El Cocinero de Su Majestad-Memorias del Tiempo de Felipe III by Manuel Fernández y González - HTML preview

PLEASE NOTE: This is an HTML preview only and some elements such as links or page numbers may be incorrect.
Download the book in PDF, ePub, Kindle for a complete version.

—¿Y no tendréis compasión de mí...?

—Escuchadme y servidme.

—Os serviré.

—Desde aquí voy á seguir sola.

—¡Sola!

—Sí. Allí, junto aquella puerta, hay un hombre parado. Esnecesario que ese hombre no pueda seguirme.

—No os seguirá.

—Evitad matarle, si podéis. Con que le entretengáis unbreve espacio estaré en salvo.

—¿Pero nada me decís? ¿Ninguna señal vuestra me dais?

—¡Ah! ¿queréis una señal? Tomad.

—¿Y qué es esto...?

—Tomadlo.

—¡Una joya!

—No, una señal. Y oíd: seguid guardando un profundosecreto acerca de vuestras dos aventuras conmigo. Vos nohabéis estado en la portería de damas, vos no habéis oídonada. Sobre todo no sospechéis, no os atreváis á adivinarque quien ha pronunciado aquellas graves palabras, hasido...

—¡La reina!

—Sí—dijo la tapada inclinándose al oído del joven y convoz ardiente y entrecortada—: era la infeliz Margarita deAustria. Ya veis si confío en vos.

Deteniendo á ese hombreque me sigue, servís á su majestad. Sed caballero y leal,y tened por seguro que aunque no volváis á verme vuestrafortuna ha de dar envidia á muchos.

—¡Oh! ¡esperad! ¡esperad, señora!

—¿No os he dejado una prenda?

—Pero...

—No puedo detenerme más. Adiós; impedid que esehombre me siga. Adiós.

Y la tapada tiró una calleja adelante.

El bulto que estaba parado á alguna distancia, adelantó ábuen paso.

—¡Eh! ¡atrás! ¡no se pasa!—dijo nuestro forastero, echandoal aire la daga y la espada.

El que venía hizo un movimiento igual, y sin decir unapalabra, embistió al joven.

—Os aconsejo que os vayáis—dijo éste, acudiendo alreparo de los golpes que le tiraba el embozado—, porque sino os vais, os va á suceder algo desagradable. ¡Hola!

¿se meos venís con estocadas? ¡perfectamente! pero es el caso queyo no quiero mataros, amigo mío.

Echó fuera dos ó tres estocadas bajas, y aprovechandoun descuido del contrario, le dió un cintarazo encima delsombrero.

—Eso ha podido ser un tajo que se os hubiese entradohasta los dientes—dijo el joven pronunciando esta nota conuna calma admirable.

El otro redobló su ataque.

—Es el caso que yo no quiero mataros—dijo el sobrinode su tío—; no por cierto: sería bautizar mi entrada en Madridcon sangre. ¡Ah! ¿os empeñáis? pues... allá voy, camarada...

Y se cerró en estocadas estrechas, obligando al contrarioá repararse con cuidado.

—¡Ah! ¡ah!—murmuró el joven—; en la corte no sabenmás que echar plantas; paréceme que ya le tengo para eldesarme de mi tío el arcipreste. ¡Veamos! ¡Pobre hombre!¡Bah! ¡estáis preso! ¡Sois mío!

El forastero había cogido á su contrario en el momentoen que tenía puesta su daga sobre la espada, cerca de suempuñadura; había metido una estocada baja y diagonalpor el ángulo estrecho formado por la daga y por la espadadel incógnito y había hecho una especie de trenza con lostres hierros, sujetándolos contra el muslo izquierdo de sucontrario.

Era un desarme completo; el enemigo no podía valersede sus armas; entre tanto, al forastero le quedaba francala daga para herir, pero no hirió.

—Idos—dijo al otro—; puedo mataros, pero no quieroasustar á mi buena suerte tiñéndola de sangre la primeranoche que entro en Madrid; envainad vuestros hierros yvolvéos por donde habéis venido.

