—La misma que viste y calza. Es usted joven, guapa, tiene talento, voz,afición.
—Lo que es afición sí que tengo.
—Bueno, pues con estudiar un poco... En fin, suban ustedes mañana.
Y se fue.
Cuando Cristeta quedó sola, tuvo que apoyarse en la anaquelería para nocaerse. Acostose sin cenar casi, ni hablar con nadie; permaneció largorato sentada en la cama, tardó mucho en desnudarse, lloró sin saber porqué, se le olvidó rezar y, por fin, al deslizarse entre las sábanassintiendo las frías caricias del lienzo, tornó a sus pasadas ilusiones,antojándosele que el ruido de los coches que pasaban por la calle eraestrepitoso rumor de aplausos y que las voces de los vendedores deperiódicos eran bravos frenéticos.
Capítulo IV
En el cual queda demostrado que la virtud, como el agua, brota dondemenos se espera
A las pocas semanas de lo narrado estaba Cristeta contratada como otratiple cómica en un teatrillo de tercer orden, cuyo empresario era elamigo del editor que la oyó cantar mientras se peinaba. Los tíos deCristeta, engolosinados con la oferta de dos duros diarios, consintieronen el ajuste. Convínose en que al principio no representaría la niñasino papelitos cuya parte musical pudiese aprender al oído, y también enque, sin pérdida de tiempo, comenzase a tomar lecciones de canto. Ellase puso loca de contento y los estanqueros, imaginando que su sobrinatenía una mina en la garganta, transigieron en pagar maestro.
El teatro donde quedó Cristeta escriturada era de los que dividen porhoras las funciones, y en él se representaban cuatro cada noche. A laprimera apenas iba gente; a la segunda asistían familias de los barrioscercanos cansadas de jugar a la perejila, jovenzuelos sin permiso pararetirarse tarde, matrimonios de larga fecha que iban a pasar el ratopara no verse solos, y forasteros deseosos de olvidar los sofionesrecibidos en los ministerios con la agradable perspectiva del coro deseñoras.
Provinciano de éstos había capaz de renunciar a la esperadacredencial con tal de poder contar en su pueblo que había sido dueño decualquiera de aquellas infelices, condenadas a estar siempre haciendomuecas voluptuosas con la cara pintada y trenzados con las piernaspresas en las desvergonzadas mallas.
El público que frecuentaba latercera y cuarta función se componía casi exclusivamente de hombresaficionados a comprar hecho el amor, y de pecadoras elegantes. A últimahora se ponían las piezas y zarzuelitas más verdes, y cual si esto lessirviese de aperitivo, era de ver cómo a la salida muchos caballeros, ovestidos de tales, esperaban en la calle la salida de bailarinas,coristas y figurantas: por fin, cuando terminado el espectáculocomenzaba la puerta del escenario a vomitar mujeres envueltas enmantones y con toquillas de estambre a la cabeza, cada hombre se llevabasu prójima, que solía ser ajena; alguna, envidiada de las demás, subíaen coche, y ya formadas las parejas, que a veces en realidad erantercetos, todos se iban contentos; ellas haciéndose las conquistadas, yellos imaginando triunfo lo que, a lo más, era compra.
A llevar y recoger a Cristeta iba el tío estanquero, no sin repugnanciay protestas de su cónyuge, la respetable y añosa doña Frasquita.
Las primeras noches intentaron algunos chuscos divertirse a costa suya;pero advertidos de que tenía mal genio, le dejaron en paz; en cambio,los señoritos que pretendían acercarse a Cristeta solicitaban suconversación, llamándole don o señor de; y él, no acostumbrado a quegente tan bien vestida le tratase de igual a igual, acabó por creer quepara codearse con personas finas era necesario andar entre bastidores.
El día en que trabajó Cristeta por primera vez, estuvo mal servido elestanco. Nadie pensó sino en hacer viajes o enviar recados a casa de lamodista, autora del traje que había de sacar a escena, en peinar yrepeinar a la nueva artista, y en prepararle una banasta para las ropasy una caja para los untos, cosméticos, polvos, mano de gato y otrosafeites.
