El Cocinero de Su Majestad-Memorias del Tiempo de Felipe III by Manuel Fernández y González - HTML preview

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EL COCINERO

DE

S U M A J E S TA D

(MEMORIAS DEL TIEMPO DE FELIPE III)

POR

D. MANUEL FERNANDEZ Y GONZALEZ

EDICIÓN ILUSTRADA CON GRABADOS

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MADRID

LIBRERÍA DE F. FE

PUERTA DEL SOL, 15

1907

ES PROPIEDAD.

Imp. de A. Marzo, San Hermenegildo, 32 dupdo.—Teléfono 1.977.

[La ortografía del original no fue corregida ni actualizada. (Nota del transcriptor.]

INDICE

TOMO PRIMERO

I De lo que aconteció á un sobrino por no encontrar á tiempo ásu tío

II Interioridades reales

III En que se demuestra lo perjudiciales que son los lugaresobscuros en los palacios reales

IV Enredo sobre maraña

V ¡Sin dinero y sin camisas!

VI Por qué el tío daba de comer de aquella manera al sobrino

VII Los negocios del cocinero del rey.—De cómo la condesa deLemos había acertado hasta cierto

punto al calumniar ála reina

VIII De cómo al señor Francisco le pareció su sobrino un gigante

IX Lo que hablaron Lerma y Quevedo

X De cómo don Francisco de Quevedo encontró en una nuevaaventura, el hilo de un enredo

endiablado

XI En que se sabe quién era la dama misteriosa

XII Lo que hablaron la reina y su menina favorita

XIII El rey y la reina

XIV Del encuentro que tuvo en el alcázar don Francisco de Quevedo,y de lo que averiguó por este

encuentro acerca de lascosas de palacio, con otros particulares

XV De lo que vieron y oyeron desde su acechadero Quevedo y elbufón del rey

XVI El confesor del rey

XVII En que empieza el segundo acto de nuestro drama

XVIII De cómo entre unos y otros no dejaron parar en toda la mañanaal cocinero de su majestad

XIX El tío Manolillo

XX De cómo el tío Manolillo hizo que doña Clara Soldevillapensase mucho y acabase por tener

celos

XXI En que continúan los trabajos del cocinero mayor

XXII De cómo en tiempo de Felipe III se conspiraba hasta en losconventos de monjas

XXIII En la hostería del Ciervo Azul, y luego en la calle

XXIV De lo que quiso hacer el cocinero de su majestad, de lo queno hizo y de lo que hizo al fin

XXV De cómo los sucesos se iban enredando hasta el punto deaturdir al inquisidor general

XXVI De lo que oyó el tío Manolillo sin que pudiera evitarlo elconfesor del rey

XXVII En que se ve que el cocinero mayor no había acabado aúnsu faena en aquel día

XXVIII De los conocimientos que hizo Juan Montiño, acompañandoá la Dorotea

XXIX De cómo Juan Montiño, con mucho susto de la Dorotea, sedió á conocer entre los cómicos

XXX De cómo hizo sus pruebas de valiente por ante la gentebrava, Juan Montiño

XXXI De cómo engañó á Dorotea para llevarla á palacio el tío Manolillo

XXXII Continúan los antecedentes

XXXIII El suplicio de Tántalo

TOMO SEGUNDO

XXXIV En que se explicará algo de lo obscuro del capítulo anterior, y se verá cómo doña Clara

encontró un pretexto para favorecer el amor de Juan Montiño, á pesar de todos los pesares

XXXV De cómo Quevedo, sin decir nada al rey, le hizo creer que le había dicho mucho

XXXVI De cómo el padre Aliaga puso de nuevo su corazón y la virtud á prueba

XXXVII De cómo el diablo iba enredando cada vez más los sucesos

XXXVIII De lo que vió y de lo que no vió el tío Manolillo siguiendo á los que seguían al cocinero mayor

XXXIX De cómo Quevedo conoció prácticamente la verdad del refrán: el que espera desespera

XL De cómo el noble bastardo se creyó presa de un sueño

XLI De cómo Quevedo se quedó á su vez sin entender al rey

XLII De cómo don Juan Téllez Girón se encontró más vivo que nunca cuando más pensaba en morir

