—También él...
—Pero... vamos por partes... ¿se te ha declarado?
—Casi.
—Con «casi» no hacemos nada... ¡claridad! ¡claridad!...
—Bueno... sí... se me ha declarado.
—Y tú, ¿qué le has respondido?
Inesita casi me ahoga entre sus brazos: «¡¡Que sí!!...»
Mi alegría no tiene límites: «¡Inesita de mi vida, angelito, hermanamía, no sabes lo feliz que me haces! Con Jorge, con Jorgito, contigo,con Raúl... ¡todos juntos! ¡qué lástima que la vida no sea eterna!¡Nuestra dicha no va a caber en el mundo: va a necesitar todos losespacios del cielo!...»
Abro el piano y toco una marcha nupcial. No sé qué nuevos sonidosarranca mi alegría a las teclas. «Con esta marcha me casé yo; con estamisma te casarás tú».
—Sí, sí, ¡ay de mí!—dice tristemente mi dulce hermanita:—antes dellegar a esa marcha, ¡buena lucha nos espera con mamá, con mis cuñadas,con las tías de Carlitos, con la abuela del rey de los cipreses!—¡y queno es orgullosa la señora!—; con los pagarés, con las hipotecas, con...
—¡Con el diablo a cuatro! Va a ser la guerra de los capuletos ymontescos, agramonteses y beamonteses, federales y unitarios, una guerracivil encarnizada. Pero venceremos. Tenemos de aliado al amor, que escomo tener de nuestra parte a Dios.
Hay que hablar con Jorge y con Raúlesta noche misma. Hay que trazar la batalla con nuestro estado mayor.Reclamo en esta guerra el puesto de capitana. ¡Inesita, mi vida, quéfeliz soy! Pero, sécate esas lágrimas; que no te vea yo llorar.¡Firmes!...
LA INUTILIDAD DE SAN JUAN BAUTISTA
Cubierto de crudas pieles de camello sujetadas por tosca correa que, alandar de los siglos, había de llamarse cíngulo en la liturgia católica,el Bautista inició en las orillas del Jordán el sacramento a que dierasu nombre inmortal: el bautismo. Seducidos por su elocuencia sencilla yconmovedora, comenzaron «a caer» a las orillas del río algunos judíospropensos a las alucinaciones, para escuchar las homilías de aquelgiróvago fluvial. Bautista era un moralista espontáneo, vale decirsincero, sin sistema ético ni dogma filosófico; lo que se dice un buenhombre. Y, como tal, censuró la unión de Herodes Antipas con su cuñada ysobrina Herodías, esposa de Filipo. El tetrarca Herodes Antipas (no hayque confundirle con el otro, con su padre, el degollador de losinocentes), era hombre que no aguantaba críticas a su conducta privada,ni a sus procederes políticos, y así el austero censor, el buenBautista, vino a dar con sus huesos en la cárcel. Herodías, por suparte, cobró al creador del bautismo un odio mortal, de mujer herida ensu dignidad. Poco después Salomé, hija de Herodías y graciosísimabailarina, cautivaba el corazón de Herodes Antipas, danzando en supresencia; y seducido el magnate oligarca por tan perfecto artecoreográfico, ofreció a Salomé cuanto ella pidiera. Herodías aprovechóla coyuntura para vengarse en la forma más cruel que puede idear elrencor femenino; y sugestionando a su hija, pizpireta inconsciente, comotoda bailarina, hizo que pidiera al tetrarca, en premio a sus bailes, lacabeza del pobre Bautista, que al punto le fué ofrecida en un azafate ocanastillo de mimbres, y no en plato o bandeja, como se presenta en laópera de Strauss, en medio de una confusa e inarmónica trompeteríaorquestal.
La intervención en un problema familiar y privado costó a Bautista lavida, trágico episodio que nos debe enseñar a ser cautos, no metiéndonosnunca en los asuntos de la casa ajena.
Pero la institución del bautismo triunfó de una manera absoluta. Tangrande y pleno fué este triunfo, que las palabras «bautizar» y«cristianar» se hicieron sinónimas. Y no hay cristiano sin bautismo. Poreso, sin duda, los exégetas llaman a Bautista el precursor, pues fué elque dió la primera norma de todo buen cristiano, por medio de estaablución que había de limpiarnos del pecado de haber nacido.
