El Amor y la Mujer en la Historia de Colombia by Manuel Menendez - HTML preview

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CAPITULO XX

Fanny Henderson.

Ayacucho y El Santuario, gloria y tragedia. Un héroe vanidoso.

Una intriga internacional.

Los mandos del ejército pasan de manos colombianas a manos mercenarias. Inspiración nacionalista en la sublevación de Córdoba.

El 9 de diciembre de 1824, dos ejércitos, uno español y otro americano, se aprestan a definir la suerte de medio continente, en una dilatada planicie llamada por los Quechuas “Sitio donde comen los buitres”, que luego se denominará Ayacucho.

El ejército peninsular, de uniforme azul y oro, supera en proporción de 9.500 hombres contra 6.000 y 14 piezas de artillería contra una, y es la mayor y más selecta agrupación militar de que dispusieron los iberos en una batalla de este género, amén de estar mandada por un Virrey, Laserna, y cuatro mariscales.

Tal es la situación de quienes aspiran a prolongar tres siglos de dominación y representan una España distante, que últimamente sólo ha sido pródiga en inestabilidad política y contradicciones ideológicas.

Por su parte, los americanos que tienen al frente, mandados por Antonio José de Sucre, ya no son las tropas desarrapadas del Pantano de Vargas y Boyacá. Están correctamente uniformadas de verde y azul, y regularmente armadas y equipadas. Refiriéndose a su presentación dirá el General inglés William Miller: “Le aseguro que la infantería colombiana, lo mismo que la caballería, podría desfilar por el parque de Saint James y atraer la atención”.

Es innegable que para los dos ejércitos se trata de una jomada decisiva. Ambos aspiran a poner fin a una lucha que ya rebasa más de una década, que ha sido dura, larga y cruel, y en la cual se han cometido atrocidades de una y otra parte.

En la contienda se han soportado asedios de infinita crueldad, destrucción de poblaciones, matanzas horripilantes y enormes pérdidas materiales. Miles de familias, antes acaudaladas, viven ahora en la más penosa mendicidad, las que lograron sobrevivir.

Se ha visto también en esta lucha sin cuartel, actos de sublime heroísmo, hábiles estratagemas y algunas inteligentes manifestaciones del arte militar. Los americanos han pasado de una indisciplinada montonera a un ejército organizado, y los hispanos han sustituido los tradicionales sistemas bélicos de Europa por otros que se adapten mejor a la naturaleza del medio geográfico y a las circunstancias. Podemos citar como un ejemplo, el caso de la caballería española que en el comienzo de la guerra utilizaba el sable como arma de combate, contra los jinetes llaneros de Colombia y Venezuela, que peleaban utilizando lanzas con una enorme ventaja, a lo cual se añadía la destreza de los soldados criollos avezados a la vida semisalvaje de las llanuras, donde, desde la primera infancia, estaban ya familiarizados con sus cabalgaduras.

Había otras diferencias que favorecieron a los americanos de manera notable.

Los peninsulares estaban acostumbrados a las batallas con tropas formadas en línea, al estilo de las contiendas napoleónicas. Los criollos utilizaban la emboscada, la guerrilla, el asalto sorpresivo. Guando la estrategia española evolucionó y se adaptó a estas contingencias, era ya quizás demasiado tarde.

En tanto que la ley inexorable de toda dominación, esto es, la distancia de las bases, la falta de interés por parte de gran número de soldados criollos, obligados a pelear por un monarca lejano en los ejércitos realistas, el desgaste sicológico y material en una contienda tan prolongada, y la permanente hostilidad de los naturales, parecen ya afectar a los españoles. La idea de tener al fin una patria y de ser los únicos dueños de sus propios destinos, son, en cambio, el acicate para estimular el ánimo de lucha de los americanos.

Y   esto es precisamente, lo que entra en juego a partir de las 9 de la mañana, cuando se inicia la acción.

