Lleno de confianza y fatigado por una larga correría, no me entretuve niperdí tiempo en buscar un refugio.
La arena del barranco brillaba á losrayos de la luna y veía con agrado que me brindaba una cama más blanda ymenos húmeda que las hierbas del bosque; además estaba seguro de noencontrar ninguna serpiente enroscada en la maleza, y contra todo otroanimal, tenía la ventaja de encontrarme en un espacio libre desde dondepodía, al menor aviso, distinguir á mi enemigo. Me desembaracé de mimochila para convertirla en almohada, me aflojé el cinturón y con elcuchillo en la mano me tendí para descansar. Afortunadamente, losmosquitos no cesaron de turbar mi reposo; como durmiendo con sueñointranquilo, mi oído percibía vagamente todos los ruidos á mi alrededory oía la charanga enervante de los mosquitos y el saltar de los monoschillones. Pero, repentinamente, al triste concierto se unió un murmullocreciente parecido al de una multitud lejana que sollozaba, gemía ygritaba desesperadamente. Mi sueño se hacía intranquilo por momentos,cambiándose al instante en pesadilla y despertando sobresaltado. Ya erahora; mis ojos, extraviados por el terror, distinguieron á cortadistancia una especie de muralla movible precedida de una masa espumosaque avanzaba hacia mí con la velocidad de un caballo desbocado. Esamuralla de barro, agua y piedras, era la que producía el terribleestruendo que me había despertado y me amenazaba. Recogí mi bagajeprecipitadamente, y á grandes saltos, conseguí ganar la orilla deltorrente. Cuando volví la vista, el furioso elemento cubría ya el puntodonde estaba acostado momentos antes. Las olas, amontonadas entorbellinos, pasaban silbando; las piedras del cauce, empujadas por lasaguas, cambiaban lentamente de puesto como monstruos despertados de susueño y chocaban entre sí produciendo un sordo ruido; árboles arrancadosde raíz, se levantaban fuera del agua y se sumergían pesadamenterompiéndose las ramas contra las piedras arrastradas; las orillastemblaban sin cesar por los choques de los enormes proyectiles que elagua furiosa lanzaba contra ellas. Durante toda la noche, el Chiruácontinuó mugiendo, pero el estrépito disminuyó poco á poco; el agua,negra por el arrastre de materias extrañas, se aclaró un poco, y laspesadas piedras que arrastraba la corriente se detuvieron en mitad delcauce. Cuando los rayos del sol esparcieron por la superficie del arroyosus primeros reflejos, me pareció que el agua había disminuido losuficiente para franquear el arroyo y continuar mi marcha después deliar mis ropas en una especie de turbante que rodeaba mi cabeza; meaventuré á franquear la corriente y, no sin peligro, conseguí llegar ála orilla opuesta. El rápido torrente hacía temblar mis piernas ydoblarse mis rodillas; guijarros de punta me cortaban los pies; pequeñaspiedras arrastradas chocaban aún contra mí, y la corriente me empujabaviolentamente. Cuando llegué al fin, sano y salvo á la parte opuesta,sentí no haber tenido la buena idea del campesino austríaco, queesperaba cándida y pacientemente sobre las orillas del Danubio, que elrío cesara de correr: algunas horas después de mi paso, el Chiruá noera más que un débil hilo de agua, serpenteando por entre las piedras,que hubiera podido franquearse saltando de una á otra orilla.
