Esta maravillosa quietud, y los pensamientos que siempre nuestro caballerotraía de los sucesos que a cada paso se cuentan en los libros autores de sudesgracia, le trujo a la imaginación una de las estrañas locuras quebuenamente imaginarse pueden. Y fue que él se imaginó haber llegado a unfamoso castillo —que, como se ha dicho, castillos eran a su parecer todaslas ventas donde alojaba—, y que la hija del ventero lo era del señor delcastillo, la cual, vencida de su gentileza, se había enamorado dél yprometido que aquella noche, a furto de sus padres, vendría a yacer con éluna buena pieza; y, teniendo toda esta quimera, que él se había fabricado,por firme y valedera, se comenzó a acuitar y a pensar en el peligrosotrance en que su honestidad se había de ver, y propuso en su corazón de nocometer alevosía a su señora Dulcinea del Toboso, aunque la mesma reinaGinebra con su dama Quintañona se le pusiesen delante.
Pensando, pues, en estos disparates, se llegó el tiempo y la hora —que paraél fue menguada— de la venida de la asturiana, la cual, en camisa ydescalza, cogidos los cabellos en una albanega de fustán, con tácitos yatentados pasos, entró en el aposento donde los tres alojaban en busca delarriero. Pero, apenas llegó a la puerta, cuando don Quijote la sintió, y,sentándose en la cama, a pesar de sus bizmas y con dolor de sus costillas,tendió los brazos para recebir a su fermosa doncella. La asturiana, que,toda recogida y callando, iba con las manos delante buscando a su querido,topó con los brazos de don Quijote, el cual la asió fuertemente de unamuñeca y, tirándola hacía sí, sin que ella osase hablar palabra, la hizosentar sobre la cama. Tentóle luego la camisa, y, aunque ella era deharpillera, a él le pareció ser de finísimo y delgado cendal. Traía en lasmuñecas unas cuentas de vidro, pero a él le dieron vislumbres de preciosasperlas orientales.
Los cabellos, que en alguna manera tiraban a crines, éllos marcó por hebras de lucidísimo oro de Arabia, cuyo resplandor al delmesmo sol escurecía. Y el aliento, que, sin duda alguna, olía a ensaladafiambre y trasnochada, a él le pareció que arrojaba de su boca un olorsuave y aromático; y, finalmente, él la pintó en su imaginación de la mismatraza y modo que lo había leído en sus libros de la otra princesa que vinoa ver el mal ferido caballero, vencida de sus amores, con todos los adornosque aquí van puestos. Y era tanta la ceguedad del pobre hidalgo, que eltacto, ni el aliento, ni otras cosas que traía en sí la buena doncella, nole desengañaban, las cuales pudieran hacer vomitar a otro que no fueraarriero; antes, le parecía que tenía entre sus brazos a la diosa de lahermosura. Y, teniéndola bien asida, con voz amorosa y baja le comenzó adecir:
— Quisiera hallarme en términos, fermosa y alta señora, de poder pagartamaña merced como la que con la vista de vuestra gran fermosura me habedesfecho, pero ha querido la fortuna, que no se cansa de perseguir a losbuenos, ponerme en este lecho, donde yago tan molido y quebrantado que,aunque de mi voluntad quisiera satisfacer a la vuestra, fuera imposible. Ymás, que se añade a esta imposibilidad otra mayor, que es la prometida feque tengo dada a la sin par Dulcinea del Toboso, única señora de mis másescondidos pensamientos; que si esto no hubiera de por medio, no fuera yotan sandio caballero que dejara pasar en blanco la venturosa ocasión en quevuestra gran bondad me ha puesto.
Maritornes estaba congojadísima y trasudando, de verse tan asida de donQuijote, y, sin entender ni estar atenta a las razones que le decía,procuraba, sin hablar palabra, desasirse. El bueno del arriero, a quientenían despierto sus malos deseos, desde el punto que entró su coima por lapuerta, la sintió; estuvo atentamente escuchando todo lo que don Quijotedecía, y, celoso de que la asturiana le hubiese faltado la palabra porotro, se fue llegando más al lecho de don Quijote, y estúvose quedo hastaver en qué paraban aquellas razones, que él no podía entender. Pero, comovio que la moza forcejaba por desasirse y don Quijote trabajaba portenella, pareciéndole mal la burla, enarboló el brazo en alto y descargótan terrible puñada sobre las estrechas quijadas del enamorado caballero,que le bañó toda la boca en sangre; y, no contento con esto, se le subióencima de las costillas, y con los pies más que de trote, se las paseótodas de cabo a cabo.