La Tercera División patriota que consta de los batallones Bogotá, Voltígeros, Pichincha y Caracas, con 2.100 hombres de infantería, está mandada por el General José María Córdoba, y es la que soporta el peso del ataque realista, restablece el equilibrio del combate e inicia la carga.

Todo ha de cambiar ese día. No solo el porvenir de media Hispanoamérica, merced a las armas patriotas, sino las órdenes y el mando por iniciativa de Córdoba. Y a fe que fue singular su forma de ordenar y conducir el ataque. Cuando lo usual en un comandante de división era dirigir las tropas desde la cabalgadura, lo cual le permitía mayor movilidad y visibilidad, ante el estupor de los soldados, el joven General, luego de desmontarse de su caballo y de quitarle el freno, lo mata de un certero golpe de cuchillo, a tiempo que exclama:

“No quiero caballo que me permita huir de esta batalla”.

Y   levantando luego su inseparable sombrero “panamá” en la punta de la espada, ordena con voz vibrante:

“Soldados! Armas a discreción….. Paso de vencedores! ”

 

La singular voz de mando fue el preludio de una carga vigorosas bayoneta, que destroza inicialmente el ala izquierda al mando del Mariscal Villalobos, y luego el centro, comandado por el Mariscal Monet.

Pero esto no basta. El paso de vencedores es hasta el final. Y se cumplió, cuando al frente de sus tropas domina la altura del Cundurcunca, toma prisionero al Virrey Laserna y concluye así la gloriosa jomada.

La lucha ha sido sangrienta. 1.000 patriotas ente muertos y heridos, así como 2.500 realistas que, junto con 2.000 prisioneros, señalan la liquidación del último ejército español. Tres siglos de coloniaje habían concluido en tremenda batalla.

Por una de esas ironías del destino, al mismo tiempo que Laserna, último Virrey peninsular, estampaba su firma en las capitulaciones, también Ffernando VII colocaba la suya para otorgarle el pomposo título de “Conde de Los Andes” en reconocimiento a los servicios prestados a la corona. Cómo andarían de locos los relojes de la historia!

En comunicación a Sucre, le dice Bolívar: “Ayacucho, semejante a Waterloo que decidió los destinos de Europa, ha fijado la suerte de las naciones americanas.

Si la suprema dirección de las operaciones había sido obra de Sucre, la figura de mayor relieve en Ayacucho había sido ciertamente Córdoba. Esto le valió el grado de General de División. Contaba entonces 25 años y acababa de convertirse en el militar granadino de mayor prestigio, después de Santander.

El ascenso, tan brillantemente obtenido, era la culminación de una vida militar iniciada a los 14 años, por este soldado hecho para la lucha, valeroso y arrogante, que, poseído por el orgullo de sus éxitos, amaba la vida castrense. Sus finas facciones ocultaban un temperamento fuerte, agresivo y franco, producto ciertamente del medio en el cual había transcurrido su existencia. El que siendo apenas un niño, era ya un soldado, no podía tener otro carácter, ni pensar, ni sentir en forma diferente.

Así mismo tenía que ser obviamente un celoso de la disciplina y la jerarquía militar. En una palabra, un soldado a carta cabal. Y fueron precisamente estas condiciones las que, a la postre, acabarían por perderle. Porque si Córdoba era la personificación del soldado, carecía desde luego, de la ductilidad del cortesano. Esa equívoca condición que comenzaba a hacerse imprescindible.

En el manejo de la cosa pública había surgido un personaje nuevo, al lado de Bolívar, al que Córdoba había conocido en Quito: Manuela Sáenz. Y esa mujer que a la postre sería la mitad de su fatalidad, tenía no solo que soportarse y adularse, sino que saber sufrir sus impertinencias, lo cual era imposible de tolerar por un temperamento como el suyo.