El Estado moderno, vanidoso y absorbente, quiere tener la prioridadsobre el baptisterio, obligando a que los súbditos recién llegados almundo sean inscriptos en sus registros antes de acercarlos a la santapila para señalarlos con la sal y los óleos.
Apenas nacemos, ya elEstado comienza a hacernos víctimas de sus coacciones autoritarias ennombre de un orden que, la verdad, no aparece por ninguna parte.
Pero,aunque el Estado quiera tener esta prioridad, lo cierto es que subautismo civil es una pobre imitación, sin gracia ni belleza, delprimitivo y legítimo que Bautista inició en las orillas del Jordán,adonde buena falta haría llevar los registros, los libros y todas lascuentas del Estado. Y es que aquellos remotos judíos tenían fantasía,espíritu creador, rodeándolo todo de grave pompa e imponente solemnidad.
Una vez nacidos, sin que se nos consulte sobre un hecho tan fundamentalpara nosotros, nos ponen nombre en la pila bautismal y nos inscriben enel registro civil.
Con este nombre, los hombres tratan y contratan. Lasmujeres también tratamos y contratamos, con ciertas restriccionesimpuestas por los hombres, porque ellos solos han hecho las leyes.Ellos, en sus códigos, determinan cuándo las mujeres somos capaces ycuándo incapaces, habiendo resuelto que seamos menos capaces cuandoestamos a su lado, ya que las casadas no pueden comprar, ni vender, nicontratar, ni comprometerse, como las solteras mayores de edad. Demanera que la mujer disminuye sus aptitudes junto al hombre, se vuelvemás incapaz, más tonta, suposición que, la verdad, no honra mucho a loshombres. Generalmente ocurre lo contrario; los hombres se vuelven mástontos junto a las mujeres. Los códigos, sin embargo, no lo creen así, yeste error esencial de la legislación hace que los códigos sean unoslibros mucho más divertidos que las novelas. Pero dejemos este puntopara otra oportunidad.
Gracias al nombre que nos dan en la pila y en el registro, el mundotiene cierta apariencia de orden. El encasillamiento bautismal establecelas diferencias individuales en la vasta edición humana que hace laNaturaleza. Anotados al nacer, el resto de nuestra vida no es más queuna serie de anotaciones. Nuestras relaciones con las demás personasbautizadas, con el Estado, con la Iglesia, con el registro de lapropiedad, con la policía, etc., es una anotación continua. Se anota alas personas al nacer, al obligarse entre sí, al pagar los impuestos, oal no pagarlos—porque de todo hay,—al casarse, al reproducirse y almorir. Es una anotación constante, desde la cuna al sepulcro. Por últimose inscribe el nombre en la losa de la tumba, con una serie de adjetivosencomiásticos que dicen, no lo que el difunto fué en vida, sino lo quedebiera haber sido. Lo característico de la criatura humana, lo que ladiferencia del resto de los animales, es su resistencia a ladesaparición del nombre; pero, al fin, se borra, se va, retorna al reinoinfinito de la nada. El ensanche de ciudades y pueblos invade loscementerios; se levantan losas y monumentos; y, al fin, no quedarecuerdo alguno de la humanidad soterrada o reducida a polvo. Delbisabuelo para atrás no recordamos a nadie, ni nos importa un ardite suremota existencia, salvo que los ascendientes difuntos hayan fundadoaristocracia y sirvan para dorarnos, en cuyo caso guardamos sus nombresen unos pergaminos vetustos, para «darnos corte» a costa de sus cenizasheroicas o venerables, por cualquier concepto. Pero aun esto mismo seolvida; todos los nombres, en fin, acaban por yacer en el olvido, «lamuerte de la muerte», que dijo un poeta muy romántico y más triste queun sauce.
Creo haber dejado establecida la importancia del bautismo, de esesantísimo sacramento nacido en las orillas del Jordan y adoptado con unéxito evidente por toda la humanidad a través de los siglos.
Ahora bien (pase el giro parlamentario): en Buenos Aires está corriendogran peligro la institución bautismal. No es que la gente deje debautizarse y de inscribirse en el registro civil; pero el nombre puestopor la Iglesia y por el Estado, en completo acuerdo, sufre luego unatrasformación radical. Un mote familiar y cariñoso puesto en el hogar opor los amigos, sustituye al nombre civil y de pila. Entre la jovenpoblación masculina ya nadie se llama Pedro, Juan, Diego, Carlos,Enrique, Joaquín, Jaime, Jorge, Raúl, Roberto, etc.