El lecho, que era un poco endeble y de no firmes fundamentos, no pudiendosufrir la añadidura del arriero, dio consigo en el suelo, a cuyo gran ruidodespertó el ventero, y luego imaginó que debían de ser pendencias deMaritornes, porque, habiéndola llamado a voces, no respondía. Con estasospecha se levantó, y, encendiendo un candil, se fue hacia donde habíasentido la pelaza. La moza, viendo que su amo venía, y que era de condiciónterrible, toda medrosica y alborotada, se acogió a la cama de Sancho Panza,que aún dormía, y allí se acorrucó y se hizo un ovillo. El ventero entródiciendo:
— ¿Adónde estás, puta? A buen seguro que son tus cosas éstas.
En esto, despertó Sancho, y, sintiendo aquel bulto casi encima de sí, pensóque tenía la pesadilla, y comenzó a dar puñadas a una y otra parte, y entreotras alcanzó con no sé cuántas a Maritornes, la cual, sentida del dolor,echando a rodar la honestidad, dio el retorno a Sancho con tantas que, a sudespecho, le quitó el sueño; el cual, viéndose tratar de aquella manera ysin saber de quién, alzándose como pudo, se abrazó con Maritornes, ycomenzaron entre los dos la más reñida y graciosa escaramuza del mundo.Viendo, pues, el arriero, a la lumbre del candil del ventero, cuál andabasu dama, dejando a don Quijote, acudió a dalle el socorro necesario. Lomismo hizo el ventero, pero con intención diferente, porque fue a castigara la moza, creyendo sin duda que ella sola era la ocasión de toda aquellaarmonía. Y así como suele decirse: el gato al rato, el rato a la cuerda, lacuerda al palo, daba el arriero a Sancho, Sancho a la moza, la moza a él,el ventero a la moza, y todos menudeaban con tanta priesa que no se dabanpunto de reposo; y fue lo bueno que al ventero se le apagó el candil, y,como quedaron ascuras, dábanse tan sin compasión todos a bulto que, adoquiera que ponían la mano, no dejaban cosa sana.
Alojaba acaso aquella noche en la venta un cuadrillero de los que llaman dela Santa Hermandad Vieja de Toledo, el cual, oyendo ansimesmo el estrañoestruendo de la pelea, asió de su media vara y de la caja de lata de sustítulos, y entró ascuras en el aposento, diciendo:
— ¡Ténganse a la justicia! ¡Ténganse a la Santa Hermandad!
Y el primero con quien topó fue con el apuñeado de don Quijote, que estabaen su derribado lecho, tendido boca arriba, sin sentido alguno, y,echándole a tiento mano a las barbas, no cesaba de decir:
— ¡Favor a la justicia!
Pero, viendo que el que tenía asido no se bullía ni meneaba, se dio aentender que estaba muerto, y que los que allí dentro estaban eran susmatadores; y con esta sospecha reforzó la voz, diciendo:
— ¡Ciérrese la puerta de la venta! ¡Miren no se vaya nadie, que han muertoaquí a un hombre!
Esta voz sobresaltó a todos, y cada cual dejó la pendencia en el grado quele tomó la voz.
Retiróse el ventero a su aposento, el arriero a susenjalmas, la moza a su rancho; solos los desventurados don Quijote y Sanchono se pudieron mover de donde estaban. Soltó en esto el cuadrillero labarba de don Quijote, y salió a buscar luz para buscar y prender losdelincuentes; mas no la halló, porque el ventero, de industria, habíamuerto la lámpara cuando se retiró a su estancia, y fuele forzoso acudir ala chimenea, donde, con mucho trabajo y tiempo, encendió el cuadrillerootro candil.
Capítulo XVII. Donde se prosiguen los innumerables trabajos que el bravodon Quijote y su buen escudero Sancho Panza pasaron en la venta que, por sumal, pensó que era castillo
Había ya vuelto en este tiempo de su parasismo don Quijote, y, con el mesmotono de voz con que el día antes había llamado a su escudero, cuando estabatendido en el val de las estacas, le comenzó a llamar, diciendo:
— Sancho amigo, ¿duermes? ¿Duermes, amigo Sancho?
