CAPITULO XVIII
Felipa de Zea.
Felipita Zea.
Una familia devoradora de empréstitos.
Don Francisco Antonio, el Precursor de los peculados. El matrimonio más costoso para el erario colombiano. Pujos aristocráticos que terminan con una hidropesía.
En el retrato que aparece en las páginas del primer libro de Historia Patria que leímos y aprendimos en el bachillerato de hace cuarenta años, así como en el que aún estudian los niños colombianos, nos encontramos con una figura que hubiera servido perfectamente como modelo a don Francisco de Goya para una escena de Aquelarre. Una cabeza ojival, coronada por una melena lacia y aíran cesada, unos ojos saltones de grillo, una nariz de bruja y unos labios delgados y hundidos dentro de una sonrisa cínica, del más fino corte volteriano. Esa figura es la de don Francisco Antonio Hilarión Zea, digno precursor de los peculados que han opacado las páginas de nuestra historia republicana.
Los datos biográficos lo señalan como un colombiano “de todo el maíz”, nacido de sangre española transfundida a los criollos que luego hicieron nuestra independencia, en el breñal antioqueño. Su nacimiento fue el 23 de noviembre do 1766.. Su infancia, por consiguiente, no tiene nada de extraordinario, pues transcurrió en la provincia, al lado de sus progenitores que, en vista de que el muchacho era inteligente, vivo y amigo de hacer declamaciones en la escuela, con un cotilo campanudo y rimbombante que nunca dejó de utilizar como buena arma de penetración social y política, tuvieron la inocente ocurrencia de pensar en hacerlo sacerdote. Lo enviaron a Popayán donde dio comienzo a sus estudios que no terminó allí, pues su vocación no tenía olores de incensario sino apolillado aroma de códices. Quería ser abogado, profesión que le vendría como anillo al dedo de sus inclinaciones.
Así, en 1786, los padres, con no poco sacrificio, lo remesaron con un peón de estribo que arriaba la muía de las petacas, para ingresar a los claustros del Colegio de San Bartolomé.
Pronto el frustrado candidato a clérigo empezó a sacar las uñas, ya afiladas para sus primeros arañazos al dinero ajeno. El nuevo ambiente lo sedujo con sus atractivos. La ciudad con sus halagos le inflamó la sangre, y los libros empezaron a quedarse abandonados en el cuarto de la pensión donde comía y dormía con otros compañeros.
Comenzó por esgrimir las primeras lanzas románticas, demostrando una fervorosa inclinación por el bello sexo, que aunque se le ofrecía bajo el abrigo de largas enaguas y aflecados pañolones, le brindaba las experiencias de un noviciado que fue el preámbulo de su vida disipada y bastante libertina.
Los escasos dineros que venían del hogar desaparecían en francachelas y regalos para sus devotas de ocasión; llegó un momento en que le cortaron los suministros y Zea tuvo que pasar hambres y empeñar hasta los zapatos para medio subsistir. Fue la única etapa difícil de su vida. El hombre tenía buena estrella y una capacidad de molusco para adaptarse a todas las superficies de las circunstancias.
El Virrey Ezpeleta, tan ingenuo como el papá de Francisco Antonio Hilarión, tuvo a bien confiarle la educación de sus pequeños hijos, en 1791. Lo único que explica tal determinación, es algo de erudición añadida a las dotes histriónicas del personaje, quien dueño de una extraordinaria facilidad de expresión, era capaz de colarse por cualquier rendija.
La docencia duró poco tiempo, porque el camaleónico joven, al mismo tiempo que enseñaba a los niños Ezpeleta a venerar a su Señor el Rey, se metió clandestinamente a republicano conspirador, formando parte de grupos que en las noches se reunían para fraguar un movimiento subversivo contra las autoridades coloniales.
Estas siguieron el rastro de la conjura y cayó preso para ser luego remitido a Cádiz, acompañado de don Antonio Nariño. No duró mucho entre rejas y pronto quedaron libres los dos. Y aquí viene otro inexplicable capricho de la suerte de Zea. Fue llamado por el Primer Ministro don Manuel de Godoy, quien lo nombró miembro de una comisión científica y lo envió a París. Dios los crio y ellos se juntaron. Zea y Godoy tenían las mismas idénticas aficiones a las mujeres. Godoy le ganó en calidad, porque fue capaz de hacerle florecer la cornamenta al propio Rey de España, lo cual no es ningún secreto.