Y diciendo esto sacó su espada del desarme, se retiró dospasos del otro, que había quedado inmóvil, y luego se embozóy tiró la calle adelante por donde había desaparecido latapada.

El vencido quedó solo, inmóvil; un momento después dehaberse alejado su generoso vencedor, relumbraron lucesen una calleja y adelantó un hombre, á quien seguían otroscuatro.

Aquellos hombres eran alguaciles y traían linternas.

CAPÍTULO II

INTERIORIDADES REALES

Doña Juana de Velasco, duquesa viuda de Gandía, era camareramayor de la reina.

La viudez ú otras causas que no son de este lugar, habíanempalidecido su rostro y poblado, aunque ligeramente, decanas sus cabellos.

Pero, á pesar de esto, el rostro de doña Juana era bastantebello, dulcemente melancólico, y sobre todo expresaba deuna manera marcada la conciencia que la buena señora teníade su nobleza, que, según los doctores del blasón, se remontabanada menos que á los tiempos de la dominaciónromana.

Satisfecha con su cuna, con la posición que ocupaba enla corte y con sus rentas, que la bastaban y aun la sobrabanpara destinar parte de ellas á la caridad, doña Juana deVelasco, ó sea la duquesa de Gandía, era feliz, salvo algunosimportunos recuerdos de su juventud.

No se crea por esto que la camarera mayor de la reinagozaba de una manera pasiva de su buena posición, ni quede tiempo en tiempo no la molestase algún grave disgusto.

Si la duquesa de Gandía no hubiese funcionado como unarueda, más ó menos importante, en la máquina de intrigasobscuras que estaba continuamente trabajando alrededor deFelipe III, no hubiera sido camarera mayor de la reina.

La duquesa de Gandía era acérrima partidaria de donFrancisco de Sandoval y Rojas, duque de Lerma, marquésde Denia y secretario de Estado y del despacho.

Tenía para ello muy buenas razones, porque sólo apoyándoseen buenas razones, podía ser amiga del duque la virtuosaduquesa.

Dotada de cierta penetración, de cierta perspicacia, comprendíala duquesa que Felipe III, si bien era rey por un derecholegítimo, que nadie podía disputarle, era un rey queno era rey más que en el nombre.

Sabía perfectamente la duquesa, sin que la quedase lamenor duda, que Felipe III era miope de inteligencia; quesólo había heredado de su abuelo Carlos V ciertos rasgosdegradados de la fisonomía; que el cetro se convertía en susmanos en rosario; que era débil é irresoluto, accesible ácualquiera audacia, á cualquiera ambición que quisiera volverleen su provecho, y lo menos á propósito, en fin, pararegir con gloria los dilatadísimos dominios que había heredadode su padre.

La duquesa para decirlo de una vez, estaba plenamenteconvencida de que el rey necesitaba andadores.

La duquesa estaba también completamente convencidade que el duque de Lerma venía á ser los andadores de FelipeIII.

El carácter tétrico del rey; su indolencia; su repugnancia,mal encubierta, á la gestión de los negocios públicos; sufalta de instrucción y de ingenio, hacían de él un rey vulgarísimo,en el cual ningún ministro podía apoyarse confiadamente,puesto que cualquiera intriga mal urdida bastabapara dar al traste con el favorito y para establecer esa sucesiónruinosa de gobernantes egoístas é interesados que,desprovistos de todo pensamiento noble y fecundo, alentadossólo por una ambición repugnante, dan el miserable espectáculode una lucha mezquina, que acaba por empequeñecer,por degradar á la nación que sufre con paciencia estavergonzosa guerra palaciega.

El duque de Lerma, que después de una larga vida de cortesano,que le había hecho práctico en la intriga, llegó á serárbitro de los destinos de España como ministro universalal advenimiento al trono de Felipe III, se había visto obligado,desde el principio de su privanza, á rodear al rey dehechuras suyas, á intervenir hasta en las interioridades domésticasde la familia real, y, lo que era más fatigoso y difícil,á contrabalancear la influencia de Margarita de Austriaque, menos nula que el rey, quería ser reina.

