La mayor importancia que tiene la Batalla de Boyacá, ocurrida el 7 de agosto de 1819, es la de haber definido la guerra de la independencia colombiana. Ni desde el punto de vista militar, ni por el número de muertos y heridos, puede realmente considerarse como una verdadera batalla. Cosa muy diferente puede decirse de la del Pantano de Vargas, el 25 de julio anterior, en la cual, por las tácticas empleadas, la magnitud y las alternativas del combate y, sobre todo, por hm consecuencias inmediatas que produjo, hubo una auténtica batalla. Sin este triunfo patriota, lo mismo que por otras circunstancias que veremos más tarde, la rúbrica de Boyacá no hubiera podido estamparse en la guerra emancipadora.
Pero no es nuestro propósito propiamente el de analizar operaciones militares, sino el de destacar la vinculación de la mujer en los acontecimientos históricos del país, y que resulta sorprendentemente mayor de lo que el común de las gentes cree. En estas jomadas que marcaron la etapa final de la lucha por la liberación colonial, fue la conducta heroica de no pocas mujeres uno de los factores decisivos que contribuyeron al triunfo de las armas republicanas.
Ya desde la batalla de la Queseras del medio, donde la santandereana Encarnación Rangel, oriunda de la población del Cerrito, peleó con el arrojo del más valeroso soldado, se evidencia esta generosa contribución femenina. El insigne biógrafo Emil Ludwig tuvo sobrada razón cuando dijo: “Sin las mujeres colombianas, no se habría hecho la independencia”.
Nosotros añadimos con toda verdad: Sin el aporte de la mujer santandereana, Ludwig no hubiera podido escribir tal afirmación. Porque a la larga lista de heroínas nacionales reconocidas por los historiadores, hay que incorporar cerca de un centenar de mujeres que rindieron su vida en los patíbulos o en las guerrillas de los dos Santanderes, y cuyos nombres aparecen registrados, sin que se sepa cuantas más pasaron a la inmortalidad sin dejar la huella de su identificación.
Bolívar tuvo para estas heroínas de Colombia una expresión elocuente, al decir que un pueblo que cuenta con mujeres de semejante temple, jamás podrá ser sojuzgado.
Desde luego que el Libertador se refería específicamente a las Santandereanas, porque como lo anota acertadamente Pablo E. Forero, “no resultó menor la admiración que despertó en él la bravura de las mujeres granadinas, especialmente las del Socorro y Boyacá. Bravura y patriotismo que no encontró en la mujer venezolana, la cual permaneció indiferente ante los empeños de emancipación”.
Vamos a entrar en el terreno probatorio de nuestras preliminares observaciones, al hablar de las guerrillas de la provincia del Socorro, que tan señalada influencia tuvieron en las jomadas de Vargas y Boyacá.
Fueron varias las que se formaron en diversas regiones. La de Oiba, la de Zapatoca, la de los Almeida, la de Charalá, la de la Niebla, la de Guapotá, etc.
Los campesinos, desde el inicio de la guerra emancipadora, sabían lo que les representaba la arisca geografía de la comarca como estrategia de lucha. Se organizaron en las fincas y con la valiosa colaboración de las mujeres que eran a la vez las que manejaban la logística, las que hacían las veces de espías, las que los ocultaban en los montes para que sorpresivamente cayeran y hostilizaran los ejércitos realistas, fueron en realidad los anónimos coautores de la victoria.
El nombre de La Niebla tenía por eso su explicación; dado que los audaces guerrilleros eran como una especie de Nibelungos que, operando casi siempre sin ser vistos, dieron sangrientas sorpresas a los ejércitos de España. En las filas realistas corría la leyenda de que eran invisibles.
Las guerrillas peleaban con los elementos bélicos que lograban obtener: con hondas que manejaban con gran habilidad, con lanzas de rústica fabricación y hasta con las mismas herramientas que utilizaban en las labranzas, a las que añadían las pocas armas de fuego que capturaban al enemigo, luego de realizar las emboscadas.