El criollo podía no ser un hombre muy ilustrado, pero tuvo que ser tremendamente audaz, cuando desarrolló una gama de actividades que sólo pueden explicarse como resultado de sus habilidades de intrigante. Fue Prefecto de una importante ciudad de Andalucía y llegó nada menos que a ser director del Jardín Botánico de Madrid y del Ministerio del Interior. Cuando los vientos napoleónicos fueron propicios en la Península, tuvo el acierto de plegarse a favor de Pepe Botella, y sólo cuando éste fue sacado a punta de bayoneta y bala, se vio obligado a esconderse como un ratón acorralado.
Para entonces, ya estaba casado, y bastante bien casado por cierto. Lo hizo con una muchacha gaditana, hija de franceses, en 1803. Era doña Felipa Meilhon y Montemayor. Parece, pues no hay dato en contrario, que don Francisco Antonio, luego de grata permanencia, dejó a su esposa en Europa y regresó a América.
En Kingston se encontró con el Libertador Simón Bolívar, quien en 1817 le dio un cargo en el Tribunal de Secuestros y desde entonces se convirtió en un elemento indispensable para aquél, como redactor de importantes documentos políticos, entre otros la Carta del Congreso de Angostura, que le valió la distinción no imaginada a ser designado por Bolívar como Vicepresidente de la República.
Fue en esa ocasión cuando Zea le extendió la partida de bautizo a la nueva nación, con su famoso grito en pleno recinto del Congreso:
“La República de Colombia queda constituida! Viva la República de Colombia!”.
Desde entonces éste ha sido un país de frases.
La malquerencia de los militares venezolanos al granadino, una enfermedad de la cual no dan síntomas todavía de una curación completa, al cabo de 160 años, hizo que se viera precisado a renunciar este cargo, dedicándose a buscar el acercamiento con sus adversarios que lo hicieron dimitir, lo cual logró gracias a su verborragia convincente, a su viscosidad adulatoria y a la elasticidad de su espinazo para hacer profundas reverencias.
Concluida la campaña triunfal de Boyacá, Bolívar regresó a Angostura en diciembre de 1819, y fue entonces cuando el Cristo se le volvió de frente al habilidoso hijo del Valle de Aburra. Ya había adquirido conocimientos suficientes como para manejar los hilos de un Congreso dúctil, pues allí había más charreteras que cerebros. Zea redacta informes, actas, mensajes, proclamas, y lentamente tendía sus finas telarañas sobre las ramazones de la diplomacia, en la cual veía cercanas y sabrosas presas en vida fácil y dinero abundante.
Le sonó la flauta, y no por casualidad sino desplegando una fina atarraya de intrigas, con las cuales logró por fin que Bolívar lo nombrara agente en Washington y Europa de los intereses de la naciente Gran Colombia.
Zea se manifestó “patrióticamente” dispuesto a sacrificarse y, al hacer aceptación del cargo, tiró el anzuelo al incipiente parlamento, para obtener una pensión con la cual esperaba, como dijo enternecido, amparar el futuro de su esposa y su familia, pues podía perecer en tan largo viaje a esos lejanos países. Los congresistas oyeron con candorosa emoción la conmovedora petición, y con desprendimiento digno de mejores bolsillos le asignaron la suma de $ 50.000.oo, a elección entre dinero en efectivo o una propiedad, y le encimaron la pensión que correspondía a los Capitanes Generales del ejército.
Cabe recordar que la situación del país, ya en los finales de la prolongada guerra emancipadora, era de grave emergencia económica, y como se discutió en el Parlamento, la misión específica de Zea en los EE.UU. o en Europa, era acudir al capital extranjero para contratar empréstitos. Don Francisco Antonio recordó los amargos tiempos de estudiante bartolino, cuando en la época de las vacas (lacas, andaba con el desayuno en proyecto por las frías calles bogotanas.
Había llegado el momento de planear un desquite a tan duras y lejanas horas, y de paso pagarse de “los grandes servicios a la causa libertadora”.
El diplomático en ciernes supo aprovechar el manirroto temperamento de Bolívar, quien nunca tuvo ambición al dinero, y con sus buenas dosis de frases sonoras e impregnadas de ferviente amor a la República, logró, que cosas tiene la suerte! — que le firmara nada menos que cuatro poderes en blanco debidamente protocolizados, para llevar a cabo la misión con la cual la balbuciente Gran Colombia aspiraba a tener un respiro en su agobiante pobreza.
Razón tenía el latino, cuando dijo: “Audaces fortuna juvat”. Pero tal vez más tarde podríamos decir mejor que la fortuna ayuda a los vivos.
