Dulce y Sabrosa by Jacinto Octavio Picón - HTML preview

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—No lo sé.

Don Juan sintió posarse en sus hombros los brazos desnudos de laenamorada y oyó estas palabras, que le hicieron experimentar unaindefinible confusión de miedo y de placer.

—¡Juan mío, por lo que mas quieras en el mundo, no me dejes!

¿Cómo hablar, en tal momento, de intereses?

—¿Qué va a ser de mí?—seguía ella—. No tengo miedo al porvenir. Ya séque no me ha de faltar contrata, que tengo seguro el pan en casa de mistíos..; pero no podré vivir sin ti. Dime que volverás, que me quieres,que eres mío para siempre.

—Vamos, mujer, no te pongas dramática. ¿No has venido solita aSanturroriaga y he tardado que sé yo cuántos días en llegar?

—Sí; pero aún no era como ahora... no éramos todavía uno de otro.¡Venías... por lo que yo me sé!... ¡A estas alturas sabe Dios si tendréencanto ni atractivo para ti!

—No seas simple, vidita, antes te quería por lo que esperaba, ahora porlo que tengo. ¡Cualquiera diría que ir quince días a París, a Madrid, odonde sea, es una separación eterna!

Aunque continuaban a oscuras y abrazados, ambos tenían más despabiladoel recelo que el deseo. Cristeta debió de notar algo anómalo en la vozde don Juan; tal vez en la tiniebla favorecedora del engaño le pareciesesospechoso su lenguaje, porque de repente exclamó:

—¡Luz, luz, quiero verte la cara!... No me beses..., déjame llorar...¡Luz... luz!

Oyose el rápido posarse de los pies de Cristeta sobre el entarimado.Luego añadió:

—Aquí..., encima del tocador: trae tu palmatoria.

Sonó el frotamiento de un fósforo, y quedó débilmente iluminado elcuarto.

Estaba ella casi en paños menores, mas no considerando el momentopropicio al amor, en seguida se vistió y calzó; arrebujose en una bata,y al ver a don Juan que volvía de su cuarto palmatoria en mano, le dijo:

—Ven, siéntate aquí; la verdad... nada te pido...

Y rompió de nuevo en llanto.

Nunca había visto él llorar así: en vano quiso que aquellas lágrimas lepareciesen falsas o ridículas. Por fortuna, sólo duraron unos cuantossegundos, porque ella las contuvo como tragándoselas; procuró serenarse,y habló sin gimoteos ni sollozos.

—Sé que no tengo sobre ti ningún derecho. No te pido nada, ni porsoñación. ¿Será cierto eso de la casa de banca y el dinero?

Aunque meengañes, me alegraré de que sea mentira, porque prefiero mi desdicha atu ruina.

Estaba tan nerviosa, que era inútil su empeño por aparecer serena:denotaba tan verdadero pesar, que don Juan comenzó a darse a todosdiablos.

—Mira—prosiguió ella—: si aquí hay mal, toda la culpa es mía. Nosconocimos, te gusté, tú a mí más...; luego ha pasado lo que Dios haquerido... Vamos, para que veas si te quiero, no me arrepiento. Conqueestá tranquilo: no soy mujer que arme trapatiesta ni escándalo; pero nome engañes. Ya no me quieres,

¿verdad? Consiento en ser desgraciada, ylo seré si me dejas; pero no mientas por lástima. Francamente,¿volverás?

Aunque redunde en descrédito de la pericia de don Juan, forzoso es decirque el giro que tomó la escena le hizo perder su habitual serenidad. Elcompromiso era de marca mayor. Le mortificaba mentir, y al mismo tiempole faltaba valor para decirlo en crudo: ¡como que es necesario máscoraje para decir a una mujer «ahí queda eso» que para tomar unabarricada a pecho descubierto!

En vano intentó hacer un llamamiento al amor físico. Cristeta se mostrórefractaria a las caricias. Hay instantes en que resulta grosera la másdelicada voluptuosidad: amar sin deseo es peor que comer sin hambre.

—Anda—dijo ella, tragándose el salado amargor de las lágrimas—; confiesaque no vuelves..., que te has cansado de mí.

