El Amor y la Mujer en la Historia de Colombia by Manuel Menendez - HTML preview

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Con la lengua de Castilla, los conquistadores españoles trajeron a las tierras americanas la religión católica, que ha sido el patrimonio espiritual del continente. Pero al pisar ellos nuestro suelo, pudieron apreciar que cada grupo tribal tenía sus propias creencias, sus ídolos y sus ritos.

La historia no muestra a través del desarrollo humano, ninguna sociedad, por primitiva que sea, que no haya tenido su credo religioso. Por eso dice Lacordaire que, “la religión, aunque sea falsa, es un elemento necesario para la vida de un pueblo”.

Pero si nos referimos a este aspecto de la historia colombiana, no es para reseñar la obra fecunda del catolicismo, que se ha mantenido, perpetuado y engrandecido a través de los tiempos, no obstante sus vicisitudes y las fallas humanas que haya podido tener, sino para mostrar la vinculación de la mujer en acontecimientos históricos que se confunden a veces con la leyenda, o se destacan como hechos transcendentales en la vida religiosa del país.

Tenemos forzosamente que acudir a las Noticias Historiales de Fray Pedro Simón, que narran tradiciones legendarias recogidas por el cronista, en el dilatado reino de los chibchas.

Empezaremos por la leyenda de la mujer del cacique de Guatavita.

En tiempos remotos, el dominio de Guatavita era el más poderoso de los “muiscas”, del cual formaban parte pueblos que estaban sometidos, más por respeto y acatamiento que por fuerza, al Jefe de la tribu. El Guatavita, como era de usanza, tenía su harem, si así puede llamarse, y la favorita era una hermosa mujer cuyos encantos la destacaban sobre las demás esposas.

Un día el demonio tentó con la infidelidad a la joven amante, lo cual fue sabido por el Cacique. El seductor fue capturado y condenado a la terrible muerte por empalamiento. Pero antes del suplicio, el Guatavita ordenó que a su rival le fueran cercenadas las partes nobles, mandó preparar un banquete y, en horripilante guisado, logró que la atractiva infiel las comiera            Cuando ella se dio cuenta de semejante humillación, al escuchar lo ocurrido por boca de los indios ya borrachos en el bárbaro festín, enloquecida por la desesperación, tomó en sus brazos una niña recién nacida e hija legítima de su esposo, y, con una de sus esclavas, en una noche de luna se arrojó a la laguna, pereciendo ahogadas las tres.

Un “mohán” dio aviso al cacique de la tragedia, y éste, lleno de dolor, ordenó a los demás “mohanes” que habitaban a las orillas de la laguna, que hicieran lo imposible por rescatar los cuerpos de su mujer y de su pequeña. Los sacerdotes agotaron todos los rituales de la hechicería, y uno de ellos se sumergió en las aguas por largo rato, emergiendo a la superficie con las manos yacías, pero con la imaginación armada de una noticia fantástica, con la cual logró consolar al atribulado rey, a quien dijo que había hallado a su favorita ya su hija en el fondo, viviendo plácidamente en una casa donde eran objeto de las mayores consideraciones. Ella tenía un dragoncillo sobre su falda y manifestó al “mohán” que no tenía ninguna intención de volver a reunirse con su marido.

El cacique no quiso aceptar tal determinación y dio orden de tratar de rescatarla con la niña, a toda costa. Redoblaron los hechiceros sus conjuros e inmersiones, y uno de ellos sacó a flote el cuerpo inanimado de la niña, que no tenía ojos porque, según el “mohán”, el dragoncillo o lagarto se los había hecho sacar, por cuanto consideraba que la pequeña no los necesitaba en la tierra, ya que su alma estaba en el Más Allá, junto a su madre.

La leyenda se propagó luego a través de las generaciones muiscas, afianzó la creencia de una vida extraterrena, en la cual los muertos comían, bebían y llevaban una existencia feliz, servidos por los criados que los acompañaban.

En esta forma, la religión de la tribu tenía como creencia básica, al igual que las demás religiones, la de la inmortalidad de las almas.