Afortunadamente, estas crecidas repentinas, que debiéramos llamaravalanchas de agua, cambian de aspecto en la base de las montañas. Enlos llanos donde la inclinación del suelo es relativamente débil, y áveces imperceptible, la masa líquida del arroyo pierde su fuerza deimpulsión y cesa de empujar las materias arrancadas de las laderas. Laspiedras son las primeras que se detienen, luego los objetos pesados, y,por fin, el torrente, convertido en arroyo, no arrastra por el fondo desu cauce más que pequeña grava, y sólo lleva en suspensión la fina arenay la tamizada arcilla. Se calma la furia del diluvio, sobre todo,después de haberse unido á otros cursos de agua venidos de otrasregiones donde no ha llovido, ó por lo menos, no al mismo tiempo. Sinembargo, aun perdiendo su velocidad, el caudal aumenta sin cesar por losafluentes que descienden de las gargantas superiores, acumulándose asíen masa considerable; gana en anchura y profundidad, se desborda de sucauce demasiado estrecho, y se extiende lateralmente por encima de losribazos; á veces transforma los campos de sus riberas en verdaderoslagos, donde las aguas, llevadas por la crecida, se clarifican poco ápoco, depositando el aluvión. En más ó menos tiempo, la superficie suciadel lago reemplaza á la verdura de los prados, hasta que al fin, lacapa líquida penetra en el suelo y se cambia en vapor, ó bien, despuésde la crecida, vuelve al cauce del arroyo.
Durante la inundación, el pequeño arroyo, olvidando sus pacíficascostumbres, se convierte en destructor de cuanto encuentra á su paso.Derrumba sus puentes, ahonda su lecho, cambia de sitio sus corrientes yremolinos, nivela sus cascadas, arrasa las partes de la orilla que seoponían á su marcha y vacía profundas grutas en los basamentos de lasrocas. Las hierbas del fondo son arrancadas y saltan á la superficie,formando largos montones que se posan ó deshacen en las ramas de losárboles; luego se las encuentra á algunos metros de altura del suelo ósuspendidas en las extremidades de las ramas como los nidos de ciertospájaros de América. Los agujeros de los terrenos de la orilla se llenande agua ó bien se hunden por la presión de la corriente; los animalesque huyen á la ventura se ahogan ó son devorados por las aves de rapiñaó las fieras del bosque; los cultivos del hombre son devastados ócubiertos de cieno. Para el
«rudo agricultor» que ha concentrado su amoren la siembra que germina bajo la tierra y en la verde mata acariciadapor el sol, la inundación, tan hermosa é imponente á los ojos delartista, es el más terrible espectáculo que puede presenciar.
¿Qué son, pues, esas pequeñas oscilaciones periódicas, esas crecidas ydescensos de nivel comparadas con los cambios que se han realizadodurante el curso de los siglos? En un intervalo de miles de siglos losmayores ríos pueden convertirse en arroyuelos y éstos en ríoscaudalosos; las corrientes crecen y disminuyen, aumentan y se secan,oscilan incesantemente con los continentes y los climas.
Todo cambia en la naturaleza; la forma de los montes y las colinas, lassinuosidades de los valles, los accidentes de las márgenes y todos losrasgos de la gran figura de la tierra se modifican de año en año.
Elcalor aumenta unas veces y disminuye otras; las lluvias caen á torrentesdurante un siglo; luego, durante otro período, son raras ó faltan casicompletamente en un mismo punto de nuestro planeta. Así cambian tambiénlos cauces de las aguas, cuya dirección y volumen dependen á la vez detodas las condiciones del relieve y el clima.
En cuanto á nuestro arroyo, fué seguramente en tiempos pasados un anchoy profundo río. Su valle, cuyos campos y prados ocupan actualmente todasu anchura, estaban llenos de agua, y sobre las pendientes opuestas delas colinas se ven todavía las antiguas márgenes esculpidas por lacorriente. El espacio en el cual los árboles de la orilla balanceanlibremente sus cabezas, estaba ocupado, hasta veinte ó treinta metrosdel suelo, por una masa líquida enorme, corriendo con una velocidad dediez kilómetros por hora. Esto es, al menos, lo que nos han dicho losgeólogos después de haber hecho remover el suelo por los campesinos yhaber observado durante largo tiempo en la llanura y las vertientes delas colinas las arenas, las piedras y arcillas arrastradas en otrasépocas por la corriente. Parece que el Sena arrastraba en otro tiempo ensus grandes crecidas un caudal de agua como el Misisipi. Nuestro río,pues, era grande como el Danubio; por él hubieran podido navegar grandesescuadras, si en aquel tiempo hubiera habido hombres que lasconstruyeran.