El señor Zea no viajó ni pensó nunca en viajar a Washington. Sabía que la buena estrella brillaba en Europa, y se dispuso a movilizarse a Londres. Pero antes de hacerlo, organizó el equipo con el cual jugaría luego, con dados marcados, la suerte de la menesterosa República de Colombia. Para ello se unió con su cuñado José Meilhon y con un General español más aventurero que militar, André Cortés Campomanes. Ya montada la trinca, llegó a la capital británica en junio de 1820 y se dispuso a mover los primeros hilos de la tramoya.
Lo primero que hizo, ya instalado con cierto lujo, fue sacar a como fuera dado a un venezolano, el señor Luis López Méndez, quien desde 1810 formó parte de la primera misión venezolana que fue a Europa a buscar refuerzos extranjeros para la causa libertadora, y de la cual fueron miembros entonces Simón Bolívar y Andrés Bello. Desde esa época, Méndez figuraba como representante de los países bolivarianos, —ahora debemos mencionados así,— y como tal, buscó la forma de mantener esta posición.
Zea le ganó de mano, publicando en un diario que él era el único encargado de esa representación, a lo cual el venezolano replicó en otro diario, defendiendo su viejo fuero para desalojar al intruso recién llegado.
La pelea la ganó al ladino antioqueño, y Méndez tuvo que abandonar el predio diplomático a regañadientes, no sin jurar por mil cruces sacarse el clavo en el momento oportuno.
Pero las cosas empezaron a cojear de ambos pies. A las primeras tentativas del gran “sablazo”9, se encontró con la obstinada resistencia de los prestamistas.
Todos ellos tenían mal concepto de los comisionados y casi ni tenían idea de lo que era la Gran Colombia, ni de lo que acababa de ocurrir en Suramérica. Como buenos judíos, eran tacaños y recelosos.
Por fin, después de muchas tentativas y forcejeos, el comisionado encontró una puerta abierta: era la casa prestamista Henring Graham Powles. Allí entró u funcionar la primera de las cuatro cartas blancas que, sin pensar en las funestan consecuencias, extendió la confiada mano del Libertador.
La suma obtenida en préstamo file muy apreciable. Quinientas cuarenta y siete mil setecientas ochenta y tres libras esterlinas, cuya destinación era la de cubrir viejos empréstitos, adquirir equipos para continuar la campaña emancipadora y pagar sueldos atrasados a la oficialidad patriota. Pero Zea no descuidó descontarse y echarse al bolsillo por la derecha, la buena cantidad de 66.666 libras. Esto ocurrió el primero de agosto de 1820.
El diplomático no fue tan veloz para comunicarse con el Gobierno de Colombia, como lo fue para lograr el cuantioso préstamo. Tranquilamente guardaba las cartas que le iban llegando, sin tomarse el más mínimo trabajo de responder, por lo cual Bolívar empezó a sentirse explicablemente inquieto, cuando manifestó:
“El señor Zea se ha llevado cerca de $ 100.000.oo, según informes de Roscio, y hasta ahora no nos ha mandado más que consejos y pamplinas………………………………………………………………………………. ”
Cumplida felizmente esta etapa “económica”, Zea inició su misión de Embajador, tratando de obtener el reconocimiento por parte de España, de las nuevas repúblicas. Así lo planteó ante el representante peninsular en Londres, el Duque de Frías, quien logró a través de espías y veedores secretos darse cuenta de que el granadino no era hombre de fiar, por lo cual dio largas al asunto, pese a las cartas zalameras de don Francisco Antonio, quien le sugirió la necesidad de confederar a España con sus antiguos súbditos recién emancipados, y hasta le tiró el anzuelo monarquista, expresándole la posibilidad de levantar un trono con un príncipe español como soberano.
Tal vez el audaz representante de la Gran Colombia abrigó la secreta esperanza de que por ese medio insólito conseguiría un título nobiliario en la nueva aristocracia, que veía ya asomar en las brumas del futuro. Su debilidad era pasarla bien, disfrutando una vida colmada de honores y fortuna y como remate, llamarse por ejemplo, el Conde o el Duque de Aburrá.
El tejemaneje se quedó en tablas, y mientras tanto, el Embajador granadino empezó a sentir el asedio de los cuantiosos intereses vencidos, sin tener dinero de donde echar mano en tan sería emergencia.
Fue entonces cuando se le apareció su hada madrina en la persona del comisionado Rafael Revenga, enviado por Bolívar para negociar el reconocimiento del gobierno peninsular, y quien, autorizado por el Libertador, le asomó a Zea la posibilidad de salir «de apuros, negociando una gran cantidad de barras de platino guardadas en la Casa de la Moneda de Bogotá.