Las mujeres, además de desempeñar las actividades que ya se enumeraron, combatieron también al lado de los varones con ardor y coraje, corriendo con ellos las mismas contingencias de la lucha. Podemos mencionar algunas de esas provincianas valerosas, cuyos nombres ha recogido la historia: Agustina Mejía, guerrillera y espía en Guapotá; Juana Ramírez, Evangelina Díaz y Fidela Ramos, de Zapatoca; Engracia Salazar, de la guerrilla de la Niebla; Tránsito Vargas, guerrillera de Guadalupe; Manuela Uscátegui, Leonarda Carreño, todas las cuales murieron sacrificadas en el cadalso.
En esta constelación de heroínas santandereanas, es la pinchotana Antonia Santos Plata la que ocupa el sitio de primera magnitud. Nació en 1782 y fueron sus padres Pedro Santos Meneses y María Petronila Plata. Cuando subió al patíbulo, en julio de 1819, tenía 37 años de edad.
En este momento final de su vida, la descripción de su persona que hemos encontrado en varios cronistas, habla de que Antonia era una mujer de alta estatura y formas esbeltas. Su piel, de un blanco aperlado, sus cabellos muy negros, peinados en largas trenzas; sus ojos del mismo tinte y de mirar altivo; su tallante gentil y
Es raro cómo una mujer cuyos rasgos denotan un atractivo singular, y que además gozaba en su pueblo, lo mismo que en Socorro y toda la región de una gran estimación, no se hubiera casado.
Tal vez la explicación esté en el hecho de que, desde muy joven, fue la directriz de la familia y la administradora de sus bienes.
Antonia fue la organizadora de la guerrilla de Coromoro, en unión de sus hermanos. Por eso se llamó también la guerrilla de los Santos. En ella invirtió considerables sumas de dinero para adquirir armamento, cabalgaduras y provisiones, apoyando así al ejército libertador que ya pisaba tierras boyacenses. La hacienda de los hermanos Santos, denominada El Hatillo, era prácticamente el cuartel general de la guerrilla, pues allí tenía su centro de aprovisionamiento.
Al tener conocimiento de la proximidad del ejército patriota, la guerrilla se dividió en dos grupos. El primero marchó a unirse con las tropas de Bolívar y el segundo se situó en los Arrayanes, al acecho de una oportunidad para emboscar tropas realistas.
Entre tanto, Lucas González, quien se había posesionado de la gobernación del Socorro, en reemplazo de Fominaya, no ocultaba su preocupación por los continuos éxitos de los guerrilleros. Fominaya conocía las actividades de Antonia Santos Plata, pero el Coronel español se cuidó de hacerla prisionera, porque conocía también de su ascendiente en el pueblo y temía que, al encarcelarla, se pudiera provocar un peligroso levantamiento.
El Coronel Lucas González, por el contrario, fue de otro parecer y para el efecto, se valió de un traidor, el socorrano Pedro Agustín Vargas, quien cumpliendo sus órdenes al frente de un destacamento de soldados, hizo prisionera a Antonia en El Hatillo, el 12 de julio de 1819,y la condujo al Socorro.
El oficial realista vaciló sobre lo que debía hacer con ella, y pidió instrucciones al Virrey Sámano. Este, a vuelta de posta, le contestó diciéndole que “todo hombre o mujer que haya prestado auxilio a los enemigos, justificado que lo hicieron voluntariamente, sin intervenir la fuerza, serán castigados con el último suplicio”.
Con tal autorización, González inició el juicio, durante el cual la pinchotana no solo no desfalleció un instante, sino que con firmeza y altivez declaró ser patriota, haciendo énfasis en su odio a los gobernantes extranjeros y pregonando que luchaba por la causa de la libertad de su patria.
La ciudad del Socorro conserva con veneración la vieja casona donde pasó Antonia las horas que antecedieron a su sacrificio. El calabozo fue un cuarto pequeño, situado, según la tradición, en la parte izquierda de la hoy denominada Casa de la Cultura, frente al patio central.
Con la heroína había caído igualmente prisionera su sobrina Helena Santos, muchacha de 16 años, quien alcanzó a acompañada algunas horas en la cárcel, después fue puesta en libertad por las autoridades realistas. La joven se trasladó a Charalá, donde la aguardaba* pocos días más tarde, una muerte inhumana, como luego se verá.