Para ver hoy el humilde arroyo tal cual fué en otra época de nuestroplaneta, nos hemos de transportar con el pensamiento sobre las márgenesde algún gran río de la América del Sur. ¡Qué cambio de espectáculo tanrepentino! Me encuentro sólo, olvidado, sobre una isla de arena, unmedio del agua. Ni á uno ni á otro lado distingo la tierra; la curvavaporosa del horizonte une el lienzo gris del río con la bóveda delcielo. Una de las riberas está tan lejos que ni siquiera distingo lassinuosidades, y los árboles me parece que se levantan encima de lasaguas como una muralla de verdura. La otra orilla está más próxima, peroel bosque impide ver los accidentes del suelo; no hay ni un claro entrelas ramas que permita ver prados, campos y rocas; los troncos de losárboles, tocándose unos con otros, las branchas entrelazadas y laslianas y los tapices de hojas y plantas parásitas, limitan completamenteel paisaje. La masa verde, uniforme y grandiosa, se presenta comoiluminada: parece que bajo el azul del cielo la tierra estácompletamente ocupada por árboles y agua.
Ante mi vista corre un ríorápido, imponente. Diferente al arroyo que murmura encantador en suscascadas de perlas, el gran río se dirige hacia el mar sin estruendo,casi sin ruido, pero llevando en su seno un ímpetu furioso; si encuentraun obstáculo, inmediatamente sus aguas lo salvan formando fuertestorbellinos donde se sumergen arrastrados para reaparecer á una grandistancia de allí. Los árboles flotantes y las hierbas arrastradas porla corriente se suceden en procesión interminable; á veces se oye elestruendo de un trueno; es el hundimiento de un trozo de bosque que lasaguas habían minado. Trabajando sin cesar, el río destruye y renuevaconstantemente sus orillas, sus islas, sus bancos de arena, y como latempestad y el huracán, es una fuerza de la naturaleza que modificavisiblemente la apariencia exterior de la tierra.
Tal vez en el porvenir esta corriente de agua que fué un río y queactualmente es un arroyuelo, disminuirá su caudal hasta el punto de queun pájaro pueda secarlo. El cambio de las riberas continentales, eldescenso gradual de las alturas que detenían las nubes de lluvia y denieve, la dirección distinta que los vientos húmedos seguirán por elespacio; la división de su cuenca actual en valles distintos, y en fin,la apertura de canales subterráneos en los cuales desaparecerán lasaguas, pueden tener por resultado la extinción de manantiales y ladesaparición completa del arroyo. Así es como en los desiertos de Africay Arabia muchos ríos, considerables en otras edades, han dejado deexistir: sus cauces se han llenado de arena y los indígenas sólo losconocen por los inciertos datos de las tradiciones. Según ellos, son loscristianos quienes con sus operaciones mágicas han hecho desaparecer lasaguas, y si algún nigromántico poderoso no hace aparecer nuevamente lasfuentes, sus valles estarán eternamente secos. De esos ríos malditos delSahara, conocemos algunos cuyos valles tienen cientos y miles dekilómetros de anchura. En los parajes donde en remotas edades corría uncaudaloso río, la caravana duerme tranquilamente en nuestros díasdurante las noches, y cuando quiere calmar su sed no le queda otroremedio que practicar un hoyo en la arena con la punta de su lanza, parabuscar algunas gotas de agua que no siempre halla.
CAPÍTULO XI
#Las riberas y los islotes#
No es necesario remontarse con la imaginación á miles de siglos atráspara ver al arroyo, tan modesto actualmente, modificar la forma de susorillas y cambiar su centro. Hasta durante el verano, cuando sus aguasestán en el más bajo nivel y se arrastran lentamente por entre matas dehierbas aromáticas medio secas, no cesa de trabajar para cambiar sucauce, y renovar, en la medida de sus fuerzas, el aspecto de lanaturaleza. Si no es en los puntos donde el hombre interviene pararegularizar la pendiente, limpiar el fondo y reemplazar las orillas detierra friable por empalizadas y diques de piedra, el arroyo, siempredeseoso de cambio, halla el medio de destruir poco á poco sus márgenespara reconstruirlos nuevamente. Hasta en los sitios donde las murallaslo han dominado, al parecer, no cesa su trabajo de reforma: ataca á lapiedra, roe lentamente sus cimientos, mina los asientos, y, en unmomento dado, hunde la muralla y queda libre errando por los campos.