— ¿Qué tengo de dormir, pesia a mí —respondió Sancho, lleno de pesadumbre yde despecho—; que no parece sino que todos los diablos han andado conmigoesta noche?
— Puédeslo creer ansí, sin duda —respondió don Quijote—, porque, o yo sépoco, o este castillo es encantado. Porque has de saber... Mas, esto queahora quiero decirte hasme de jurar que lo tendrás secreto hasta después demi muerte.
— Sí juro —respondió Sancho.
— Dígolo —replicó don Quijote—, porque soy enemigo de que se quite la honraa nadie.
— Digo que sí juro —tornó a decir Sancho— que lo callaré hasta después delos días de vuestra merced, y plega a Dios que lo pueda descubrir mañana.— ¿Tan malas obras te hago, Sancho —
respondió don Quijote—, que me querríasver muerto con tanta brevedad?
— No es por eso —respondió Sancho—, sino porque soy enemigo de guardar mucholas cosas, y no querría que se me pudriesen de guardadas.
— Sea por lo que fuere —dijo don Quijote—; que más fío de tu amor y de tucortesía; y así, has de saber que esta noche me ha sucedido una de las másestrañas aventuras que yo sabré encarecer; y, por contártela en breve,sabrás que poco ha que a mí vino la hija del señor deste castillo, que esla más apuesta y fermosa doncella que en gran parte de la tierra se puedehallar.
¿Qué te podría decir del adorno de su persona? ¿Qué de su gallardoentendimiento? ¿Qué de otras cosas ocultas, que, por guardar la fe que deboa mi señora Dulcinea del Toboso, dejaré pasar intactas y en silencio? Sólote quiero decir que, envidioso el cielo de tanto bien como la ventura mehabía puesto en las manos, o quizá, y esto es lo más cierto, que, comotengo dicho, es encantado este castillo, al tiempo que yo estaba con ellaen dulcísimos y amorosísimos coloquios, sin que yo la viese ni supiese pordónde venía, vino una mano pegada a algún brazo de algún descomunal gigantey asentóme una puñada en las quijadas, tal, que las tengo todas bañadas ensangre; y después me molió de tal suerte que estoy peor que ayer cuando losgallegos, que, por demasías de Rocinante, nos hicieron el agravio quesabes. Por donde conjeturo que el tesoro de la fermosura desta doncella ledebe de guardar algún encantado moro, y no debe de ser para mí.
— Ni para mí tampoco —respondió Sancho—, porque más de cuatrocientos morosme han aporreado a mí, de manera que el molimiento de las estacas fuetortas y pan pintado. Pero dígame, señor, ¿cómo llama a ésta buena y raraaventura, habiendo quedado della cual quedamos? Aun vuestra merced menosmal, pues tuvo en sus manos aquella incomparable fermosura que ha dicho,pero yo, ¿qué tuve sino los mayores porrazos que pienso recebir en toda mivida? ¡Desdichado de mí y de la madre que me parió, que ni soy caballeroandante, ni lo pienso ser jamás, y de todas las malandanzas me cabe lamayor parte!
— Luego, ¿también estás tú aporreado? —respondió don Quijote.
— ¿No le he dicho que sí, pesia a mi linaje? —dijo Sancho.
— No tengas pena, amigo —dijo don Quijote—, que yo haré agora el bálsamoprecioso con que sanaremos en un abrir y cerrar de ojos.
Acabó en esto de encender el candil el cuadrillero, y entró a ver el quepensaba que era muerto; y, así como le vio entrar Sancho, viéndole venir encamisa y con su paño de cabeza y candil en la mano, y con una muy malacara, preguntó a su amo:
— Señor, ¿si será éste, a dicha, el moro encantado, que nos vuelve acastigar, si se dejó algo en el tintero?
— No puede ser el moro —respondió don Quijote—, porque los encantados no sedejan ver de nadie.
— Si no se dejan ver, déjanse sentir —dijo Sancho—; si no, díganlo misespaldas.
— También lo podrían decir las mías —respondió don Quijote—, pero no esbastante indicio ése para creer que este que se vee sea el encantado moro.Llegó el cuadrillero, y, como los halló hablando en tan sosegadaconversación, quedó suspenso. Bien es verdad que aún don Quijote se estababoca arriba, sin poderse menear, de puro molido y emplastado. Llegóse a élel cuadrillero y díjole:
— Pues, ¿cómo va, buen hombre?
