El Cocinero de Su Majestad-Memorias del Tiempo de Felipe III by Manuel Fernández y González - HTML preview

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Y Dorotea miraba de una manera ansiosa á don Juan.

—Escucha, alma de mi alma—la dijo don Juan—; una casitabella, apartada, donde yo vaya á verte de noche; un jardínsolitario, donde sólo el firmamento estrellado sea testigode nuestra dicha; un amor eterno, embellecido por el deseoy por el misterio; hermosos hijos en quienes veas reproducidotu amor; una vida tranquila; sin celos...

—¡Sin celos!...

—¡Qué amante puede tenerlos de una esposa!

—¡Ay de mí!—exclamó Dorotea oprimiéndose el pecho.

—¡Bebamos, luz de mi alma!—dijo don Juan, y se levantóy llenó las copas y las trajo en la salvilla, y se arrodillósonriendo para que Dorotea tomase la suya.

Dorotea se inclinó para levantar á don Juan.

Los rizos perfumados de la joven tocaron las mejillas dedon Juan y sus ojos se sintieron atraídos por la mirada dulce,apasionada, saturada de amor y de deseo del joven.

Aquellos dos semblantes se unieron y resonó el estallidode un doble beso.

Y entonces el bufón se separó del tapiz, se alejó y dijo bajandolas escaleras:

—¡Oh! ¡gracias á Dios! el veneno es inútil: el veneno nomatará á nadie. Pero es preciso... sí... sí... es preciso quedoña Clara se separe de don Juan; es preciso que don Juansea de Dorotea y sólo de Dorotea; es preciso que doña Claralos vea aquí juntos, enamorándose, acariciándose, embriagadosde amor.

Y el bufón bajó silenciosamente las escaleras, se puso loszapatos, abrió la puerta, salió, cerró y se encaminó al alcázaren busca de doña Clara.

Don Juan y Dorotea, sin embargo, no habían cambiado desituación: tras aquel beso irreflexivo, fatal, por decirlo así,Dorotea se había rehecho de nuevo.

—Sentáos, don Juan—le dijo—, y hablemos por últimocon seriedad; hemos vuelto á caer en las locuras. Tenéis sobremí un poder maravilloso: ya lo sabía yo, y me he prevenido;lo que me habéis propuesto es imposible.

—¡Imposible!

—Sí; yo no puedo partir mi amor con otra mujer; yo nopuedo deciros tampoco, y no os diré: abandonad á vuestraesposa; os debéis al gran nombre que lleváis, y no podéisdeshonrarle; aunque queráis yo no permitiré que le deshonréispor mí.

Veámonos por la última vez.. y tened muchovalor si me amáis.

—¿Qué queréis decirme con esas palabras?

—Que cuando salgáis de aquí llevaréis de mí tal recuerdo,que no me olvidaréis jamás.

—¿Qué misterio tan incomprensible es este que os arrancade mis brazos, que os defiende de mí, que me desespera, queme mata?...

—Mi amor.

—Extraño amor que se complace en despedazarme.

—Amor desdichado, muerto apenas nacido.

—Dorotea, no me obliguéis á ser villano.

—Conmigo no podéis ser más que lo que sois.

—Un hombre burlado, por no sé qué intención que nocomprendo.

—¡Ah! no hay ningún hombre que merezca el amor de unamujer; no hay ninguno que comprenda el alma de una mujer.

Don Juan calló confundido.

—Oye, don Juan—dijo Dorotea asiéndole las manos conacento triste y con los ojos arrasados de lágrimas—: yo nocomprendo el amor como tú le comprendes; para mí el amorno es el deleite impuro, ni la vanidad, ni la embriaguez, ni elentretenimiento; para mí el amor es más, mucho más; tienealgo de divino; para mí el amor es ser el pensamiento enterode un hombre, el espíritu poderoso que le engrandezca, quele impulse á las grandes acciones; grandezas buscadas paraengrandecer la mujer amada, cuando se trata de un hombrecomo tú, que se llama Girón, que es hijo del gran duque deOsuna, que debe su espada á sus abuelos y á su patria, y elcorazón á una mujer; yo no te pido eso que puede y debepedirte tu esposa; yo quiero tu grandeza para que refleje sobremi frente; yo no puedo ser para ti más que la amanteoculta y misteriosa, que te sonría apartada de la vista delmundo; mis hijos no pueden llevar tu nombre, porque... tunombre pertenece entero á los hijos de la mujer con quiente has unido: yo sólo puedo ser para ti un sueño embriagadordurante algún tiempo; después... después, cuando hastael misterio hubiera perdido para ti su encanto, yo sería unacarga para ti..