Esas incesantes transformaciones de sus riberas, las realiza el arroyopor virtud de un doble trabajo; de un lado, derriba, llevándose granosde arena, moléculas de arcilla, fragmentos desmenuzados de roca y trozosde raíz corroídos por la corriente; de otro, edifica, depositando todosesos restos en una capa que se eleva poco á poco sobre el fondo delagua. Así, la corriente, enturbiada por el aluvión de que se carga en sucarrera, trabaja sin cesar para clarificarse nuevamente, y cuando sucurso se detiene, se filtra.
Pocos espectáculos son más interesantes que el de esas nubes dealuviones que arrastra la corriente: ocultan el fondo con su suciedad,pero poco á poco se aligera el color amarillento ó rojizo y pocodespués no son más que brumas casi imperceptibles que se desvaneceninmediatamente recobrando el agua toda su limpidez.
En los remansos donde el agua da vueltas con lentitud, la purificaciónse realiza á la vez que en el fondo en la superficie; los restos delimo, las hojas, las raíces, las branchas mojadas caen al fondo y sedepositan en bancos de cieno; en la superficie las simientes, el polende las plantas y las substancias orgánicas en descomposición, seamontonan en capas grises que aumentan incesantemente los copos deespuma, llegando en islas, islotes y archipiélagos diseminados.Alrededor de esta capa, bastante espesa para ocultar la profundidad delas aguas, se extiende una película transparente de excesiva delgadez,formada por substancias grasosas de origen animal ó vegetal. Por elreflejo de la luz, esta película brilla con todos los tonos del arcoiris, flotando sobre las aguas como vela de oro, de púrpura y azul, noobstante ser casi imperceptible, pues que algunos físicos que han medidosu espesor lo valúan en algunas millonésimas de milímetro apenas. Aveces un repentino remolino rompe la irisada capa, y pequeñitas manchasde agua pura se destacan en negro como lagos sobre el fondo colorado. Encuanto á los estratos de espuma, unos se detienen por las orillas, otrosse ensanchan por el impulso de la corriente, y se curvan formandosemicírculos, espirales y ondulaciones graciosas. Por sus pliegues yrepliegues de espuma, por su diversidad de colores, sus manchas ytonalidades, la superficie del charco se parece al mármol pulido, elque, por otra parte, no cabe duda que debe sus colores y dibujoselegantes, lo mismo que otras rocas admirablemente maqueadas, á loscaprichos de la espuma, á los lentos movimientos de las aguasdepositando sus aluviones.
Todos estos depósitos, por ligeros que sean, contribuyen á levantar elfondo, y tarde ó temprano, transcurridos años ó siglos, emergennuevamente, y fertilizando el terreno, se recubre éste de vegetación.Este trabajo se hace lenta pero continuamente y cada año, cada día, laforma del cauce cambia por las continuas sedimentaciones. Dondequieraque un obstáculo contenga la rapidez, el arroyo cesa de empujar losgranos de arena del fondo y abandona las partículas sólidas que llevabaen suspensión. Si una piedra caída, si un árbol derribado, si un haz decañas turba la regularidad del lecho, inmediatamente la tranquilacorriente del fondo del arroyo depositará un pequeño banco de arenadelante del dique, que más tarde es probable se convierta en islote.Sobre todos los puntos bajos donde el agua se arrastre con esfuerzo, losdepósitos se acumulan, nacen los juncos, y las riberas, levantadas sobrepequeñas penínsulas, avanzan incesantemente sobre la superficie delarroyo.
