Dulce y Sabrosa by Jacinto Octavio Picón - HTML preview

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—¡Maldita tormenta! ¡Estábamos tan bien en el balcón!...

La alegría retratada en el rostro de don Juan le acusaba claramente dementiroso. Había empezado por no tomar a Cristeta más que una mano;después fue subiendo las suyas hasta cogerle la mórbida y delicadacarnosidad del brazo, que mostraba desnudo fuera de la manga de la bata,y acabó por dar un golpecillo a la puerta con el pecho, dejándola medioabierta; de suerte que pudo acercarse mucho más a su novia y cogerleamorosamente la cintura, aunque sin oprimírsela con demasiada libertad.

—¿Qué es esto?—exclamó ella fingiendo un enojo que no sentía, y moviendola puerta con un pie.

—¿Qué ha de ser? Que con esta maldita puerta me hago daño.

¿Pero quétienes? ¿Desconfías de mí? ¿No hemos estado solos mil veces en tu cuartodel teatro en Madrid?

—Es verdad... esto es bufo, y vamos a concluir burlándonos uno de otro.

—Y en amor—añadió don Juan—no hay cosa peor que el ridículo.

Estaban en lo cierto. La situación era propia de sainete.

Cristeta teníael cuerpo echado hacia adelante, para que don Juan pudiera estrecharlael talle, y él, ansioso de no perder lo conquistado, había metido mediocuerpo por entre puerta y marco; con lo cual, en vez de personasformales, parecían chiquillos jugando al escondite.

—Basta de niñerías—dijo don Juan de repente, atrayendo hacia sí lapuerta y abriéndola de par en par—. Entra en mi cuarto, o déjame queentre en el tuyo, y hablaremos tranquilamente.

—¿Tranquilamente?

—¿Lo dudas?

—¡Como no me has avisado que venías, y luego has tomado ese cuarto!

—¿Había de irme lejos pudiendo estar cerca? ¡Dilo, alma mía!

Don Juan se había ya entrado a la habitación de Cristeta, y con la mayornaturalidad, sin arranque de enamorado fogoso ni señal de ataque a loque debía respetar, fue a sentarse en el sofá, ni más ni menos que sillegara de visita. Ella, sonriente, monísima, se colocó frente a él, enuna silla baja, y durante unos segundos ambos permanecieron callados.

Don Juan pensaba: «Todavía no». Cristeta se decía:

«¡Veremos!»

Luego hablaron de cómo hizo cada cual el viaje, del tiempo que Cristetahabía de estar allí, de cuándo partiría él, hasta que, según costumbreen tales casos, sin saber por dónde, volvieron al eterno dúo en que laspromesas de amor se resuelven en suspiros, y se acaban en mimos lasfrases comenzadas con palabras. Sin duda que andaba cerca de allí undiablo ocioso, y quiso atormentarles, que es, según San Macario, lo másgrave que puede acaecer a cristianos, porque al poco rato sucedió quedon Juan, alzando suavemente a Cristeta de la silla baja donde estaba ysentándosela muy junto a sí en el sofá, comenzó a decirle miles de cosasamorosísimas, que ella escuchaba dándole gracias con los ojos. Nopretendió el diablo tentarles más, o don Juan quiso dejar la tentaciónpara otro día, porque levantándose de repente, como quien se aparta deun grave peligro, se pasó las manos por el rostro, y dijo:

—No, Cristeta, esto es una locura... Adiós, hasta mañana; estáshermosísima y te quiero demasiado.—Y echando a andar hacía su cuarto,entró y cerró la puerta, mientras Cristeta quedaba en el sofá confusa yasombrada, no sabiendo qué sentimiento dominaba en su espíritu, si penade amor contrariado o gratitud por el respeto que recibía.

Al encerrarse don Juan en su habitación se dejó caer sobre una silla,admirado de su propia heroicidad. No hubo en aquel momento rasgo decasta entereza que no recordara con desprecio. ¿Qué José, huyendo de lamujer de Putifar? ¿Qué Octavio, esquivando a Cleopatra, podíancomparársele? Porque estas dos damas fueron caprichosas pervertidas, yestaban cansadas de darse a quien quisiera disfrutarlas; mas Cristetaera la juventud no estrenada, la belleza por nadie poseída, queespontáneamente se le brindaban en el silencio de la noche, como en lasoledad de un campo se ofrecen al sediento peregrino los jugosos racimosde la vid.

