico asiento o de testera de esos carruajes, las mayores a los lados,recostadas muellemente; la más joven en medio y erguida siempre, porquenuestros quitrines ni nuestras volantes se construyen en realidad paratres personas, sino para dos. Aunque pasadas las nueve de la mañana, nocalentaba demasiado el sol, a causa de lo adelantado de la estación; poreso casi todos los quitrines llevaban el fuelle caído, mostrando a todasu luz la preciosa carga de mujeres, jóvenes en su mayor parte,vestidas de blanco o colores claros, sin toca ni gorra, la trenza negrade sus cabellos sujeta con el peine de carey llamado peineta de teja, ylos hombros y brazos descubiertos.
Las mujeres blancas que iban a pie por aquellas calles pedregosas sinaceras, de seguro se dirigían a la iglesia; lo que podía advertirse porel traje negro y la mantilla de encaje. La gente de color de ambossexos, en doble número que la blanca, iba toda a pie, parte también a laiglesia, parte paseando o vendiendo tortillas de maíz en tableros decedro, que era uno de los motivos de la fiesta. Las que se hallabanarrimadas a una u otra pared de la calle, eran por lo común negras deÁfrica, pues las criollas desdeñaban la ocupación, sentadas en sillasenanas de cuero, con una mesita por delante y el burén en el brasero aun lado. En la tal losa de piedra oscura tendían con una cuchara demadera la porción de harina de maíz mojada que constituía una torta detres o cuatro onzas de peso, y cuando estaba doradita con el calor delburén, le esparcían por encima un poco de manteca de vacas, y asícalientita y jugosa la ofrecían de venta al transeúnte a razón de mediode plata el par. Muchas señoritas no tenían a menos parar el carruaje ycomparar las tortillas de San Rafael, según las denominaban, calientestodavía del indiano burén, pues por lo que parece, era como sabíanmejor.
La ocasión de todo aquel bullicio y movimiento era la fiesta de SanRafael, que cae el 24 de octubre, cuya celebración se había principiado,según ya indicamos, nueve días antes. En cada uno de ellos se decía unamisa rezada en las primeras horas de la mañana, misa mayor y sermón dediez a doce y salve a la hora de víspera. Durante la novena o circularse mantenía de manifiesto el Santísimo Sacramento, y con tal motivo laiglesia nunca se veía desocupada de los fieles que acudían de todaspartes del barrio a ganar indulgencia plenaria.
Como hemos dicho anteriormente, la pequeña iglesia del Santo ÁngelCustodio se halla asentada en la planicie estrecha de la Peñapobre,especie de arrecife de poca extensión, aunque bastante elevado respectoal plano general de la ciudad. Para subir a ella había, y hay ahora, dosescalinatas de piedra oscura y tosca, con repechos de lo mismo: una quearranca del fondo de la calle de los Cuarteles, la otra que desciende ala de Compostela, siendo ésta la más larga y pendiente.
En llegando a lo alto de la meseta, que también tiene repecho de piedra,se está en el piso del templo, cuya única nave, en los días de función,como de la que ahora se trata, se descubre toda entera—el altar mayoral fondo, retablo de madera de dos cuerpos—más allá de las dos puertaslaterales, casi oculto tras el bosque de cirios blancos, candelabrosdorados y plateados, macetas de flores artificiales y gran profusión derelumbrantes cartulinas. A izquierda y derecha se veían dos retablos demenos adornos, en el promedio de la puerta principal y las laterales, yen la media naranja otros dos retablos, en cada uno de los cuales seveneraba algún santo, por lo regular de madera de talla, encerrado en unnicho de cristal. El techo, en forma de caballete, dejaba al desnudo elmaderamen de la armadura que estaba cubierta de tejas coloradas, yencima del arco toral, dentro del que había un pequeño coro, selevantaba el cuadrado campanario de piedra de tres cuerpos endisminución ascendente. Hacia el oeste, detrás del cuerpo de la iglesia,se hallaba la sacristía, la habitación del cura enseguida, y otraescalera de piedra menos espaciosa que las del frente, que daba salida ala calle de Egido, especie de callejón hondo, torcido y desigual quecorre a lo largo de las paredes de las casas y los baluartes quecircundaban la ciudad por la parte de tierra. El patio, por el frente,tiene un malecón de mampostería, al modo de muro de azotea. Pues en esemalecón, en la mañana del día que vamos refiriendo, el segundo o tercerode la novena de San Rafael, varios negros carpinteros se entretenían enlevantar con tablas de pino, pintadas de color de cantos de piedra, algoque se asemejaba a las almenas de un castillejo, habiendo ya plantado elasta bandera y casi concluido la obra principal.