Clarificándose sin cesar por las asperidades del fondo y de lasmárgenes, la corriente que por arriba había enturbiado el violentochubasco ó los hundimientos de tierra, recobraría bien pronto su purezasi en su marcha no derribara continuamente de un lado para edificar enotro. Contiene su marcha y se purifica contorneando los cabos arenosos,pero se precipita con furia contra los altos ribazos, los mina por labase y se carga nuevamente de materias extrañas. De curva en curva y deuna á otra ribera, alterna en su trabajo; deja en la derecha lo que hatomado en la izquierda: el ritmo de los meandros se completa por el deltrabajo.
En los prados que no están protegidos por un dique ó una hilera deárboles contra el ímpetu del arroyo, las débiles márgenes son fácilmentederribadas. El agua que las golpea mina su base; pero durante algúntiempo, las raíces entremezcladas en el césped sostienen la capasuperior, saliente como cornisa por encima del agua. Cuando niños, hasido la alegría de todos nosotros correr diestramente á lo largo de esteborde tembloroso y hundirlo á patadas en enormes fragmentos, huyendooportunamente para no ser arrastrados en la caída, siendo grande nuestraalegría, cuando una enorme masa de tierra se desprendía y caía conestrépito enturbiando extensamente el agua del arroyo. Pero más de unavez también, la serie de nuestras aventuras ha terminado con unimprevisto remojón y el desgraciado náufrago, repentinamente calmado desu loca alegría, ha tenido que retirarse cabizbajo á la choza inmediatadel campesino para enjuenjuagarse ropas en la hoguera de sarmientos.
Después de las paredes de dura roca, las riberas que mejor resisten lafuerza de la corriente son las protegidas por una poderosa plantación deárboles. Los álamos, chopos y alisos, sirven de baluarte contra lainvasión del agua. Sus raíces, que penetran profundamente en la tierra,hacen el papel de fuertes pilotes, mientras que las raíces pequeñas,agitándose como extrañas cabelleras y desplegándose en largos haces, sesumergen hasta el fondo del cauce, y por sus millares de fibras seconvierten en indestructibles tejidos. En las grandes crecidas, cuandola masa de agua ha disuelto y arrancado la tierra que rodea á esostejidos de raíces, éstas contienen la rapidez de la corriente,conservando entre sus mallas las partículas de limo; las obligan ádepositarse en sus intersticios y forman una capa que reemplaza á laorilla anterior. Protegidos así, los márgenes, amenazados por laviolencia del líquido elemento, se mantienen durante años y siglosmientras que, desprovistos de vegetación, cambiarían constantemente.
No obstante, el tiempo hace siempre su obra. Como consecuencia de undesprendimiento ó de trabajos subterráneos de algunos animales, laribera concluye por presentar un punto débil al que la corriente atacapara destruir las empalizadas que encajonan el arroyo. Las raíces delos árboles quedan al aire, el agua mina la base del tronco, y, privadodel punto de apoyo, se inclina por encima del agua. Llegado estemomento, el peso del árbol activa su propia ruina; las largas raíces quese sujetaban al suelo del prado tienen que resistir á un esfuerzo cadavez mayor; ceden primero por un punto, luego por otro, y el árbol seinclina cada vez más. Grandes grietas se abren en el suelo violentadopor la tensión de los cables subterráneos que sostienen el gigantecaído; el agua de lluvia se introduce por esas fisuras y las ensancha;alrededor del tronco se forma una depresión circular que facilita más eldesenterramiento de las gruesas raíces. En un día de tormenta óinundación se vence la resistencia de éstas, se rompen las amarras y elcoloso cae con estrépito, rompiendo las ramas de los árboles de la otraorilla; el árbol que cae, rompiendo sus ramas pequeñas, llega ádescansar en la margen opuesta, convirtiéndose en un gracioso puente,sobre el cual se puede pasar sin temor. El acceso, no obstante, es algodifícil. Por un lado, la entrada del puente tiene como obstáculo elenorme abanico de raíces arrancadas y el montón de tierra y piedras quellenan los intersticios; y por el otro, las ramas enlazadas y lasastillas obstruyen el paso.