XLIII Continúan los trabajos del cocinero mayor

XLIV Lo que se puede hacer en dos horas con mucho dinero

XLV En que el autor presenta, porque no ha podido presentarle antes, un nuevo personaje

XLVI De cómo la Providencia empezaba á castigar á los bribones

XLVII De lo perjudicial que puede ser la etiqueta de palacio en algunas ocasiones

XLVIII De cómo muchas veces los hombres no reparan en el crimen aunque sus vestigios sean

patentes

XLIX De cómo la duquesa de Gandía tuvo un susto mucho mayor del que le habían dado Los miedos

de San Antón

L De cómo don Francisco de Quevedo quiso dar punto á uno de sus asuntos

LI En que encontramos de nuevo al héroe de nuestro cuento

LII De cómo empezó á ser otro el cocinero mayor

LIII En que se deja ver en claro el bufón del rey

LIV Cómo saben mentir las mujeres

LV Quevedo visto por uno de sus lados

LVI En que el autor retrocede para contar lo que no ha contado antes

LVII Amor de madre

LVIII Las audiencias particulares del duque de Lerma

LIX De cómo Dorotea era más para con el duque, que el duque para con el rey

LX Lo que hace por su amor una mujer

LXI De cómo le salió á Quevedo al revés de lo que pensaba

LXII De cómo el duque de Lerma se encontró más desorientado que nunca

LXIII De cómo el duque de Lerma vió al bufón de su majestad extenderse, crear, tocar las nubes, etc.

LXIV De cómo Quevedo buscó en vano la causa de su prisión, y de cómo cuando se lo dijeron se

creyó más preso que nunca

LXV De cómo el tío Manolillo no había dado su obra por concluida

LXVI El padre y el hijo

LXVII De cómo el licenciado Sarmiento hizo bueno una vez más el proverbio que dice: no es tan

fiero el león como la pintan,y de cómo todas las pulgas se van al perro flaco,

LXVIII De cómo se agravó la demencia del cocinero mayor, y acabó por creerse asesino del sargento

mayor

LXIX En que continúan las desventuras del cocinero mayor, y se ve que la fatalidad le había tomado

por su instrumento

LXX En que se ennegrece gravemente al carácter del tío Manolillo

LXXI De cómo Quevedo dejó de ser preso por la justicia para ser preso por el amor

LXXII De cómo el duque de Lerma encontró á tiempo un amigo

LXXIII En que el duque de Lerma continúa representando su papel de esclavo

LXXIV Lo que hizo Dorotea por don Juan

LXXV El sol tras la tormenta

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LXXVI De cómo el cocinero mayor conoció con despecho que no se habían acabado para él las

angustias

LXXVII En que se ennegrece á su vez el carácter de Dorotea

LXXVIII En que se siguen relatando los estupendos acontecimientos de esta verídica historia

LXXIX Del medio extraño de que se valió Quevedo para soltarse de la prisión en que la había puesto

el amor de la condesa de Lemos

LXXX De cómo el interés ajeno influyó en la situación de Quevedo

LXXXI De cómo Quevedo se asusta más de saber que don Juan está en libertad, que si hubiera sabido

que estaba preso

LXXXII En que el tío Manolillo sigue sirviendo de una negra manera á Dorotea

LXXXIII En que se ve que el bufón y Dorotea habían acabado de perder el juicio

LXXXIV En lo que vinieron á parar los amores de Dorotea y de don Juan

LXXXV El autor declara que ha concluído, y ata algunos cabos para que no queden sueltos

CAPÍTULO PRIMERO

DE LO QUE ACONTECIÓ Á UN SOBRINO POR NO ENCONTRAR Á TIEMPO Á SU TÍO

punto que el sol transponíaen una nublada y lluviosatarde de invierno,atravesaba la famosa puenteSegoviana, en direcciónal ya próximo Madrid, uncuartago enorme que llevabasobre su afilado lomouna silla de monstruosasdimensiones, y sobre la silla, un jinete en cuyo bulto sólose veían un sombrero gacho de color gris, calado hasta lascejas, una capa parda rebozada hasta el sombrero, y dosrobustas piernas cubiertas por unas botas de gamuza de sucolor, además del extremo de una larga espada, que asomabaal costado izquierdo bajo la plegadura de la capa.