Don Juan se portó así, seguro de que aquello no era renunciar a lavictoria, sino asegurarla, dilatándola; prefirió sitiar la plaza porhambre a tomarla por asalto.

Aunque a la noche siguiente estuvieron el cielo sereno y el airetemplado, no se le ocurrió a ninguno de ambos amantes ponerse al balcónni entornar la puerta. Cristeta fue la primera que, al volver delteatro, como viese el hilillo de luz que penetraba por el agujerito dela cerradura, despidió a la doncella lo más presto que pudo, y apenas laoyó subirse al piso en que dormía, tosió para que don Juan supiese queera esperado, y descorrió el cerrojillo. Sonar la falsa tos, rechinar elhierro y abrirse la puerta, apareciendo en ella el galán, fue obra de unmomento.

A estar Cristeta menos enamorada, habría podido, durante lasveinticuatro

horas

transcurridas

desde

la

entrevista

anterior,reflexionar sobre la conducta que le convenía seguir; pero ya nodiscurría tan frescamente como al salir de Madrid.

Primero elalejamiento de su amado, luego los diálogos de balcón a balcón, y porúltimo el peligroso encanto de aquella misteriosa proximidad, acaloraronsu imaginación, haciéndola sentir mucho y pensar poco; así que, en vezde apercibirse contra la cita, no supo sino esperarla con impaciencia.Al dirigirse hacia la puerta miró al sofá con miedo, a la cama conterror, y, sin embargo... abrió gozosa.

Don Juan adelantó dos pasos, la cogió amorosamente por el talle y labesó en una mejilla con aparente inocencia, reanudando el dúo de lanoche pasada con aquella misma naturalidad que emplearía Fray Luis deLeón al exclamar: «Decíamos ayer...»

Cristeta, sin rehuir el beso, hablóde este modo:

—¡Vaya una temeridad! ¡No sabes qué cavilosa he pasado el día!

—¿Por qué, vida?

—No debemos continuar viéndonos de esta manera. Si alguien lo sabe,estoy perdida.

—Tú podrás perderte, pero yo lo estoy ya; perdido de amor por ti, que nidescanso, ni duermo, ni sosiego, ni hago cosa a derechas; todo el díaestoy contando minutos y esperando que llegue este momento para decirteque te quiero... ¡Qué hermosa estás!

—¿De veras? ¡Nunca lo he oído con gusto hasta que tú me lo has dicho!

—Como que nadie te lo ha dicho queriéndote: con esa cara y ese cuerpoque tienes, ¡claro! alguno habrá habido chiflado por ti, pero... no séde qué modo expresártelo, no por cariño, como yo... sino... en fin, porlo guapa y por lo mareante que eres, vamos, con hambre de abrazarte...Ya me entiendes... ¡Quita, quita; no me mires así, que me vuelves loco!

—Y tú ¿me quieres de otro modo?

—¿Yo? De los dos. Cuando no te tengo al lado soy dueño de mí, piensofríamente, y recordándote, siento un placer grandísimo... y tranquilo...vamos, como sí gozara sólo con el entendimiento, como si en vez de serhombre fuese un ser maravilloso incapaz de... ¿Comprendes?...

—Se me figura que sí.

—Bueno; pero luego, en cuanto me acerco a ti, ¡adiós frialdad!

Tú nohabrás estado nunca borracha, ya me lo figuro; pero alguna vez, el díadel santo de tu tía, o de una amiga, habrás bebido una copita de licorque se te haya subido a la cabeza... No se pierden la voluntad ni elsentido, pero se exalta la imaginación, todo lo demás flaquea y desmaya;parece que los ojos no ven sino lo que quieren ver, lo que da gusto alalma, y se queda uno soñando despierto, perdido de ideas... ¡Se meocurren unas cosas!...

—Juan, calla, o vete. ¡Déjame!