Zea respiró otra vez hondo, viendo la posibilidad de poder aprovechar esta ocasión para morder otra buena suma, y al efecto se relacionó con un químico llamado Bollmann, quien luego de escuchar las hábiles fantasías del proponente, aceptó recibir las barras en empeño y prestarle la suma de sesenta y seis mil libras. Sobra decir que este dinero fue a parar directamente a las alforjas del diplomático, sin pasar por las manos de su legítimo dueño.
En eso de empeñar era hábil desde muchacho, como se recuerda por lo que hizo de estudiante con sus ropas y libros, para conseguir comida y muchachas generosas.
Al llegar a este punto, pensará el lector que nos hemos apartado de la tendencia “feminista” de esta obra, para dedicarnos simplemente a relatar las travesuras y chanchullos de don Francisco Antonio Hilarión Zea. Paciencia y barajar, como dijo don Quijote a Sancho. Ya entrarán a funcionar las mujeres a su debido tiempo.
En realidad el personaje no aspiraba sólo a enriquecerse personalmente. Tenía una virtud que debemos abonarle. Quería entrañablemente a su encopetada esposa doña Felipa y a su hija Felipa Antonia, a quienes deseaba proporcionar una vida principesca. Madre e hija amaban el lujo y los perendengues aristocráticos, y andaban contagiadas como tal de un vanidoso afán de figurar.
Como buen padre, don Francisco Antonio quería que Felipa Antonia llegara a ser una dama de postín que lograra casarse con un noble. De paso, el granadino llegaría así al ideal de una “dolce vita” que tanto lo atraía.
Ese era su plan, y se dispuso a realizarlo. Para el efecto viajó a España, pero primero se detuvo en París, donde hizo construir una espléndida carroza adornada con cristales, cortinajes y penacho de vistosas plumas. Contrató pues un equipo de lacayos y palafreneros, uniformados con ostentosas libreas que él mismo diseñó con un indiscutible gusto de “nouveau rich”.
Papá, mamá y la nena hicieron confeccionar trajes a la última moda, y así equipados desfilaron por las calles del viejo Madrid, seguidos por las miradas curiosas de las gentes, que no sabían de dónde procedía semejante grupo tan rumboso y engalanado. Para algo tenían que servir las barras de platino de la Casa de Moneda.
Poco tiempo duraron en la capital española. Ni las gestiones diplomáticas ante la corona tuvieron éxito, ni asomó por parte alguna el Príncipe Azul para la niña Felipita. Entonces decidieron volverse a París, donde fijaron su residencia. De Londres no volvieron a acordarse, por no rememorar la cara de los prestamistas que andaban ya medio locos buscando a quién cobrarle los intereses de mora.
Ahora sí, lector impaciente, entran en acción las faldas.
La casa de señor Zea se hizo tertuliadero de algunos personajes de la sociedad parisiense, entre los cuales había políticos, “lagartos”, así como gentes de valía, como el Barón de Humboldt. También era frecuente la presencia de una mujer que fue bella y casquivana en su juventud, amante y prima del Libertador en los años verdes de su vida. Es Fanny de Villars.
La dama andaba de capa caída en materia de fondos, y recordando tal vez que algo le debía Bolívar, no solo por sus favores juveniles y apasionados, sino por las cuantiosas sumas que su complaciente esposo le facilitó para remediar al manirroto primo de deudas contraídas en garitos y otros sitios poco recomendables, urdió habilidosamente la forma de comunicarse con su viejo amor, para solicitarle un préstamo.
Pero la forma como lo propuso a través de una carta, revela que no se trataba propiamente de obtener algún dinero, sino de inmiscuir al Libertador en las equívocas operaciones que venía realizando la familia Zea con los dineros de Colombia.
La primera misiva decía entre otras cosas:
“Si tenéis capitales disponibles, por qué no poner una parte a mi disposición, ya por el canal de Madame Zea, ya por otro? El fondo seguiría vuestro, y los intereses estarían a mi disposición por todo el tiempo que indicaseis. La especie de representación que este arreglo permitirá, redundará en pro de vuestro nombre”.
Se puede apreciar la desvergüenza de esta proposición a todas luces ofensiva de la dignidad de Bolívar, quien no la contestó, lo cual fue óbice para una nueva insistencia de Fanny, en otra carta en la que fijaba la cuantía de la suma solicitada, en doscientos mil francos, suma que “no será un esfuerzo por encima de vuestra grandeza actual.
Naturalmente, la pedigüeña prima presentaba a Zea como mediador del préstamo. Tampoco esta indigna carta obtuvo respuesta, como es apenas lógico.
