Efecto Invernadero y Otros Cuentos by Guillermo Fernández - HTML preview

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VI

Carla no solo deseó que la llevara a su casa sino que me invitó pasar. Me dijo que solo vivía con su hijo y su nuera, y que ellos llegarían esa noche muy tarde. Así que me atendió espléndidamente. Como ahora parecía tocarle a ella hacer las preguntas, yo solo contesté apegándome a los hechos. Pero ninguno de mis comentarios pareció importarle. Ya no estábamos para suspicacias. Antes de deglutir un refrigerio que me prometió, porque decliné su insistencia en hacerme toda una cena, me llevó al patio trasero de la casa donde descargó su botín de helechos, flores, hierbas. Allí observé un completo jardín de petunias, margaritas, bromelias, rosas, tulipanes; y tiestos con cactus de toda especie. Me maravilló su colección de orquídeas que era su gran orgullo. Me sorprendió su gran conocimiento de estas flores, y más que un simple conocimiento y una reunión de especies sobre troncos y maceteros, me envolvió mágicamente sus correspondencias afectivas.

–Todas tienen pomposos nombres científicos –me explicó– que he ido consultando en manuales para saber cuándo florecen, y qué atmósfera necesitan para vivir. Te los podría decir de memoria. Así por ejemplo, esta de tu derecha es una Stanhopea; la que le sigue en orden es una Oncidium o lluvia de oro, ¿no es un gran nombre para que lo llamen a uno?; continúan tres Cattleyas; pero no tengo la guaria morada (se me ha hecho difícil conseguirla), Epidendrum, Encyclias...; el número puede llegar hasta cincuenta. Muy pocas en relación con las mil cuatrocientas que existen en todo el país. ¿Verdad que es mucho?

–¿Y por qué no podrías tener tu propio vivero? –pregunté con la íntima seguridad de que ese era su fuerte y no los libros.

–La idea la discutí con la dueña del local, pero me dijo que no quería plantas. Además, en esa zona mis pobres plantas se morirían por la contaminación. No sabés la dicha que tengo con solo contemplarlas.

Pero no creás, necesitan mucho cuido. Para eso he tomado varios cursos de orquideología que a veces anuncian en los periódicos. Hay que desarrollar un trato hacia estas criaturas que depende también de dónde tengás el corazón. Yo les tengo mis propios nombres. No pensés que al levantarme cada mañana, 58

salgo al patio y les digo: ¿Cómo estás, mi Catasetum?; y vos, mi Encyclia, ¿cómo va ese retoño; ah, qué inflorescencia, Maxillaria?

Los dos reímos.

–Yo les digo cosas que ellas entienden. Nada complicado. Les cuento mis problemas: si amanecí triste o deprimida. Si quisiera estar muerta. Vos sabés lo que es eso. ¿Vos has querido estar muerto? Es algo que todos probablemente han sentido aunque no lo confiesan. Duele expresarlo. Lo cierto es que no hay tal deseo. Lo que deseamos es hablar con criaturas perfumadas y atentas que nos escuchen. Entonces la muerte la sacamos de un tirón desde adentro de nosotros, como esa espada que se insertan esos hombres en los circos, sonriendo con orgullo y satisfacción. No era entonces que deseábamos morir. Qué artimaña, ¿verdad? Deseábamos sacar un gusano roedor, como se le expulsa al bulbo de una planta.

–¿Y qué sentís con el tiempo, cuando sabés que tu vida va quedando atrás, muy cerca de donde se criba el abono? –pregunté a mi amiga.

–No lo había pensado –contestó decepcionándome. Sin embargo, obtuve una respuesta.