—La culpa es tuya. Tienes un modo de mirar que me estremece. Como cuandopasa un pájaro aleteando sobre el agua, y parece que el agua tiembla...¡No te rías! Pues agallado.

—No digas tontunas: ¡ni que estuviéramos en escena en el teatro!

—¿Qué teatro? ¿Quién te ha hablado nunca con la sinceridad que yo? Sihasta se me olvida lo que pienso lejos de ti. Mientras no te veo, se meocurren cien mil cosas con que volverte loca; me siento más poeta queDios, y en cuanto te tengo al lado, me quedo tonto, inútil, como unmuñeco descompuesto.

Cristeta respiraba penosamente, y en lo interior del pecho sentía unasensación extraña, como de hervor latente. Las palabras de Juan se leiban entrando al alma, haciendo escala en los sentidos. Por fin, igualque otras veces, le dijo, mirándole con melancólica ternura:

—¡Si fuera verdad!...

—¿Y qué derecho tienes para dudarlo?

—No lo sé. Corazonadas... miedo. Vamos a ver; apártate un poquito yhablemos fríamente. No dudo de tu sinceridad; pero no confundamos lascosas. ¿Es que me quieres, o es que te parezco bonita? Piénsalo bien:¿qué soy yo para ti?

—¡Mi vida! ¡Mi cielo!

—¡Quiá! Una mujer que te gusta... una más. Y por otra parte,

¿qué puedoyo esperar de ti? ¡Nada! ¿No conoces que, aunque te quiera como tequiero, no debo hacerme ilusiones? Vamos, calla, calla. ¡Si no puedeser! Un hombre como tú, tan distinto de mi clase... Yo, que no he pisadoalfombras más que en escena... No tendríamos perdón de Dios: yo, porvanidosa; tú, por creer que es amor eso... que es otra cosa.

—¿Y qué es?—preguntó Juan con extraordinaria vehemencia.

Cristeta se puso roja como la grana.

—¿Lo ves?—añadió él—. Hasta te da vergüenza lo que se te ocurre. Diloclaro: ¿crees que yo no siento por ti más que un deseo... uncapricho?...

—Ya te he dicho otra vez que me lastima esa idea; yo no he nacido parasatisfacer caprichos. Sólo la palabra me ofende y me repugna. Lo quequiero decirte es que tú confundes lo poco que me puedas querer con...lo otro.

—Tú sí que me ofendes. ¿Cuándo se te ha acercado un hombre que terespete más que yo?

—Es que yo sé hacerme respetar.

—Pues conmigo no tienes necesidad de eso.

Cristeta sostenía el diálogo con dificultad: sus frases eran diversas desus pensamientos y contrarias a sus deseos; semejaba un sofista ansiosode dejarse convencer.

Juan no había llevado la vela de su cuarto; en el de ella, aunqueespacioso, puesto como de fonda, con pocos y baratos muebles, no lucíamás que la llama temblorosa de una bujía, colocada sobre un veladorcito,en tal disposición, que dejando en sombra los rincones, daba de lleno enel rostro de Cristeta, iluminaba la cama, la mesa de noche y el sofá enque estaban sentados los amantes. Pendientes de perchas y sobre variassillas, se veían ropas de calle y de escena, resaltando entre éstas unafaldilla de seda a listas de colores vivos y tan corta, que habría dedejar las piernas al descubierto. Encima de un baúl había un par debotas altas de raso blanco con cordones de oro.

La calle estaba desierta, al través de los visillos del balcón sedivisaba el centelleo de las estrellas y a lo lejos sonaba el bramidoronco y tenaz que subía de la playa.

En la fonda y su proximidad el silencio era completo. Mientras Cristetahablaba o escuchaba, su propia voz y la de Juan parecían infundirletranquilidad y sosiego: pero en los breves intervalos en que permanecíancallados, entre frase y frase, aquel silencio era para ella un nuevo ypeligroso incentivo, añadido a la fascinación que en su ánimo juntamentelevantaban la sed de amor y las palabras del hombre. Medrosa por laocasión y medio rendida ante la idea del amor, fijaba de cuando encuando la mirada en Juan, cual si pretendiese adivinarle lospensamientos; otras veces dirigía la vista hacia el faldellín y botas deraso, que simbolizaban su peligrosa vida artística, y luego desviaba condesdén los ojos. En los del hombre no descubría presagio de infortunio;antes al contrario, estaban expresivos, atrayentes, llenos de promesasdulcísimas. En cambio—¡hay momentos en que las cosas hablan!—elfaldellín y las botas de raso parecían augurar más sinsabores que elcoro de la tragedia antigua.