El juicio de Antonia fue breve, como se acostumbraba en aquellos días, y la sentencia de muerte se cumplió en la mañana del 28 de julio de 1819.
Con el ceremonial espectacular que entonces rodeaba un ajusticiamiento, la prisionera fue llevada en medio de la escolta, mientras doblaban las campanas del templo y el fraile que la había confesado el día anterior, el capuchino Serafín de Caudete, fanático realista, rezaba en gangoso latín las preces de los moribundos. Ella andaba con paso tranquilo y ademán sereno. Las pocas gentes que In veían pasar, algunas ocultas tras las rejas de las ventanas y otras en pequeños grupos desde las esquinas, esquivaban la altiva mirada de la valerosa mujer y frenaban un gesto mezcla de tristeza y de ira. Antonia iba vestida con un traje negro, —dice la crónica,— y llevaba al cuello un pequeño relicario de oro. Al pasar frente a los corrillos silenciosos, se encontraron sus ojos con los de alguna persona conocida, y una leve sonrisa se dibujaba en sus labios.
El cortejo llegó al sitio donde estaba el banquillo. Puesta en él y antes de ser atada, ella misma se anudó su amplia falda en la parte inferior de sus pantorrillas y rechazó la venda con que los soldados quisieron enceguecer su vista. Erguida frente a la escuadra, llamó a su hermano Santiago, el cual presenciaba pálido el tremendo drama, y le hizo entrega de un anillo de esmeralda que portaba, para que se lo entregara al Jefe de la escolta, a cambio de que le dispararan al pecho, a fin de no sufrir desfiguración alguna en el rostro.
La Gloria tocó sus dianas victoriosas, mientras la vida de Antonia Santos se apagaba con el eco sordo de los fusiles.
Viva la Patria! — fueron sus últimas palabras.
A continuación cayeron fusilados sus compañeros de guerrilla Isidro Bravo, Pascual Guerrero y los dos esclavos de Antonia, Juan y Juan Nepomuceno.
Sólo hasta las horas de la tarde, fueron retirados los cadáveres. Ante ellos habían desfilado mujeres que musitaban Avemarías y enjugaban lágrimas y varones que murmuraban maldiciones y juramentos de venganza.
La ciudad comunera se envolvió en la oscuridad de la noche y Lucas Gonzalez se recogió, con el convencimiento de que había eliminado el embrión de la subversión. No había tal. A raíz del fusilamiento de Antonia, el fermento rebelde creció en el pueblo, y en forma lenta pero continua gentes de todas las edades y condiciones, empezaron a emigrar hacia Charalá. El ambiente local se tomó ten so y sombrío. Fue entonces cuando el gobernante español se dio cuenta de tul reacción y del error que había cometido, y antes de que pudieran producirse broten de violencia, resolvió trasladarse con las fuerzas de que disponía a la población de Oiba, en espera de la marcha de los acontecimientos.
Pronto tuvo informes de la derrota de Barreiro en el Pantano de Vargas, y, siguiendo instrucciones del Virrey Sámano, inició a marchas forzadas su viaje hacia Boyacá, con el fin de apoyar las maltrechas fuerzas realistas con los 800 soldados veteranos a su mando.
Ya Bolívar se encontraba en Socha, y desde allí envió a la provincia socorran« al Coronel Antonio Morales para organizar la resistencia y obtener refuerzos. Morales fue el hombre del florero el 20 de julio de 1810.
Los cálculos del Coronel Lucas González eran los de llegar a Tunja el 4 de agosto, conforme a los planes de Sámano. El Coronel José María Barreiro esperó ansioso este refuerzo hasta la fecha ya dicha, y en vista de que no llegó, abandonó la ciudad de los Zaques y por el camino de Paipa marchó a unirse a las tropa! que enviadas por el Virrey venían de Santa Fe.
Nos detenemos en los umbrales de la batalla que selló la independencia colombiana, para referirnos a la causa que determinó la demora de las tropas de González.