Los estudiantes se habían apoderado de todo el repecho de lasescalinatas y mesetas; Leonardo Gamboa en lo más alto, con su caña alhombro dirigiendo la maniobra, y no subía por éstas persona alguna, nipasaba por la calle mujer especialmente, en carruaje o a pie, sin quetuvieran ellos algo que decirle y aún hacerle. El más conspicuo por suvoz, por el puesto que ocupaba y por su aventajada talla era Gamboa,prodigando, sin cesar dichos y requiebros, sobre todo a las muchachasbonitas, con sobra de galantería y lastimosa falta de buena crianza.Ellas, sin embargo, ya por el hábito de oírlos desde la cuna, ya porquesiempre halaga la celebración, no se daban por ofendidas, antes éstas sesonreían; aquéllas, con el abanico entreabierto, hacían un saludogracioso a los conocidos o amigos, y no faltaban quienes correspondían auna pulla, con otra pulla, por cierto no de la mejor ley.
Había Leonardo arrebatado un pedazo de tortilla a uno de sus compañeros,y, teniéndole en la mano izquierda, lo brindaba a la joven que mejor leparecía, sin ánimo de dársela a ninguna, ni probarlo él, hasta que, detres que iban en un quitrín, creyó reconocer la que ocupaba el ladoopuesto; por cuya razón, en vez de hacerle el mismo ofrecimiento que alas demás, bajó la mano de pronto y trató de ocultarse tras el repechode la meseta. La joven le había visto, y reconocido desde luego; sóloque, lejos de sonreírse, como es natural cuando se divisa a un amigoentre multitud de gentes extrañas, se puso más seria y pálida de lo queera, aunque mientras pudo estuvo mirando el sombrero y la frente delestudiante, asomados a pesar suyo por encima del borde del muro depiedra. A tiempo de agacharse Gamboa, por un movimiento involuntario,le echó garra por un brazo a su amigo Meneses, y de modo le apretó, queéste no pudo menos de quejarse y preguntarle:
—¿Qué sucede, Leonardo? Por Dios bendito, suelta, que me desprendes elbrazo.
—¿No la conociste? repuso Leonardo enderezándose poco a poco.
—¿A quién? ¿Qué dices?
—A la muchacha aquella del quitrín azul que va sentada a la parteopuesta de nosotros. Pasa ahora las Cinco esquinas.
Todavía mira haciaacá. De seguro me ha reconocido. ¡Y yo que la hacía a muchas leguas dedistancia! ¿Si creerá que todavía duran los aguinaldos de pascuas?
No sé aún de quién hablas.
—De Isabel Ilincheta, hombre. ¿No la conociste? Bien que te gustaba suhermana Rosa.
—Acabáramos. No la conocí, en efecto. Me pareció muy delgada ytrigueña, allá era la más linda del partido.
—Todas las muchachas cuando van para tías se ponen delgadas ypalidecen; y lo que es Isabel tiene razón para ambas cosas, pues cuentami edad y no abriga esperanzas de casarse pronto.
—Todavía te casas tú con ella el día menos pensado.
—¿Yo? Primero con una escopeta. La chica me gusta, no lo niego; peromás me gustaba allá, en medio de las flores y del aire embalsamado, a lasombra de los naranjos y de las palmas, en aquellas guardarrayas yjardines del cafetal de su padre. Y luego, es una bailadora... deprimera. No menos que tu Rosa.