La laguna, llamada Guatavita por la tradición, y que era un oratorio, cobró mayor renombre y respeto ante los indios que periódicamente iban a depositar allí sus ofrendas en oro, y a practicar en sus orillas fiestas y ritos, en los que no faltaban las danzas y las borracheras colectivas. Los hallazgos de objetos primorosamente elaborados, extraídos del fondo de las aguas, muchos de los cuales se admiran en el Museo del Oro, comprueban esta verdad.

La fama del acuático santuario se extendió por todo el reino chibcha, y hasta allí acudían grandes caravanas de indígenas que hacían ofrendas a la cacica, a la cual suponían viva. En las grandes festividades, el cacique se trasladaba en una balsa al centro de la laguna, desnudo y con el cuerpo cubierto de oro en polvo, se sumergía en las frías aguas y al quedar limpio del precioso metal, regresaba a la orilla.

Se señala esta versión tradicional como el origen del El Dorado, leyenda que despertó la codicia de no pocos conquistadores y que tuvo diversas formas de presentarse ante la ambición de los que inútilmente buscaron en selvas, ríos y llanuras el reino del imaginario tesoro.

Pedro Simón añade en su relato, que las ofrendas en metálico aumentaron con el tiempo y que el cacique de Simijaca hizo una vez una ofrenda de cuarenta cargas de oro.

Sea o no sea cierto lo narrado, al menos en pequeña parte, no es aventurada suponer que en el fondo fangoso de este pequeño lago, enclavado en la altiplanicie andina, puedan ocultarse riquezas que quizás algún día logren ser rescatadas.

La conquista española fue demoledora, porque estaba inspirada en la codicia, Destruyó civilizaciones, aniquiló tesoros, acalló para siempre idiomas y dialectos. Nada que fuera investigación o estudios sobre cultura, arte, organización social y política de las tribus, se recogió para la posteridad histórica, salvo contadas excepciones, entre las cuales se cuentan fray Pedro Simón en el siglo XVII y, para citar un reciente descubrimiento, fray Jerónimo de Santa Gertrudis, religioso canario que recorrió casi media América y consignó sus observaciones en una preciosa obra que tituló “Maravillas de la Naturaleza”.

Volveremos pues a las Noticias Historiales de fray Pedro Simón y a la famosa laguna de Guatavita, para anotar que el primero que trató de secarla con miras a rescatar las riquezas ocultas bajo sus aguas turbias y quietas, fue Antonio de Sepúlveda, quien con Lázaro Fonte gastó abundantes sumas con dicho propósito.

Sobre todo el señor Sepúlveda, mercader y aventurero, que logró sacarles oro a los indios y a la Real Audiencia para realizar esos trabajos que se iniciaron en 1580. Parece que algo pescó entre el negro barro de las orillas, pero las dificultades lo hicieron renunciar a su empresa, y poco después murió en un hospital, sin haber realizado su dorado sueño.

Nunca pensó él en allegar datos sobre las leyendas del santuario indígena, ni guardar los objetos de oro, primorosamente labrados, para su estudio y conservación. Lo que importaba a los conquistadores era simplemente fundirlos y venderlos, como lo hicieron los que explotaron las minas y aluviones del Nuevo Reino, aniquilando a los aborígenes en la esclavitud de los socavones.

Y como estamos tratando sobre temas religiosos, veamos lo que dice el historiador español, bajo el título de “Rastros que se han hallado de haber tenido luz estos indios del Reyno, de la ley evangélica. Y de habérsela venido a predicar algún cristiano”.

Desde luego, aquí se mezclan la leyenda y el mito, con todas las deformaciones y elucubraciones que la imaginación de los narradores de no pocas generaciones, fue legando a la posteridad.

Las observaciones de Simón le permiten afirmar que los indígenas tenían nociones del Juicio Universal y de la resurrección de los muertos. Refiriéndose a apuntes y manuscritos de Jiménez de Quesada, cita su testimonio en el sentido de que el Adelantado logró establecer que los nativos usaban el signo de la cruz, y lo estampaban sobre las sepulturas de los que habían muerto a consecuencia de picaduras de serpientes. Cita varias pinturas en piedras situadas en Bosa y Suasca, en las cuales aparece también nítidamente el signo del cristianismo.

