Efecto Invernadero y Otros Cuentos by Guillermo Fernández - HTML preview

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II

Habiendo convencido a Víctor Julio, los tres nos fuimos al acostumbrado café de la esquina. Pese al ruido del ambiente, que a esa hora se llenaba de pedigüeños, limpiabotas, uno que otro borrachito –

rápidamente expulsado por las gangosas saloneras del lugar–, agentes viajeros, o vendedores guatemaltecos con sus atados de alfombras tejidas de quetzales, los tres encontramos un refugio que parecía un isleta en medio de la bulla. Rosario, la salonera, una graciosa elefanta de traser o exorbitante, nos saludó tomándonos la orden mientras se daba aire con un fardo de menús. Ni siquiera se molestaba en desplegarlos sobre la mesa porque sabía del desfile de cafés que estaría obligada a traernos. Sí. Sí.

Mucho café para los lectores. Una hora de hablada y cincuenta tacitas de nauseabundo líquido negro.

Obsesionado por la ausencia de Toruño, Víctor Julio suspiró:

–Creo que tiene quince días de haber desaparecido; me había pedido dinero para no sé qué urgencia. Yo no me puedo resistir a esas cosas y le di algo. No me preocupa el dinero sino lo que le haya ocurrido. ¿Sabe alguien de ustedes dónde vive? Ni siquiera me parece muy cuerdo. Toruño no está bien, miren ustedes: un día me dice que debe encontrarse con Sonia en el Parque Nacional; ento nces lo encamino después de haberlo invitado a un café en la soda Palace.

“Había estado extraña unos días, vos sabés, inasible... –me dice– y una mañana despierto y me tiene un espléndido desayuno. Nos quedamos hablando de Nietzsche durante varias horas. Creo que domina más a ese filósofo que yo. Se divierte montones sobre todo cuando llega al tema de Zaratustra: «Qué bolas te hacés con este personaje, me indica risueña, debés tomarlo como un protagonista de una novela; jamás le des un sentido real o te destruirá; Zaratustra es peligroso. El tema lo seguimos por la tarde, me voy a dar clases a la U». Lo último que veo de ella es su gran pelo bañado con manzanilla y que levanta, brillante, en señal de hasta luego”.

Después de dejarnos en una esquina, quedo picado con ese telele de su famosa Sonia y lo sigo a una distancia prudente. Cuanto más nos acercamos al Parque, experimento un poco de emoción. Una emoción baja de estarme implicando en un negocio ajeno; pero vayan ustedes a pensar lo que quieran. Mi determinación principal es entender la mecánica de Toruño, y lo voy siguiendo con sigilo, como un perro entrenado, abriendo y cerrando mi paraguas, ante la lluvia intermitente.

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La hora de cierta nostalgia, las seis de la tarde, se llena de gente bastante simpl e, normal; sin embargo, debería ser una hora mágica donde los sueños cobren vida. Tal era el caso de Toruño en ese momento. Él iba hacia su propia inspiración, bellamente invisible, prístinamente falsa.

Resulta que llega al parque en sombras. Mira en varias direcciones como si realmente esperara a una mujer. Su rostro drenado por la viruela toma un aire de majestad, sus brazos se bambolean cariñosamente en el aire. De vez en cuando se alisa la horrible barba de gurú indio y exhala de su boca un vapor de invierno. Da unos cuantos pasos sobre la vereda, en medio de los enhiestos pinos, ah, sí, y reconoce el banco donde debe sentarse. Unos minutos más y llegará Sonia. No olvidemos que Toruño la espera para retomar el tema de Nietzsche. Amor y filosofía se dan l a mano en pleno corazón urbano; después, como él mismo dice, se van a la casa y los dos pican culantro, tomates, ajos, entre elocuentes reflexiones, y terminan con un sabroso espagueti. Quizá hagan el amor esa noche, no se sabe. A veces Sonia está lejana. A veces Toruño está triste.

Pasan los minutos y Sonia no llega. Yo lo miro de espaldas. Entre mirada y mirada me refugio en una cabina telefónica y marco el número que da la hora. Una voz seudofemenina me responde: “Son las dieciocho horas, treinta minutos”. La voz de esa máquina, pienso, es más real que la de la mujer de Toruño. De inmediato vuelvo a mirar y ya mi amigo se ha ido. Estoy completamente seguro de que no ha habido tal mujer y que solo lo perdí de vista treinta segundos. En ese lapso, se levantó de la banca y caminó hacia una zona más oscura del parque despareciendo para mi vista. Sin embargo, quedo con una pequeña duda. “¿Debería seguirlo más?”, me pregunto. “¿Y si me sorprende?” La última reflexión es más fuerte y me alejo no solo incierto sino angustiado. Finalmente, me quito todo de la cabeza; Toruño es diestro en meterlo a uno en sus locuras; casi en voz alta me repito: “El hombre está loco, el hombre está loco”.

La elocución de Víctor Julio fue rota ante una enorme bandeja transportada por Rosario que hizo caer sobre la mesa con un bucólico “con permiso”. Esteban y yo esperamos que Víctor Julio continuara, pero se detuvo a mirar su reloj, con movimiento nervioso. De inmediato endulzó su café. “Está bien, está mal”, parecía decir con un rostro sin expresión.

–Otro día lo vuelvo a ver –dijo retornando a su historia– y le pregunto por su cita de la otra noche.