Entonces él no pudo más, y mintió por salir del atolladero, exclamando:

—¡No he de volver!

A esta frase se agarró ella como a clavo ardiendo.

—No te pido juramento ni promesa, ni mucho menos palabra de honor; perosi esto se acabó, desengáñame de una vez.

Comprendo que he hecho mal enser tuya, y sin embargo, ni me arrepiento ni quiero que me loagradezcas...; pero tampoco me confundas con otras que hayan sido tuyassin quererte.

Don Juan había luchado mucho contra la coquetería y la astuciafemeninas; había burlado a veteranas de la galantería, a beataslagartonas, a señoras raposas, quedando siempre victorioso de sus malasartes y enredos; pero no acertó a luchar abiertamente con aquellasinceridad.

¿Fue ternura repentina, de la que se creía incapaz, o vergonzosaabdicación de sus principios y presagio de mayores debilidades? Nadie leculpe. ¿Cómo ser cruel con una mujer que, lejos de echar en cara losfavores otorgados, ni arrepentirse de ellos, ni solicitar cosa algunapara lo porvenir, se limitaba a pedir lealtad? De la desvergonzadaZaluka, de la sagaz Cleopatra, cualquiera triunfa, porque el hombre sedeleita tanto en humillar la soberbia como en poseer la belleza, pero¿quién es capaz de permanecer insensible ante la enamorada humilde ysuplicante?

—Ignoro cuánto tiempo tendré que estar en Madrid o en París—dijo donJuan—. No sé dónde iré...; en fin, no me voy del mundo. Claro quevolveré; y si no te encuentro aquí..., en Madrid nos reuniremos.

—¿Me escribirás a menudo? ¿Podré yo escribirte?

—Siempre que quieras.

—¿Verdad que no estás hastiado de mí? ¿Me quieres?

—¡Con toda mi alma!

(Evocando sus propios recuerdos, ponga el lector aquí cuanto hayaexperimentado en casos parecidos.)

¡Oh inacabable encadenamiento de frases, tan tontas para escritas comodeliciosas para pronunciadas y oídas!

Cuanto hizo don Juan encaminado a enardecer los sentidos de Cristeta,fue trabajo perdido. La ninfa de abrasadora voluptuosidad se habíatrocado en fría escultura. Estaba triste, lleno su pensamiento de cosasamargas. Recibía los besos como Dios las oraciones, sin darse cuenta deello.

—No..., hoy no..., déjame...; dime que eres mío..., y nada más.

No sabesquererme así..., vamos..., sin eso.

El último diálogo fue casto. A las siete de la mañana, después de haberpasado la noche en triste honestidad, don Juan se retiró a su cuarto. Enel instante de separarse la abrazó y besó mucho, sin que Cristetaexperimentara emoción. Fue despedida de manos quietas.

Ella, al quedarse sola, se tiró llorando sobre la cama.

«Nada, nada—se decía don Juan poco después, haciendo preparativos deviaje—, la carta, el dinero y tierra por medio.

Con esto y con que no loquiera tomar...; sería la primera. ¿Cómo se lo doy, y cuánto le dejo?Dejarlo..., en un talón contra el Banco, para que lo cobre aquí o enMadrid...; lo difícil de precisar es el cuánto. Por supuesto que aninguna se lo he dado con tanto gusto. Ni codicia ni exigencias...¡Lástima de chica! La verdad es que da compasión. Pero yo no he decargar con ella para toda la vida. Lo que no puedo hacer es andar contacañerías.

Conque... estudiemos fríamente el caso. A una pérdida ledaría tanto o cuanto, según su categoría y su modo de vivir, como quienpaga cuenta de fonda con arreglo al lujo y fama de la casa.

Con unamujer de género intermedio, por ejemplo, una de esas viudas que jamástuvieron marido, tampoco habría duda: todo era cuestión de darle lobastante con que vivir hasta que hallara quien me reemplazase. A unaseñora... ¡éstas sí que salen caras!, una alhaja. Pero con estadesdichada, que no es aventurera, ni perdida, ni soltera de nadie, niviuda de todos, ni siquiera señora..., ¿qué hago? ¡Maldita sea la horaen que la busqué! No, eso no...; no vengamos ahora con exageraciones: lomalo es tener que dejarla, porque... bonita... ¡como ninguna! Y ¿quéharé?