Por la mañana, un asturiano que tenía en la esquina inmediata puesto decafé económico, vulgo de a cuarto, entró en el estanco a comprarpitillos y dijo a la criada, especie de Maritornes a medio desbastar,que el nombre de Cristeta estaba en el cartel del teatro con todas susletras; y la palurda, aunque no sabía leer, salió corriendo a que se lomostrasen; luego cruzó la calle con el mismo objeto la estanquera, sinlograr nada, porque se le habían olvidado los espejuelos, y, por último,fue también el tío, permaneciendo largo rato en contemplación de aquellalínea del reparto donde decía:
«CHULA PRIMERA-SEÑORITA MORERUELA»
Tal fue la emoción del pobre hombre, que señalando con el bastón lasletras, dijo enfáticamente a un cochero de punto que allí estaba: «¡Esmi sobrina!», y la frase salió de sus labios con aquella entonación denoble orgullo que debía de emplear la romana Cornelia cuando dijera:«¡Yo soy la madre de los Gracos!»
Cristeta se estrenó ( debutó, dijeron los periódicos) en un papel dechula, y lo hizo con mucha gracia y desparpajo, luciendo un mantón grisde ocho puntas, que por la mañana costó setenta reales en la calle deToledo, vestido de lanilla oscura con dibujitos claros, y a la cabeza unvistoso pañuelo de seda, a listas azules y amarillas, entre cuyospliegues aparecía su bonitísima cara de madrileña picaresca. Iba calzadacon medias rayadas y zapatos bajos, mostrando en cada movimiento lasenaguas muy blancas. Sin que incurriese en desvergüenza ni descaro, sufigura resultaba tan gallarda y airosa como encantador era su rostro.
Sepresentó en escena con los ojos turbados del miedo; pero en la segundasalida, al terminar una tirada de redondillas, sonaron unos cuantosaplausos y perdió el temor. En el resto de la zarzuelita estuvosaladísima, y en la única pieza que cantó, también la aplaudieron.Moviéndose y accionando parecía cómica veterana.
Cuando al retirarse a casa salió acompañada de su tío, había en lapuerta una manada de caballeretes esperando para verla de cerca; donQuintín, que así se llamaba su Argos, puso cara feroz y ella,esforzándose por reprimir la alegría, procuró estar seria.
Nadie durmió sosegadamente aquella noche en el estanco. La tía, porque apesar de la edad de su marido, estaba solevantada con lo peligroso queera, según dijeron las vecinas, que el bueno del hombre fuese a pasarlas noches entre bailarinas y coristas; el tío porque, asombrado de lafacilidad con que Cristeta se ganaba sus cuarenta reales, pensaba ya enel cobro de la quincena, y la muchacha porque aún le zumbaban en losoídos las palmadas.
Mas su verdadera satisfacción fue a la mañanasiguiente, cuando en la sección de espectáculos de un periódico leyó quela señorita Moreruela
era
de
agraciada
figura
y
tenía
brillantesdisposiciones, y estaba llamada a conquistar grandes triunfos en eldifícil arte a que se dedicaba.
Hasta final de temporada trabajó en otras dos obras, y por una de ellasexperimentó la primera contrariedad de las muchas a que había de estarsujeta.
Citáronla para asistir a la lectura, y acabada ésta le entregaron supapel, de poco más de un pliego, en cuya primera hoja estabanmanuscritas las siguientes palabras:
NINFA ELÉCTRICA
La obra era una revista, manojo de desvergüenzas mal escritas,adornado con música populachera de aires franceses disfrazados a lachulesca.
La esperanza del éxito estaba fundada en media docena de decoraciones yen los trajes de las actrices, o, más claro, en la poquísima ropa quehabían de ponerse. Cristeta tenía que salir con el pelo suelto, corpiñoliso, muy escotado, de raso azul eléctrico, zapatos de lo mismo, nadaen los brazos y en las piernas mallas hasta la cintura; es decir,desnuda: porque aunque de sus carnes sólo habrían de verse el escote ybrazos, todas las líneas y prominencias del cuerpo quedaban demanifiesto.