Así surgieron las primeras dificultades que, lejos de arredrarle, lo convertirían en el censor, sino de la conducta moral de la amante del Libertador, sí de sus imprudencias y desatinadas injerencias y actitudes en la vida política del país.

La línea seguida por Córdoba en esta materia, es ciertamente encomiable,

por cuanto fue de las personas cercanas a Bolívar, la única que tuvo el valor de reprobar la conducta errónea de la “amable loca”, cuyas repercusiones comenzaban ya a amenguar el prestigio del Libertador, sin que éste, profundamente enamorado, pareciera darse cuenta de ello.

El punto de partida de las desavenencias de los dos, es el viaje que realizan en abril de 1827, a bordo del bergantín “Bluecher”, a donde habían ido a parar contra su voluntad luego de la rebelión del General Bustamante en Lima, el 27 de enero anterior.

En realidad, el ánimo de los oficiales deportados no podía ser el más amable. Luego de conducir las tropas a la victoria, sufrieron el arresto de los soldados que hasta la víspera habían mandado, siendo expulsados en calidad de elementos indeseables ‘‘Cría cuervos y te sacarán los ojos”.

El orgullo de Córdoba, así como el de Manuela, eran proverbiales. De modo que la menor ligereza sería suficiente para iniciar hostilidades. Los fuegos, al parecer, los rompió Manuela, cuando increpó a Córdoba en la forma hiriente que le era característica, por no haberse mostrado más firme en su actitud contra los conspiradores, según creía ella, apreciación que no compartimos en razón de su reconocida energía y probado valor.

Por su parte, el joven General, opinaba que los consuetudinarios desplantes de la amante de Bolívar que tanto fastidiaban a la sociedad limeña, había contribuido al resentimiento peruano.

Refiriéndose a estas escaramuzas, expresa el General Francisco Giraldo que, “las impertinencias de esta señora y la manera de ser para con Córdoba en la travesía, fueron causa de algunos desaires de parte del General, todo lo cual motivó la enemistad que reinó después entre los dos, y que tan funesta fue con el andar de los tiempos, al héroe de Ayacucho”.

Si bien la versión que dejamos expuesta de los hechos es perfectamente válida, no es lo suficientemente clara. Cuáles fueron las impertinencias? Las que dejamos relatadas y que recogen algunos historiadores? 0 hubo más en el fondo del conflicto?

Si tenemos en cuenta el temperamento frívolo y la natural coquetería de Manuela, es lícito suponer que en el bergantín posiblemente otro fue el motivo de los desaires. Y más si sabe que al separarse de la oficialidad que la acompañaba y continuar su viaje ya por tierra, de Guayaquil a Bogotá, no fue su actitud la más correcta ni con el Capitán Briceño, ni con los cuatro granaderos que entre los más apuestos del escuadrón escogió como escolta, según lo relata Boussingault, que agrega: “Una indiscreción del Brigadier hizo conocer los incidentes del camino”

Así que bien pudo ocurrir que en el barco de los deportados, uno de los dos falló a las insinuaciones del otro. Cuál?

Recordemos que Bolívar no conquistó a Manuela, sino que fue simplemente ella quien lo sedujo. Pero en el caso de Córdoba las cosas pudieron orientarse en otro sentido. La posición ya la tenía adquirida. Así que, qué aspiraba obtener del apuesto General? Aquello de que ciertamente carecía Bolívar: Una figura atrayente, un hombre garboso y arrogante, quince años menor. Esta puede ser la respuesta, un poco atrevida, pero muy humana.

A lo mejor Córdoba, o no sentía atractivo por Manuela, y, orgulloso como era, se fastidió de su coquetería y decidió no dejarse seducir? 0 fue sencillamente por respeto a su superior, a quien siempre apreció, que se mantuvo a distancia de Manuela?

Es factible que algo de esto ocurriera, y ella, herida en su amor propio al ver el fracaso de sus acechanzas, se desatara en impertinencia.