¡Cuando digo que este problema de quedar bien es en ciertos casosimposible de resolver! Lo esencial es componérmelas de modo que no hayareanudación posible. En amor las soldaduras son fatales..., ya lo sé. Lomalo es que para esto sería necesario que yo me portase como un sucio, yla chica no lo merece..., tan guapa, de tan buen fondo..., ¡pues y laforma! Una cosa es escurrir el bulto, y otra dejar de ser caballero. Hayque hacer el desembolso de una vez. Sí: dar hoy de sobra es adquirir laseguridad de que no pida en lo sucesivo... Aunque bien mirado..., no esde las que piden. Hago cuenta que me asaltó la tentación de ir alCasino.... subí a la sala del crimen..., bacarrat, treinta ycuarenta, cualquier cosa, unos cuantos pases con mala sombra..., yveinte o treinta mil reales fuera del bolsillo. ¿Mil quinientos duros?¡Mucho es! Me parece que me he escurrido.

¿Y si se engolosina, y yomismo la echo a perder, despertándole la codicia? En realidad..., ¿quéclase de mujer es? No es cosa de hacer el primo. Una chicuela criada apuerta de calle, en un estanco, una corista distinguida... ¡Me da unarabia pensar que si hubiera tenido paciencia la pesco con cuatro cenas yun traje!

Pero ¡quiá! esta mujer ha cedido porque se ha enamorado de mí.Además, ha llegado a mis manos... como nieve recién caída..., intacta.Lo dicho: acabar de una vez, pero portándome como quien soy. La cosasale cara: ¡bah! cada uno lo gasta como le da la gana. No tengo potrosde carrera, ni bebo, ni compro antiguallas, ni juego. Mujeres, eso sí.Bueno, ¿y qué? ¿en qué mejor? Si sabiendo lo que es esta chica lepidiera a uno antes el oro y el moro, daría hasta la última peseta;conque, ¡fuera tacañería!» Y siguió el monólogo.

«Veinte mil... treinta mil reales... mil... mil quinientos...

Bueno, milduretes, cifra redonda. En su vida ha visto tanto dinero junto. Casipuede decirse que no hay en Madrid mujer que no se logre con eso; aunqueno, todas no. Lo cierto es que cuanto más espléndido me muestre, másclaro verá ella el propósito de romper, y aquí de lo que se trata es decortar por lo sano... Bien pesado y medido todo, puede que los mil durossean su perdición... si se los gasta en trapos y se echa a rodar poresos mundos de Dios. Lo sentiría porque la pobre no lo merece. ¿Y a míqué me importa? Si se ha de perder, lo mismo sucederá dándole poco quemucho. Con tres o cuatro mil pesetillas se vuelve loca. No serían muchoslos hombres que hicieran esto en igual caso, sobre todo pudiendolargarse impunemente sin chistar. Por otra parte, según yo escriba lacarta de despedida, así será la impresión que ella reciba. Vamos concalma: la carta no debe ser un rompimiento a raja tabla, porque con loentusiasmada que la tengo y con dinero a mano, se viene detrás de mí.¡Horror! Hay que decirle que vendré... cuando pueda... plazoindeterminado... los negocios... y al volver a Madrid no parezco por elteatro en que ella esté. Son diez o doce mil reales tirados a la calle,pero lo bailado nadie me lo quita.

Diez, no, tienen que ser más... Novayamos mermándola tanto que resulte una mezquindad. Ya sé yo que otrono se los daría.