Los nombres sustitutos son éstos: «Cucho», «Chocho», «Cacho», «Gogo»,«Gogó»,
«Tito», «Toto», «Totó», «El chino», «Baby», «El Bebe», «Nenín»,«Charlín», «El gordo», «El flaco», «Nono», «Fito», «El rubio», «Elnegro», «Perucho», «El gringo»,
«El mono», «Taco», «Cotaco», «Elalemán», «El inglés», «El vasco», «El Tuerto»,
«Pototo», «Poroto»,«Lalo», «El nene», «Peringote», «Piringo», «El gallo», «El gato».
Enfin... cuento de nunca acabar. Y entre las señoritas ocurre otro tanto:«Mangacha»,
«Mecha», «Mechita», «Cochonga», «Chucha», «Cocha», «Coca»,«La gringa»,
«Neneite», «Nenana», «La Negra», «Fifa», «Tina», «Tinita»,«Mimí», «Nini»,
«Nina», «Sisi», «Potota», «Chiveta», «Matesa», «Lagata», «Loló», etc., etc.
Como se ve, el bautismo ha desaparecido. El sacramento no vale unsacramento, y pase lo irreverente de la expresión popular en gracia a laexactitud. Y ocurre preguntar:
¿para qué llevar a los recién nacidos ala pila bautismal e incribirlos en el registro civil, si luego hemos dellamarlos de un modo distinto de lo convenido con la Iglesia y con elEstado? Esto, francamente, no es serio. No es serio burlarse así de dosinstituciones como la Iglesia y el Estado, sobre cuyos secularescimientos reposa toda la chapitelería de la civilización. Si no gustanya a la gente los nombres cristianos, los que figuran en el santoral,hágase un nuevo calendario con los motes familiares trascriptos. Todo esaceptable, menos bautizar a la gente de una manera y llamarla de otra,pues ello origina una confusión anárquica por la cual se viene abajotodo el casillero en que los libros parroquiales y los registros civileshan ido metiendo pacientemente la filiación de las personas.
Yo no creo que los nombres de los santos sean tan desdeñables para caeren semejante desuso y relegarlos al olvido, sustituyéndolos por apodoscaprichosos. Por otra parte, tanto la Iglesia como el Estado sonsumamente tolerantes y admiten cualquier nombre, a gusto del consumidor.No pocos de éstos desean para sus hijos nombres sonoros, gloriosos einmortales, y así van algunos por el mundo cubiertos de ridículo conesta etiqueta bautismal y civil: Epaminondas Pérez, AristótelesRodríguez, Sócrates González. También se convierten en nombres algunosapellidos célebres.
Ejemplos: Wáshington Martínez, Franklin Gutiérrez.Las instituciones civiles y eclesiásticas admiten cualquier nombre,fuera del santoral: pero, una vez bautizado con el nombre deEpaminondas, es depresivo llamarle «Poroto»; si se le ha puesto elnombre de Sócrates, resulta ridículo y ofensivo para la antigua Greciafilosófica llamarle «El mono»; y si, en fin, se le puso el nombre deWashington, o de Franklin, es inadmisible llamarle «Piringo» o «Elgringo».
Hay quien sostiene que los apodos son más lógicos que los nombres.Cuando el mote alude a una condición moral, a un rasgo del carácter, auna modalidad particular del espíritu, tiene, indudablemente, unadeterminación más apropiada que el nombre.
Es el bautismocorrespondiente a la idiosincrasia del sujeto. Existe cierta lógica enesperar a que el individuo acuse su personalidad para luego aplicarle ladenominación correspondiente; porque si el individuo es tímido como unconejo casero, resulta paradógico ponerle el nombre de Napoleón. Pero elbautismo no tiene por objeto calificar con precisión a los nacidos, sinoabsolverlos del delito de nacer—
porque se delinque naciendo—y evitarque, en el caso de nacer y morir simultáneamente, frecuente desventuradoble, vayamos al Limbo, mansión dedicada a los que no se han estrenadoen la vida con ningún acto molesto para los demás.