En una comarca virgen, donde el hombre deja sin su intervención que serealicen con el tiempo los fenómenos de la naturaleza, el árbol sequedaría así tendido al través del arroyo durante años enteros, hastaque el agua cambiara de curso, ó que el tronco, carcomido por losinsectos, desapareciese convertido en polvo. En nuestros paísescivilizados el campesino se encarga de cortar las raíces á hachazos yllevarse el tronco del árbol limpiando el suelo hasta de sus máspequeños trozos. La madera, vendida, se convierte en dinero y el pequeñoramaje lo consume el fuego: sólo quedan fragmentos de raícessubterráneas; sin embargo, el agua, cambiando de curso, concluirá tardeó temprano por arrastrar la tierra que las rodean y por dejarlasaisladas en mitad del arroyo. Desde hace ya muchos años las ramaspequeñas han sido atadas en haces y el tronco serrado en tablas pero seven surgir del fondo del arroyo los trozos de antiguas raíces parecidasá una hilera de estacas plantadas. La fecunda naturaleza ha ocultado consu verde envoltura las roturas de la madera; sobre los viejos pedazosesponjosos, un bosquecillo de musgo vegeta como un grupo de palmerassobre un islote del océano. El trozo de raíz se reviste, despojado de sucorteza, de un mundo de plantas alegres y verdosas.
Antes que la inexorable hacha del leñador haya cortado en viguetas,palos y ramajes el árbol caído, transcurren aún muchos días durante loscuales podemos aventurarnos á pasar por el singular puentecillo,festoneado de guirnaldas de hiedra bañada por la corriente. La travesíano ofrece peligro alguno, porque el tronco es ancho y en caso denecesidad, se puede pasar resbalando con ayuda de las manos; pero espreferible pasar á la orilla opuesta conservando la posición verticalsirviéndose de los brazos como de un balancín. Es cosa agradable cambiarasí de orilla, sentarse tan pronto á la sombra de un álamo como de unsauce, ir de la pradera ya arrasada por la hoz, embalsamada por el olordel heno, al césped matizado de flores. Y además nos hacemos la ilusiónde volver á los primeros siglos de la humanidad naciente, cuando elsalvaje, sin la suficiente destreza para construir puentes sobre losarroyos, se servía como nosotros de los que le deparaba la pródiganaturaleza.
El viaje aéreo por encima del agua, viéndola correr bajo los pies, no esmás agradable cuando el árbol caído llega á la ribera opuesta que cuandosólo descansa en un islote del arroyo. Los convencionalismos de la vidahan hecho de la mayor parte de nosotros seres pretenciosos que noscreemos humillados al sentirnos felices por poca cosa; por eso nos esnecesario remontarnos á nuestra infancia para comprender, en aquellacándida edad, la alegría que nos producía la excursión, de algunos pasossolamente, sobre una pequeña isla. Allí adoptábamos actitudes deRobinsón: los sauces, que nacían en el lodo, alrededor del banco dearena, eran nuestro bosque; los grupos de juncos eran para nosotrosinmensos prados; teníamos también grandes montes, pequeñas dunasamontonadas por el aire en el centro del islote, y en ellasconstruíamos nuestros palacios con pequeñitas ramas caídas, practicandoagujeros en la arena. Los dos brazos del arroyo nos parecían anchísimosestrechos, y para convencernos más de nuestra soledad en la inmensidadde las aguas, hasta les dábamos el nombre de océanos: uno era paranosotros el Pacífico; el otro, el Atlántico. Una piedra aislada sobre laque chocaba la corriente, se llamaba la blanca Albión, y más lejos, unacabellera de limo detenida por la arena, era la verde Erin. Es verdadque más allá de las islas y los mares, á través del follaje de losálamos, veíamos sobre la colina el rojizo tejado de la casa paterna;pero, encantados en el fondo de saber que estaba tan cerca, hacíamoscomo que ignorábamos tal cosa, creyendo haberla dejado al otro lado delglobo.