El caballo llevaba la cabeza baja y las orejas caídas, y eljinete encorvado el cuerpo, como replegado en sí mismo, yla ancha ala del sombrero doblegada y empapada por lalluvia que venía de través impulsada por un fuerte vientoNorte.

Afortunadamente para el amor propio del jinete, nadiehabía en el puente que pudiera reparar en la extraña catadurade su caballo, ni en su paso lento y trabajoso, ni en suacompasado cojear de la mano derecha: la lluvia y el fríohabían alejado los vagos y los pillastres, concurrentes asiduosen otras ocasiones á los juegos de bolos y á las palestrillasde la Tela; las lavanderas habían abandonado el río,que, dejando de ser por un momento el humilde y llorosoManzanares de ordinario, arrastraba con estruendo las turbiasolas de su crecida, y en razón á la soledad, estabancerradas las puertas de las tabernillas y figones situadosá la entrada y á la salida del puente.

Nuestro jinete, pues, atravesaba á salvo, protegido por eltemporal, una de las entradas más concurridas de la corteen otras ocasiones, y decimos á salvo, porque el aspecto desu caballo hubiera arrancado más de una y más de tres desvergonzadaspullas á la gente non sancta, concurrente cotidianade aquellos lugares.

Era el tal bicho (no podemos resistir á la tentación de describirle),una especie de colosal armazón de huesos que sedejaban apreciar y contar bajo una piel raída en partes,encallecida en otras, de color indefinible entre negro y gris,desprovista de cola y de crines, peladas las orejas, torcidaslas patas, largo y estrecho el cuerpo, y larguísimo y áridoel cuello, á cuyo extremo se balanceaba una cabeza afiladade figura de martillo, y en la que se descubría á tiro deballesta la expresión dolorosa de la vejez resignada alinfortunio.

Representaos seis cañas viejas casi de igual longitud,componiendo un pescuezo, un cuerpo y cuatro patas, ytendréis una idea muy aproximada de nuestro bucéfalo queallá en sus tiempos, veinte años antes, debió ser un excelentebicho, atendidas su

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descomunal alzada y otras cualidadesfisiológicas que á duras penas podían deducirse por loque quedaba á aquella ruina viviente, á aquella especie deespectro, á aquella víctima de la tiranía humana que asíexplota la existencia y los elementos productores de losseres á quienes domina.

Desesperábase el jinete con la lenta marcha...

Desesperábase el jinete con la lenta marcha de su cabalgadura,con su cojear y con su abatimiento, y de vez encuando pronunciaba una palabra impaciente, y arrimaba uninhumano espolazo al jaco, que, al sentir la punta, se paraba,se estremecía, lanzaba como protesta un gemido lastimero,y luego, como sacando fuerzas de flaqueza, emprendíauna especie de trotecillo, verdadero atrevimiento de lavejez, que duraba algunos pasos, viniendo á parar en lamarcha lenta y difícil de antes, y en el acompasado y marcadísimocojeo.

No sabemos á quién debía tenerse más lástima: si al caballoque llevaba aquel jinete ó al jinete que era llevado portal caballo.

El aspecto que presentaba entonces Madrid desde elpuente de Segovia, poco más ó menos, semejante al quepresenta hoy, no era lo más á propósito para dar una ideade la extensión y de la importancia de la corte de las Españas;veíanse únicamente dos colinas orladas por unos viejosmuros, con algunas torres chatas, y sobre estas torres yestos muros, á la derecha el convento y las Vistillas de SanFrancisco; á la izquierda el alcázar y el cubo de la Almudena,y entre estas dos colinas el arrabal y la calle y puertade Segovia, viéndose además hacia la izquierda y debajodel alcázar el portillo y la puerta de la Vega.

Añádase á esta vista pobre y árida, lo escabroso y desigualdel espacio comprendido entre el puente de Segoviay los muros; los muladares, las zanjas y las hondonadas deaquel terreno formado por escombros; la luz triste que sedesplomaba de un celaje de color de plomo sobre todoaquello, y se tendrá una idea de la impresión triste y desfavorableque debió causar la vista de Madrid en el viajero,que á todas luces iba por primera vez á la corte, en vista dela irresolución de que dió marcadas muestras acerca de ladirección que debía seguir para entrar en la villa, cuando yafuera del puente, se encontró cerca de los muros.