El mote tiene, pues, cierta lógica cuando caracteriza al individuo. Perolos apodos transcriptos no dicen nada, no determinan las condicionesmorales de las personas: son palabras sin sentido, verdaderas ñoñerías,que no pueden suplantar a los nombres bautismales, de tan rico y remotocontenido filológico.
Como se ha visto, corre entre nosotros gran peligro el sacramentoinstituido o iniciado en el Jordán por aquel santo varón, giróvagofluvial, que perdió la cabeza por el raro capricho de la bailarinaSalomé.
SIN PRESIDENTA
La intervención de varias y bondadosas amigas ha influido de mododecisivo para que Petrona y yo hagamos las paces, después de unos mesesde enojo y distanciamiento por parte de ella, pues, por lo que a mítoca, nunca dejé de considerarla como amiga; porque, dicho sea ensecreto entre los doscientos mil lectores de «La Prensa», aunque Petronapadece cierto «tilinguismo» verboso, yo siempre la consideré una damaexcelente, perfecta esposa y madre amantísima, no ya sólo de sus hijas,sino también de los maridos de sus hijas; lo que se dice, en fin, unabuena mujer, cosa difícil, porque, según un filósofo (me lo ha dicho mimarido, que lee filosofía) la mujer es un hombre imperfecto.
Las bondadosas gentes que hacen a mis escritos la merced de sus ojosrecordarán la causa del enojo de Petrona. Debióse a una malhadadacroniquilla mía en que relataba las inquietudes de mi amiga ante elhermético silencio que precedió a la composición del actual ministerio.Yo dije que, según Petrona y según todo el mundo, inclusive yo misma,partícula diminuta del universo, pero con derecho opinante—que ungrillo es un grillo y se le oye—el hombre señalado para la cartera deAgricultura por todo el mundo, incluídos los grillos, era Eleuterio, elmarido de mi amiga, notable cultor de las ciencias agrarias yespecialista, sobre todo, en el mejor aprovechamiento del maíz, quedebe, según su doctrina, trasformarse en carne, sirviendo para ello deagente digestivo cierta especie de la fauna doméstica, cuyo nombre nodebe estamparse en esta página dedicada a la elegancia. Y bien (pase elgalicismo): mi amiga se enojó mucho, empecinada en que yo había puestoen ridículo a un hombre tan eminente y de tan sólida reputación agrícolacomo Eleuterio. Inútiles fueron mis excusas. Cuando una cosa no seentiende como es debido, es porque en ello interviene más la voluntadque el entendimiento. Por lo demás, cabe en lo posible que miinexperiencia periodística, en vez de un buen servicio, se lo hicieraflaco. Pero mi intención, tratando de hacer atmósfera a la candidaturade Eleuterio, fué buena, inmejorable; y los actos no han de juzgarse porlos resultados, siempre contingentes y problemáticos, sino por laintención que los guía, teniendo en cuenta que quien escribe no puedeevitar las interpretaciones torcidas de la malicia humana, que siemprees mucha.
Felizmente, las paces están hechas, aunque haya costado casi tanto comoconcertar la paz europea. Las paces—díjelo ya otra vez—son másdifíciles de concertar que la paz. Es cierto que en este caso lasnegociadoras han sido muy eficaces, especialmente la viuda de Esquilón,muy unida a Petrona por su común afición a la política. No menorinfluencia han tenido dos cartas, una para mí y otra para Petrona, doschispeantes y graciosas epístolas de Rosalía Arregui del Moral de Pérezy Gámpora, dirigidas desde «Los Carpinchos», de donde no se mueveRosalía, va ya para dos años, quieta junto a su pastor en la soledad delos campos, persistente en ayudarle con la gracia de su presencia areconstruir la fortuna, alegre, feliz, y viviendo, en fin, entrecorderillos, recentales y aves domésticas, con arreglo a los clásicospreceptos de las geórgicas de Virgilio.
Urgían estas explicaciones, un tanto menudas, pero necesarias, para queno crean mis lectoras, al verme otra vez amiga de Petrona, que soy unaveleta tornadiza que hago y deshago amistades por simple capricho,incapaz de aquella serena constancia y ponderado equilibrio de humorque, dentro de las naturales destemplanzas de los nervios femeniles y dela extremada sensibilidad de nuestras vanidades diarias, ya señaladaspor el viejo Salomón, han de ponerse en el cultivo de las relaciones yde los afectos.