Cuando una de sus compañeras se lo explicó detalle por detalle, la pobremuchacha se puso como la grana y su primer impulso fue decir querenunciaba a ser cómica, pero le dio vergüenza avergonzarse. Volvió a sucasa malhumorada, se encerró en su cuarto y estuvo llorando hasta lahora de tornar al teatro.
Seguramente hubo por fuerza de ocurrírsele mucho tiempo antes queaquello había de llegar, mas no lo imaginó para tan pronto; así que susorpresa fue terrible. Si al menos hubiese salido a escena un día muy decorto y otro muy escotada... pero así, de repente, sin preparación... ¡ycasi desnuda! Buscando luego paliativos a su disgusto, se dijo que elexceso de pudor ahogaría su porvenir artístico. ¡Pues qué! ¿No habíavisto, por ejemplo, y nada menos que a célebres cantantes, lucir laspiernas haciendo el paje de los Hugonotes, y algo más que las piernasen la Venus del Tannhauser? En realidad, lo que le enfadabaextraordinariamente no era ostentar sus encantos, porque estaba ciertade no hacer gesto, ademán ni movimiento indecoroso: la causa principalde su enojo era el tener que salir entre otras mujeres desapudoradas yvenales que alardeaban de su desnudez, y con quienes había de alternar yconfundirse. Esto la sacaba de sus casillas. En vano tenía yaacostumbrados los oídos al grosero lenguaje usado en lo interior delteatro y a las frases soeces con que algunos gomosos la perseguían; sumirada severa y su ceno adusto ponían a todo el mundo a raya; peroahora, obligada a circular por entre bastidores de aquel modo, ¿cómoevitar las bromas insolentes, los dicharachos lascivos? Y luego, alsalir a escena, ¡cómo caerían sobre su cuerpo las miradas! ¡Quévergüenza!... En cambio, no se reirían de ella, cual les acontecía aalgunas de sus compañeras que tenían los brazos flacos, las piernastorcidas, las caderas desconcertadas y el escote huesoso. Segura estabade obtener un triunfo la noche en que se estrenase la revista, porqueel espejo y la comparación de sí misma con aquellas desdichadas lehabían dicho que su cuerpo era un prodigio de hermosura.
En tales dudas y vacilaciones dejó pasar días y días, hasta que se echóencima la víspera del estreno. Entonces tuvo miedo del ridículo, pensóque aquello no era más que una contrariedad inherente a su profesión, ycuando al concluir el ensayo general le preguntó la sastra que a quéhora podría ir a probarla el traje, la citó sin oponer resistenciapara la misma tarde, sumisa e indiferente como si se tratase de unasunto zanjado.
Llegó la hora convenida, fue la sastra a su casa, entró en el cuartitode Cristeta y comenzó ésta a desnudarse, dejando por fin caer sobre laestera de cordelillo las ropas y prendas dichosas que llevaba másinmediatas al cuerpo. Entonces la encargada de vestir y desnudarcómicas, según los casos, no pudo reprimir una exclamación de sorpresay, haciendo ademán de santiguarse, dijo:
—¡Bendito sea Dios! ¡Ay, señorita; mujeres hermosas tengo vistas, perocomo usted, ninguna!
Cristeta se sintió halagada y su pudor murió a manos de su vanidad.
Letra y música de la revista fueron estrepitosamente silbadas,contribuyendo esto a realzar el triunfo de Cristeta porque cuandomayores eran las muestras de desagrado, salió ella a las tablas y, lomismo fue verla el público, que acallarse el bastoneo y los chicheos. Enseguida cantó bien dos o tres coplas, de esas que luego alcanzan loshonores del organillo, y aquella música, que por sí sola no hubiesearrancado una palmada, fue aplaudida. Al terminar hizo la artista unapirueta, dio un saltito muy mono, y se metió entre bastidores.