Esto era muy natural; pero por más que lo fuese no conveníaal duque de Lerma, que quería gobernar sin obstáculosde ningún género.

La duquesa de Gandía, pues, con muy buena intención, ycreyendo servir á Dios y al rey, era el centinela de vistapuesto por el duque junto á la reina.

Servía la duquesa á Lerma tan de buena voluntad, con tanbuena intención, ya lo hemos dicho, como que creía quetodo lo que faltaba á Felipe III para ser un mediano rey, sobrabaá Lerma para ser un buen ministro.

Militaban además en el ánimo de la duquesa en pro delfavorito, razones particulares de agradecimiento.

La duquesa era madre.

Lerma favorecía abiertamente á su hijo, el joven duque deGandía, confiriéndole encargos altamente honoríficos.

Por rico y por noble que sea un hombre, hay ciertos cargosque enaltecen su posición, que aumentan su brillo.

La duquesa de Gandía estaba con justa causa agradecidaal duque de Lerma.

Y como los bien nacidos no excusan nunca obligaciones ásu agradecimiento, la duquesa servía á Lerma por conviccióny por deber.

Pero era el caso que Lerma tenía más vanidad que perspicacia,y solía suceder que construyese sus más soberbiosedificios sobre arena.

Así es que con frecuencia se equivocaba en la elecciónde sus instrumentos, tomando lastimosamente la adulaciónpor afecto y el servilismo por solicitud.

El duque de Lerma se había creado sus enemigos en susmismos instrumentos, y debía conservar el poder hasta elmomento en que, robustecidos por él sus adversarios, se encontrasenbastante fuertes para derrocarle.

Respecto á la duquesa de Gandía, la equivocación de Lermahabía sido de distinto género: ella le servía de buena fe,pero la duquesa no servía para el objeto á que la había destinadoel duque.

Porque la reina era más perspicaz, y sin ser un prodigio,porque en los tiempos de Felipe III, los prodigios personificadoshabían dejado completamente de manifestarse en España;sin ser un prodigio la reina, tenía un claro talento, ymaravillosamente desarrollada esa cualidad que se llamaastucia femenil.

Desde el principio comprendió Margarita de Austria quesu camarera mayor era un instrumento de Lerma, y no lerompió porque prefería un enemigo de quien podía burlarse,á arrostrar el peligro de que, más precavido el duque, ó másatinado en una segunda elección, la pusiese al lado una influenciamás temible.

La reina, pues, procuró neutralizar el poder de Lerma respectoal insuficiente espía que la había puesto al lado, colmandode favores y distinciones á la duquesa y demostrándolaun cariño de amiga, más que de soberana.

La duquesa tragó el anzuelo, y no vió de la reina más quelo que la reina quiso que viese.

Lerma no logró, pues, nunca saber á lo que debía atenerseá ciencia cierta respecto á la reina.

La duquesa creía verlo todo, y halagada de una parte porlos favores del favorito, y de otra por el cariño traidor de lareina, vivía tranquila y feliz, salvo algunos disgustos inherentesá su posición, inevitables.

Como mujer de Estado, tenía satisfecha su vanidad, creyéndoseuno de los primeros y más importantes resortes delgobierno.

Como mujer particular, había pasado de la edad de laspasiones, gozaba del respeto y de la consideración de todoel mundo, y pasaba la parte de vida que la dejaban libre losdelicados deberes de su alto cargo, rezando, leyendo vidasde santos ó durmiendo.

De lo expuesto se deduce que la duquesa de Gandía vivíasoñando.

Y como la vida es sueño, vivía.

Para algo hemos presentado á nuestros lectores esta señora.

Ella va á servirnos de medio para empezar á conocer deuna manera gráfica, por decirlo así, á uno de los más importantespersonajes de nuestro drama.