Y basta de prólogo, que ninguno largo fue bueno.
Para iniciar las paces ofrecí la otra tarde un té en mi casa, principiodel tratado que pensamos ratificar con una comida. Como sólo se tratabade un armisticio, celebrado con infusión de la China, no asistieron másque Petrona y la viuda de Esquilón; esta última en calidad deintermediaria para entregarnos, en medio de la infusión, a la efusióndel primer abrazo reconciliatorio.
Roto el hielo y reanudada la amistad, charlamos mucho. Como antes vadicho, ambas tienen gran afición a la política, en su aspecto, claroestá, femenino, pues ni ellas ni yo poseemos luces para tratar el tema afondo, suponiendo que en el tema político haya fondo y reinen alguna vezlas luces. Pero esta afición es distinta en cada una de mis amigas. Lade Esquilón quedóse viuda muy temprano; es rica y no tiene hijos. Perdióel marido, el doctor Esquilón, en una provinciana trifulca electoral.Era un orador abundante, como un grifo suelto, y cuando vió que lapalabra no bastaba, porque los adversarios llevaban los gauchos ensilencio a las urnas, el doctor Esquilón enmudeció y echó mano de lasmás desaforadas violencias. Se discute aún si el tiro partió de lacomisaría, o de los amigos, o de los contrarios, o de un asesino suelto,enemigo personal por esto o por aquello. Probablemente no se sabrá nuncala causa; la verdad está ya tan soterrada por tal cúmulo de versionescontradictorias e interesadas, que nunca se logrará desenterrarla. Loúnico cierto es que el tiro se llevó la vida del doctor Esquilón,privando al país de una de las laringes mejor organizadas para emitirsonidos articulados que, a veces, parecían conceptos para hacer felicesa los pueblos. Todo terminó con una placa de bronce heroico sobre susepulcro, dedicada por sus amigos, con unas líneas laudatorias,resistentes a las lluvias, al sol y a la acción corrosiva del tiempo,que al fin acabará con ellas. Margarita, la viuda, quedóse sola,admirando en silencio el brío de su joven marido y su exaltado fervorpolítico para defender, si no las ideas, unos cuantos electores con unascuantas papeletas más o menos limpias. Con razón dice mi esposo que elsufragio universal cuesta más de lo que vale. Margarita lloró mucho.Pero, al fin, todo tiene fin, hasta las lágrimas. Joven, linda y rica,la vida, páramo a raíz de la muerte del pobre Esquilón, perdió, poco apoco, su aspecto desolado, recobrando sus muchos encantos y seducciones.Hoy Margarita se ha devuelto al mundo, con evidente deseo de vivir, yhasta ofrece un continente risueño, cierta alegría discreta,disciplinada por la viudez, que aumenta la gracia de su rostrohechicero. Hace activa vida social: viste con elegancia; usa atavíos decolores discretos; conversa con soltura y cierta abundancia, que se lepegó, sin duda, del malogrado orador; y pasa, en fin, entre las niñas,por otra más experimentada, gozando entre las matronas de aquella tiernasimpatía que merecen siempre los infortunios prematuros. Resumen de todolo dicho: es muy simpática la viuda de Esquilón.
Su gusto por la política dimana del interés que le merecen las luchas delos hombres, las competencias del talento, los anhelos de florecimiento,los empeños de amor propio, los esfuerzos por la popularidad. Las ideaspolíticas la interesan muy poco; apenas las distingue unas de otras.Verdad es que quizá no se distingan en nada. Lo que la apasiona es eljuego de las actividades «partidistas», la maña de cada cual paratriunfar, el deporte político, en una palabra. La tragedia de su maridoparece que fuera un estímulo de este gusto, consecuencia, sin duda, dehaber estado unida, aunque por poco tiempo, a un excelente deportista, aun luchador político.
Petrona, por el contrario, tiene de la política un concepto utilitario.Le interesan los políticos, los que mandan o los que estén a punto demandar, por lo que puedan influir en la seguridad de los empleos de susyernos y, ante todo y sobre todo, por las probabilidades que el juegopolítico, en su trabajoso ajetreo, ofrezca a Eleuterio para acercarse ala anhelada y merecida cartera de Agricultura, para resolver—ya eshora—
eso del maíz.