Lo que entonces estalló no fue entusiasmo, sino delirio: el públicoquiso que se repitiera la canción, no por oírla, sino por ver nuevamentea Cristeta; y ésta, animada con aquel éxito personalísimo, cantó mejor yaún se movió con más libertad. Las mujeres pensaban mirándola: «¿Quéharán estas bribonas para ponerse tan guapas?» Los hombres se la comíancon los ojos.
A partir de aquella noche, no hubo trapero literario de los que surtende majaderías propias y ajenas a los teatros de último orden, en cuyascavilaciones no entrasen como elemento dramático los encantos corporalesde Cristeta.
El empresario recibió muchas obras, donde se adjudicaban a la nuevaartista papeles que requerían poquísima ropa, con lo cual la pobremuchacha se persuadió de que no eran su voz y su talento los que la ibansacando a flote, sino su belleza.
Esta fue su primera desilusión.
Los pretendientes cayeron sobre Cristeta como moscas sobre pastelfresco; mas por ninguna de aquellas conquistas se sintió halagada.Cuantos hombres se le acercaban traían imaginado que era cosa de llegary besar el santo, con tal de echar antes alguna limosna en el cepillo.Un banquero riquísimo, y muy conocido en Madrid por la protección quedispensaba a las chicas de vida alegre, le propuso descaradamenteamueblarle un entresuelito y ponerle coche; un caballerete trapisondistay jugador intentó llevársela una noche a cenar, imaginando que cuatrocopas de Champaña y un gabinete de fonda le asegurarían la conquista; unautor le ofreció un papel de gran lucimiento a cambio de una cita, yhasta el director de escena se brindó a solicitar para ella unbeneficio, a condición de que ensayasen a solas lo que hubiera decantar. A ser ella interesada o de temperamento fácilmente inflamable,pronto hubiera sucumbido: su salvación estuvo, por entonces, en que nila deslumbraba el brillo del oro, ni la imaginación se le exaltaba hastaponer en peligro su castidad; antes al contrario, aquella larga serie deacometidas bruscas, en que sin poesía ni delicadeza trataron de comprarbarata su belleza, concluyó por darle asco. No se le exacerbó la virtud,pero vio claro el peligro.
Alguna vez, al refugiarse en el cuarto del teatro, contemplando a solassu gallarda figura ante el espejo, sintió deseo de riqueza; quizá, ebriade adulaciones, resplandores y músicas, soñó despierta con la realidaddel amor, mas ni el fantasma del lujo ni la tentadora voz de laNaturaleza lograron rendirla, porque se sentía humillada de no despertaren los hombres más que la misma impureza que les inspiraban aquellas desus compañeras, viciosas o hambrientas, que se vendían por un traje o seprostituían por una joya. ¿Era esto castidad ingénita, frío cálculo,tibieza de sangre o señal de orgullo?
Cristeta no era hipócrita ni desdeñosa del amor, ni de las que, por loariscas, hacen antipática la virtud; pero instintivamente consideraba suhermosura como complemento de su corazón: quien no poseyese éste, nodisfrutaría de aquélla. Se reconocía hermosa, y no concebía que pudieratasarse su belleza. Era capaz de disimular el enojo y hasta de noenojarse contra un buen mozo que, atrayéndola con exquisito arte o porsorpresa, la besase, imprimiendo al beso aquella deliciosa ingenuidaddel niño que se apodera de una golosina; pero a cuantos se atrevieron apropasarse con ella ofreciéndole dinero, les recibió como se recibe a unperro en un juego de bolos. En su corazón tenían entrada libre laimpremeditada flaqueza que vence el ánimo más fuerte, la voluptuosidadque a veces flota en el ambiente y se desliza suavemente por lossentidos hasta lo más recóndito del alma, la ocasión traidora que llegacuando menos se piensa; en una palabra, todos los estimulantes del amor;en cambio, su pensamiento estaba cerrado al interés. Un día de campo, unrayo de sol o cuatro frases dichas a tiempo, podían hacer que Cristetacayese trémula en los brazos de un hombre; pero quien se arriesgase aproponerle crudamente la compra de sus labios, los vería trocados enmanantial de indignación; el enojo de Lucrecia fuera pálido comparadocon el suyo.