Aquella misma noche en que acontecieron al sobrino desu tío las extraordinarias aventuras que dejamos relatadasen el capítulo anterior, y cabalmente en los momentos en queel joven sostenía su extraño diálogo con la dama encubierta,doña Juana de Velasco estaba sentada en un ancho sillón forradode terciopelo, al lado de una mesa, leyendo á la luz delos dobles mecheros de un enorme velón de plata, un no menosenorme libro á dos columnas, mal impreso y cuyo papelera fuertemente moreno.

Aquel libro tenía por título: Miedos y tentaciones de SanAntonio Abad.

La habitación en que la duquesa se encontraba era unaextensa cámara del alcázar, cuyas paredes estaban cubiertasde damasco rojo, y adornadas con enormes cuadros delTiziano, de Rafael y de Pantoja de la Cruz.

El techo, obscuro, de pino, tallado profundamente, segúnel gusto del Renacimiento, estaba, á causa de su altura, casiperdido en la sombra, que no alcanzaba á disipar la insuficienteluz del velón; acontecía lo mismo respecto á las paredesque, veladas por una penumbra opaca, hacían aparecerde una manera extraña y descompuesta las figuras de loscuadros; y el fuego brillante de un brasero colocado á ciertadistancia, en la sombra, contribuía á dar cierto aspecto fantásticoy siniestro á aquella silenciosa cámara, en la cual nose veía de una manera determinada más que el plano de lamesa en que estaba el velón, parte de la pared, en que proyectabauna sombra fuerte la pantalla, y medio cuerpo dela duquesa, con su toca blanca y su vestido negro, leyendoen silencio y con una atención gravísima.

No se oía ruido alguno, á excepción del zumbar del viento,y el chasquido de una ventana que el viento cerraba de tiempoen tiempo, produciendo un golpe seco y desagradable.

La duquesa seguía engolfada en su lectura.

De repente se estremeció y palideció.

Había llegado á un pasaje en que el demonio estaba retratadotan de mano maestra, que la duquesa tuvo miedo, ycerró el libro santiguándose.

Un segundo estremecimiento más profundo, más persistente,se dejó notar en doña Juana, que exhaló un grito y sepuso de pie aterrada.

No podía ser el libro lo que había causado este nuevoterror.

En efecto, había sido distinta la causa.

La duquesa había visto abrirse una de las paredes de lacámara, y salir por la abertura una sombra negra.

Su sobresalto, pues, era muy natural.

Pero sobre los hombros de la figura negra, había unacabeza blanca con sus correspondientes cabellos rubios.

Era, pues, un hombre lo que la duquesa había tomado poruna aparición del otro mundo.

—¡Chists! ¡no gritéis, mi buena doña Juana!—dijo aquelhombre poniéndose un dedo sobre los labios—; ¿no veis quevengo solo y de una manera misteriosa?

—En efecto, señor, y me habéis dado un buen susto—dijola duquesa.

—Vos no sabíais que en las habitaciones de la reinahabía puertas ocultas, ¿eh? pues ni yo tampoco.

—Pero vuestra majestad... si saben...

—Os diré: nadie puede saber nada, porque he venido emparedado.

—Dejad, dejad que vuelva de mi susto, señor; ¿conquees decir que si no hubiera sido vuestra majestad...?

—Eso digo yo: en nuestro alcázar tenemos entradas y salidasque no conocemos; de modo que si algún miserablecomo Ravaillac conoce estos pasadizos, estamos expuestosá morir de la muerte del rey de Francia.

—En España no hay regicidas, señor: además, vuestramajestad es un rey justo y bueno y no tiene enemigos.

—Dicen que Enrique IV era un buen rey.

—Pero hereje...

—¡Ah! por la misericordia de Dios, somos buenos hijos deRoma. Sin embargo, ¡si supiérais, doña Juana, de qué manerahe sabido que se puede venir de mi cámara á la de la reinasin que nadie lo sepa!

—¿Pues cómo? ¿no conoce vuestra majestad á quien selo ha revelado?