Es curiosa la versión que ofrece sobre los Chibchas y Pijaos, tribus que en sus mostraban figuras humanas con tres cabezas, de los cual infiere que hacían referencia a una divinidad trina, tal vez cristiana, tal vez de oscuro origen asiático.

En el primer caso, una réplica de la Santísima Trinidad, y en el segundo, una de la trinidad hindú, formada por Brahma, Shiva y Visnú. No hay razones para creer o negar ninguna de las dos hipótesis.

De todos es conocida la leyenda de un personaje que, en remotos tiempos, según las tradiciones aborígenes, visitó los territorios del reino Chibcha, predicando normas de moral, a la vez que enseñando el cultivo de la tierra, la fabricación mantas y otras actividades no menos útiles. Ya sabemos que se trataba de un anciano de tez blanca y luengas barbas, que se cubría con un sayal y andaba descalzo. La leyenda dice que llegó aproximadamente 1.400 años antes que los conquistadores si se tiene como base la forma de medir el tiempo por edades, cada una de 70 años, según fray Pedro.

El personaje llegó por los lados de los Llanos Orientales y por el pueblo de Pasca. Y aquí copiamos lo que el cronista dice a la letra:

“Desde allí vino al pueblo de Bosa, donde se le murió un camello que traía, cuyos huesos procuraron conservarlos naturales, pues aún hallaron algunos los españoles en aquel pueblo, cuando entraron, entre los cuales dicen que fue la costilla que adoraban en la lagunilla llamado Bacacio, los indios de Bosa y Soacha”.

Cada región visitada por este hombre le asignaba un nombre diferente, entre los que destacamos los de Chimizaguagua, o Enviado de Dios, Nemterequeteba, Xué y Bochica.

Nos hemos extendido un poco sobre estas tradiciones, teniendo en cuenta que los Incas y los Aztecas igualmente mencionan en la6 suyas la visita de un personaje muy similar, conocido por los primeros como Vira Cocha, y por los segundos, como Quezaltcoalt. Una coincidencia que permanece en el pasado de la prehistoria, esperando todavía alguna explicación.

Siguiendo el hilo de estas tradiciones, se habla luego de que, después de este venerable anciano, hizo su aparición una mujer hermosa, que, rodeada de resplandores, recorría los territorios predicando contra las enseñanzas de su predecesor. A ella le dieron igualmente varios nombres, entre los cuales citamos los de Chié, Güitaca y Xubchasgagua. Pero el más conocido es el de Bachué, y se la señala como la madre de la humanidad, añadiéndose que, convertida en culebra, se hundió en la laguna.

Bachué les hablaba a los indios de una vida licenciosa, de placeres y borracheras, destruyendo así la obra espiritual de Chimizaguaga, quien la convirtió en una horrible lechuza y la condenó a vagar de noche por los campos.

Podemos concluir que, dentro de los mitos legendarios de los indígenas, la personificación del mal tenía cuerpo y alma de mujer, en lo cual no se distancia mucho de las tradiciones cristianas.

Podemos recordar, de paso, la lapidaria sentencia de un Padre de la Iglesia: “Mujeres! Nacer de una, y huir de las demás!”

Daremos ahora un salto hacia adelante, para situamos en el año 1586. Ya estaba consolidada la conquista del Nuevo Reino, en cuyo vasto territorio, mientras los alcabaleros exprimían impuestos y los infelices nativos, se aniquilaban en las minas, los curas doctrineros, los frailes franciscanos y dominicos, lo mismo que otras comunidades católicas, extendían la conquista espiritual de las gentes, en todos los rincones del país.

En el año citado, ocurrió un hecho de trascendencia en la incipiente vida religiosa, que tuvo cumplimiento en Chiquinquirá, que por entonces era sólo una minúscula aldea.

