Efecto Invernadero y Otros Cuentos by Guillermo Fernández - HTML preview

PLEASE NOTE: This is an HTML preview only and some elements such as links or page numbers may be incorrect.
Download the book in PDF, ePub, Kindle for a complete version.

V

Toda la madrugada esperé a que amaneciera para colocar en unas cajitas los libros que había comprado la tarde del día anterior en La Espiral, y busqué algunos ejemplares de mi propia biblioteca cuyo número considerable ni siquiera me pareció pródigo. Para ello tuve que espolvorear anaqueles, sacudir frenéticamente las cubiertas con un plumero, pedirle a Emilce una gomera para reubicar algunas páginas desgajadas. Mi esposa me detectó tan laborioso que preguntó:

–¿A dónde llevás tanto libro?

–Se los venderé a Eladio.

–¿No es él quien te los vende?

–Sí, amor, pero ya me estorban en los anaqueles; además, son títulos que no quiero. Nunca los volveré a leer.

La duda de Emilce se ventiló. Al instante la oí cerrar la puerta diciendo que llegaría tarde en la noche porque haría el inventario.

Con todo el espacio para mí solo en la casa, pude efectuar mi operación sin molestia. Aún más, puse un casete de Agustín Lara en la grabadora, y lo hallé actualizado, moderno. Su voz tristona e irredimible me hería en zonas desérticas, entreabriendo boquetes por donde fluían aguas de un mar interior que exhalaban mi poros, mientras iba y venía del carro, acomodando las cajas.

54

La breve distancia que hay de San Pedro a San José la cubrí de una ansiedad aumentada hasta la ira, cuando unos metros después del parque Kennedy, un choque trivial paralizó el tránsito. Los conductores protagonistas se lanzaron a la calle, fruncían los ceños, se hacían recriminaciones indirectas. Desde el carril contrario los pasajeros de los autobuses se levantaban para conocer del incidente, como si la colisión tuviese algo que todos pudieran saborear. Una vez superado el escollo, conduje no sin cierto temor de que mi deseo de ver a Carla se pusiera en mi contra, haciéndome torpe y procurándome algún nuevo contratiempo.

Posteriormente, cuando en mi intento impulsivo de aparcarme frente a la pequeña compra-venta de mi amiga, recordé que era prohibido, y que no tardaría algún tráfico en aparecer, llamé desde afuera a Carla, quien salió de inmediato como si le pareciera extraño volver a verme. No ocultando su regocijo, comprendió de inmediato la situación, y en menos de lo que canta un gallo pusimos todas las cajas sobre la acera, mientras yo iba a buscar un parqueo. Toda esa oficiosidad impactó a Carla, que no sabía ni cómo comportarse ante mi cortesía. A mi regreso, constaté impresionado que ella sola se había llevado las cajas al interior de su negocio. Era demasiado aguerrida.

El tiempo que nos tomó ordenar todo obligó a Carla a cerrar ese día el local. Nos entretuvimo s registrando temas y abarrotando los estantes, de modo que el recinto fue cobrando nueva vida libresca. A cada momento, sin embargo, soltábamos la risa por cualquier ocurrencia tonta: ya porque un libro saltaba en pedazos de una caja, o porque salían de las cubiertas rubias y gordas termitas. Sobre un viejo tocadiscos –una de las pocas pertenencias de la mujer–, puse música de Gardel y, sobre todo, de Agustín Lara. Toda esa música dio también su hondo decorado a nuestra actividad.

Esa mañana, la mujer lucía un vestido floreado que no la podría haber recubierto con mayor atractivo. Pese a ser ella de caderas anchas, dicho vestido le ceñía una cintura donde noté la ausencia de adicional relleno. Curiosamente, era solo gorda en algunas partes y no en las que hubiera peligrado la existencia de un sensato equilibrio, entre lo ampuloso y lo concentrado, entre la abundancia y la fijación de unos límites. Una ligera inclinación de su cuerpo me reveló también por el sobrio escote el diámetro de sus pechos, casi saltados de la estrecha faja del sostén. Era la comba de pechos que me ha fascinado, y que me suscita el sentido de la prosperidad; la noción de que la astucia de la tierra brota de lugares tenebrosos con hermosas bayas y frutos redondeados. Todo su cuerpo pedía propagación, ser acogido y acariciado como una inmensa siembra.