¡Doce mil reales a una mujer! En el teatro resultaríaabsurdo, inverosímil; ¡pero yo soy quien soy! La chica me gusta como nome ha gustado ninguna mujer. ¡Si no fuera por miedo a la duplicación demi individuo, un demonio la dejaba yo! La verdad es que Dios debiódecir: Crescite et multiplicamini... si os conviene, y si no, no. Enfin, ¿para qué tengo el dinero? ¿me da la gana de quedar bien? ¡pues lohago y San Seacabó! ¡Quién me dice a mí que luego, cuando ande yorodando de juerga en juerga y de amorío en amorío, no me la encuentro yreanudamos por unos días! ¡También somos burros los hombres! Tendríagracia que fuese yo capaz de recogerla de los brazos de otro, cuandoahora es mía, y nada más que mía. Eso sería lo mismo que no saborear unbuen plato, dejar que se lo llevaran a la cocina, y cuando lo hubierancatado y pringado en él los criados, volver a pedirlo para chuparme losdedos de gusto. ¡Qué mal organizado está el mundo! Vamos a ver, ¿por quéno había yo de seguir con esta mujer hasta que nos cansáramos, ydespués, sin reñir, separarnos pacíficamente como dos buenos amigos quehan hecho juntos un negocio? ¿Dónde mejor negocio que pasar unatemporadita en plena felicidad? Y en seguida, lo mismo con otra. Pero...que no me salieran tan caras; porque...

¿En qué quedamos? ¿Cuánto ledoy? ¿Diez, doce, veinte, treinta mil reales...?»

Se puso a escribir sin tenerlo fijamente resuelto. Comenzó una carta, larompió, y después otras. Por fin le pareció que la tercera o cuartaquedaba bien. Luego sacó de la cartera un sobre, y de éste tres talones,con los huecos en blanco, contra el Banco de España. Tomó uno de ellos,y al ir a llenar los claros del impreso, se quedó pensativo, mordiendoel mango de la pluma, como poeta que no halla consonante.

¡Qué animalucho tan despreciable es el hombre! Cuando Cristeta le abriólos brazos no vaciló en poseerla, y ahora llevaba una eternidad pensandosi habían de ser diez o veinte. ¡Ah, mujeres! Sabed que al hombre, comoal hierro, hay que pedirle las cosas en caliente, porque pasados en unoel entusiasmo amoroso, y la incandescencia en otro, quedan fríos yduros, y a nada se prestan.

Sin embargo, hay hombres de hombres. Don Juan se quitó de la boca elmango de pluma y escribió con letra clarísima cinco mil pesetas. Hecholo cual, arrojó sobre la mesa el palitroque, murmurando: «¡Quien talhizo, que tal pague!»

¿Lo tenéis por inverosímil? Pues sois tacaños. ¿Os parece demasiado? Esque no habéis sentido los embriagadores halagos de Cristeta. ¿Fuearranque de hermosísima liberalidad?

Tampoco. Si la Venus antigua,manca, mutilada, de la cual sólo gozan los ojos, y que no se digna bajarde su pedestal, no tiene precio, ¿cuánto vale una mujer de veinte años,estatua viva y cariñosa?

Repuesto del esfuerzo que le costó aquel rasgo, don Juan guardó en elbaúl las pocas ropas que tenía sobre las sillas y colgadas de lasperchas. La cuenta de la fonda no había que pensar en pagarla hasta mástarde: no hiciese el diablo que Cristeta por casualidad se enterara y seescamase.

Al día siguiente, comió mientras Cristeta estaba en el teatro; pagó alamo, en persona, y le entregó la carta para la pobre muchacha,diciéndole:

—No sabía que la Moreruela y yo éramos vecinos de cuarto.

Dele ustedesto. Son proposiciones que le hace un empresario amigo mío.

—Vaya usted tranquilo.

A las diez salía el tren, y aunque la estación distaba poco de la fonda,a las nueve andaba ya don Juan paseando su impaciencia por el andén, tancontrariado y en tal estado de ánimo, que si en aquellos momentoshubiese aparecido ella, se la lleva consigo.

Luego, al reclinar la cabeza en los ásperos almohadones del vagón, seacordó del suave pecho de Cristeta. La forma del recuerdo no era enverdad, muy desinteresada; pero lo cierto es que echó de menos a suvíctima, cosa en él enteramente nueva.