Un reloj de cuco que había en el pasillo inmediato, dio pausadamente lastres de la madrugada. Cristeta, retirando una mano que don Juan le teníacogida entre las suyas, se puso en pie como tocada de un resorte. Nohizo ademán de resistencia premeditada, ni fue el suyo acto sugerido porla voluntad, sino movimiento instintivo con que, sintiéndose flaquear,se apercibió a la defensa, viendo inevitable y cercana su amorosaderrota.

Al verla levantarse, don Juan se puso también en pie, comprendiendo queen aquel instante podía intentar un asalto decisivo. La noche, el sitio,la soledad, el silencio, la excitabilidad de que Cristeta parecíaposeída, hacían apetitosa y deleitable la ocasión; mas ¿a qué atacar unafortaleza a la cual faltaba tan poco para rendirse voluntariamente? DonJuan sabía que gozar una mujer, en el más noble y lato sentido de lapalabra, no es descerrajar una puerta. La violencia es el peor enemigodel amor. El viento huracanado y raudo roba brutalmente su perfume a lasflores y lo esparce sin disfrutarlo; en cambio el aura suave, el céfiroque dicen los poetas, vuela apacible y manso sobre los plantíos y aspiravoluptuosamente sus delicadísimos efluvios. Don Juan prefería lo último.

—Adiós, alma mía, hasta mañana... Anda, busca otro hombre que a estahora, estando así, a tu lado, sea tan...

—Sí, ya lo sé; tan caballero. Nunca esperé menos de ti.

—Hay momentos en que caballero y tonto son sinónimos—

dijo él.

—No lo creas—repuso ella tendiéndole ambas manos en señal de despedida,y añadió—Quien sabe amar sabe agradecer.

«Ya me las pagarás todas juntas», pensó don Juan. Y al mismo tiempo,según la tenía cogida por las yemas de los dedos, la atrajo contra síhasta juntarse ambos cuerpos, y le dio un beso sonoro, largo y apretado,uno de esos besos que despiertan en los ángeles deseo de pedir licenciapara venirse al mundo.

En seguida, dejándola presa de aquella impresión, como si la cariciafuese la flecha que arrojaban los partos al huir, se entró en suhabitación. Al verse Cristeta sola en la suya y cerrada la puerta,comprendió que había triunfado, mejor dicho, que se había vencido a símisma. ¡Triunfo efímero y pobre vencimiento que dejaron su imaginaciónpoblada de dudas!; porque aquella aparente victoria, aquel momentáneoéxito de castidad, era pan para hoy y hambre para mañana.

No faltarán almas ruines y fantasías pervertidas que al llegar aquítachen a don Juan de estúpido y a la pobre Cristeta de fácil y liviana.Los mismos que tal piensen no habrían vacilado en explotar su amorosaturbación. Así es el hombre, pronto a censurar toda flaqueza que noredunda en su provecho. Dios, que cuando tiene tiempo penetra en elcorazón de los mortales, sabe que Cristeta no era fácil ni liviana: loque pasaba era que le había llegado su hora.

Su amor era semejante al agua que se desliza secreta y soterrada, hastaque llega un punto donde surge y brota, trocándose la inútil e ignoradacorriente en manantial fresco y fecundo. ¿Sería don Juan quien en élapagara su sed? ¿Lo enturbiaría luego? Ello fue que tampoco aquellanoche perdió el pudor sus fueros ni tuvieron por qué regocijarse losdiablos.

Lejos de darse a ellos, como hubiese hecho cualquier adoradorimpaciente—y conste que la impaciencia es el error que malogra másvictorias amorosas—, don Juan se recogió a reflexionar con frialdadsobre la situación, ni más ni menos que podría un filósofo meditar sobrela ruina de un imperio.