—Cerrad las puertas, doña Juana, cerradlas, que no quieroque nadie nos vea, y venid á sentaros después conmigojunto al brasero. Hace frío, sí, sí por cierto, mucho frío. Tenemosque hablar largamente.

Mientras que la duquesa de Gandía cierra las puertas,toda admirada y toda cuidadosa, examinemos al rey, que sehabía sentado junto al brasero y removía el fuego aspirandosu calor con un placer marcado.

Felipe III sólo tenía entonces treinta y tres años, pero supalidez enfermiza y la casi demacración de su semblante lehacían parecer de más edad; su frente era estrecha, sus ojosazules no tenían brillo, ni el conjunto de sus facciones energía;el sello de la raza austriaca, ennoblecido por el emperadorDon Carlos, estaba como borrado, como enlanguidecido,como degradado en Felipe III; aquella fisonomía no expresabani inteligencia, ni audacia, sino cuando más la tenacidadde un ser débil y caprichoso; el labio inferior, grueso,saliente, signo característico de su familia, no expresaba yaen él el orgullo y la firmeza: había quedado, sí, pero un tantocolgante, expresando de una manera marcada la debilidady la cobardía del alma; aquel labio en Carlos V había representadola majestad altiva y orgullosa: en Felipe II, el despotismosoberbio; en Felipe III, nada de esto representaba: niel dominador, ni el déspota se había vulgarizado, se habíadegradado; no era un rasgo, sino un defecto.

Añádase á esto un cuerpo delgado y pequeño, caracterizadocon el aspecto fatigoso de un cansancio habitual, yeste cuerpo embutido dentro de un traje de terciopelo negro;añádase un cordón de seda del que cuelga sobre el pechoel toisón de oro; un pequeño puñal de corte, pendiente deun cinturón tachonado de pequeños clavos de plata, y alotro lado un largo rosario negro sujeto al mismo cinturón, yse tendrá una idea de Felipe III, tal cual se presentó á laduquesa de Gandía.

—¿Habéis cerrado ya, doña Juana?—dijo el rey, despuésque hubo removido á su placer el brasero y colocádose enla posición más cómoda que pudo.

—Sí, señor.

—¿Es decir, que no puede escucharnos nadie?

—Nadie, señor.

—Sentáos.

Sentóse la duquesa, pero en una actitud respetuosa y ácorta distancia del rey.

—Acercáos, acercáos, doña Juana; hace frío... y sobretodo, tenemos que hablar largamente y á corta distancia, áfin de que podamos hablar muy bajo: vengo á buscaroscomo un amigo; como un amigo que se confiesa necesitadode vos, no como rey.

—Vuestra majestad puede mandarme siempre.

—No tanto, no tanto, doña Juana; ya sé yo que servíscon el alma y la vida...

—A vuestra majestad.

—Ciertamente; sirviendo á Lerma, me servís, porque elduque es mi más leal vasallo.

—Lo podéis afirmar, señor... el duque de Lerma...

—El duque de Lerma me sirve bien; pero aquí, entre losdos, doña Juana, me tiraniza un tanto; á pretexto de que lareina es enemiga suya, me tiene casi divorciado; y la reina...está ofendida conmigo... ya lo sabéis.

La duquesa se encontraba en ascuas: lo que la sucedíaera un verdadero compromiso, porque, al fin, el rey erael rey.

La rígida etiqueta de la casa de Austria, con arreglo á lacual raras veces se encontraba el rey libre de una numerosaservidumbre, había impedido hasta entonces que Felipe IIIla abordase con libertad, en su cualidad de cancerbera dela reina; pero aquella desconocida comunicación secreta, lahabía entregado sin armas y, lo que era peor, desprevenida,á una entrevista particular con el rey.

La duquesa se calló, no encontrando por el pronto otracontestación mejor que el silencio.

Alentado con este silencio, el rey añadió:

—Vos misma conocéis la razón con que me quejo. Lermaes demasiado receloso, demasiado, y no sé qué motivopueda tener para desconfiar de la reina, para impedirme milibre trato con ella.