Al otro día pernoctó en Burdeos. Comió poco, callejeó sin saber pordónde, y se acostó. ¡Santo Dios qué noche! Ni momento de sueño niinstante de reposo. ¡Qué desasosiego, qué cama... y qué espantosasoledad!

¿Era que se arrepentía, o simplemente que la echaba de menos? En vanointentó explicárselo.

Cuanto sentía estaba en abierta contradicción con sus antecedentes, susideas y sus prácticas amorosas; al par le daban orgullo los recuerdos yvergüenza lo presente.

Probándose don Juan ropa en casa de su sastre, vio cierto día a unalinda muchacha, de oficio chalequera, que iba a entregar. El lenguajeal par candoroso y achulado de la menestrala, su inexperiencia amatoriay su tipo mitad picaresco y distinguido, le sorbieron el seso; casillegó a temer haberse enamorado de veras, cuando a las pocas semanas ladejó por otra, no sin endulzarle el disgusto a fuerza de generosidad.

En los últimos días de una primavera cortejó a una viuda aristocráticatan honesta y virtuosa, que no murmuraban de ella ni aun sus íntimasamigas. Al empezar el verano logró rendirla, y comenzado en Madrid elidilio, se dieron cita para continuarlo en un pueblecillo de baños. Lailustre cuna de la dama, su fama de virtuosa y su intenso amor de viudacon deseos atrasados, le cautivaron en tal grado, que también esta vezimaginó hallarse en vías de sincero apasionamiento. Pronto se convencióde que su entusiasmo era mero resultado del contraste que formaban lospicantes atractivos de la chalequera con el exquisito libertinaje de lagran señora. Por temor al qué dirán no quisieron viajar juntos,conviniendo en que él se adelantaría tres días.

Despidiéronse conderroche de caricias; hubo dúo de amor con música de juramentos; partióel dichoso amante maldiciendo la separación, luego ella, a pesar de loconvenido, adelantó su marcha veinticuatro horas, y en premio de tantapriesa lo primero que vio al llegar al balneario fue al traidor donJuan, no entretenido, sino embobado en decir melosidades a una señoritapazguata y cursi, cuyo modesto atavío y encogidos modales formaban nuevoy apetitoso contraste con la elegancia de la viuda.

Entre estos dos extremos, uno plebeyo y otro linajudo, yacían olvidadasen el corazón de don Juan docenas de conquistas intermedias, de lascuales ninguna hubo que le dejase en la memoria recuerdos mortificantes.Así que el hombre estaba triste y desazonado, porque ahora Cristeta leocasionaba, juntamente, pesar de haberla perdido y casi disgusto por suproceder respecto de ella. Jamás hasta entonces se preocupó del porvenirque cupiese en suerte a la mujer por él abandonada. Y ahora...

¡quédiferencia entre el estúpido diálogo en que estaba engolfado con supropio pensamiento y el que a tales horas pudiera tener con Cristeta!Además, su olfato estaba hecho a deleitarse con el perfume juvenil delhermoso cuerpo de la muchacha, y las sábanas de la fonda le olían ajabón ordinario. Y casi sentía remordimiento. ¿Qué sería de ella? Si seperdiese, ¿quién tendría la culpa? Aunque bien miradas las cosas, ¿quéle importaba?

¿Quién era aquella mujer? Una chica guapa que se habíadejado atrapar. ¡Bonito estaría que don Juan de Todellas se desvelasepor tan poco! Caída... seducción... engaño... palabrería ridícula.Pasados los dieciocho años ella no es nunca seducida, sino seductora.

A pesar de todas estas reflexiones, el pobre hombre pasó la nochepensando en Cristeta como colegial enamorado de la hermanita de uncompañero.

*

* *

Mientras don Juan escapaba cobardemente, falseando su carácter ysintiendo un desasosiego moral que le avergonzaba, Cristeta volvía delteatro a la fonda.

Entró en el vestíbulo, se acercó al casillero donde estaban laspalmatorias y las llaves, y vio junto a la de su cuarto una carta. Sinsaber por que, le dio un vuelco el corazón. La víspera había recibidonoticias de sus tíos. ¿Quién la escribiría?