Con frecuencia, el tronco del árbol separado de la orilla, se quedainclinado por encima de la corriente y su ramaje no está en contacto conlas hierbas de la opuesta ribera. Este árbol medio caído, es también unaespecie de isla por la que nos podemos aventurar sin temor. Comoconsecuencia del descenso de las tierras, la base del tronco estásumergida en el agua y ceñida de cañas y brozas flotantes. De un saltopuede posarse uno sobre la isla que se estremece, y luego, extendiendolos brazos para mantener el equilibrio, se sube con precaución y ácortos pasos por el árbol, que se mece como un sér vivo. Encimaprecisamente del punto donde el arroyo es más profundo y el agua pasaante la vista con mayor rapidez, las ramas grandes se separan del troncoy se dividen en ramitas pequeñas curvadas por el peso de sus tiernashojas. ¡Cuántas veces, ya en plena juventud, buscando la soledad, me hesentado sobre el espacio libre entre rama y rama, descansando encima delarroyo y balanceando mis piernas en el vacío! Allí podía tranquilamenteencontrar la alegría de vivir ó abandonarme en paz á mis tristezas.Desde lo alto de mi oscilante asiento, seguía con la vista el hilo deagua, las islas é islotes de espuma, unas veces aislados, otrasagrupados como archipiélagos, las hojas dando vueltas, los largosmontones de hierba y los pobres insectos sumergidos, agitándose en vanocontra la inexorable corriente. De vez en cuando, mi mirada, abandonadaal declive como todos esos objetos flotantes, se remontaba más allá paradejarse arrastrar por una nueva procesión de trozos de caña y otrosfragmentos rodeados de espuma. Alegre ó melancólico, me dejaba asífascinar por la corriente, símbolo de ese curso que nos arrastra á todoshacia la muerte, y luego, sustrayéndome con pena á la atracción delagua, elevaba mi mirada á los frondosos árboles, en los que seestremecía la vida, y hacia los ricos prados y serenos montes inundadosde sol.
CAPÍTULO XII
#El paseo#
Si es encantador y variado para el Robinsón tendido en el islote óencaramado al tronco de un árbol, el aspecto del arroyo, es mucho máshermoso todavía para el visitante que sigue la orilla de sinuosidad ensinuosidad, caminando tan pronto sobre las rocas tapizadas de zarzas,como sobre la espesa hierba de la pradera, ó bajo la móvil sombra de lasramas agitadas. No todos, sin embargo, saben gozar de la belleza de lasaguas corrientes. El desgraciado que se pasea por holgazanería y para«matar el tiempo», que no sabe en qué emplear, ve en todas partesobjetos que le aburren, hasta en las cascadas, en los remolinos, en lashierbas ondulantes del fondo y en los torbellinos de espuma.
Para saborear todo cuanto ofrece de delicioso un paseo por la orilla delarroyo, es preciso que el derecho de la pereza haya sido vencido con eltrabajo y que el espíritu cansado tenga necesidad de adquirir nuevoaliento contemplando la naturaleza. El trabajo es indispensable paraquien desea gozar del reposo, lo mismo que el recreo cotidiano esnecesario al obrero para renovar sus fuerzas. No habrá tranquilidad enel mundo, ni equilibrio inestable en la sociedad, mientras los hombres,condenados en número infinito á la miseria, no tengan todos, después dela diaria tarea, un momento de descanso para regenerar el vigor ymantenerse así con la dignidad de seres libres y pensantes.