Y consideró lo siguiente:

Que era hombre aguerrido en aquellas luchas, pero que estaba colocado encircunstancias enteramente nuevas. Había rendido mujeres sosas de lasque caen sin lucha ni gracia, como fardos abandonados a su propio peso;señoritas imbéciles, tocadas de fría sensualidad; mozuelas que ceden porcálculo y se equivocan en la cuenta; casadas de las que se visten congajes del adulterio; viudas aventureras, semejantes a los aros de circocon el papel ya roto, en que no deja señal un salto más o menos;pecadoras por hambre,

que

soportan

los

besos

haciendo

números

dedesempeños y deudas; lascivas por codicia que ponen el cuerpo a interéscompuesto; y también disfrutó alguna de esas mujeres inocentementeviciosas, alocadas, que se entregan sin pensarlo, y a quienes se goza deimproviso cortando la monotonía de la vida, como esas ráfagas de airefresco que interrumpen de pronto el bochorno asfixiante de un díaabrasador.

Cristeta era un caso enteramente distinto. Sus encantos físicos podíancalificarse de excepcionales. En estado normal era una de esas beldadesserenas, de aspecto castísimo, en cuya contemplación se deleita el alma;y luego, cuando menos podía esperarse, aquella placidez y decoro dejabanel puesto a una sonrisa picaresca, hija de una sensualidad mimosa ydulce, natural

y

espontánea,

que

le

resplandecía

en

los

ojosabrillantándole las miradas, o parecía florecer en la humedad rojiza delos labios. Era imposible que su lenguaje fuese muy escogido, porque noes dado usar términos elegantes y frases primorosas a la que nace pobre,crece en una trastienda y entra en la vida social por el proscenio de unteatrucho; mas, en desquite de esta falta de atildamiento, en sus ideasse transparentaba siempre un fondo de delicadeza y honradez desentimientos, que la hacían en extremo simpática. Aun con palabras malempleadas revelaba pensamientos sanos. Un clásico hubiese dicho de ellaque era hermosa como Diana, amante como Alcestes, compasiva comoAntígona, y, sobre todo, enamorada como Cloe. Además, sin ser ignoranteni cándida, tampoco resultaba sosa ni simplona: no creía que los niñosse encargan a París, pero el altar de su pureza no había recibidoofrendas, y, su misma reflexiva castidad le daba conciencia del valor delo que podía perder. De todo lo cual colegía don Juan que no se tratabade una mujer vulgar, buena para poseída una temporadita, a quien sepudiese luego echar o devolver a la circulación como se compra y revendeun caballo de lujo.

Resumen: primero: Cristeta era una verdadera conquista, inapreciable,sabrosísima, pero también un origen de pavorosa responsabilidad.Segundo: en esto mismo radicaba la fascinadora atracción que sobre élejercía. Y tercero: tratándose de una mujer excepcional, era necesarioemplear medios extraordinarios para lograrla.

Don Juan se durmió pensando en estas cosas y en sus derivados.

Ella monologueó bastante menos. Luego de cerrar la puerta y tapar con elpaño de manos el ojo de la cerradura, se quitó las horquillas, lavose achapuz la cara porque estaba muy acalorada, y se acostó.

Ambos soñaron disparatadamente, porque como durante el sueño trabaja elespíritu abandonado a sí propio, no crea sino desatinos yextravagancias. Sin duda por esto quiso Dios que el espíritu tuviesecomo base de operaciones, el cuerpo, la vil materia, tan calumniada porlos espiritualistas. Además, ¿quien sería capaz de comprender ointerpretar los ensueños de una doncella?

Dijo Zenón que nunca desentrañará el hombre la esencia de las cosas; masse le olvidó añadir que el sumo grado de lo imposible es descifrar loque sueña la mujer.