En seguida, observando que el sobre carecía de sello, se tragó lapartida.

Subió precipitadamente la escalera, tiró sobre la cama el abrigo, y dejóla carta sobre la mesilla de noche... ¡la misma mesita donde él ponía lavela para ver mejor los encantos de su cuerpo! Despidió a la doncella,rasgó el sobre y buscó con la mirada la firma... tuyo, Juan. ¡Quémentira!

Los ojos se le arrasaron en llanto. Lo menos tardó un cuarto de hora enpoder leer con tranquilidad de espíritu aquellas malhadadas líneas.Decían así:

«Cristeta mía: Lo que temíamos. Esta mañana he recibido cartadel agente. Estoy casi arruinado. Tengo forzosamente que ir a París,desde donde te escribiré. Lo que no puedo decirte aún es cuánto tiempoestaremos separados. Me ha faltado valor para despedirme de ti. Si teveo no me voy. Escríbeme a mi nombre, Poste Restante (que es como a lalista del Correo) París. El cariño que te profeso me autoriza, sin quepuedas ofenderte, para pensar en ti, por si tardo en volver, y te dejoese papelillo, que es un talón contra el Banco: puedes cobrarlo aquí oen Madrid. Cuando lo presentes te darán, sin excusa ni demora, cinco milpesetas. No son regalo; es por si necesitas algo. Creo que tendrásbastante hasta que nos veamos. Escríbeme en seguida para que yo sepa queno ha habido extravío. Las circunstancias disculpan esta precipitadamarcha. Además, tú eres muy buena y me perdonarás. Muchos, muchosbesos.

Tuyo,

Juan.»

Mientras Cristeta leía la carta, se le cayó al suelo el talón contra elBanco.

Llenósele el alma de tristeza, y lloró silenciosamente. No existenpalabras con que expresar su pena. La prosa vulgar y llana sería pálida;la retórica, falsa e insufrible. No hay vocablo que dé idea de lo amargaque es una lágrima, ni giro que refleje el desconsuelo que se enseñoreadel corazón desposeído de esperanza. Por supuesto que ni por asomo pensóen que se acostaría sola. Y es que la mujer, por sensual y materialistaque sea, tiene en los instantes de dolor una pureza de sentimientos querara vez brilla en el hombre.

*

* *

A la hora del alba, cansada de martirizarse el pensamiento, se asomó albalcón.

Las auras, cargadas de sales marinas, vinieron frescas y vivas a besarlael rostro, pálidamente iluminado por la claridad difusa y temblorosa.

¡Qué hermosa descripción podría hacerse de mujer romántica, joven,bonita y abandonada! El hueco del balcón donde destaca la gallardafigura esfumada en el incierto resplandor del amanecer; las gentilesformas ceñidas por un abrigo de viaje; el rostro pálido y ojeroso;aquellos labios huérfanos del beso; aquel pecho sin corsé, cuya blanduradescansaba, no en las avariciosas manos del amante, sino en la fríabarandilla de hierro..., el ánimo combatido por la desesperación, elcuerpo invadido de laxitud...

y el sol oculto entre un cendal de nubes,como pesaroso de alumbrar tanta tristeza.

¡Pobre Cristeta! ¡Qué infame abandono!

En grandes errores incurre a veces la Providencia: mientras las personaspadecen hambre y sed, las bestias de sabrosa carne pastan libres en lasmontañas, y los arroyos culebrean inútiles por el llano; mientras tantoshombres permanecían castos por fuerza, aquella mujer estaba sola. PeroCristeta no era groseramente materialista: ¡no! lo que traía lágrimas asus ojos era la pérdida de las ilusiones, aves misteriosas que anidan enel corazón, donde jamás tornan, si el desengaño las ahuyenta...

Tin,tin... Las seis. Ya pasaba gente por la calle.

Poco a poco sus pensamientos se apaciguaron, las ideas impuestas por larealidad se abrieron paso a través del dolor exacerbado por la fantasía,y finalmente surgió la voluntad, imponiendo cordura y calma. ¡La calma,el recurso de los desdichados!