Varios pueblos de lo que hoy es la comprensión de Boyacá, eran administrados por la comunidad dominicana, cuya sede principal estaba en la ciudad de Tunja. Sus superiores eran los Padres Domingo de Cárdenas y Antonio de Sevilla. El principal encomendero de la región, don Antonio de Santana, vivía en Zuta. Mientras el prebendado administraba tierras y ganados, un lego dominicano llamado Andrés Jadraque, administraba los bienes espirituales de la indiada, a la cual adoctrinaba con celo y diligencia.

A petición de don Antonio, el lego buscó un pintor en Tunja, para que hiciera un cuadro de Nuestra Señora del Rosario, para ser colocado en el oratorio de la casa del encomendero.

Halló un artista de modesta paleta, Alfonso Narváez, con el cual arregló precio para su obra, que el pintor ejecutó en un burdo lienzo tejido en los telares indígenas, por cuanto no era posible hallar tela apropiada, ni preparar debidamente una para tal fin.

De ahí que su pintura no la realizó al óleo sino al temple, o sea diluyendo las pinturas en agua—cola.

Una vez concluido el cuadro, el lego viajó a Tunja para calificarlo y pagar su valor. La tela resultó bastante ancha, y en ella aparecía la Celestial Señora con el niño Jesús en el brazo derecho. En la mano del mismo lado, sostenía una camándula. A primera vista era notorio un par de espacios vacíos a ambos lados de la imagen, lo cual fue anotado por el fraile, quien le sugirió que los llenara, pintando a San Antonio de Padua y a San Andrés. Con ello quedaría constancia perdurable del nombre del devoto encomendero, y así mismo de quien la había hecho pintar.

El señor de Santana hizo colocar la tela en sitio adecuado en su capilla pajiza, para la veneración de la familia y de las gentes de la región.

Tiempo después, el techo del rústico oratorio empezó a padecer de goteras, por las cuales caía el agua en las épocas de lluvia. El cuadro empezó a arruinarse y lentamente se fue destiñendo, hasta que las figuras quedaron lastimosamente desdibujadas. Finalmente la tela fue desclavada para servir la poco devota tarea de secar trigo al sol, con lo cual la ruina se acentuó, merced a algunos agujeros en diferentes sitios.

Don Antonio murió, no se sabe en qué fecha, y su viuda doña Catalina de Irlos, determinó radicarse en Chiquinquirá, donde su difunto esposo tenía una propiedad y algunos ganados. En el trasteo y con el menaje de la cocina, los muebles y demás enseres del hogar, iba el maltratado lienzo, como cualquier trapo sin importancia.

La familia Santana se incrementó en la finca de doña Catalina, pues llegó igualmente a residenciarse en Chiquinquirá don Francisco de Aguilar Santana, sobrino del esposo de la Irlos. Con esta familia venía igualmente una mujer llamada María Ramos, en seguimiento de su marido Pedro de Santana, quien al parecer ya estaba viviendo con sus parientes, desde hacía algún tiempo.

María, dicen las crónicas, era una mujer profundamente piadosa y cotidianamente rezaba el Rosario, la oración con la cual afirmó el Papa San Pío V, había obtenido de Nuestra Señora el triunfo cristiano en la batalla de Lepanto.

La devota mujer quiso tener en la hacienda una imagen de la Santa Virgen, y como no había posibilidades de satisfacerla con una aceptable, se acudió a la tosca tela, en la cual apenas se adivinaban algunos trazos de la pintura original.

Ello no descorazonó a María Ramos, quien con todo cuidado limpió el lienzo lo mejor que pudo, y luego de templarlo convenientemente en un burdo bastidor de cañas, lo hizo colocar en una de las habitaciones de la casa, para que fuera objeto de sus plegarias y rezos que hacía diariamente con la familia, la servidumbre y seguramente algunos vecinos.