Capítulo IX

Busca don Quintín a una mujer y cae en las redes de otra Ni marido pobre de mujer acaudalada, ni yerno de suegra intolerante, niprotegido por rico vanidoso, se vieron nunca tan privados de libertadcomo el mísero don Quintín a partir de aquel día en que doña Frasquitase enteró del devaneo que su esposo traía entre manos; porque laaventura con Mariquita, que para él fue simple pecado de pensamiento,semejante a la delectación morosa que dicen los teólogos, a la vieja lepareció adulterio consumado. A fin de tenerle más sujeto, dispuso aquel Tetrarca con faldas que la criada hiciese los pocos recados que en lacasa se ofrecían; buscó y pagó persona que acudiese a los centrosoficiales de donde había que recoger las sacas del tabaco y los pedidosdel papel sellado; obligó a su esposo a encargarse de la venta desde quese abría hasta que se cerraba el estanco para que no tuviera momentolibre, y, finalmente, decidió pasar el día sentada junto al mostrador,en continua vigilancia, con propósito de morder y arañar a quien sepresentase trayendo carta o recado sospechoso. Tan horrible fue elcautiverio, que el infeliz llegó a no poner los pies en la calle sinolos domingos y fiestas de guardar, a primera hora, cuando su esposa lellevaba a misa, sacándole a que tomase el aire, como las doncellas deservir sacan a los perritos falderos para que no empuerquen lasalfombras.

Don Quintín pasó muy triste la primera quincena (desde que se habíaidentificado con las cosas del teatro contaba por quincenas); luego,prescindiendo de atractivos inútiles, dejó de usar corbata y de teñirselos bigotes, y, por último, cayó en una melancolía tan dramática para élcomo risible para los que le rodeaban. Ratos había en que se quedabaembobado, despachando automáticamente lo que le pedían, hasta que lasevera y desapacible voz de Frasquita venía a turbar sus arrobos confrases crueles.

—¿En qué piensas, burro?—solía decirle—; ¿te estás acordando de aquellasinvergüenza? ¡Cochino!

Otras veces era más expresiva y humillante.

—¿Y todo para qué?—exclamaba con gesto de pitonisa descreída—¡No puedescon la comida de casa, y querías ir de fonda!

Lo que más hirió la delicadeza de su amor fue que un día, aludiendo aMariquita, dijese:

—¡Si fuera una persona decente! ¡Pero una sacadineros y desbaratacamas!

¡Cuánto sufría! ¡Interesada ella, que sólo le hizo gastar en unoscuantos cafés! ¡Desbaratacamas una mujer a quien no consiguió besar sinotres o cuatro veces en la nuca y por sorpresa!

Así pasó algún tiempo, hasta que una mañana, después de haber leído enalta voz cierto periódico que contenía una lista de compañía lírica quela víspera había salido a provincias y en la que figuraba Mariquillacomo partiquina, resolvió sacudir el yugo. No podría verla, pues estabaausente, pero averiguaría su paradero, la escribiría, y acaso lecontestara diciéndole la fecha de su regreso. La perspectiva derecibir—buscando medio seguro—una carta suya, le infundió ánimo, yarrojando el periódico sobre el velador de la trastienda, dijo a sumujer:

—¡Tranquilízate! Esa infeliz no está en Madrid... Ahora mismo me largo arespirar un rato a gusto, lejos de ti... ¡fiera!—

Y sin esperarrespuesta, se calzó y salió.

Aunque, gracias a lo rápido de su resolución, estaba seguro de que nopodía ser espiado, anduvo largo rato vagando por calles y plazas,volviéndose de vez en cuando a mirar si le seguían, hasta que,convencido de que no existía tal peligro, tomó el camino de la casa deMariquita. Nunca la había visitado, pero sabía sus señas: Cuervo, 14,sotabanco, cerca del cielo. ¡Siempre, anda la felicidad por las nubes!

Antes de llegar se le llenó el alma de ilusiones. ¿Se habría, como esfrecuente, retrasado la salida de la compañía, y estaría Mariquilla ensu casa? ¡Cuán sabroso desquite tomaría de la tiránica Frasquita! Masdiscurriendo de esta suerte, le asaltó una duda horripilante... ¿Tendríarazón su mujer? Él, que nunca sentía apetito en casa, ¿podría soportarla comida de fonda?