—¡Una carga!

—Sí, una carga enojosa.

—¿Crees tú que yo reparé jamás en...?

Don Juan se detuvo, porque lo que iba á decir era inconveniente.

Pero Dorotea oyó con el alma las palabras que don Juanno había pronunciado; las oyó dentro de su corazón.

—No; no hablo yo de esa carga material que consiste enatender á las necesidades materiales de una mujer; entrenosotros no puede haber eso; el dinero hace daño al amor;yo cómica, yo cortesana, no he pertenecido á un amante sinoá trueque de un tesoro; yo, mujer, no doy mi corazón sino porotro corazón; de otra carga más pesada he querido hablarte:de la carga que consiste en tener que sacrificar algún tiempotodos los días á una mujer á quien no se ama, á quien nuncase ha amado, por quien sólo se ha sentido deseo y por lacual al fin ni deseo se siente, y á la que se sigue fingiendoamor por compasión; carga que acaba por hacerse insoportable,porque el sacrificio más pequeño se hace insoportablecuando es continuo; yo sería dentro de poco una cargapara ti y después un remordimiento, porque me abandonaríais...

—Te he dejado seguir porque quería saber á dónde ibas áparar. ¡Que yo no te amo!

—Ahora... ahora, don Juan, te crees enamorado de mi, ylo estás; estás loco...

—No vivo más que para ti.

—Es necesario que vivas para los demás; no eres dueñode ti mismo.

—¿De modo, que yo que ansiaba que llegase el momentode ver á mi libertadora, me encuentro con una especie dehermosísimo fraile que me predica un sermón de cuaresma?Esto no puede ser. Yo... te amaba como dices, con el deseoantes de hoy: te amé de ese modo desde el punto en que tevi... Pero desde hoy, Dorotea, te amo con un amor que nopuede confundirse con nada, porque tu amor me ha obligadoá amarte; tú me has procurado la libertad, y con la libertadla vida, no sé á precio de qué sacrificio; has podido satisfacertus celos, vengarlos, diciendo á mi mujer: «tú, su esposa;tú, la dama hermosísima, noble, rica, favorita de lareina, no has podido salvarle; y yo, la cómica, yo, su querida,le he salvado»; y tú no has hecho eso, Dorotea; tú hassufrido tu despecho, tu desesperación, y has hecho llegarpor las manos del rey á mi mujer la orden que me ponía enlibertad; tú sabías que yo libre había de partir de Madridy, sin embargo, la libertad me has dado; ¿cómo quieres queno te ame, á no ser que creas que soy un miserable? Y si soyun miserable, ¿por qué me amas?

—¡Don Juan!—exclamó Dorotea con la voz trémula, ardiente,opaca, y la mirada ansiosa, fija, concentrada en losojos del joven—; ¡don Juan! ¡mira no mientas involuntariamente!

—No, no; te amo—dijo don Juan estrechándola contra suseno.

Dorotea pugnó por desasirse.

—Sólo á ti amo—murmuró el joven en su oído.

Dorotea rompió á llorar.

—Por ti y para ti viviré—continuó el joven—, y escucha:mi vida es tuya; ¿para qué quiero yo un nombre que meaparta de ti? Renuncio á ese nombre, me separo de la mujerque nos impide unirnos, saldré de Madrid, pero saldré contigo,todo por ti y para ti.

—¡Separarte de doña Clara!—dijo Dorotea levantando desobre el hombro de don Juan la cabeza y apartando con lasdos manos los rizos que se habían desordenado sobre sufrente, pálida y tersa—. ¡Ser mío, únicamente mío! ¡Salir deesta casa en que había entrado muerta, contigo, llena deuna vida hermosa! ¡Oh! ¡repítemelo, repítemelo! ¡creo queme he engañado! ¡que tú no has dicho eso!

—¡Oh, sí! ¡tuyo y no más que tuyo!

—¿Y partiremos?

—Sí.

—¿Desde esta casa?

—Sí.

—¿Y no volverás á ver á doña Clara?

—No amo á nadie más que á ti.

Y don Juan la atrajo á sus brazos.

Dorotea le sonrió de una manera tal, le dejó ver de talmodo su alma, que una involuntaria sonrisa de triunfo dedon Juan borró, como una nube al sol, la sonrisa de gloriade Dorotea.