Hallamos más lógicas estas reflexiones que suponer que las cosas se hubieran producido a la inversa. Ponemos como válido el carácter liviano de Manuela, que al decir de Miramón, “era una mujer que deliraba por el abrazo viril, sin lograr calmarse una vez que lo había conseguido”.

Pero además, si hemos de tener en cuenta que ella había afirmado: “El matrimonio no compromete a nada”, cómo no iba a pensar que el ser concubina comprometía aún menos, así el amante fuera Simón Bolívar?

En otras palabras: la pasión erótica de Manuela no pareció conocer ni freno moral, ni familiar, ni social.

Así mismo, no se nota en ella rasgo alguno de delicadeza, de ternura, en fin de eso que se llama feminidad. Recordemos sus cartas que carecen de expresiones afectivas y tiernas, en contraposición con las de Bolívar que son como las fumarolas de un volcán en permanente erupción romántica.

A una mujer de tal temperamento, en esto que fue la guerra de dos pavos, tenía que herirla profundamente el fracaso, el sentirse rechazada. Viva y sagaz como era y además, para cubrir las apariencias, o en previsión de que hasta Bolívar llegara algún chisme sobre lo ocurrido en la travesía, se apresuró presumiblemente a referirle lo contrario a lo ocurrido. A juzgar por la anécdota que no por conocida dejamos de referir a continuación, haciendo la salvedad de que, de ser cierta, no pasó el resentimiento de Bolívar de una simple expresión, por cuanto sus afectos hacia Córdoba no sufrieron modificación, como tampoco los de este. La anécdota en referencia es la siguiente:

En Lima había quedado el más famoso de los caballos del Libertador, esto es, el Palomo, que un día del mes de Julio de 1819 le regalara Casilda, y el que viajó en el mismo navío que nuestros personajes. Conocidas las excelentes condiciones del animal, Córdoba exigió que se lo ensillaran en Quito y en él llegó a Bogotá, como es de suponer denegada la cabalgadura tras el penoso viaje. Al tener Bolívar conocimiento de lo ocurrido, increpó al responsable del hecho, diciéndole:

Carajo !……. Como usted no se pudo montar en Manuela, resolvió vengarse tirándose el Palomo    !

 

No sobra repetir que estas disquisiciones son hipotéticas, ni improbables, ni imposibles. Algo pudo haber sucedido entre los dos, cuando surgió tan prolongada animadversión. Estos casos no son raros en la historia. Recordemos, para no hablar demasiado, lo que le paso al casto José con la liviana mujer de Putifar.

Así concluía la campaña del Perú que iniciada con los más nobles ideales, había de ser por muchos motivos, uno de ellos Manuela, el punto de partida de rencillas y antagonismos que condujeron a la lucha abierta a dos de las máximas figuras de la causa libertadora, cada uno en su medio, como gestoras de la independencia peruana.

Recordemos igualmente que las continuas exigencias de dinero hechas por Bolívar, la petición nada menos que de 12.000 soldados, la amenaza de renunciar y sus duros e injustificados reproches a Santander, quien haciendo verdaderos prodigios en razón de lo exiguo de los medios, trataba de complacerlo sin lograrlo, fueron así mismo uno de los orígenes de sus diferencias.

Por los apartes de la carta del 10 de mayo de 1824 que transcribimos a continuación, podrá apreciarse hasta donde estaba dolorido el ánimo de Santander contra las exorbitantes peticiones de Bolívar y por su falta de consideración cuando éste, no obstante su diligencia, era impotente para satisfacerlo:

“Yo tengo honor, General, y mi conducta no merece de nadie y menos de usted, una acusación tan injusta y arbitraria. Demasiado he hecho mandando algunas tropas al Sur       Yo no tenía ley que me prescribiese enviar al Perú cuanto usted necesitare o pidiere.    Al sepulcro iré con el dolor de haber oído semejante acusación, al cabo de catorce años de servicios fieles y constantes. Yo no quisiera que en la ilustre carrera de usted hubiera esta nota de injusticia           Adiós, mi General, aunque muy lleno de sentimiento con usted, no por eso dejare de ser eternamente su admirador, su panegirista y su amigo”

Concluida esta breve cuanto necesaria recordación de las relaciones entre Bolívar y Santander, por esa época, regresemos a las del primero con Córdoba, por cuanto se trata del tema central de este relato.