—Hace ya tiempo—digo a Petrona, para halagarla y también porjusticia—que Eleuterio debía ser ministro. ¡Un hombre que sabetanto!...
—¡Qué quieres, Marianela: así son las cosas! En este país no se sabeapreciar a los hombres; el que se mata a estudiar en silencio, se quedaatrás, y el que charla, sigue viaje...
—Para nosotras, para las señoras—salta la de Esquilón—la políticaestá aburridísima en estos momentos que, según dicen, son históricos. Yono sé qué falta, pero algo falta.
—Falta la presidenta—dice Petrona.—elemento necesario,imprescindible, de toda presidencia completa.
—¡Cierto, Petrona!—exclama la joven viuda, dándose una palmadita en latersa frente;—ahora caigo. Yo pensaba y pensaba: «Pero, señor, ¿quéfalta aquí, qué falta?»
Y no caía. Es claro: falta la presidenta. Poreso no hay fiestas, ni recepciones, ni nada.
Está resultando esto mástriste y más lúgubre que una capilla protestante.
—Se dice que los del gobierno son lo más ahorradores—apunta Petrona.
—¿Y para qué quieren la plata? Todos los ahorradores son gente muytriste—agrega Margarita.—Además, no se necesita mucha plata para queel gobierno dé algunas fiestas en que las señoras podamos divertirnos,murmurar algo, chismear un poquito y enterarnos de cómo andan las cosasde los políticos, hablar con ellos, que son, hijita, más chismosos quenosotras. La presidencia se debió inaugurar con un gran baile.
Como yohe dejado ya el luto—las cosas ¡ay! no tienen remedio—es la fiesta quemás me hubiera gustado. ¡Qué diferencia con Sáenz Peña!
—¡Ah, Roque...!—exclama Petrona.
—¡Tan culto, tan ilustrado, tan espiritual, tan rumboso!—dice la deEsquilón.—Dió a la presidencia cierta majestad amable, un tono quenunca tuvo, una distinción suprema, entre aristocracia de corte yaristocracia de estancia. Sáenz Peña se ocupó siempre mucho de lasseñoras.
—Mi familia por parte de padre—dice Petrona—siempre fue roquista;pero yo, últimamente, me hice roquera. Y así logré meter a Bernadito, ami yerno, en la diplomacia. En cuanto le hablé, una noche en el Colón,«concedido, concedido», me dijo; «recuérdemelo, Indalecio»—añadió,dirigiéndose al doctor Gómez, que también es muy fino.
La viudita tiene un golpe de erudición que nos deja asombradas a Petronay a mí.
«Sáenz Peña sabía que el hombre reina y la mujer gobierna, comodice Ponson du Terrail».
—Si Eleuterio me hubiera hecho caso—afirma Petrona, siempre atenta alpositivismo político—otro gallo nos cantara; pero se fue con loscívicos y... ¿qué iba a hacer con los cívicos? Buena gente, eso sí, muyrespetable, digna, dignísima; pero, hijita, están siempre esperando quevayan a buscarlos con palio a su casa y que les lleven la presidencia enuna bandeja de plata.
—En política hay que moverse—dice la de Esquilón—; si no, no se sacanada.
—¡Claro!—asiente Petrona.—Luego, Eleuterio fué de traspié en traspié;primero se fué con Benito, que sólo gana las elecciones del Jockey;después, con Lisandro, que en sacándole del Rosario... ¡se acabó! Yosiempre le decía a Eleuterio: «Hijito, estás obsesionado con el maíz, yno ves la realidad». Pero, nada, no conseguí nada: que la lealtad, quelos principios, que los amigos son los amigos... Así nos ha ido.
—Los hombres, algunas veces, debían de hacer caso de lasmujeres—afirma con aire sentencioso la de Esquilón.
—Siempre—sostiene con firmeza Petrona.—Pero lo cierto—agrega—es quefalta la presidenta. Por medio de ella y de su círculo, las señoras,aunque de modo indirector, intervenimos en la política, sabemos lo queocurre entre telones, recogemos rumores, los lanzamos y, sobre todo,siendo amiga de la presidenta, puede una hacer algo por los suyos.Porque, claro, el presidente no puede negarle liada a la presidenta.