— Hablara yo más bien criado —respondió don Quijote—, si fuera que vos.¿Úsase en esta tierra hablar desa suerte a los caballeros andantes,majadero?
El cuadrillero, que se vio tratar tan mal de un hombre de tan mal parecer,no lo pudo sufrir, y, alzando el candil con todo su aceite, dio a donQuijote con él en la cabeza, de suerte que le dejó muy bien descalabrado;y, como todo quedó ascuras, salióse luego; y Sancho Panza dijo:
— Sin duda, señor, que éste es el moro encantado, y debe de guardar eltesoro para otros, y para nosotros sólo guarda las puñadas y loscandilazos.
— Así es —respondió don Quijote—, y no hay que hacer caso destas cosas deencantamentos, ni hay para qué tomar cólera ni enojo con ellas; que, comoson invisibles y fantásticas, no hallaremos de quién vengarnos, aunque máslo procuremos. Levántate, Sancho, si puedes, y llama al alcaide destafortaleza, y procura que se me dé un poco de aceite, vino, sal y romeropara hacer el salutífero bálsamo; que en verdad que creo que lo he bienmenester ahora, porque se me va mucha sangre de la herida que esta fantasmame ha dado.
Levántose Sancho con harto dolor de sus huesos, y fue ascuras donde estabael ventero; y, encontrándose con el cuadrillero, que estaba escuchando enqué paraba su enemigo, le dijo:
— Señor, quien quiera que seáis, hacednos merced y beneficio de darnos unpoco de romero, aceite, sal y vino, que es menester para curar uno de losmejores caballeros andantes que hay en la tierra, el cual yace en aquellacama, malferido por las manos del encantado moro que está en esta venta.Cuando el cuadrillero tal oyó, túvole por hombre falto de seso; y, porqueya comenzaba a amanecer, abrió la puerta de la venta, y, llamando alventero, le dijo lo que aquel buen hombre quería. El ventero le proveyó decuanto quiso, y Sancho se lo llevó a don Quijote, que estaba con las manosen la cabeza, quejándose del dolor del candilazo, que no le había hecho másmal que levantarle dos chichones algo crecidos, y lo que él pensaba que erasangre no era sino sudor que sudaba con la congoja de la pasada tormenta.En resolución, él tomó sus simples, de los cuales hizo un compuesto,mezclándolos todos y cociéndolos un buen espacio, hasta que le pareció queestaban en su punto. Pidió luego alguna redoma para echallo, y, como no lahubo en la venta, se resolvió de ponello en una alcuza o aceitera de hojade lata, de quien el ventero le hizo grata donación. Y luego dijo sobre laalcuza más de ochenta paternostres y otras tantas avemarías, salves ycredos, y a cada palabra acompañaba una cruz, a modo de bendición; a todolo cual se hallaron presentes Sancho, el ventero y cuadrillero; que ya elarriero sosegadamente andaba entendiendo en el beneficio de sus machos.Hecho esto, quiso él mesmo hacer luego la esperiencia de la virtud de aquelprecioso bálsamo que él se imaginaba; y así, se bebió, de lo que no pudocaber en la alcuza y quedaba en la olla donde se había cocido, casi mediaazumbre; y apenas lo acabó de beber, cuando comenzó a vomitar de manera queno le quedó cosa en el estómago; y con las ansias y agitación del vómito ledio un sudor copiosísimo, por lo cual mandó que le arropasen y le dejasensolo. Hiciéronlo ansí, y quedóse dormido más de tres horas, al cabo de lascuales despertó y se sintió aliviadísimo del cuerpo, y en tal manera mejorde su quebrantamiento que se tuvo por sano; y verdaderamente creyó quehabía acertado con el bálsamo de Fierabrás, y que con aquel remedio podíaacometer desde allí adelante, sin temor alguno, cualesquiera ruinas,batallas y pendencias, por peligrosas que fuesen.
Sancho Panza, que también tuvo a milagro la mejoría de su amo, le rogó quele diese a él lo que quedaba en la olla, que no era poca cantidad.Concedióselo don Quijote, y él, tomándola a dos manos, con buena fe y mejortalante, se la echó a pechos, y envasó bien poco menos que su amo.