Fijóse, al fin, decididamente su vista en el alcázar y luegoen la puerta de la Vega, revolvió su caballo hacia la izquierda,y acometió la ardua empresa de salvar las escabrosidadesy la pendiente de la agria cuesta.

Al fin, aquí tropiezo, allá me paro, acullá vacilo, el ancianojaco logró pasar la puerta de la Vega; enderezóse un tanto,animado, sin duda, por el olor de las cercanas caballerizasreales, y acaso por resultado de ese amor propio de quecontinuamente dan claras muestras de no estar desprovistoslos animales, disimuló cuanto pudo su cojera, y siguió sosteniendoun laudable esfuerzo en un mediano paso, adelantandopor la plazuela del Postigo y la calle de Pomar, hastaun arco que daba entrada á las caballerizas del rey, y donde,mal de su grado, hubo de detenerse el forastero, á la vozde un centinela tudesco que le atajó el paso.

—Y dígame ucé, señor soldado—dijo con impaciencia eljinete—, ¿por qué no puedo seguir adelante?

—Ser estas las capayerisas de su majestad—contestó elcentinela.

—Y dígame ucé, ¿no puedo ir por otra parte al alcázar?

—Foste ir bor donde quierra, mas yo non dejar basar boraquí ese cabayo.

—¿Me impedirán de igual modo que este caballo pasepor las otras entradas del alcázar?

—Mi non saperr eso.

Y el centinela se puso á pasear á lo largo del arco.

—¡Y á dónde diablos voy yo!—dijo hablando consigomismo el jinete—: mi tío vive en el alcázar, necesito verleal momento... y ¿dónde dejo á este pobre viejo?

Indudablemente,lo que sobrará en Madrid serán mesones; ¿pero quiénse atreve? Con la jornada que trae en el cuerpo el pobre Cascabel, sería cosa de no concluir á las ánimas y luego sindinero: ¡eh! ¡señor soldado! ¡señor soldado!

Volvióse flemáticamente el tudesco mientras el jineteechaba pie á tierra.

—¿Queréis hacerme la merced de cuidar de que nadiequite este caballo de esta reja á donde voy á atarle mientrasyo vuelvo?

—Mi non entender de eso—contestó el soldado—, volviendoá su paseo.

—Como no sea que le roben para hacer botones de loshuesos—dijo una voz chillona á espaldas del jinete, no séquién quiera exponerse á ir á galeras por semejante cosa...ni la piel aprovecha: ¿le traéis para las yeguas del rey,amigo?

Volvióse el forastero con cólera al sitio donde habían sidopronunciadas estas palabras con una marcada insolencia, yvió ante sí un hombrecillo, con la librea de palafrenerodel rey.

—Si lo que tenéis de desvergonzado, lo tuviérais de cuerpo,bergante—dijo todo hosco el forastero echando pie átierra—, me alegraría mucho.

—¿Y por qué os alegraríais, amigo?

—¿Por qué? Porque habría donde sentaros la mano.

—Paréceme que servís vos tanto para zurrarme á mí comovuestro caballo para correr liebres—dijo el palafrenero conese descaro peculiar de la canalla palaciega.

—Si mi caballo no sirve para correr liebres, sírvolo yopara haceros dar una carrera en pelo—contestó el incógnito,que aún permanecía embozado—, y sin decir una palabramás se fué para el palafrenero con tal talante, que ésteretrocedió asustado hacia una puerta inmediata, á tiempoque salían de ella dos hombres al parecer principales, contrauno de los que tropezó violentamente el que huía.

El tropezado empujó vigorosamente al palafrenero, quefué á dar en medio del arroyo, y apenas se rehizo se quitó elsombrero y se quedó temblando é inmóvil, entre los caballerosque salían y el forastero.

Miró el caballero tropezado alternativamente al palafrenero,al incógnito y á su caballo; comprendió por lo amenazadorde la actitud del jinete que se trataba de alguna pendenciacortada, ó por mejor decir, suspendida por su apa