En la sonrisa de don Juan había visto, no amor, sino voluptuosidad,alegría, y aun podemos decir vanidad, por laposesión segura de una mujer vivamente deseada.

Entonces, Dorotea se levantó de los brazos de don Juan,haciendo un violento esfuerzo para desasirse de ellos.

Su palidez había crecido.

Durante algunos segundos, una seriedad sombría, y talque llegó á imponer respeto á don Juan, apareció en su semblante.

Luego volvió á sonreir.

Pero entre aquella seriedad y aquella sonrisa había pasadouna agonía completa.

—La hora de la partida se acerca—dijo apoyándose dulcementeen el hombro de don Juan.

—Partamos—dijo don Juan levantándose.

—Espera, espera un momento—dijo Dorotea poniendo susdos manos sobre los hombros de don Juan y mirándolefrente á frente.

Don Juan exhaló una exclamación de asombro.

Nunca había visto á Dorotea tan hermosa.

Tembló bajo la impresión de la mirada de la comedianta.

—Siempre, siempre tu sed—dijo Dorotea—; nunca tuamor.

—¡Cómo! ¿aún dudas?

—No, no dudo ya—dijo la joven.

Y dejó los hombros de don Juan y se acercó á la mesa.

—¿Qué haces?—dijo don Juan.

—¡Tengo sed! ¡una sed que me devora!—contestó Doroteafijando una mirada indescribible en la pera adornada con ellazo rojo y negro que se veía en medio de la mesa.

Y tomó una botella y llenó de vino una copa.

—Yo también tengo sed—dijo don Juan, que tenía la bocaamarga, como cuando experimentamos una fuerte conmociónen nuestro organismo.

Dorotea llenó otra copa.

Luego se apoyó sobre la mesa, mirando siempre el confitedel lazo negro y rojo.

Su semblante estaba contraído; gruesas gotas de sudorcorrían por sus mejillas.

Hubo un momento en que tembló toda, como á la sensaciónimprevista de un frío agudo.

—Estos confites son muy buenos—dijo—; probémoslosantes de beber.

Y tomó la pera envenenada.

Al tomarla miró á don Juan y pasó por sus ojos algo horrible.

—Toma—le dijo, y le mostró la confitura.

Don Juan extendió la mano.

Dorotea se estremeció de nuevo, retiró vivamente la peray la mordió exclamando:

—No, no; esta es para mí, para mí sola.

Y temerosa de que don Juan pudiera arrebatarla ni unapequeña parte de aquel confite mortal, le devoró.

A seguida cayó de rodillas.

—¿Qué haces, Dorotea?—dijo don Juan.

—¡Dejadme! ¡dejadme orar!—exclamó la joven.

—¡Orar!—exclamó asombrado don Juan.

—Sí; orar por mi alma—respondió Dorotea.

Y juntó las manos, las cruzó y dobló la cabeza sobre elpecho.

En aquel momento resonaron voces en la calle y luego elchoque de espadas.

Don Juan sintió un terror vago y se abalanzó á Dorotea yla levantó en sus brazos.

La joven se abandonó en los brazos de don Juan y le sonrióde una manera embriagadora.

—¡Oh! ¡no me olvidarás!—exclamó.

—¡Olvidarte, olvidarte yo, vida mía!

Y don Juan, embriagado, la besó en la boca.

—¡Adiós!—exclamó Dorotea entre un beso ardiente.

—¿Por qué me dices adiós, alma mía?

—Me llama mi esposo—dijo sonriendo siempre Dorotea.

—¡Tu esposo!

—Sí; acabo de desposarme... con quien estará eternamenteconmigo y yo eternamente con él.

—Sí, sí—exclamó don Juan engañado por las palabras deDorotea—; no nos separaremos jamás.

—Sí—dijo Dorotea rodeando un brazo tembloroso al cuellode don Juan—; vamos á separarnos muy pronto, porqueno me he desposado contigo; me he desposado con la muerte.Ahora déjame orar; no acabes de perderme.

—¡Con la muerte!—gritó don Juan.

—Sí, el dulce que acabo de comer estaba envenenado.

—¡Envenenado!.. ¡Dios mío! ¡Hola! ¡aquí! ¡aquí!—gritódon Juan, llamando.

—¡No hay nadie! ¡estamos solos!—exclamó Dorotea.

Y una leve contracción de dolor resistido, pasó por susemblante.

—¡Oh! ¡esto es horrible! ¡esto no puede ser verdad!—exclamódon Juan reteniendo entre sus brazos á Dorotea.