Hemos dicho que una de las cualidades del héroe de Ayacucho era ser un constante celoso de la disciplina castrense, y como tal lo fue con el Libertador en quien veía su superior jerárquico. Para ese tiempo aún no se había dejado seducir por las ideas que, hábilmente presentadas a través de las suaves maneras de una mujer, habrían de constituirse en la otra mitad de su tragedia.

En esa fidelidad entendida no solo en función de disciplina, sino de sincera amistad, tenemos necesariamente que ver la actitud asumida por Córdoba el 13 de junio de 1828, cuando fue precisamente el alma de la reunión en la cual se suscribió el Acta que desconocía las determinaciones de la Convención de Ocaña, se revocaban los poderes a los diputados de Bogotá y se entregaba el poder en manos de Bolívar. Esto es, el héroe de Ayacucho fue uno de los artífices de la base deleznable sobre la cual se asentó el gobierno del Libertador Presidente, para unos, o del Dictador, para otros, y en el que colaboró estrechamente en la destacada posición de Jefe de Estado Mayor.

Entre las providencias iniciales que se tomaron a raíz del atentado del 25 de septiembre, fue la creación de un tribunal especial para juzgar a los conspiradores, integrado por cuatro militares y cuatro civiles, en el que, además de Córdoba, que era la persona de más jerarquía, hacían parte del mismo los Generales Francisco de P. Vélez, José M. Ortega y el Coronel Joaquín París, así como el Ministro de la Alta Corte, doctor Francisco Pereira, el Fiscal de la Corte Superior, doctor Joaquín Pareja, el doctor Manuel Álvarez y el doctor José Joaquín Gori. Catorce sentencias a muerte, once a presidio, siete a confinamiento y seis a destierro, fueron el parte de misión cumplida.

Si a las anteriores muestras de mutua confianza se agrega la orden dada por Bolívar de hacer salir de palacio a una dama, por haber hecho alusión a una posible conjura, de la cual Córdoba tenía conocimiento, según ella, se comprende la alta estima que el Presidente profesaba a su Jefe de Estado Mayor.

Córdoba por su parte, sabía corresponder a esa confianza, con la franqueza que le era habitual. A raíz del grotesco episodio urdido por Manuela, en el cual se fusiló en la Quinta la efigie del General Santander, tuvo el carácter de protestar ante Bolívar por el hecho, recibiendo en respuesta una carta en la que éste le dice:

“En cuanto a la “amable loca”, qué quiere usted que yo le diga? Usted la conoce de tiempo atrás; yo he procurado separarme de ella, pero no puedo nada con una resistencia como la suya; sin embargo, luego que pase este suceso, pienso hacer el más determinado esfuerzo para hacerla marchar a su país, o a donde quiera”.

Como muy bien puede verse, ya para aquellos días Bolívar estaba dispuesto a tirar a Manuelita por la borda, y aunque así no ocurrió, días después ella lo ayudó a tirarse por una ventana.

Con todo, Manuela se quedó, y como es lógico suponer, el incidente aumentó la animadversión que ella sentía por el joven General. Pero había otro personaje del régimen que tampoco profesaba afecto a Córdoba. Se trataba del Ministro de Guerra, el General Rafael Urdaneta, el cual en carta del 14 de noviembre de 1828, decía a su coterráneo el General venezolano Mariano Montilla, a causa de la dimisión del primero, por desacuerdo con el Ministerio, a raíz de los procesos septembrinos, que Bolívar le