—Deja tranquila a Rosa y volvamos a tu Isabel. Estaba lo que se llamaenamorada de ti. ¡La pobre! no te conoce, a lo que entiendo. Porque sivale decir verdad, eres el más inconstante y voluble de los hombres.
—Lo confieso, lo siento, mas no puedo remediarlo; me empeño por unamuchacha mientras me dice que no; en cuanto me dice que sí, aunque seamás linda que María Santísima, se me caen a los pies las alas delcorazón. Desde mayo no le escribo.
¿Qué pensará de mí? Y es que estasmuchachas criadas en el campo son tan empalagosas con su querer... Sefiguran que nosotros los mozos de La Habana somos todo cera y miel.
—¿Dónde parará ella?
—De seguro en casa de las Gámez, sus primas, detrás del Convento de lasmonjas Teresas.
—¿Esperas tropezar ahí con Rosa? Cuando no estaba en el quitrín conIsabel, es claro que no ha venido del campo. En cuanto a mí, te juro queno deseo y temo encontrarme cara a cara con Isabel. Estará ella hecha unmoderno virago conmigo. No es mujer a quien se puede ofenderimpunemente.
—Razón tiene sobrada para estar enojada contigo, y en conciencia debeshacer por aplacar su enojo...
—Conciencia, conciencia, repitió Leonardo en tono desdeñoso. ¿Quién latuvo jamás en tratándose de mujeres?
—¡Hombre! No digas blasfemias, que hijo eres de mujer.
Esta última observación la hizo Pancho Solfa, que había estado oyendo elbreve diálogo de los dos amigos. Leonardo le miró de alto a bajo; no pordesprecio, sino porque le sacaba al menos dos palmos de ventaja enestatura, y le dijo serio:
—Tú vas a parar en fraile capuchino. Luego, volviéndose con viveza paraMeneses, añadió: Esa muchacha va a trastornar todos mis planes.
—No lo comprendo, dijo Meneses.
—Ya lo verás, repuso Leonardo pensativo. Caballeros, prosiguió hablandocon los que le seguían desde el colegio; vámonos que ya esto fastidia.
Conocidamente Leonardo se había puesto de mal humor; algo le contrariabael ánimo, y él no era hombre para sobrellevar estorbos. Pero apenas bajóa la calle por el lado de la de Compostela, y se vio una vez más enmedio del bullicio popular, cuando volvió a su ser natural y a lasvivezas de su carácter. En efecto al llegar a las Cinco esquinas,alcanzó un caballero de mediana edad que llevaba la misma dirección quelos estudiantes. Leonardo le pasó los brazos por debajo de los suyos, lecubrió los ojos con ambas manos y le dijo, variando el acento:—Adivinaquién soy.
En vano el desconocido trató de desasirse de las garras del estudiante,en la persuasión quizás de que el objeto de aquella violencia erarobarle a la claridad del día y a la vista del pueblo.
Pero Leonardo,luego que se le reunieron los compañeros y multitud de curiosos, soltóal hombre; y, con el sombrero en la mano y la cabeza inclinada, en señalde respeto y arrepentimiento, le dijo:—Pido a Vd. mil perdones,caballero. He sufrido una equivocación lamentable, pero Vd. tiene laculpa, porque se parece a mi tío Antonio como un huevo a otro huevo.
Los estudiantes soltaron la carcajada, por lo mismo que el caballerodesconocido, comprendiendo la burla, estalló en expresiones de mal humory de enojo contra la juventud malcriada e insolente de la época. Aquellaridícula escena pasó con más rapidez de lo que hemos acertado apintarla, y, como para hacer contraste con ella, no bien pasó Leonardola calle de Chacón, metió la punta de su caña de Indias en una rollizatortilla de maíz que empezaba a dorarse al calor del burén de una negramás rolliza todavía y casi desnuda, arrimada a la pared de la esquina yrodeada de sus cachivaches, y la levantó en el aire.
Hizo la tortillerauna exclamación de angustia, y al enderezarse en el enano asiento, comoera tan gorda y pesada, echó a rodar la mesita que tenía delante, dondehabía otras tortillas ya cocida