Otra contracción más violenta, indicó á don Juan que Doroteasentía un dolor más agudo.

Al mismo tiempo su cuerpo se hizo más pesado.

Don Juan se vió en la necesidad de doblar una rodilla parasostener á Dorotea.

—¡No me abandones! ¡no me dejes!—exclamó—; quieromorir en tus brazos!

toma... porque apenas puedo hablar...había escrito este papel... que es mi última palabra para ti...y mi última voluntad... ¡Oh Dios mío!

Y sacó del seno un papel doblado, que se desprendió desus manos y cayó sobre la alfombra.

Don Juan estaba inmóvil, mudo, dominado por el terror.

Dorotea hizo aún un nuevo esfuerzo, aún tuvo una sonrisapara don Juan; luego lanzó algunos gritos agudos, horribles;se retorció de una manera violenta, hasta el punto de desasirsede los brazos de don Juan; dió dos pasos desatentados,y cayó desplomada.

Don Juan corrió á ella, la volvió, miró su semblante y dióun grito de horror.

Dorotea estaba muerta, y aquel semblante, poco antes tanhermoso, tan lleno de vida, estaba afeado por una contracciónhorrible.

Hay en la vida algunos momentos comparables á lamuerte.

Momentos de atonía en que los músculos se petrifican yel corazón se hiela.

Momentos á los cuales sucede una reacción horrible.

Don Juan probó unos momentos semejantes, y luego, comosi despertase de una pesadilla horrorosa, gritó con un acentoimposible de hacer comprender:

—¡Muerta! ¡muerta! ¡y muerta por mí!

Y seguidamente se arrojó sobre el cadáver y unió su bocaá la boca helada de Dorotea.

Y en otra nueva y más terrible reacción, se alzó, y desnudandoviolentamente su daga, exclamó:

—¡Muerta por mí!... ¡y yo, miserable, vivo!

Y volvió la punta de su daga al pecho.

Pero en aquel momento, se sintió sujeto por detrás, asidoslos brazos, retenidos por otros brazos que le apretaban conla fuerza de una cadena de hierro.

—¡Oh! ¡no! ¡no! ¡mientras yo esté á vuestro lado!—dijouna voz.

Aquellos brazos que le sujetaban y aquella voz que le hablaba,mojada en lágrimas, eran los brazos y la voz deQuevedo.

Este y el padre Aliaga, habían entrado sin que á causa delo horrible de la situación los sintiera don Juan.

—¡Desarmadle, fray Luis! ¡vive Dios! ¡que tiene las fuerzasde un toro y se me escapa!—gritó Quevedo luchando condon Juan.

El inquisidor general, arrancó la daga al joven, y le quitóla espada.

—Mirad, fray Luis, mirad si tiene pistoletes á la cintura—dijoQuevedo.

El padre Aliaga, en silencio como hasta allí, registró lacintura de don Juan y le quitó dos pistoletes.

—¡Ah, ya era tiempo! ¡ya no podía resistir más!—dijoQuevedo soltando al joven.

Este se levantó, dió tres pasos vacilantes, y luego se dejócaer sobre un sillón, y se cubrió el rostro con las manos.

—Vamos—dijo Quevedo—, nos hemos salvado; veamosahora si podemos salvar á esta infeliz.

—¡Muerta!—dijo el padre Aliaga roncamente.

Y se arrodilló junto al cadáver y oró.

Entre tanto Quevedo había levantado el papel que se habíacaído de la mano de Dorotea y que ésta había sacadode su seno.

Quevedo, que tenía siempre valor para dominar las situacionesmás difíciles, que no desatendía jamás ninguna circunstanciapor ligera que fuese, se acercó á la mesa, desdobló elpapel y le leyó:

«Don Juan—decía—: He tenido la desgracia de conoceros yde que no me améis: mi vida es demasiado horrible para queyo la conserve, y me habéis hecho demasiado daño paraque yo quiera vengarme de vos; me he vestido de boda paraacudir á vuestra cita; de esa cita saldré envuelta en unamortaja; sois noble y generoso, y el único medio que tengopara que no me olvidéis jamás, es morir en vuestros brazos;cuando leáis este papel, habré muerto ya; os amo, os amotanto, que todo por vos lo pierdo; hasta mi alma; sé que nome olvidaréis nunca, mientras viváis, y quiero mejor vivirmuerta en vuestro pensamiento, que vivir muriendo lejos devos, abandonada, despreciada por vos; que mi recuerdo noos haga infeliz; amad... amad mucho á vuestra esposa, porquesi os ama como yo os amo, y un día se ve desdeñadapor vos como yo me he visto, morirá como yo muero. Adiós,recibid mi alma.— Dorotea. »

Y por bajo se leía:

«Decid á don Francisco de Quevedo, que en mi casa, enun cajón de la mesa de la sala, está mi testamento; que lohaga cumplir.»