No sobra decir que todo el boato, todos los cacareos sociales del matrimonio Zea—Meilhon giraban en tomo al propósito de conseguirle un marido rico y noble a la joven Felipa. Pero para desventura de los tres, el ansiado consorte no aparecía por parte alguna, no obstante la gran cantidad de dinero del tesoro colombiano despilfarrada en la promoción de la frustrada candidatura matrimonial.
Podemos hasta aventuramos a pensar que la hija de la pareja, no había sido favorecida por la suerte con atractivos encantos físicos. En realidad, si heredó los rasgos paternos, es difícil pensar en la redención de su soltería …………………………………………………………………………
Ante el fracaso de las gestiones, y en vista de que por los lados de la empolvada aristocracia francesa no halló puertas abiertas a su propósito, don Francisco Antonio volvió los ojos a la pobretona democracia de Colombia, y urdió un plan luminoso. Se trataba de algo que podía combinar dinero y posición política, para asegurar así no sólo un futuro lleno de satisfacciones, sino el soñado objetivo de un enlace feliz y afortunado. Cuál fue el candidato a yerno del señor Zea?. El lector se va a quedar momificado de la sorpresa. Nada menos que el Hombre de las Leyes, el General Francisco de Paula Santander. Ecce Homo. He aquí al hombre.
No importaba que Santander le hubiera tirado las orejas epistolarmente por no haber ido primero a Washington en cumplimiento de las órdenes del gobierno. Zea pasó por alto este incidente, y en su habitual estilo gongorino aprovechó tal coyuntura para contestarle en los más elogiosos términos, con los cuales le echó humo a una explicación sobre su conducta oficial, y de una vez soltó la capa al toro, haciéndole la oferta de convertirse en su suegro.
En su respuesta, el casamentero diplomático le decía al General Santander que le complacería darle el nombre de hijo y miraría “como su mayor felicidad, dárselo por la ley, casándolo con mi hija”.
No hay datos ciertos sobre la reacción del Vicepresidente de la Gran Colombia, si es que la hubo, a tan insólita oferta. En todo caso, Zea la reformó ponderando los encantos y la cultura de Felipa, quien ya era Philipine, y anunciándole que la enviaría con su madre a Bogotá en 1822, siempre y cuando le ayudara en ciertos negocios de un cuñado, quien iría también a la capital, para así poder sufragar los gastos del viaje.
La cosa se complicó porque el tal cuñado que no era persona de fiar, le pi dio a Santander dineros de los fondos del diplomático, a lo cual no accedió, echan do así agua fría a los empeños de su improvisado “papá”, a quien no le escribió ya ni una carta más.
Pero el nupcial empeño encontró la ambicionada realidad. La joven Felipa se casó al fin con el General francés Vizconde Alejandro Gauthier de Rigny, un personaje que ostentaba la apostura del militar, un apellido sonoro y un título nobiliario.
En marzo de 1822 y en vista del acoso de los acreedores y la evaporación de los dineros ajenos, totalmente despilfarrados en la forma ya descrita, Zea echó mano de la tercer carta blanca firmada por Bolívar, y logró un nuevo empréstito de sus prisioneros económicos Harring Graham y Powles. En esta operación por la escandalosa suma de dos millones de libras, obtuvo su suculento mordisco el aventurero español Cortés Campomanes, protegido de Zea.
Lo que siguió luego fue el más tremendo enredo para averiguar por el paradero del fresco caballero de industria, a quien el Congreso de Cúcuta le revocó por fin los poderes de representante colombiano en Londres. No se le dio un pepino. Algo le dolió sí, que el anuncio de tal determinación le llegara por medio de su viejo enemigo el venezolano Luis López Méndez, quien lo hizo con la inmensa satisfacción de sacarse el oxidado clavo que tenía adentro. En esos momentos Zea se preparaba para tirar un nuevo sablazo por tres millones de libras esterlinas más.
Por fin la suerte empezó a ser propicia con el País, cuando don Francisco Antonio comenzó a sufrir una grave novedad estomacal, de la cual falleció el 22 de noviembre de 1822.
El dictamen médico sobre la fatal dolencia dice que fue hidropesía.
Colombia no vio provecho alguno con los empréstitos. Los acreedores no vieron ni medio centavo de las deudas, y en vida del prestatario, la niña Felipa no vio ni en pintura la patria de su papá.
Colombia recibió como un alivio el fallecimiento del hombre de los empréstitos. Bolívar dijo: “Parece que los ingleses están decididos a encontrar legal el robo de los diez millones de pesos de Zea El señor Zea es la may