Juguetear por la orilla del agua es un reposo agradable y un poderosoremedio para no llegar al nivel de las bestias. Desde que leí no sédonde, en la prosa de un autor latino, que Escipión el Joven y su amigoLoelius gustaban de distraerse paseando por la orilla de los arroyos,siento hacia ellos cierta simpatía. Es verdad que Escipión era unguerrero que hizo matar y mató muchos hombres honrados que defendían supatria contra la invasora Roma y saqueó é incendió muchas ciudades; peroá pesar de sus crímenes, que son los de todos los enemigos del hombre,no era un conquistador vulgar, puesto que en vez de exhibirseorgullosamente en actitud majestuosa entre sus conciudadanos, no secreía rebajado divirtiéndose como un niño de aldea, y se entreteníaarrojando pedazos de madera al agua y lanzando piedras llanas sobre lasuperficie para verlas resbalar y saltar por encima del arroyo. Losgraves historiadores no creen digno consignar ese título de gloria delgran guerrero, pero, á pesar de ellos, es el que más acreedor le hace ála simpatía de la posteridad.
Pero no nos es necesario buscar ejemplos en la antigüedad romana parapoder gozar sencillamente de la naturaleza. No es tampoco necesarioexaminar polvorientos libros para convencernos de que es agradable ybueno pasear por las márgenes del arroyo contemplando su variadoaspecto. Todas las imágenes graciosas de sus saltos, de sus rizadasondas y sus bordados de espuma, nos reponen bien pronto de los fastidiosdel oficio ó de las laxitudes del trabajo, reanimando nuestro espíritu,hasta cuando la mirada, fatigada, vaga errante sobre las aguas sinfijarse en ningún objeto determinado. Por otra parte, la vista delarroyo nos fortifica y rejuvenece tanto más cuanto mayor y variado es elespectáculo que nos ofrece, cambiando cada época del año, cada mes yhasta cada día. Gracias á la variación del paisaje que nos rodea,nuestras ideas rejuvenecen también; el ambiente que nos rodea saturanuestra vida de nuevas fuerzas.
Hasta en la temporada en que la naturaleza se muestra más avara de susriquezas, el arroyo nos encanta por su nuevo aspecto. Durante losgrandes fríos, los hombres que mejor resisten las bajas temperaturas,pueden asistir á presenciar la lucha conmovedora que se verifica entreel hielo invasor y el agua que queda líquida.
De cada pequeña piedra yde cada raíz descubierta, parten una serie de agujas de cristal que,ordenándose unas tras otras, avanzan por la superficie del aguaformando láminas radiantes á derecha ó izquierda y una capa de hieloformada por innumerables láminas, se teje lentamente sobre la superficielíquida. Luego, una especie de collarete, graciosamente cortado, oscilaalrededor de los puntos prominentes de la orilla, de los juncos y lasraíces sumergidas en el agua, y cada una de esas franjas de hielo,adquiere sucesivamente desde el tono mate del cristal sucio, al brillodel diamante, según el movimiento de las pequeñas ondulaciones que laagitan y la hacen contenerse, tan pronto sobre una capa de aire comosobre la misma masa de agua.
Avanzando poco á poco hacia la anchura, elsimple collarete de cristal se agranda, y recubre á una gran distanciade la orilla la tranquila corriente del pequeño arroyo. Sólo un estrechocamino por donde pasa la corriente rápida, queda abierta por entre lasdébiles películas con que termina la helada lámina. Sobre la superficiede las rocas que bordean la cascada, las gotas de agua forman un tenuecapa de hielo y el líquido que se extiende lentamente por las fisuras dela peña se endurece en largos regueros transparentes, tan hermosos comolas estalactitas de las grutas. Al fin, si la temperatura continúabajando, el arroyo se solidifica de una á otra orilla, y á veces secongela hasta el fondo, convirtiéndose en una calzada de mármol verdosomanchado de puntos blancos por las vesículas de aire que encierra. Lascascadas, solidificadas, parecen de lejos cortinajes de seda cuyospliegues han cesado de ondular.
Pero en nuestros climas templados, es raro que los inviernos seanbastante fríos "para helar" completamente el arroyo transformándolo enpiedra; se pasan á veces muchos años durante los cuales sólo se vensobre la superficie líquida algunas agujas de cristal. En estosinviernos, ordinarios en nuestras zonas, las capas sólidas no seextienden de una á otra orilla del arroyo, y á la menor subida deltermómetr