Todas esas cualidades en balanza, o por lo menos en mi propia balanza, me despertaron un lastimero apetito.

Mi apetito quedó sujeto a la señal de un galope inoportuno, y mientras nos daba espacio amistoso nuestro diálogo, su voz me pareció como el gorjeo de la paloma de castilla, pero de una solicitud aún más melancólica. Su risa, en cambio, era capaz de producirme una emoción satisfactoriamente animal, porque podía sentir la agitación de su carne, como el delfín en el océano percibe toda la vibración alegre de las aguas.

55

A mediodía hicimos una pausa para almorzar. Le sugerí un sitio muy lindo en Santo Domingo de Heredia. Y nos fuimos en mi volskwagen, huyendo de San José. Era un encuentro y un paseo que venía siendo planeado por nuestros corazones, pero no por nuestra mente, que hubiera demandado mapas, telescopios, brújulas. El volskwagen cobró de pronto un embrujo que su vieja carrocería y sus llantas no lo hubieran dado por sí mismas. De paso, nos burlamos de una multitud en el Parque Central que contemplaba a un pequeño hombre haciendo piruetas con una bola de goma. El hombre parecía de hule y la bola era parte de su mismo cuerpo de lince. Pero todos se equivocaban. Todos perdían su tiempo .

Hasta los que se miraban embelesados, como si admirasen el cuerpo desenterrado del mismo Coloso de Rodas.

Discutimos el hecho durante unas cuadras, compadeciéndonos de toda la gente, del hombrecillo con el balón de hule; de los predicadores que con la Biblia bajo el brazo, hubieran querido semejante quórum; de cada una de las cosas que no fuera ir dentro del herrumbrado volskwagen.

Bordeando el Parque Morazán, vimos en el Templo de la Música un fotógrafo que colocaba su caballo de madera en forma de mecedora, simulando poses y dictaminando los influjos de las sombras y la luz. Nos extrañó sobre todo la asistencia nutrida de paseantes y la ocupación de casi todos los bancos por conversadores a la expectativa.

–¿Esperarán al hombre de la bola? –me preguntó sonriendo Carla.

La lluvia vino sobre la carretera a Santo Domingo. Nos refugiamos enseguida en el prometido restaurante frente a una siembra de café. Allí almorzamos corvina al ajillo, un puré de papa y frijoles que gustaron tanto a Carla que repitió la ración, disculpando su irresistible fanatismo por esta comida. Yo bebí dos cervezas, pero Carla solo un refresco de tamarindo, cuya extrema acidez fue disfrutada alternativamente con calofríos y fruncimientos de ceño.

En un ámbito que se ahondaba como la hospitalaria ruta de un caracol, por el murmullo de la lluvia y la fragancia de tierras tejedoras de constantes prodigios, le sustraje, cordial, más datos sobre su vida.

Supe que estaba divorciada, que sus hijos ya eran todos profesionales. Su esperanza era verse próspera con un pequeño negocio; pero quizá no había empezado bien. Como tenía unos ahorros, y si la compra -

venta no le funcionaba, pondría una peluquería en Desamparados, donde vivía. También me habló del amor, de las ilusiones perdidas, de los años en suspenso.

–A una le gustan ciertas cosas y no siempre es correspondida. Nada hay más duro que la convivencia con un patán. –Cuando dijo patán fue librada a una tos persistente. Tuvo que beber el resto del tamarindo, arrugando el ceño como si fuese un trago de tequila.

–Es lo peor que le puede pasar a una. Es más, es como si nos dieran la herencia de nuestras madres, que obtuvieron también de las abuelas. La herencia de tener un buen olfato para hallar un patán y hacerlo nuestro marido. ¿Qué te parece?

La pregunta creí que se la había hecho a sí misma, así que solo aprobé con la cabeza.