Lo que la tradición religiosa estableció como el milagro de la renovación de la imagen, es descrito sobriamente por el respetable historiador José Manuel Groot, en la siguiente forma:

“Llegó la Pascua de Navidad del año 1586, y, deseando confesarse y oír misa para comulgar, oraba con más fervor y fe. Levantóse de la oración el día de San Esteban, para ir a visitar a una pobre vieja, y, al salir del aposento, se paró a hablar con una india de Muzo, llamada Isabel, que llevaba de la mano a un indiecito de edad de cuatro años. Este, inocente, empezó a dar gritos, diciendo:

— Miren, miren … señalando para adentro,— y vueltas ambas, vieron que el cuadro de la Virgen estaba desprendido de la pared y que por todas partes arrojaba rayos de luz la imagen de Nuestra Señora. Las dos mujeres dieron voces con la idea de que aquello era fuego en la casa; pero en el instante, María Ramos se hincó de rodillas ante la imagen, juzgando ya otra cosa, y la india se fue a llamar a Catalina de Irlo. A las voces que habían dado de fuego, acudieron todos los que por allí andaban, y al llegar a la puerta de la casa, vieron no sólo el cuadro separado de la pared y la imagen arrojando luz, sino la pintura de las tres imágenes renovada, clara y distintamente, con todo el colorido y perfectos lineamientos que hoy tiene, que son tan determinados y completos como pudieron serlo al salir de la mano del pintor”.

Hasta aquí la narración literal del historiador mencionado.

En el mismo sitio se levantó el primer santuario, obra qué realizó el dominicano fray Juan de Figueroa, el cual respetó la pequeña capilla de techo pajizo que quedó en el sitio principal del templo, cumpliendo así una orden del Arzobispo fray Luis Zapata, quien constató con visita personal la autenticidad de la renovación.

Desde esos remotos tiempos, el santuario chiquinquireño se convirtió en el epicentro de la catolicidad colombiana. La Virgen del Rosario es la advocación más acendrada en la fe del pueblo, y bajo su amparo fue oficialmente consagrada como Reina de Colombia. Anualmente siguen llenando las naves de la magnífica basílica, los millares de peregrinos que acuden allí a depositar sus angustias y necesidades, en forma similar a lo que ocurre en Lourdes y en Fátima.

Mucho pudiéramos extendemos en tomo a este lejano acontecimiento que, sin duda alguna, representó un momento estelar en la vida religiosa de la nación, pero ese no es propiamente el fin concreto de esta obra que se ha escrito para destacar, como tantas veces lo hemos anotado, la vinculación de la mujer a los acontecimientos heroicos, a las glorias, las miserias y las lacras y nuestra historia.

Dentro del propósito ya expuesto, y continuando con la reseña de la vida religiosa de Colombia, y la vinculación que la mujer ha tenido a sus hechos más sobresalientes, dirigimos nuestro interés hacia el sur, y nos situamos en las goteras del Ecuador, a unos pocos kilómetros de Ipiales, para visitar breve e imaginariamente el imponente y hermoso santuario de Nuestra Señora de Las Lajas, con su atrevido puente de piedra en elevados arcos superpuestos que cruzan la profunda garganta del Guáitara, y en uno de cuyos extremos se yergue el airoso templo, bordado en filigrana de piedra en moderno gótico. Su altar mayor es la roca viva, donde se venera la imagen de la Virgen María, y a donde acuden, como a Chiquinquirá, grandes peregrinaciones, no sólo del país sino de las naciones vecinas.

La efigie de Nuestra Señora del Rosario de las Lajas, que así es su auténtica advocación, es atribuida al Padre fray Pedro Bedón, quien nació en Quito, y se calcula que la pintó a finales del siglo XVI.

Esta versión es rechazada por devotas tradiciones, las cuales afirman que no se trata de una obra humana, sino de una aparición. El lector queda libre para aceptar lo uno o lo otro.

La Virgen tiene un rostro hermoso, de trazos sencillos. Ofrece la fisonomía de una doncella criolla, con cabellos negros, ojos igualmente oscuros y una dulce sonrisa. Está vestida de larga túnica roja. En su brazo derecho reposa el Niño Jesús, y al igual que la chiquinquireña, lleva en la mano un rosario. La escoltan, a la diestra Santo Domingo de Guzmán y al lado contrario, San Francisco de Asís, pero sus figuras no son tan nítidas como la imagen central.