Sí: Cristeta era romántica, como casi todas las mujeres españolas; y deigual suerte que en un aduar de negruzcos gitanos se puede descubrir unniño sonrosado de pelito rubio y rizoso; a semejanza del grano de oroque corre arrastrado entre el légamo y las toscas piedras del río, asíen aquel teatrucho donde toda obscenidad tenían su asiento, vivía ellacercada de ex—
vírgenes andariegas y mamás alquiladizas, esperando, no elchocar de los centenes ni el crujir de las sedas, sino la voz de unhombre que murmurase en su oído: «¡Quiéreme!»
Mujer que así pensaba no podía transigir con la perspectiva de quedarsesin flor, exponiéndose a dar fruto que acaso no tuviese dueño conocido.
Su entereza estaba además cimentada en otra base de resistencia, acasomás salvadora que la misma castidad romántica.
A poco de ingresar en el teatro observó Cristeta que a cuantascompañeras suyas pecaban y se envilecían por codicia, les salía erradoel cálculo. Hoy se entregaban a un calavera rico, mañana a un señoritoachulado, tal noche a un marido ajeno, tal otra a un pollancón estúpido;y total, alguna cena, algún traje, desempeñar a costa de uno lo quehabía de lucir con otro, y a la postre el rostro ajado y la juventudmalbaratada: vida de moza mesonera, trajín constante, pocas propinas yvejez: mendiga.
Tales fueron, durante algún tiempo, sus pensamientos.
La maledicencia y la calumnia se cebaron en ella. Quién dijo que no erabuena, sino pecadora a escondidas; quién que por avariciosa se hacíadeseable, para venderse cara; quién, llegando hasta el colmo de lainfamia, afirmó que Safo había retoñado en ella: lo cierto fue que nadiepudo probar acusación alguna.
Por fin, cierta mañana circuló en el ensayo una noticia estupenda.Díjose que la noche anterior Cristeta no había salido del teatroacompañada sólo de su tío; que con ellos iba un caballero de treinta ytantos años, buen mozo y elegante; añadiose que Cristeta se apoyó en subrazo para llegar desde su cuarto a la calle, que luego siguieronjuntos, ella bien arrebujada en su abrigo, él subido el cuello del gabánde pieles, y detrás, a dos pasos, como guardia de respeto, el tíoestanquero. La fiera debía de estar domada y el domador se llamaba donJuan de Todellas.
Capítulo V
Que puede dejar dudas sobre la compatibilidad del amor y la virtud
Pocos días antes de nacer aquellas murmuraciones, paseaba don Juan porlos pasillos del teatro con un amigo, que le decía así:
—No recuerdo dónde afirma Cervantes que los alcahuetes son gentes útilesa la república, y que debieran ser muy considerados.
Bueno: puesescudado en tan autorizada opinión, no tengo inconveniente enpresentarte a la incorruptible.
—¡No sabes la impresión que me ha causado esa mujer! ¿Y tú crees quenadie ha...?
—Eso dicen, aunque también le quitan mucho el pellejo. Yo creo que eshonrada. Veremos hasta dónde llega tu buena suerte..., y te advierto doscosas: primera, que no te propases a ciertos atrevimientos, como cerrarla puerta del cuarto estando solo con ella, y segunda, que te congraciescon el tío. Háblale de Espartero, elogia a la milicia nacional, quemaincienso en honor del difunto partido progresista. Por último, aunque teparezca ridículo, enamórala por lo fino.
Cuando el que hizo la cita cervantesca y dio estos consejos a don Juanentró con él en el cuarto de Cristeta, estaba ella vestida a lo gitana,con falda de percal de mucho vuelo, pañuelo de espuma al talle, rizos enlas sienes y moño bajo, hecho un jardín a puras flores. El tío sentadoen un sillón gótico de guardarropía, leía un periódico.
