Efecto Invernadero y Otros Cuentos by Guillermo Fernández - HTML preview

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I

Antes de ingresar a La Espiral, me invadió la aprensión. Solo reconocí la silueta de Esteban, que parecía turbado sobre los montones de libros, envuelto en el polvo rancio del local. No pocas veces lo había visto acuclillado, mientras, impulsivamente, sus manazas esculcaban con penosa urgencia. “Pobre espantapájaros”, me dije. Al fondo de la primera estantería, alumbrado por una penumbra de un tímido tragaluz, vi a Víctor Julio, reconocido esteta, mordido por el gusano de la erudición. A diferencia de Esteban no andaba en busca de extraños libros esotéricos, sino por lo inaudito, qué sé yo, algún título que había oído decir a zutano que lo tenía fulano. Sus prólogos a obras clásicas eran muy bien ponderados y se podía decir que era el hombre más conocedor de libros del país. Sin embargo, no escribía, o aparentemente así lo enfatizaba en cualquier plática: “Con lo que se ha escrito ¿para qué?”, decía. Las instancias de aduladores no sobraban para que Víctor tomase la pluma.

Penetrar al negocio de Eladio fue difícil por el reguero de libros en el suelo. Había una especie de orgía. Un ayudante se movía a sus constantes órdenes. Cuando este me vio, fue levantando sus brazos como amonestándome por llegar a esa hora, pero siguió embrollado en su faena. El ambiente olía a libro podrido, sudor, telaraña, humo de la ciudad, y hasta la música que salía de un destartalado tocadiscos, donde se hacían las pruebas de longs plays, tenía también un olor agrio. La poca luminosidad contribuía a establecer un clima de cueva de zorro, donde cada zorro se detenía, miraba y se detenía. Yo era un zorro aburrido, viejo, sin deseos.

–¡Por fin apareciste! –me gritó Esteban incorporándose de piso–. ¿Me creerás si te digo que tengo cinco sacos? Voy a darle un síncope a mi vieja madre con el espacio: ¡los he metido hasta en el refrigerador!

Esteban gesticulaba exhibiendo un triunfalismo pueril. Sus ojos se movían velozmente debajo de sus anteojos estilo John Lennon, con una afectación de audacia.

–Todo gracias a don Franco –le indiqué con una indignación falsa.

–Sí, qué trágico –refunfuñó–. No era tan mal crítico. Me gustaban sus reseñas en La Nación.

Ilustrativas, ¡cómo no!

–Recuerdo pocas –le dije–. Siempre me pareció resobado. Muy puritano para ser crítico. Tranquilo de ser correcto.

–No veo querás llevarte nada –dijo.

–Es que nada de esto me desvela; más bien, venía pensando que ya me he aburrido bastante de La Espiral.

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Eladio, que no cesaba de dar órdenes a su ayudante, se aproximó. Su grueso cuerpo de comedor de carne roja se bamboleó entre los estantes. Sus piernas de tocino hicieron un gran esfuerzo para no aplastar un grupo de libros.

–Veo que llegaste tarde –me reprochó–. Pero no vas a decir que no te dije. Y si no te ponés a rebuscar ahora mismo se te avientan todo. ¿No es una desgracia? –repuso refiriéndose al muerto–. Tan buen lector que era. Pensar que algunos de sus libros me los compró aquí mismo. Y verlos ahora de vuelta. Es este mecanismo de la vida lo que me asusta.

–Mientras no paren los míos en tus garras –advirtió Esteban riendo con humor–, pero yo se los tengo prometidos a una biblioteca pública.

–Yo también –repuse, y aunque no era cierto, haberlo dicho me protege del augurio.

–Hagan lo que deseen con sus libros –afirmó Eladio, mientras se sacaba un pañuelo de uno de sus bolsillos, y se secaba la frente. Después de mirar sobre la tela el rastro de la densa mugre continuó:

–Todos al fin terminan en las compra-ventas. Es lo que me ha enseñado este oficio. Es una especie de ley científica. Y por cierto, no es mi culpa.

–Claro que no es tu culpa –exclamó Esteban con zalamería porque se sentía feliz a raíz de su compra–. A Dios gracias existe La Espiral, y es bueno decirlo. En esta época solo se levantan supermercados que huelen a lavado de dinero, expendedoras de comida rápida que surgen de cualquier sitio como la peste, agencias de carros y financieras con límpidos ventanales como la lujuria. Por más humilde que esté el localito, Eladio, es una trinchera de cultura en medio de la ciudad.

–Y lo que me ha costado mantenerla. Solo por amor al arte –se gratificó–. Yo jamás les he contado, pero ya que hablamos sobre el tema, déjenme decirles que en muchos casos he intentado cerrarla. Sí, señores.

–¿Qué? –preguntó, actoralmente, Esteban.

–¿Cómo mantengo este puesto de venta en un mundo donde ya los libros son como fósiles?