—Así debe ser—digo yo, que, aun cuando nada me interesa la política,deseo congraciarme del todo con Petrona;—así debe ser: el presidentepreside al pueblo y la presidenta preside al presidente.
—Debía ser como las monarquías—agrega la de Esquilón;—que no hay reysin reina. Yo hablaba mucho de esto con la infanta Isabel cuando elCentenario. Nos hicimos lo más amigas. Me dijo que a los reyes lesobliga a casarse no sé quién; creo que la Constitución. Parece que lagente del pueblo, o la Constitución—no sé bien—
exige que se asegure lasucesión de la corona.
—En las monarquías—dice Petrona—todo marcha sobre seguro. En cambioaquí, nadie estát seguro; siempre está una pensando: si destituirán aeste yerno, si lo echarán al otro; en fin, una intranquilidad terrible.
La viuda de Esquilón, en su política de altura, no hace caso de estasangustias y sigue evocando sus' gratos recuerdos de la infanta: «Medecía doña Isabel que, una vez casado el rey, forma éste su círculopalaciego, mientras la reina forma otro. La reina madre, cuando existe,también organiza el suyo. La madre de la reina, que no es la reinamadre, forma otro. Los príncipes y las princesas constituyen otroscírculos menores. ¡Qué lindo! El palacio arde en pasiones. Intrigas,preferencias, luchas sordas por el favor real: los políticos y susseñoras andan de un círculo en otro, en competencia de predominio; unasveces arrimados a la reina, otras veces al rey, otras a los príncipes,según el giro de las influencias. Grandes bailes, grandes saraos, ensalones suntuosísimos; las señoras vestidas de corte, los caballeroscubiertos de casacas; los diplomáticos relumbrantes de oro galonado; losmilitares con más cruces que un cementerio. Pasa el rey.... unos seinclinan, otros se yerguen militarmente, que es una forma de inclinarse.Pasa la reina..., reverencia general hasta el suelo. Se estudian, seanalizan las sonrisas del rey y de la reina, deduciendo preferencias.¡Eso, eso es política!—termina la joven viuda, asfixiada por la emocióndescriptiva».
Cobra ligeramente aliento y prosigue: «En cambio aquí, como elpresidente llega a la meta ya viejecito, la presidenta suele ser otraviejecita ya cansada, concluida, reumática, cuyo mayor deseo es que ladejen tranquila. ¡Y luego hablan de las jóvenes repúblicas! La juventudestá en las monarquías. Puede ser viejo el rey, como el de Austria, peroestá siempre llena toda Austria y toda Hungría de príncipes y princesas,de infantes y de infantas, de archiduques y archiduquesas, de juventudmonárquica, en una palabra».
—Y menos mal—arguye Petrona—cuando, aunque viejita, hay presidenta.Pero ahora...
—Tampoco la había—me atrevo a insinuar—cuando mandaba don Victorino.
—Cierto—dice la de Esquilón;—pero era distinto que ahora; entoncesestaban María Rosa y Teresa, que son muy discretas y muy distinguidas, ysabían muy bien sustituir la falta de presidenta en las fiestassociales. Ellas daban tono al gobierno con su ingenio y con suconversación espiritual. Don Victorino podía estar tranquilo: habíapresidentas. Yo soy muy amiga de ambas y constantemente hablábamos depolítica.
—Pues yo—dice Petrona,—cuando quería saber algo de candidaturasministeriales y altos empleos me valía de Anita. Claro que yo no soyamiga de Anita, de una ama de llaves; me lo impide mi condición social;pero me hice muy amiga de una familia modesta que tiene relación conAnita y, por ahí, lo sabía todo. De algún medio hay que valerse paraestar enterada. Pero ahora ¡qué cosa! ¿no? no hay forma de saber nada.
Me canso de esta labor taquigráfica para tomar al pie de la letra unasesión política tan importante y trascendental. Y hago punto. Sóloagregaré mi satisfacción y contento por haber hecho las paces conPetrona, tan buena y tan amante de los suyos...
LA ABUELA DEL REY DE LOS CIPRESES, O EL ORGULLO ANCESTRAL
El portero me trae una tarjeta: «Es una señora vie-jita—dice—, ypregunta si la señora