Después del fusilamiento de Antonia Santos, los guerrilleros se dividieron en dos comandos: uno de ellos fue directamente a reforzar las tropas de Bolívar, como en efecto lo logró, en tanto que el otro, entre cuyos jefes estaba Fernán«! do Santos Plata, hermano de la heroína, con contingentes numerosos de gentes de la comarca, se apoderó de Charalá, nombrando como alcalde patriota a don Ramón Santos. Ya allí se hallaba el Coronel Antonio Morales.
Forzosamente el Coronel González tenía que pasar por esa población en su marcha hacia Boyacá, y mientras apresuraba el paso, los patriotas se habían organizado, nombrando como jefe militar al Coronel Morales, quien procedió de inmediato a organizar la defensa. Los patriotas carecían de armas adecuadas, como que sólo disponían de lanzas, machetes y hondas, amén de algunas bocas de fuello*
El 2 de agosto, la fuerza realista llegó a la entrada del rústico puente sobre el rio Pienta, sin imaginarse que en las márgenes de sus aguas color ocre, cerca de 2.000 hombres y mujeres se encontraban apostados y resueltos a detenerlo y a vengar el sacrificio de Antonia Santos, al precio que fuera, sin tener en cuenta la desproporción de sus armamentos, con relación a los de una fuerza menos numerosa pero debidamente preparada y experimentada, dotada además de armas que en su tiempo eran las más modernas.
La lucha fue feroz y encarnizada. Tres días con sus noches, en que esos campesinos que estaban mandados por la plana mayor de los guerrilleros que organizó Antonia, pelearon rabiosamente con los elementales recursos disponibles. Nunca pensó González en semejante descalabro para sus objetivos militares. Por eso redobló la ofensiva, y al cabo de esas 72 horas de combatir sin descanso, logró abrirse paso hasta ocupar apenas una parte de la población, obligando a los patriotas a atrincherarse en las casas.
No hubo tregua y la lucha redobló su furor. Las mujeres se unieron a los hombres. En las enaguas recogían pedruscos dentro de los solares, para convertirlos en proyectiles. Sobre los fogones de tres piedras de las primitivas cocinas, hervían agua en las ollas de barro y desde las ventanas lanzaban el líquido humeante sobre la cara de los soldados españoles, que pasaban frente a las viviendas. En largos palos amarraban con cabuya los cuchillos que así se convertían en lanzas improvisadas.
Lentamente la tenacidad y el valor empezaron a ceder ante la superioridad de las armas y la ordenada táctica de los realistas. El Coronel González, no sin dejar varias docenas de cadáveres en las calles, logró al fin ocupar la plaza de Charalá. Había obtenido un triunfo con el cual contribuyó, sin saberlo, a consolidar la derrota definitiva de la dominación española. Porque el oficial español* al darse cuenta de su percance, y en vez de acelerar su marcha se entregó a una estúpida, inútil y sangrienta vindicta, ordenando el saqueo y el pillaje a las tropas bajo su mando. No obró como un soldado sino como un asesino. La soldadesca asaltó casa por casa, y en tres días de pillaje, solo comparables a la invasión de una horda tártara, dio muerte a cerca de medio millar de gentes inermes, entre las cuales se contaban numerosos ancianos, mujeres y niños.
Sólo faltaba por asaltar el templo parroquial. En el habían buscado refugio los que no estaban en condiciones de combatir, entre quienes se hallaba la joven
Helena Santos, sobrina de Antonia como ya se dijo, y su compañera por varias horas de prisión.
Las puertas del templo cedieron al empuje de los asaltantes y se reanudó la matanza. No fueron menos de 100 las víctimas que ensangrentaron las naves del recinto sagrado, en medio de gritos y lamentaciones de terror. Helena, viéndose perdida, se ocultó en la sacristía y por una ventana entre abierta trató de ganar la calle, en el preciso momento en que un grupo de soldados pasaba por ese sitio; uno de ellos le disparó a quemarropa su fusil, hiriéndola mortalmente en el cuello.