Parose un momento, como cuentan que se detuvieronOsmán ante

Alejandría

y

Tito

ante

Jerusalén,

y

luego

avanzódenodadamente, pensando: «¡Sí... aunque me muera...

Cuervo, 14!»

Allí fue la primera decepción. La portera le dijo que efectivamentehabía vivido en la casa una chica que era del treato, pero que el mesanterior la desahució el amo porque no pagaba, y además por escandalosay descarada. Don Quintín se alejó tristemente, imaginando que puesMariquita, a pesar de ser tan guapa, no tenía con qué pagar el cuarto,era criminal poner en duda su moralidad, y que la acusación de escándaloy descaro era calumnia porteril.

Desde la calle del Cuervo fue a ver al conserje del teatro parapreguntarle dónde habitaba otra corista llamada Carolina, muy amiga deMariquita y que tal vez supiese su paradero.

¡Oh impremeditada determinación, qué de males trajiste!

¡Pobre viejo,que imaginando hacer una visita, cayó es un abismo!

Al pisar la entrada del teatro el corazón le latía con desusada fuerza.Ponte, lector, en situación análoga; haz memoria de si siendo colegialte enamoraste de una primita o de una amiga de tu hermana; recuerdaluego si pasados los años de la juventud, y ya hecho hombre, tornaste apisar los lugares donde, al conocerla, sentiste o creíste sentir amor;deja que en tu alma, tal vez vieja y gastada, reverdezca aquellaprimavera de tu mocedad; adórnala de reminiscencias dulcísimas, yentonces

¡sólo entonces! comprenderás cómo la fantasía de don Quintín sedeleitó en recordar la que a él se le antojaba pasión avasalladora.

Previo regalo de un cigarro con que don Quintín le obsequió, el porterodel teatro le dijo dónde vivía la corista por quien iba preguntando, yallá se fue a buscarla, deseoso de hablar de Mariquilla y esperanzado ensaber cuándo regresaría para precipitarse en su busca; porque duranteaquella larga caminata, según se había ido alejando de su casa ycónyuge, sintió que el amor se enseñoreaba de su espíritu y de sussentidos, y hasta le pareció que si encontrase a Mariquilla podríallevársela a comer de fonda, contra lo que suponía la desengañadaFrasquita.

Dominado por tales pensamientos, subió la escalera estrecha y muy pina,de una casa de aspecto pobre y nada limpio, detúvose en un descansillo,tiró de un cordón mugriento y abriole Carolina; el prototipo de lacorista que contratan las empresas, no por lo bonitas, sino por tenermucho repertorio y por no faltarles nunca quien pague con un ajuste elrecuerdo de una conquista.

Era mujer de cuarenta y tantos años, gruesa, ex—guapa, en buen estado deconservación, aunque algo ajada, y con más experiencia de los hombres dela que a don Quintín hubiera entonces convenido. Vestía bata flotante depercal claro; no debía de llevar corsé, porque se le notaba el temblorde las carnes libres; estaba recién peinada, y de su cuerpo sedesprendía aquella emanación intensa de perfumes baratos con que elestanquero experimentó sensaciones indefinibles cuando habló por primeravez con Mariquilla.

—¡Don Quintín de mis entretelas! ¡Tanto bueno por mi casa!

¿Qué le traea usted por aquí?

—Lo primero, el gusto de verla, que no es grano de anís; y luego...

—¡Me lo he maliciado; preguntarme por la María!

—No crea usted que sólo por eso. Pues qué, ¿no es nada contemplar esecuerpo tan hermoso?

—Déjese usted de requiebros. ¡Bonita me encuentra usted! Ni tiempo hetenido de ponerme el corsé.

—¡Mejor que mejor!—Repuso don Quintín, echando una mirada codiciosa albusto de Carolina.

Ésta, cogiéndole de la mano para guiarle por la oscuridad del pasillo,le llevó hasta el comedorcito, donde se sentaron: ella en una silla bajade hacer labor, y él en una butaca vieja y desvencijada. El comedor eramuy pequeño, y en la estancia inmediata, que era la alcoba, se veía unacama cubierta con colcha de indiana.

El día estaba caluroso; el estanquero, a fuerza de pensar en lacoristilla, ve