Es,pues, el caso que el estómago del pobre Sancho no debía de ser tan delicadocomo el de su amo, y así, primero que vomitase, le dieron tantas ansias ybascas, con tantos trasudores y desmayos que él pensó bien y verdaderamenteque era llegada su última hora; y, viéndose tan afligido y congojado,maldecía el bálsamo y al ladrón que se lo había dado. Viéndole así donQuijote, le dijo:
— Yo creo, Sancho, que todo este mal te viene de no ser armado caballero,porque tengo para mí que este licor no debe de aprovechar a los que no loson.
— Si eso sabía vuestra merced —replicó Sancho—, ¡mal haya yo y toda miparentela!, ¿para qué consintió que lo gustase?
En esto, hizo su operación el brebaje, y comenzó el pobre escudero adesaguarse por entrambas canales, con tanta priesa que la estera de enea,sobre quien se había vuelto a echar, ni la manta de anjeo con que secubría, fueron más de provecho. Sudaba y trasudaba con tales parasismos yaccidentes, que no solamente él, sino todos pensaron que se le acababa lavida. Duróle esta borrasca y mala andanza casi dos horas, al cabo de lascuales no quedó como su amo, sino tan molido y quebrantado que no se podíatener.
Pero don Quijote, que, como se ha dicho, se sintió aliviado y sano, quisopartirse luego a buscar aventuras, pareciéndole que todo el tiempo que allíse tardaba era quitársele al mundo y a los en él menesterosos de su favor yamparo; y más con la seguridad y confianza que llevaba en su bálsamo. Yasí, forzado deste deseo, él mismo ensilló a Rocinante y enalbardó aljumento de su escudero, a quien también ayudó a vestir y a subir en elasno. Púsose luego a caballo, y, llegándose a un rincón de la venta, asióde un lanzón que allí estaba, para que le sirviese de lanza.
Estábanle mirando todos cuantos había en la venta, que pasaban de más deveinte personas; mirábale también la hija del ventero, y él también noquitaba los ojos della, y de cuando en cuando arrojaba un sospiro queparecía que le arrancaba de lo profundo de sus entrañas, y todos pensabanque debía de ser del dolor que sentía en las costillas; a lo menos,pensábanlo aquellos que la noche antes le habían visto bizmar.
Ya que estuvieron los dos a caballo, puesto a la puerta de la venta, llamóal ventero, y con voz muy reposada y grave le dijo:
— Muchas y muy grandes son las mercedes, señor alcaide, que en este vuestrocastillo he recebido, y quedo obligadísimo a agradecéroslas todos los díasde mi vida. Si os las puedo pagar en haceros vengado de algún soberbio queos haya fecho algún agravio, sabed que mi oficio no es otro sino valer alos que poco pueden, y vengar a los que reciben tuertos, y castigaralevosías.
Recorred vuestra memoria, y si halláis alguna cosa deste jaezque encomendarme, no hay sino decilla; que yo os prometo, por la orden decaballero que recebí, de faceros satisfecho y pagado a toda vuestravoluntad.
El ventero le respondió con el mesmo sosiego:
— Señor caballero, yo no tengo necesidad de que vuestra merced me vengueningún agravio, porque yo sé tomar la venganza que me parece, cuando se mehacen. Sólo he menester que vuestra merced me pague el gasto que esta nocheha hecho en la venta, así de la paja y cebada de sus dos bestias, como dela cena y camas.
— Luego, ¿venta es ésta? —replicó don Quijote.
— Y muy honrada —respondió el ventero.
— Engañado he vivido hasta aquí —respondió don Quijote—, que en verdad quepensé que era castillo, y no malo; pero, pues es ansí que no es castillosino venta, lo que se podrá hacer por agora es que perdonéis por la paga,que yo no puedo contravenir a la orden de los caballeros andantes, de loscuales sé cierto, sin que hasta ahora haya leído cosa en contrario, quejamás pagaron posada ni otra cosa en venta donde estuviesen, porque se lesdebe de fuero y de derecho cualquier buen acogimiento que se les hiciere,en pago del insufrible trabajo que padecen buscando las aventuras de nochey de día, en invierno y en verano, a pie y a caballo, con sed y con hambre,con calor y con frío, sujetos a todas las inclemencias del cielo y a todoslos incómodos de la tierra.