Luego de las frases usuales en toda presentación, el amigo dio tres ocuatro noticias de teatros y, pretextando saludar a una cómica, se salióal pasillo. Don Juan, fingiendo turbación, adoptó la postura más decenteque pudo, como si estuviera en el salón de una gran señora. Frente a élCristeta, recostada en un pequeño diván, se entretenía en hacer nuditoscon el fleco de la pañoleta.
El tío, como de encargo, no chistaba. Yaiba don Juan a entablar conversación, temeroso de que el traspuntellamase a Cristeta, cuando ésta, por decir algo, dijo poniéndose en pie:
—¿Qué tal? ¿Resulta gitano el traje?
—Muy característico, muy típico...
Y calló, sin terminar la frase.
—Hable usted con franqueza.
—Que no hay analogía entre usted y ese atavío.
Y como ella hiciese un mohín de sorpresa, continuó:
—Quiero decir que esa falda tan hueca, ese moño tan bajo, esos rizostan... subversivos, todo tan... flamenco no está en relación con labelleza elegante y distinguida de usted. Cuanto lleva usted encima pideuna cara más, enérgica, facciones duras...
—Gracias por la galantería—repuso ella secamente.
Pero no le fue desagradable la lisonja. Estaba acostumbrada a que lallamasen rica en el mundo o barbiana, y aquella era la primera vez queun hombre la galanteaba con finura.
—Vamos—siguió él—; convenga usted conmigo en que su fisonomía y su porteson demasiado aristocráticos para estas flamenquerías: mejor estaríausted con un traje de baile, de raso muy claro, por ejemplo, y con ungran abrigo forrado de pieles que le llegase hasta los pies...; pero queno los ocultase... Nada de alhajas: el lugar que cubrieran valdría másque el mejor brillante. En fin, me resulta usted una gitana demasiadoseñorita.
Cristeta sonrió con mayor afabilidad y repuso:
—Pues ya lo ve usted; al público le da por esto.
—Lo triste es que artistas como usted tengan que hacer estas obras.
Cristeta estaba muy acostumbrada a oír elogiar sus encantos corporales;pero no le sucedía lo mismo respecto de sus facultades artísticas y,sorprendida por la última frase de don Juan, repuso con más sinceridadque amor propio:
—Pues qué, ¿cree usted que yo sirvo para otra cosa?
Con distinta mujer, don Juan hubiera aprovechado la pregunta para hacerun juego de palabras y un chiste picante: con Cristeta no se atrevió.
—¡No lo he de creer! En cuanto se forme una buena compañía de zarzuela,de ópera cómica española quiero decir, verá usted cómo la buscan. El díaen que haga usted un papel de sentimiento, una obra fina... se la comena usted.
De repente se asomó el traspunte a la puerta del cuarto y, sindetenerse, dijo:
—Voy a empezar.
Don Juan se despidió de Cristeta prendado hasta donde él se podíaprendar de una mujer.
Aquella noche no pasó más. Sin embargo, para completa exactitud, esnecesario añadir que Cristeta trabajó más a gusto que de ordinario, yque luego, a solas en la alcoba de su casa, recordó las palabras de donJuan, pensando con agrado y amor propio satisfecho, en la posibilidad deser artista de las que rara vez tienen que ensenar en escena lo que lamujer debe cubrir casi en todas partes. Después se esforzó porreconstruir mentalmente su diálogo con don Juan, y le pareció que habíadado prueba de buen gusto censurando el exagerado atavío gitanesco.
Porúltimo, pensó que otros trajes y otros papeles le sentarían mejor: porejemplo, el de la Princesa de Pan y Toros, el de la Magdalena de LaMarsellesa, el de Aurora en Luz y sombra. Sí, sí; zarzuela seria. Yse durmió.
Don Juan no incurrió en la torpeza de volver al cuarto de la señoritaMoreruela a la noche inmediata, ni a la siguiente, ni a la otra: dejópasar algunos días, hasta que hubo estreno en que ella trabajase; demodo que al verle entrar en su cuarto no sospechó que fuese porvisitarla, sino con ocasión de la obra nueva.