La versión más detallada sobre la historia del acontecimiento, la encontramos en el libro “Apuntes relativos a la Historia de Nuestra Señora de las Lajas”, escrita en un fatigante y empalagoso estilo por el sacerdote nariñense Justino Mejía y Mejía.

Abriendo una trocha entre la maraña de frases alambicadas y rimbombantes de sus páginas, hallamos que, a principios del agio XVIII, una india llamada María Mueses de Quiñónez, viajaba una noche de Ipiales a Potosí, un pequeño pueblo cercano, junto con su hija Rosa, que era sordomuda. Debían atravesar el río Guáitara o Pastarán, o Angasmayo, nombres aborígenes del mismo, por un puente de bejucos.

Las sorprendió una fuerte tempestad, y las dos, aterrorizadas, buscaron refugio en una cueva que existía junto al mencionado puente. Allí la atribulada mujer imploró el auxilio de la Virgen del Rosario, y una vez calmado el vendaval, continuó su penosa marcha hacia Potosí.

En otro viaje por la misma ruta iban nuevamente las dos, María con su pequeña hija a la espalda. Fatigada la madre, se refugió en la cueva de Pastarán, y tuvo la inmensa sorpresa al ver que su niña, subió por las escarpaduras de la roca que había en el fondo, y hablando en forma natural, instó a la madre para que mirara hacia la piedra donde dijo que estaba una “mestiza que se ha despeñado con un mesticito en los brazos y dos mesticitos en los lados…………………….

María no hizo caso, pero al regreso relató a sus patrones, los señores de Torresano, lo ocurrido, y todos compartieron la admiración por el prodigio de oír hablar a la niña que, como ya se dijo, era sordomuda.

Corrieron los días, y en un nuevo viaje, dice la tradicional leyenda, la india entró en la pequeña caverna, y allí oyó que su hija le decía:

— Mamá la mestiza me llama.

Fue entonces cuando ocurrió la aparición, pues se cuenta que la pequeña fue acariciada por el Niño Dios y jugó unos momentos con él, delante de la sorprendida madre.

El hecho fue relatado por la buena mujer a sus patrones, quienes lo contaron a su vez al párroco de Ipiales, el dominicano fray Gabriel Villafuerte, el cual organizó a la una de la madrugada la primera peregrinación al misterioso lugar.

Pero hay todavía más. Al cabo de unos meses, moría la niña Rosa, y la madre obtuvo el milagro de que recuperara la vida, gracias a sus rezos. Este hecho se propagó por toda la región, y fue el punto de partida para convertir la cueva de Pastarán en un santuario, canónicamente reconocido por el Vaticano.

Como puede verse, es una historia conmovedoramente ingenua, y no tenemos base para establecer donde se separa la realidad de la fantasía. Las Lajas tiene hoy la categoría de santuario nacional, desde el año 1927, y además de respetable prestigio como centro de religiosidad, es, desde el punto de vista de la belleza de su paisaje y como obra genial de arquitectura, uno de los lugares más atrayentes y hermosos de Colombia.

Si aún existiera la Gran Colombia, nos podríamos dar el lujo de contar al menos con una candidata a Santa, la beata Mariana de Jesús Paredes, la Azucena de Quito. El país actual no ha podido producir un santo, oficialmente reconocido, y este es un síntoma inequívoco de subdesarrollo religioso. Los españoles nos dieron en préstamo uno muy ilustre y noble, como fue san Pedro Claver el Apóstol de los negros, que consideramos como nuestro, debido a que su obra magnífica tuvo como escenario la ciudad de Cartagena.

Y en los tiempos de hoy, cuando las cosas del espíritu van siendo derrotadas por la angustia y la sensualidad del mercantilismo y la violencia, nosotros los hijos de la católica España, cultivamos más la marihuana que la fe.


CAPITULO VIII

Manuela Beltrán Archila.

La Vieja Magdalena.

María de las Nieves Hurtado.

Isabel Tibará.

María Manuela Vega.

Manuela Cumbal.

Francisca Aucú.

Joaquina Álvarez de Olano.

Toribia Verdugo de Galán.