— Poco tengo yo que ver en eso —respondió el ventero—; págueseme lo que seme debe, y dejémonos de cuentos ni de caballerías, que yo no tengo cuentacon otra cosa que con cobrar mi hacienda.
— Vos sois un sandio y mal hostalero —respondió don Quijote.
Y, poniendo piernas al Rocinante y terciando su lanzón, se salió de laventa sin que nadie le detuviese, y él, sin mirar si le seguía su escudero,se alongó un buen trecho.
El ventero, que le vio ir y que no le pagaba, acudió a cobrar de SanchoPanza, el cual dijo que, pues su señor no había querido pagar, que tampocoél pagaría; porque, siendo él escudero de caballero andante, como era, lamesma regla y razón corría por él como por su amo en no pagar cosa algunaen los mesones y ventas. Amohinóse mucho desto el ventero, y amenazóle quesi no le pagaba, que lo cobraría de modo que le pesase. A lo cual Sanchorespondió que, por la ley de caballería que su amo había recebido, nopagaría un solo cornado, aunque le costase la vida; porque no había deperder por él la buena y antigua usanza de los caballeros andantes, ni sehabían de quejar dél los escuderos de los tales que estaban por venir almundo, reprochándole el quebrantamiento de tan justo fuero.
Quiso la mala suerte del desdichado Sancho que, entre la gente que estabaen la venta, se hallasen cuatro perailes de Segovia, tres agujeros delPotro de Córdoba y dos vecinos de la Heria de Sevilla, gente alegre, bienintencionada, maleante y juguetona, los cuales, casi como instigados ymovidos de un mesmo espíritu, se llegaron a Sancho, y, apeándole del asno,uno dellos entró por la manta de la cama del huésped, y, echándole en ella,alzaron los ojos y vieron que el techo era algo más bajo de lo que habíanmenester para su obra, y determinaron salirse al corral, que tenía porlímite el cielo. Y allí, puesto Sancho en mitad de la manta, comenzaron alevantarle en alto y a holgarse con él como con perro por carnestolendas.Las voces que el mísero manteado daba fueron tantas, que llegaron a losoídos de su amo; el cual, determinándose a escuchar atentamente, creyó quealguna nueva aventura le venía, hasta que claramente conoció que el quegritaba era su escudero; y, volviendo las riendas, con un penado galopellegó a la venta, y, hallándola cerrada, la rodeó por ver si hallaba pordonde entrar; pero no hubo llegado a las paredes del corral, que no eranmuy altas, cuando vio el mal juego que se le hacía a su escudero.
Violebajar y subir por el aire, con tanta gracia y presteza que, si la cólera ledejara, tengo para mí que se riera. Probó a subir desde el caballo a lasbardas, pero estaba tan molido y quebrantado que aun apearse no pudo; yasí, desde encima del caballo, comenzó a decir tantos denuestos y baldonesa los que a Sancho manteaban, que no es posible acertar a escribillos; masno por esto cesaban ellos de su risa y de su obra, ni el volador Sanchodejaba sus quejas, mezcladas ya con amenazas, ya con ruegos; mas todoaprovechaba poco, ni aprovechó, hasta que de puro cansados le dejaron.Trujéronle allí su asno, y, subiéndole encima, le arroparon con su gabán. Yla compasiva de Maritornes, viéndole tan fatigado, le pareció ser biensocorrelle con un jarro de agua, y así, se le trujo del pozo, por ser másfrío. Tomóle Sancho, y llevándole a la boca, se paró a las voces que su amole daba, diciendo:
— ¡Hijo Sancho, no bebas agua! ¡Hijo, no la bebas, que te matará! ¿Ves? Aquítengo el santísimo bálsamo —y enseñábale la alcuza del brebaje—, que condos gotas que dél bebas sanarás sin duda.
A estas voces volvió Sancho los ojos, como de través, y dijo con otrasmayores:
— ¿Por dicha hásele olvidado a vuestra merced como yo no soy caballero, oquiere que acabe de vomitar las entrañas que me quedaron de anoche?Guárdese su licor con todos los diablos y déjeme a mí.
Y el acabar de decir esto y el comenzar a beber todo fue uno; mas, como alprimer trago vio que era agua, no quiso pasar adelante, y rogó a Maritornesque se le trujese de vino, y así lo hizo ella de muy buena voluntad, y lopagó de su mesmo dinero; porque, en efecto, se dice della que, aunqueestaba en aquel trato, tenía unas sombras y lejos de cristiana.