Dice el historiador Rodríguez Plata que la saña no paró ahí, y que el cadáver de Helena fue impúdicamente ultrajado.
Aunque es difícil aceptar como cierta tal infamia, el hecho bien pudo haber ocurrido, dado el desbordamiento feroz de esa orgía de sangre y horror.
Charalá, cualquiera lo entiende, fue el fortín de la Patria que definió con esta página de gloria y sacrificio la suerte de la batalla de Boyacá, pues de haber podido cumplir su propósito Lucas González, el triunfo del 7 de agosto hubiera sido posiblemente para las armas de Femando VIL
Para medir la contribución de la familia de Antonia Santos a la causa emancipadora, debemos señalar que siete de sus miembros lucharon con Galán en la sublevación comunera, cerca de medio centenar pelearon en la guerra de la Independencia y ocho más fueron ajusticiados en los cadalsos.
Antonia Santos, indudablemente, es la heroína nacional por excelencia.
Volviendo atrás, debemos señalar cuál era la situación de las fuerzas enfrentadas en la guerra emancipadora, incluyendo la del General en Jefe del ejército, esto es, don Pablo Morillo y la del Comandante de la Tercera División, Coronel José María Barreiro.
En carta dirigida por Morillo al Rey Femando VII el 25 de enero de 1819, el militar decía a su soberano, luego de referirse a las desavenencias con el Virrey Francisco Montalvo:
“Para conseguir una sola ración, se necesita esperar la determinación de la Superintendencia y escribir sobre ello una resma de papel, sufriendo entre tanto la escasez que ofrece un país arrasado. El ejército, Señor, se halla sin pagar ya hace un año, subsistiendo solo con la carne que con mucho trabajo se coge en los Llanos Inútilmente he pedido al Capitán General y al Intendente, desde mi llegada, que se distribuyan por igual los productos de los fondos reales.
Siempre se ha seguido el mismo sistema, y mientras en Caracas y otros pueblos los empleados y personas que no salen a campaña, están pagados de sus ha- IMTCS, viviendo en la comodidad y en el descanso, los soldados de V. M. que arrostran tantos peligros, fatigas y trabajos en estos climas mortíferos, perecen de miseria, mueren sin recursos en los hospitales y sobrellevan su amarga y penosa existencia con el horror que inspira la dificultad o casi imposibilidad de variar NII suerte. He visto con frecuencia, después de las más sangrientas acciones, los heridos, despedazados y moribundos tendidos en el suelo, sobre un hediondo (Micro, sin medicinas ni alimento, expirar faltos de todo auxilio, sin otro consuelo que el de la religión y la gloria de morir defendiendo los sagrados derechos de V. M. Así es que en algunos cuerpos se ha notado deserción al enemigo, habiéndose marchado en estos días varios individuos de los regimientos Navarra y Dragones de La Unión; mal que, a pesar de las fuertes medidas que he tomado pura precaverlo, podrá ser muy funesto si en lo sucesivo no se alivia la situación miserable de estas tropas.
Mis pedidos y reclamaciones no se atienden, las operaciones militares que debo emprender no pueden llevarse a cabo por falta de auxilios Nada puedo remediar por mí mismo, porque ni tengo autoridad para ello, ni se acogen mis pedidos con la eficacia y urgencia que se merecen. Por todo lo cual suplico rendidamente a V. M., lleno del más profundo respeto, se digne relevarme del mando de este ejército, admitiendo la humilde dimisión que hago de él ”
Hemos ofrecido la parte sustancial de este importantísimo documento, porque en general, al referirse al estado del ejército patriota, se pondera la situación deplorable de esas tropas que, soportando las más grandes penalidades y a costa de muchas vida, transmontaron la cordillera de los Andes, partiendo de la ardiente llanura oriental, hasta invadir la Nueva Granada por el mortífero páramo de Pisba que, con sus 4 mil y más metros de altura, fue un verdadero calvario para hombres no acostumbrados a semejantes climas, carentes de suficiente comida y de ropas adecuadas, como que muchos tuvieron que hacer esta travesía semidesnudos, con solo un raído pantalón a media pierna.