—Nunca, que yo sepa, se ha cerrado á vuestra majestadla puerta de la cámara de su majestad, ni yo, como camareramayor, lo hubiera permitido.

—Sí; pero yo creo que las paredes de la cámara de lareina oyen.

—Podrá suceder—respondió la duquesa con intención—,si las paredes de la cámara de su majestad tienen pasadizoscomo ese.

Y la duquesa señaló la puerta secreta que había quedadoabierta.

Sea como fuere—dijo el rey—, cuando Lerma sabe queyo voy á ver á la reina, sabe todo lo que la reina y yohablamos.

—Protesto á vuestra majestad que ninguna parte tengo...

—No, no digo yo eso, ni lo pienso, doña Juana; perocuando la expulsión de los moriscos... la reina creía que eledicto era demasiado riguroso... pretendía que los reinos deGranada y Valencia iban á quedar despoblados... me indicóotros medios...

estábamos solos la reina y yo... al díasiguiente en el despacho, estuvo Lerma taciturno y serio yme hizo comprender con buenas palabras que lo sabíatodo... es más: extremó los rigores, sin duda saludables, dela ejecución del edicto, y yo tuve después con la reina unserio disgusto; ahora, con la expedición de Inglaterra, la reinapretende que es aventurada, ruinosa, ineficaz... Lerma haenviado allá á don Juan de Aguilar y la reina se ha negadoá recibirme de todo punto.

Detúvose el rey esperando una respuesta, pero la duquesano contestó.

—¿Pero no se os ocurre nada que decirme, doña Juana?—dijoel rey, en el cual se iba haciendo cada vez más visiblela impaciencia—; estáis como asustada...

—En efecto, señor, vuestra majestad acaba de decirlo:estoy asustada, y suplico á vuestra majestad que... señor...perdonadme, pero no se me ocurre nada...

—Pues ello es necesario que se os ocurra, señora mía—insistióel rey con un tanto de aspereza—; preciso... yo nocontaba con encontrar á nadie, porque el papel que me handejado decía...

—¡Ah! ¡el papel que han dejado á vuestra majestad...!

—¡Qué! ¿no os he contado...?

—Vuestra majestad me ha dicho...

—Que no sabía nada acerca de estos pasadizos, y eso esmuy cierto. Pero... os exijo el más profundo secreto—exclamóinterrumpiéndose y con una gravedad, verdaderamenteregia, el rey.

—¡Señor! ¡señor! ¡mi lealtad!

—¡Sí! ¡sí! ya sé que la lealtad á sus reyes, es una virtudmuy antigua en la noble familia de los Velascos. Y hace frío...

La duquesa removió de nuevo el brasero.

—Del mismo modo os exijo secreto, un secreto absoluto,acerca de lo que está sucediendo.

—¿Pero qué está sucediendo, señor?

—Sucede que yo estoy hablando mano á mano y á solascon vos.

—Lo que me honra mucho.

—Pues bien; que nadie sepa, doña Juana, que habéis sidohonrada de este modo...

vos no me habéis visto.

—Crea vuestra majestad, señor...

—Sí, sí, creo que después de lo que os he dicho, seréisdiscreta. Pero estamos pasando lastimosamente el tiempo.

Y el rey fijó una mirada vaga en la puerta que correspondíaá la recámara de la reina.

Aquella mirada hizo sudar á la duquesa.

—Sabed—dijo el rey, acercándose más á doña Juana yen voz sumamente baja—

que mi confesor ha estado encerradogran parte de la tarde conmigo.

Detúvose el rey, y la duquesa sólo contestó abriendo mucholos ojos, porque no sabía á dónde iba el rey á parar.

—Fray Luis de Aliaga, me habló de muchas cosas gravesque no vienen á cuento...

pero tened presente que mi buenconfesor estaba solo conmigo.

Interrumpióse el rey, y la duquesa, por toda contestación,volvió á abrir desmesuradamente los ojos.