Dos lágrimas, gordas, enormes, de Quevedo, cayeron sobreeste papel.

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...arrancó la daga al joven y le quitó

la espada.

Luego le dobló en silencio, y le guardó.

—Padre Aliaga—dijo dirigiéndose al religioso que orabaen silencio—, vos os quedaréis, ¿no es verdad?

—Debo orar junto á esta desgraciada, y tanto más, cuantoque es hija de otra infeliz, á quien he amado mucho, antesde dejar el mundo.

—Y yo necesito apartar de aquí á don Juan.

—Sí, sí; lleváoslo.

—Esperad, esperad—dijo don Juan levantándose y dandoalgunos pasos hacia Dorotea.

—¡Que hacéis!—dijo dulcemente el padre Aliaga.

—¡Dejadme, por Dios, que la vea la última vez!

—Apartad, caballero, apartad, y no profáneis ese cadáver—dijoel padre Aliaga, poniéndose delante de Dorotea.

—¡Oh! ¡para qué quiero vivir!

—¡Para doña Clara de Soldevilla, para vuestra esposa!—dijoseveramente Quevedo—; ¡ya que esa desgracia es irremediable,no causéis otra desgracia mayor!

—¡Clara! ¡mi esposa!—exclamó don Juan.

Y se dulcificó la rigidez de su semblante, sus ojos se humedecierony lloró.

—¡Oh! ¡Dios mío! ¡Dios mío!—dijo—; la vida es un sueñode Satanás!

—¡Sí, sí, un sueño horrible! ¡pero, seguidme! tomad vuestrasarmas, que ya no hay peligro en que las toméis, y vamos.

Don Juan tomó sus armas, su sombrero, su capa, y siguióá Quevedo; pero antes de salir se volvió hacia Dorotea.

—¡Doña Clara os espera!—dijo Quevedo.

Don Juan siguió á su amigo, y entrambos salieron de lacasa.

El padre Aliaga se quedó orando al lado del cadáver deDorotea.

CAPÍTULO LXXXV

EL AUTOR DECLARA QUE HA CONCLUÍDO, Y ATA ALGUNOS CABOSPARA QUE NO QUEDEN

SUELTOS

El cocinero de su majestad supo al día siguiente, al ir áoír misa á Santo Domingo el Real, una noticia horrible.

Al pasar junto á dos comadres que charlaban en una esquina,oyó las siguientes palabras:

—Os digo que la he visto; yo misma con estos ojos quese ha de comer la tierra: es la comedianta Dorotea; pero seha quedado que espanta; está que da compasión verla: losojos hundidos, que le cabe un puño en cada uno; la bocatorcida... ¡ella, que era tan hermosa!... dicen que ha muertode repente.

Helósele de repente en las venas la sangre al cocineromayor.

Y tal comezón le dió en saber lo que le hubiera sido mejorignorar, de tal modo le impulsaron su terror y su conciencia,que sin encomendarse á Dios ni al diablo, se acercó álas dos viejas y las dijo:

—Perdonen voacedes, pero he oído no sé qué de unamuerte que me ha trastornado.

—¡Qué! ¡si todo Madrid está que lo ahogan con un cabello,y aquella casa parece un jubileo!—dijo una de las viejas—;yo he sudado y me he estropeado para poder entrardonde está la difunta, y me han roto la saya; ¡si aquello esmucho! ¡y qué lujo! y allí están todos los cómicos del corralde la Pacheca, y los del coliseo del Príncipe, y los del coliseode la Cruz, y muchos señores, y muchos grandes, y cuatrolacayotes con hachas, que diz que son del señor duquede Lerma, que diz era querido de la comedianta; y allí estátambién el inquisidor general y otros religiosos, todos rezando,y la sala hecha un ascua de oro de luces, y la calleque no cabe un alfiler de gente, y todos tristes, y todos llorosos;y están dando limosna á más y mejor en la puerta átodos los pobres que llegan. ¡Si parece que se ha muertouna persona real!

Cuando nosotras doblemos la cabeza ynos quedemos como un pollo con moquillo, nos agarraránde un zancajo y nos echarán á un estercolero. ¡Pues ya seve! ¡como era tan hermosa!... y como era querida de un señor...¡he ahí! Quede vuesa merced con Dios. Vamos, tía Brígida,vamos, que ya es tarde.