Esta es la verdad, pero la carta de Morillo que hemos transcrito en parte, nos muestra que las condiciones del ejército realista eran también muy penosas. Se añadía a su problema de abastecimiento, la natural hostilidad del país y el estado de desgreño administrativo que mostraba el gobierno colonial, ya que, como se ve, el mando militar estaba subordinado a la autoridad civil, hecho absurdo dentro de un estado de guerra a muerte, que entorpecía completamente con el papeleo y el burocratismo, cualquier operación bélica o una solución de emergencia, Para poder establecer la verdad histórica de estos hechos, nos hemos basado en los manuscritos hallados en la biblioteca Lilly de la Universidad de Indiana, que fueron conocidos hace menos de una década, gracias al historiador Juan Friede.
A lo anterior hay que añadir el desacierto de haber confiado el mando de la Tercera División a un militar inepto y vacilante, como lo fue el Coronel José María Barreiro, Indeciso, carente de imaginación táctica, mal estratega, vivía permanentemente consultando cualquier determinación al Virrey Sámano, a quien no pocas veces sacó de paciencia, hasta que llegó el momento en que se vio obligado a destituirlo de su cargo, orden que no se hizo efectiva, gracias a una carta zalamera que el militar envió al gobernante.
Dado el excelente servicio de espionaje que tenía el ejército español y la rapidez de sus correos, logró saber Barreiro el 25 de julio, que Bolívar y Santander se habían reunido en Casanare. Sin embargo, sus permanentes vacilaciones no le permitieron tomar medidas oportunas para detener el paso de los patriotas hacia el interior. Un craso error, por cuanto perdió la oportunidad de haberlos destruido, aprovechando la penosa situación de las tropas granadinas, y sin tener en cuenta que con cada día que transcurría, los soldados invasores se recuperaban físicamente, se incrementaban con la incorporación de voluntarios y recibían ya abundantes abastecimientos de las poblaciones a donde iban llegando.
La carta de Barreiro a Sámano, fechada el 1º. de julio dice:
“Los movimientos en que se hallan todas las tropas y el carecer de fondos con que alimentarlas, hace ser de indispensable necesidad la pronta vuelta del comisario de la División don Juan Barrera, que pasó en comisión a esa capital, y aún no ha regresado Con fecha 29 del anterior previne al Comandante de artillería de esa capital la remisión a este punto de 20.000 cartuchos de fusil, y haciendo en el día notable falta, he de merecer de V. E. de sus superiores órdenes para que, en caso de no haber salido, lo verifiquen en el momento”.
Como se ve, nuevamente el mando militar pidiendo clemencia y ayuda al poder civil.
En carta del 5 de julio y al tener conocimiento de que los patriotas se habían tomado la población de Paya, el vacilante coronel le dice a Sámano que “en estas circunstancias, deseo vivamente que V. E. sirva ordenar lo que debo hacer, pues, como le tengo indicado, no me determino a dejar descubiertas estas provincias”.
En idéntico sentido se había dirigido a Sámano dos días antes, en demanda de instrucciones al impaciente Virrey, quien, ante semejantes muestras de ineptitud, se vio obligado a destituirlo y a reemplazarlo por el Coronel don Sebastián de la Calzada, el cual llegó a Tunja el 6 de julio.
Ya sabemos que esta determinación virreinal no tuvo efecto, más que todo porque Barreiro se escudó en el hecho de que sólo podía ser removido del cargo por su superior jerárquico inmediato en el orden militar, y porque, según lo manifiesta, si no había obrado con mayor decisión, era porque no había recibido del propio Virrey las órdenes necesarias que le había pedido, en medio de tantos titubeos e indecisiones.
Es ciertamente incomprensible esta situación, que revela por parte de las autoridades españolas un total desconocimiento de la importancia que tenía la Nueva Granada para la Corona, como punto clave de sus dominios en nuestro continente. Ya en 1817, ante la propia Corte de Madrid, el militar don Pascual de Enrile, compañero en la expedición de Morillo, destacaba esta importancia en los siguientes términos:
. “Aunque hubiera exceso de tropas en Santa Fe, es el camino nat