Espérense a que pasen unas generaciones más: se hablará de los libros con el aire superior que tiene un hombre vulgar cuando se pronuncia sobre las inscripciones de las cavernas de Altamira. Es cosa de años.

No más dejen que la tecnología se desarrolle y la televisión no solo cubra un rincón de la casa, sino que la gente convierta toda la casa en una televisión y duerma metida en una pantalla. Hace poco releía Fahrenheit 451 de Ray Bradbury y lo hallé incómodo por cierta negación de la más inocente lógica. El libro que había leído con delectación en otro tiempo era inconsistente. Ningún gobierno habrá de instaurar equipos de bomberos incendiarios de libros, porque la gente les tomaría amor. La gente siempre ama lo que se persigue y se esconde. En un mundo donde ya no interese la inteligencia, los bomberos de Bradbury estarán en el umbral de la imaginación. Una vez quemado el deseo espiritual, ¿para qué bulliciosas quemas? Si día con día se le dice a gente que su estupidez es hermosa, terminará creyéndose solemne, y esto es lo que ha sucedido. Ténganlo por seguro: una vez muerto este prójimo que les habla, 45

pondrán encima de la compra-venta un bufete, una oficina de bienes raíces o una agencia aérea. Esto no genera plata y ni siquiera da para vivir más o menos.

La necesidad de justificarse de Eladio lo hacía sudar con más intensidad que si estuviera cargando grandes cajas de libros. Su pañuelo estaba demasiado mojado para pasárselo por la frente, así que se frotaba el reverso de su mano de un golpe, salpicando a intervalos el piso de gotas que se exhalaban por el excesivo aumento del calor adentro del local.

–Exagerás un poco, Eladio. Ni los libros se van a perder ni sos un Quijote anclado en Paseo de los Estudiantes –le dije.

–Vos siempre tan ingrato, Fernando. Y que me has visto surgir apenas de una ventanita, ubicada exactamente aquí.

Asediado, el vendedor señaló la ventana que daba a la calle con cierta dulzura contagiosa. Una neblina de polvo iluminado cubría el sitio asignado a la caja registradora.

–Soy testigo de eso –dijo apoyándolo Esteban–, eran solo cuatro metros cuadrados. Si hay iniciativa privada respetable, esa ha sido la de este vendedor.

Esteban se abalanzó hacia Eladio, apretando uno de sus hombros y sacudiéndolo con gesto deportista.

–Ya lo dijo Esteban –respondió agradeciéndole con una mirada paternal–. ¿Si esto no es amor al arte entonces qué es? Alguno podría estar pensando: “Este vendedor despelleja las bibliotecas de quienes las amaron en vida. Solo le interesa a cambio un poco de monedas. Igual vendería salchichón o morcilla que libros o clavos”. Sé que algunos tienen esos pensamientos porque en este país, como dijo Yolanda Oreamuno, la mayoría anda con un serrucho al cinto para bajarle el piso al prójimo. No hay quien no venga con ese útil instrumento de carpintería y quien no lo sepa manejar. Apenas ven a Eladio levantar cabeza, ¡zaz!, es un troglodita de libros. ¿No es cierto, Fernando?

–Totalmente de acuerdo –aduje, sabiendo que todo lo dicho tenía el propósito de desenmascararme.

–En esta vida todo tiene su costo –prosiguió con acento filosofal–. Alguien deja de reír para darle, sin saberlo, fuerza a otro que no puede; el retoño de una flor se anuncia en el jardín y ello repercute en una grieta árida en otra parte del mundo. No se puede tomar la vida si también no se destruye. Para que unos tengan bien servida la mesa, hay que matar al cerdo. A veces, es mejor no preguntar de dónde viene la comida, porque nos moriríamos de hambre.

–Tu filosofía me deja sin palabras –pareció ironizar Esteban–. Desconocía tus ardores peripatéticos.

–No por ese rumbo –manifestó ilustrado–, sino por la senda de los epicureístas, ¡esos sí sabían!

–Hablando de epicureístas –dijo Víctor Julio que se acercaba alargando la mano para saludarme–,

¿no han visto a Toruño? Resulta que le presté una plata y se me ha desaparecido... Si lo ven le avisan que lo busco... Yo, por mi parte, ya puedo irme, y con las manos vacías porque no he encontrado nada que me apetezca.

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–Por lo menos te vas con la manos sucias –le sonrió Esteban.

–Sí, hombre, pero hubiera querido haber encontrado algo bueno.

–Le decía a nuestro amigo Fernando que podríamos tomarnos un café –le dijo Esteban.

–Cuánto me gustaría tener aquí un cafecito para lecturas –soñó Eladio–, pero se me llenaría de borrachos, pedigüeños, vagos, majaderos. Sería un sitio ideal para personas elocuentes. No tendrían que estar ustedes aquí de pie hablando delicias. Quizás se me ocurra, van ustedes a ver...