El tío, que había tomado muy en serio el papel de Argos, estaba, como decostumbre, leyendo un periódico, sentado en su sillón gótico, del cualno se levantaba más que cuando Cristeta decía: «que me voy a mudar».Entonces se trasladaba a un rincón del pasillo, y situándose bajo unmechero de gas, seguía leyendo, charlaba con el bombero de servicio odaba palique a alguna de las coristas que andaban de un lado para otropidiéndose prestados los peines, la borla de los polvos o la mano degato.
Cristeta interpretaba en la pieza nueva un papel de mocita traviesa quese fingía juiciosa. Se había vestido con sencillez, y lo que máscontribuía a su aspecto de modestia y candor era el peinado, con la rayapartida por medio y alisado luego el pelo hacia las sienes. Parecía unacolegiala. Apenas la vio don Juan, dijo como si tratase de reanudar laconversación que anteriormente tuvieron:
—Hoy sí que está usted monísima. ¡Cualquiera diría que se ha escapadousted de uno de esos conventos donde se educan las señoritas de lagrandeza!
—Pues mire usted, estoy que rabio. Hoy me han repartido otro papel...también de esos que... en fin, véalo usted.
Y tomando unos pliegos de sobre la mesa del tocador, se los mostró a donJuan, quien los hojeó rápidamente. Se trataba de otra revista, y en laescena en que se hacía referencia a la última Exposición de BellasArtes, salían personificadas en tres guapas chicas la Arquitectura, laPintura y la Escultura. Había de sacar la primera corona mural, túnicablanca, y en la mano la escuadra; la segunda era un mancebo de la épocadel Renacimiento, y llevaba como atributo una paleta; y la Esculturadebía aparecer sobre un pedestal a modo de estatua, en la mayor desnudezposible, y sin más ropaje que un trozo de paño liado a las caderas. Todoesto lo explicó rápidamente Cristeta, añadiendo malhumorada:
—¡Y la estatua... soy yo!
Frunció don Juan el entrecejo, y exclamó, tirando los papeles sobre eldiván:
—Da grima. ¡No haga usted eso!
Tan claramente manifestó su desagrado, que Cristeta no pudo menos desentir sorpresa.
¿Qué le importaría a aquel buen señor, que apenas la conocía, que ellasaliese a escena más o menos ligera de ropa?
—No tengo más remedio—dijo—que conformarme. No estoy, ni acaso llegue averme nunca, en situación de imponerme a una empresa.
—Hasta que sea yo empresario; bien es verdad que entonces trabajaráusted lo menos posible.
Don Juan no acertó a expresar bien su pensamiento, o no se atrevió acompletarlo. Ella lo adivinó, sin embargo, y no queriendo dárselo aentender, repuso:
—¡Pues buen modo de protegerme!
En noches sucesivas don Juan asistió con frecuencia al cuarto deCristeta, y por el lenguaje que usó con ella comprendió la muchacha quehabía producido honda impresión en aquel hombre: mas no llegó a tenerque aceptarle ni rechazarle categóricamente.
Estaba convencida de que la cortejaba, pero con tal comedimiento, que nole era fácil decidir la disposición de ánimo que debía adoptar respectode él: el mucho agrado pudiera parecer liviandad, la esquivez fueragrosería, y despedirle con cajas destempladas era exponerse a que él lapusiese en ridículo encogiéndose de hombros, o acaso diciéndoleclaramente que se había hecho ilusiones. Por todo lo cual determinóesperar, discurriendo de este modo: «Si piensa en mí, por muy astuto quesea, algún día se clareará, y según sus intenciones...
veremos. Unacómica como yo no puede pensar en casarse con un hombre como él: lootro no debe ser, no me conviene, no quisiera... Malo es que esté yatan preocupada. En fin...¡Dios dirá!»
Cristeta no tenía estipulado beneficio en la escritura: ¿quién podíahaber adivinado que en tan poco tiempo creciera tanto, respecto de ella,el favor del público? Pero a falta de beneficio, el día de su santo laempresa le hizo regalo de una corona, y sus admiradores le llenaron elcuarto de flores y multitud de esas baratijas más o menos inútile