–Pero si produce algo parecido a tener una espada metida en las entrañas, yo te aconsejo que te lo saqués, porque se trata del mismo gusano que nos devora a todos, solo que con un rostro diferente. A mí se me presenta con una añoranza sin sentido; como un deseo de dar y de ofrecer inconclusos. Sueño con un hombre que llega durante las noches, y que me lleva hacia lugares que no conozco; te juro que me siento feliz los pocos segundos que nos miramos en esos sitios que parecen de esta ciudad; pero que son parte de mi alma, de la ciudad que está en mi corazón y que está hecha para que se paseen lo enamorados;

¿dónde estará ese hombre? ¿Por qué nunca ha tocado a mi puerta? Al día siguiente no puedo amanecer fresca, radiante, con el deseo de vivir, sino con la seguridad de que me pierdo la vida. Todo ese sentimiento se desarrolla dentro de mí como un ácido, y debo ponerme en guardia... ¿Podría ser que solo yo sienta algo así? ¿Son tan estúpidas esas fantasías? A mi edad parecen tontas; pero tengo las flores, y ellas no me dicen que soy una mujer entrada en años, que ya perdí todas las oportunidades, permaneciendo para mí solo contactos efímeros y rostros sin interés. Hago hervir unas ramitas de menta y vengo con un rico té a sentarme bajo aquel árbol de limón dulce, y su aroma surte un efecto consolador.

De largo miro las flores abiertas, como seres de otros mundos, o como vaginas que traen esperanzas a la tierra, y toda la tristeza se me evapora: siento que el amor me inunda con el aire. Que todo Desamparados, y el país, y el continente, están prendidos de la uña de un Dios que no desea mi destrucción, sino que me exige una labor de fotosíntesis, para transformar toda mi tristeza en agradecimiento.

–Eso suena muy bien, Carla –le dije pragmático–, pero la realidad es tal vez otra. A veces el dolor no sale de nosotros como una inflorescencia, sino como un cáncer. Y así es como termina casi toda la gente.

–Somos de pensamientos distintos –me amonestó con cariñosa mirada–. ¿Qué puede ser una orquídea? ¿Acaso fueron hechas para que las señoras las pusiéramos en ciertos lugares, como parte del 59

decorado de nuestras casas? No lo creo. Al observarlas diariamente me he dado cuenta de que son como grandes motores de energía sideral, que atraen a sus labelos seres invisibles y cargados de alimento cósmico, cuya expresión local e imperfecta es la abeja, el viento, el colibrí. Sé que es extraño lo que te digo y parece delirante...

–No he dicho tal cosa –aduje indignado, aunque prevenido.

–Todo ese alimento cósmico que los seres invisibles dejan en los pétalos de la flor se mezcla en las patas velludas de las abejas. En su vuelo lo desperdigan y a veces nos toma por sorpresa un gran vigor, una energía nueva, un deseo de vivir que nos alcanza para varios días. Resulta que alguna espora se nos ha colado por la nariz, o ha entrado por uno de nuestros poros. La flor de la orquídea nos enseña que no hay nada en el mundo que no sea ofrenda y recibimiento. Ya vos sabrás lo que sucede con quienes se cierran y ponen muros al flujo de la vitalidad.

–¿Y cómo sabés de la llegada de los seres invisibles? –le inquirí asombrado y como si estuviera por aceptar sus pruebas.

–Querrás decir los polinizadores. Ellos abundan en todo el universo. Existen aquellos llamados por la vibración de nuestras propias flores, que son sonidos imposibles de ser captados por la mayoría, y que dirigen al polinizador a través de las órbitas con mensajes hermosos y música celestial. Los polinizadores ingresan a la atmósfera y cuando miran a las orquídeas no las ven como nosotros, sino como los genitales y las bocas de cuerpos más extensos, y que son luminiscentes y perfumados.

–¿Y por qué no podríamos verlos?

–La razón profunda es que no tenemos mérito suficiente. En el cosmos el mérito es la llave para todas las puertas.

–¿Y qué tal son esos cuerpos? –insistí.

–Son cuerpos de andróginos que no andan buscando felicidad, como nosotros, y entonces trabajan para el planeta, es decir para su madre Gaia.

–¿Por eso, entonces, les hablás siempre?

–Y ellas me escuchan.