Así como bebió Sancho, dio de los carcaños a su asno, y, abriéndole lapuerta de la venta de par en par, se salió della, muy contento de no haberpagado nada y de haber salido con su intención, aunque había sido a costade sus acostumbrados fiadores, que eran sus espaldas. Verdad es que elventero se quedó con sus alforjas en pago de lo que se le debía; mas Sanchono las echó menos, según salió turbado. Quiso el ventero atrancar bien lapuerta así como le vio fuera, mas no lo consintieron los manteadores, queeran gente que, aunque don Quijote fuera verdaderamente de los caballerosandantes de la Tabla Redonda, no le estimaran en dos ardites.
Capítulo XVIII. Donde se cuentan las razones que pasó Sancho Panza con suseñor Don Quijote, con otras aventuras dignas de ser contadas Llegó Sancho a su amo marchito y desmayado; tanto, que no podía arrear a sujumento. Cuando así le vio don Quijote, le dijo:
— Ahora acabo de creer, Sancho bueno, que aquel castillo o venta, de que esencantado sin duda; porque aquellos que tan atrozmente tomaron pasatiempocontigo, ¿qué podían ser sino fantasmas y gente del otro mundo? Y confirmoesto por haber visto que, cuando estaba por las bardas del corral mirandolos actos de tu triste tragedia, no me fue posible subir por ellas, nimenos pude apearme de Rocinante, porque me debían de tener encantado; quete juro, por la fe de quien soy, que si pudiera subir o apearme, que yo tehiciera vengado de manera que aquellos follones y malandrines se acordarande la burla para siempre, aunque en ello supiera contravenir a las leyes dela caballería, que, como ya muchas veces te he dicho, no consienten quecaballero ponga mano contra quien no lo sea, si no fuere en defensa de supropria vida y persona, en caso de urgente y gran necesidad.
— También me vengara yo si pudiera, fuera o no fuera armado caballero, perono pude; aunque tengo para mí que aquellos que se holgaron conmigo no eranfantasmas ni hombres encantados, como vuestra merced dice, sino hombres decarne y hueso como nosotros; y todos, según los oí nombrar cuando mevolteaban, tenían sus nombres: que el uno se llamaba Pedro Martínez, y elotro Tenorio Hernández, y el ventero oí que se llamaba Juan Palomeque elZurdo. Así que, señor, el no poder saltar las bardas del corral, ni apearsedel caballo, en ál estuvo que en encantamentos. Y lo que yo saco en limpiode todo esto es que estas aventuras que andamos buscando, al cabo al cabo,nos han de traer a tantas desventuras que no sepamos cuál es nuestro piederecho. Y lo que sería mejor y más acertado, según mi poco entendimiento,fuera el volvernos a nuestro lugar, ahora que es tiempo de la siega y deentender en la hacienda, dejándonos de andar de Ceca en Meca y de zoca encolodra, como dicen.
— ¡Qué poco sabes, Sancho —respondió don Quijote—, de achaque de caballería!Calla y ten paciencia, que día vendrá donde veas por vista de ojos cuánhonrosa cosa es andar en este ejercicio. Si no, dime: ¿qué mayor contentopuede haber en el mundo, o qué gusto puede igualarse al de vencer unabatalla y al de triunfar de su enemigo? Ninguno, sin duda alguna.
— Así debe de ser —respondió Sancho—, puesto que yo no lo sé; sólo sé que,después que somos caballeros andantes, o vuestra merced lo es (que yo nohay para qué me cuente en tan honroso número), jamás hemos vencido batallaalguna, si no fue la del vizcaíno, y aun de aquélla salió vuestra mercedcon media oreja y media celada menos; que, después acá, todo ha sido palosy más palos, puñadas y más puñadas, llevando yo de ventaja el manteamientoy haberme sucedido por personas encantadas, de quien no puedo vengarme,para saber hasta dónde llega el gusto del vencimiento del enemigo, comovuestra merced dice.
— Ésa es la pena que yo tengo y la que tú debes tener, Sancho —respondió donQuijote—; pero, de aquí adelante, yo procuraré haber a las manos algunaespada hecha por tal maestría, que al que la tru