Toruño está sentado frente a mí en una mesa de este mismo café. Ni siquiera se inmuta. Antes de contestarme remoja su bigote blanquecino en un frío café con leche –él nunca toma caliente–, y responde con una gracia lindando en la presunción nobiliaria:

“Se tardó unos minutos..., pero es parte de su conspiración contra mí..”.

“¿Conspiración?”, le pregunto razonablemente.

“Sí, conspiración, ella sabe lo que finalmente me estimula... no para el comercio carnal... sino para cierta fantasía. Mirá: no hay como pensar que el amor de tu vida quizá no llegue. Eso produce la mayor pasión de todas. No hay nada más quemante que ese sentimiento. Nada se le puede comparar. Te sentás en espera sobre un banco del parque y mirás y nada ocurre. Cualquier cosa podría suceder en ese intervalo 48

entre tu llegada y el reencuentro, como que tu amor se marche para siempre. Pasa un minuto y otro, y el vilo te mata, porque aunque sepás que tu amor juega al escondite podría ser también que ese día no llegue para tu desgracia”.

“Ah, bueno, pero entonces sí llegó al final de cuentas”. Le añado haciéndome el indiferente.

“Claro. Es un juego no más. Yo necesito sentir ese vértigo cada día. Me verás como un decadente, pero Sonia y yo hemos aprendido a intercambiarnos ciertas necesidades de índole espiritual. A veces la compañía es un atropello a la intimidad de los otros, y eso es lo que nadie entiende hoy. El amor no es compañía. El amor es un juego que necesita de estados vertiginosos, de silencios llenos de incertidumbre, de ausencias cargadas de misterio. Un día ella amanece conmigo; otro día no está. La llamo por teléfono, alguien toma mi recado. Finalmente concordamos en algún momento, y nos quedamos de ver a la entrada de un cine o en una banca del parque. Cuando llega la hora yo estoy lleno de expectativa. Quizá hayan pasado cuatro días sin saber nada de ella; hasta me esfuerzo en olvidarme de su rostro, de su voz, de l color de su cabello. Quiero que todo sea inaugural. Una vez juntos, vemos una película, vamos a mi casa, hacemos una comida. De inmediato hablamos y hablamos. Me dice que solo conmigo podría conversar sobre Marx y hasta reconoce en mí un parecido físico. Yo me río estrepitosamente, acusándola de traicionarme con un filósofo muerto. ¿Muerto, quién está muerto? ¿Y quién habla de traición? La música viene después. Ella tiene por Bach una inclinación enfermiza. Le gusta combinarlo con un purito de mariguana porque ella es hija de los sesenta y estudió en Estados Unidos. Unas probaditas simplemente como para que la casa se desintoxique de realidad. Yo la acompaño con un vino. No muy fino porque últimamente ando apretado. Y me pongo locuaz: la lengua se me empapa de delicia y trasunta elocuencia.

Se me desprenden unas metáforas que relaciono con el efecto invernadero de la cannabis de Sonia. Ella, por su parte, es una poetisa consumada, y me ha prometido enseñarme algunos de sus poemas producto de una relación efímera con otra mujer. Sin caer en el completo lesbianismo, fue capaz de reencontrar zonas ocultas de sí misma. A veces recita a Safo, o los trozos que quedan de su poesía, y en medio del profundo clima confidente recuerda a su amiga no con añoranza sino con miedo. Mirarla así sobre el sofá, bajo el dominio cósmico de unas chupadas de mariguana, mientras se acaricia el cabello como si fuera un raro objeto de lujo, me fascina, ¡es una joya!”

Casi a punto de caer en la red de su historia, retrocedo. Sé demasiado bien que Toruño ha llegado aquel día al parque, se ha sentado, ha pasado una ligera mirada por el viento de los árboles, ha visto salir a un grupo de muchachos de la biblioteca con el deseo de ser uno de ellos. (Empezar la vida.

Sabrosamente. Con quince años). Y se ha percatado de que su trasero está sobre una espantosa humedad: el frío inesperado de la piedra con el arribo de la gran noche. Ese día no ha comido nada. Siente hambre.

(¿De qué vive nuestro amigo Toruño?) Y simpatiza de pronto con la idea de pasar por una pulpería y comprarse una lata de atún. Se levanta del asiento, ¿a quién esperaba?, ¿no había dicho hace poco a Víctor Julio que se vería con Sonia? Ah, sí, Sonia, por supuesto. Sin embargo, el ruido de las tripas no lo deja escucharse a sí mismo.

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“Tanto me hablás de esa mujer que debés presentármela algún día”, le advierto con hincapié.

Ni lerdo ni perezoso, el señor de la ficción responde:

“Como te he dicho, a veces no está ni para mí. Sé por otra parte, que en los ínterin tampoco se ve con su amiga lesbiana. Mi amor es también hijo de Otelo y ha jugado de detective. En dos o tres ocasiones la he seguido, y no por irrespeto a su vida privada, sino porque es un campo que me enardece”.

Al ver que preparo una nueva pregunta, levanta uno de sus dedos, y continúa:

“No ha pasado nada extraordinario. Además se trata de un acto de gula de mi parte. Quiero más y más misterio”.

–Esto es, sin embargo, mejor que una revista de variedades –advierte Víctor, de pronto, con una carcajada.

Agotado el tema de Toruño nos replegamos.