—Estaba solo conmigo y encerrado—continuó el rey—,¿entendéis bien, duquesa?

solo conmigo y encerrado...

—Sí, sí, señor, entiendo á vuestra majestad.

—Pues bien—dijo el rey soslayándose en el sillón y buscandoen uno de los bolsillos de sus calzas—, cuando elpadre Aliaga salió, me encontré sobre mi mesa esta cartacerrada, puesta á la vista y que, como veis, dice en su sobrescrito:«A su majestad el rey de España».

La duquesa miró el sobrescrito y continuó callando.

—Escuchad ahora lo que contiene esta carta, que porcierto no es muy larga, pero que, á pesar de su brevedad,es grave, gravísima: sí; ciertamente, muy grave.

Fijó el rey su mirada en la duquesa, que persistió en susilencio.

—Acercad la luz, doña Juana—dijo el rey.

Levantóse la duquesa, tomó el velón y continuó de piejunto á Felipe III, alumbrándole.

—Oíd, pues: oíd, y ved á cuánto os obliga mi confianza.

—Vuestra majestad no puede obligar más, á quien estátan obligada, señor.

—No importa, oíd.

Y el rey se puso á leer:

«Sacra católica majestad: Los traidores que os rodean...»

Dejó el rey de leer, levantó los ojos y miró á la duquesa,que estaba verdaderamente asustada.

—¡Los traidores que me rodean!—dijo el rey—¿qué decísá esto?

—Digo, señor, que no lo entiendo—contestó la duquesa.

—Ni yo tampoco—repuso el rey—; yo creo que estoy rodeadode vasallos leales.

—Alguna miserable intriga...

—Oíd: «los traidores que os rodean, os tienen separado desu majestad la reina...»

Interrumpióse de nuevo el rey.

—En esto de tenerme separado de la reina, tienen mucharazón, y no tenéis en ello poca parte, doña Juana.

—¡Jesús, señor!—exclamó la duquesa, que á cada momentoestaba más inquieta.

—Como que sois muy grande amiga de Lerma.

—Yo... señor...—contestó con precipitación la camareramayor—cuando se trata del servicio de mis reyes...

—Seguid oyendo... «os tienen separado de la reina: es necesarioque este estado de cosas concluya...»

Dejó el rey de leer.

—Y yo también lo creo así—dijo—; en cuanto á lo de nover libremente á mi esposa... en esta parte piensa como yoel autor incógnito; pero prosigamos.

Y el rey inclinó de nuevo la vista sobre la carta:

—«...es necesario que este estado concluya, pero ni loconseguirá vuestra majestad de Lerma, ni tendrá bastantevalor... ¡para hacerse respetar!»

—Eso es una insolencia, señor—dijo la duquesa—: quienescribe esto á su rey, no puede ser más que un traidor.

—Eso dije yo... pero más abajo hay algo en que este traidorme sirve mejor que me sirven mis más leales vasallos,inclusa vos, doña Juana.

—¡Señor!—exclamó toda turbada la duquesa.

—Vais á juzgar—dijo el rey continuando la lectura—:«pero lo que no conseguiríais del duque de Lerma ni de lacamarera mayor...»

—¡Oh, Dios mío!—exclamó la duquesa—: perdóneme vuestramajestad si le interrumpo, pero... me parece que el queha escrito esta carta me cuenta entre el número de los traidores.

—¿Quién dice eso? y aunque lo dijesen, ¿creéis que yome dejaría llevar de carteles misteriosos? Si he dado importanciaá éste es porque dice algunas verdades, y, sobretodo, porque ha producido un hecho.

—¡Un hecho!

—Ciertamente: que yo conozca estos pasadizos. Pero continuemos,que se pasa el tiempo y esta cámara es tan fría...

Inclinóse un tanto la duquesa, y sin dejar de alumbrar alrey, removió de nuevo el brasero.

El rey leyó:

—«...pero lo que no conseguiríais del duque de Lerma nide la camarera may