Borráronse de la linda frente las arrugas del ceño fruncido por latristeza... ¿En qué pensaba? ¡Misterio! También los hay en la realidad,que es una gran novela.

Permaneció largo rato apoyada en la barandilla: sus labios se movíancomo si hablase. Por fin, transida de frío, se entró al cuarto y cerróel balcón. Entonces vio caído en el suelo un papel y recogiéndolomurmuró con desprecio:

—¡Ah, sí, el dinero!

Y quedó como ensimismada.

La mujer es poco dada a pensar; mas cuando piensa despacio,

¡pobre delhombre!

Las ropas que tenía puestas no eran lujosas; el ajuar del cuarto eramezquino, pero ella por la actitud y la expresión de su semblante,parecía una reina destronada, en el instante de concebir el irrevocablepropósito de reconquistar lo perdido.

Felipe II solía decir: «El tiempo y yo para otros dos»; Cristeta, secontentó con murmurar:

«Haré lo que pueda.»

Capítulo XII

Siguen, Cristeta enamorada, don Quintín echándose a perder, y don Juansin sospechar la que le espera

Cuando, pasados algunos días, se convenció Cristeta de que don Juan nose acordaba de ella para escribirle cuatro líneas, su tristeza rayó enmelancolía. Lo primero que se le ocurrió fue romper la contrata, volvera Madrid, renunciar al teatro y resignarse a vivir en el estanco con sustíos. Lo que no se le pasó por el magín fue buscar ni desear heredero alamante fugitivo y perdido; porque, no cabía duda, don Juan se habíaescapado como chico que pone pies en polvorosa después de robar lagolosina largo tiempo deseada. Unos ratos esta idea hacía presa en supensamiento, otros momentos se esperanzaba con la posibilidad dereconquistarle. Por fin, comprendió que no era cuerdo aquello de romperla escritura. ¿Con qué pretexto? ¿Qué haría si la empresa, auxiliada porel gobernador, se obstinase en obligarla a trabajar? Era forzoso seguiren el teatro.

Estaba una noche sentada en su cuarto, después de concluida la últimaobra en que cantaba, cuando entró a saludarla uno de sus más entusiastasgalanteadores, hijo de una rica familia comercial de Santurroriaga.

—Me alegro de que venga usted—dijo ella—porque tengo que pedirle unfavor.

—Usted no pide... manda. Y luego, aunque no me pague usted, yo me darépor recompensado con el gusto de haberla servido.

—Hará usted bien, porque no tengo nada que dar.

—Como usted quisiera...

—Bueno, ya sabe usted que es servicio gratuito, desinteresado, sin otraesperanza que la de que seamos buenos amigos.

—¿Nada más?

—¿Hará usted lo que yo le pida?

—De cabeza.

—Dios se lo premie. Deseo que averigüe usted, y me diga, dónde está enParís una casa de banca española que se llama de Garcitola y Compañía.Vamos, las señas para poder enviar una carta.

—Pues... se me figura que en ninguna parte.

—¿Por qué?

—Porque mi padre está en relación con casi todas las casas españolas deParís, y esa no la he oído nombrar nunca. Conque, si tiene ustednegocios, déjese usted de semejante casa y entiéndase usted conmigo.

—¿Pero usted no lo sabe con certeza?

—Certeza, no: me enteraré, y mañana sabrá usted lo que haya, con todaseguridad.

—Se lo agradeceré a usted con toda mi alma.

—¿Nada más con el alma?

—Déjese usted de bromas: no hemos de ser nunca más que amigos.

—¿Ni siquiera me dejará usted que la bese, como la besa un compañero enescena?

—Bueno; me besará usted la mano, y entendiendo que el beso no tieneimportancia ni trastienda de ninguna clase.

—Quiere decir que la besaré a usted como los chicos besaban antes lamano a los curas.

—Igualito.

A la noche siguiente supo Cristeta que ni en París ni en Madrid habíatal casa de Garcitola ni solo ni con compañía: y lo peor del caso eraque su adorador no mentía.

—¡Lo que yo me figuré!—exclamó ella.

—Ahora venga la mano—dijo él.