56

–Es mejor estar sola. Una necesita protección, amistad, alguien que nos escuche; pero los patanes andan por todo lado. Son gerentes, choferes, abogados, contratistas, panaderos, mecánicos, señorones muy echados para arriba; es una plaga.

Su pequeña mano redonda golpeó la mesa y su mirada se me quedó viendo fija. Yo se la tomé de inmediato, porque las mujeres esperan esos momentos. Como esperé, su mano se resbaló de la mí a; los ojos de Carla se perdían en los cafetales, sobre los que caía una delgada garúa. Era evidente que ya no iba a llover, así que le dije que nos fuéramos a recorrer pueblitos en el volskwagen. La sugerencia fue recibida con entusiasmo y se levantó de la silla, acomodándose el vestido, como si ya le estorbase.

Nos hundimos en el ámbito rural. A veces detenía el carro, a solicitud de Carla, para recolectar hierbas de la vera de los caminos, que se usan en las floristerías y que son como largas hebras áspe ras; flores acampanadas en enredaderas uncidas a los cercos, o simples margaritas de un rostro que recuerda al amanecer. En alguna oportunidad, debí estar cerca de ella cuando hizo intento de cortar unos hijitos de una planta sin nombre que le encantó, y que se expandía sobre una pared ruinosa de bahareque. Fue un gozo sostenerla por el talle, pues su cercanía me dio la posibilidad de oler su cuerpo y respirarlo como a una enorme rosa.

No le importó a mi amiga si se hacía tarde mientras íbamos y veníamos por carreteras más y más escondidas, como si diesen vuelta hacia un fondo en espiral, saliéndonos al encuentro parajes cada vez más secretos, rostros de gentes jamás pensados. Surcábamos paisajes que jamás he visto por esas regiones de Heredia, y pensé que habían nacido para nosotros. Vimos declinar suaves colinas y aparecer entornos de una oscuridad subterránea, pero cubiertas del verdor del campo. El volskwagen se iba perdiendo en hondas concavidades ya no reguladas por el brillo del sol, que había desapar ecido en las nubes de lluvia, sino por una luz interna y fosforescente similar a la brillantez pálida del plenilunio. En ese medio, Carla parecía recobrar un vigor o simplemente lo descubría a gusto, haciéndome señales de bajar por laderas, donde se asomaban grandes paredones de tierra ocre.

En un segmento del viaje aparecieron gigantescos helechos con caras como chivos y flores andróginas con su erguido falo recubierto de rojas vulvas. Nos bajamos de nuevo del carro para examinar la maravilla, y continuamos los tramos intransitables a pie. El día había desaparecido por completo en esa parte del mundo. Solo la luz interna de la tierra nos alumbraba, y en ella mi amiga se empezó a abrir hacia mi cuerpo como si fuese el mismo suelo tupido por el musgo. Emborrachado por el suspirar de los insectos y el ronroneo de avispas con hinchados vientres de oscura miel, fui cayendo sobre la masa caliente de Carla, y formando parte de los millones de chupadores mieleros de las flores boscosas, mientras veía en frente de mí las velludas formas del girasol y su extensa corola que es toda la tierra.

La aparición de una densa niebla nos hizo salir de un templo de bejucos donde permanecimos atados entre remotas raíces, percibiendo la vida a través de un largo beso, cansados de emanaciones de perfumes. Carla no se fue sin desprender de las paredes de la falda un retoño de helecho.

57

Cuando nos pusimos de regreso proyectando alegres retornos a los pueblos transitados, ya la oscuridad había tomado el cauce de la autopista. Rayos de un fuerte rojo telúrico traspasaban aún las ramas de los árboles. Los furgones compelían el viento hacia nosotros en diminutas gotas sobre el parabrisas. Camiones cargados de tucas quedaban relegados a su ritmo monótono, mientras en los cortes producidos por sierras atisbamos la savia hecha un cristal muerto. Algunos niños, desde las casas del campo a la orilla de la carretera, sostenían la última claridad de esta parte del mundo, corriendo a lo largo de palmeras enanas y de verdísimos árboles de limón dulce.

La ciudad aparecía en la distancia como un miembro reptante y luminoso de Quetzalcóatl.