El cocinero mayor no oyó ni la mitad de la relación de lavieja; la noticia de que la Dorotea había muerto de repente,le había encogido, le había helado, le había dejado inmóvil,presa de uno de esos pavores que no se comprenden, si algunavez no han pasado por nosotros.

Él, aunque se había quedado con doña Clara Soldevillaen la casa, donde había entrado con aquella señora al nombrede la Inquisición, pronunciado por el padre Aliaga; comodon Juan y Quevedo habían ido á buscar á doña Clara,Montiño no sabía nada acerca de la muerte de Dorotea,porque Quevedo le había echado con cajas destempladas,sin darle explicación alguna, para quedarse solo cuanto antescon doña Clara y don Juan.

En el mismo punto se fué al alcázar, evitando pasar porel sitio donde se suponía muerto al bufón; se había metidoentre sábanas, y había pasado la noche con la cabeza tapaday con fiebre.

Por la mañana se durmió y despertó á las diez.

Al ver entrar el sol por las rendijas de la ventana de sudormitorio...

(Entre paréntesis: al meter Quevedo aquella noche, cuatrohoras después de la muerte de Dorotea, á doña Clara y ádon Juan, en un coche, que tenía prevenido Francisco deJuara en el mesón del Bizco, cesó de repente la lluvia; lentamentese despejó el cielo; luego amaneció claro, y un solbrillante inundó de una luz dorada el espacio; parecía que aldespejarse completamente la situación de nuestros personajes,se había creído el cielo obligado á despejarse también;esto pudo ser una casualidad, pero una casualidad reparable.)

Al ver entrar el sol por las rendijas de la ventana de sudormitorio, decíamos, el cocinero mayor saltó del lecho, sevistió apresuradamente, y afligido por su lastimada conciencia,su primer impulso fué ir á arrojarse de rodillasdelante de Dios, en un templo; en el camino le había sorprendido,pues, de una manera terriblemente providencial,la noticia de la muerte de su víctima.

Porque Montiño no tenía duda, no se atrevía á tenerla;Dorotea le había mandado hacer una cena y poner en ellaun veneno: Dorotea había muerto de repente, luego Dorotease había envenenado.

Nada tiene, pues, de extraño, la parálisis total que acometióal cocinero mayor al saber la muerte de Dorotea.

Hacía un rato que los dos horribles conductores de aquellanoticia, las dos viejas queremos decir, hablan desaparecido,y todavía estaba Montiño hecho un garabito en el mismolugar donde se había parado para informarse.

Pero de repente se enderezó, se volvió y dió á corrercomo un insensato en dirección á la calle Ancha de SanBernardo, atraído por ese magnetismo horrible que existeentre el asesinado y el asesino.

Cuando llegó hubo de detenerse; la afluencia de gentes lehabía cortado el paso.

La calle estaba llena.

Y nada tenía esto de extraño.

La Dorotea era muy conocida, y á más de esto, se dabauna abundante limosna á la puerta de su casa.

Montiño codeaba á derecha é izquierda, pero no podíapasar.

Entonces, y como la atracción que le impulsaba hacia elcadáver era más poderosa á medida que se acercaba á élviendo que por codos no podía abrirse paso, dió á gritar deuna manera desentonada:

—¡Dejadme, dejadme pasar, por Dios! ¡quiero verla! ¿nooís que quiero verla antes de que se la lleven? ¡Dejadmepasar!

Y redoblaba sus gritos.

Todos le creyeron, por lo menos, pariente de la difunta, yle abrieron paso.

Y así gritando y codeando, logró llegar á la puerta de lacasa.

En ella estaba Pedro, el antiguo criado de Dorotea, conun talego en la mano, del que sacaba sucesivamente realesde plata que iba entregando á los pobres que se presentaban.

Dos alguaciles, delante de él, impedían que fuese atropelladopor los mendigos, y que entrase gente en la casa, ápesar de lo cual, más de uno se colaba.

Colábase también Montiño.

—¡Eh! ¿á dónde vais?—le dijo uno de los alguaciles cogiéndoledel brazo.

—¿Que á dónde voy?—dijo Montiño volviendo su miradaescandencida é insensata al alguacil—. ¿A dónde he deir sino á verla antes de que se la lleven?

A estas palabras lacrimosas, chillonas, del cocinero mayor,Pedro volvió la cabeza y le reconoció.

—¡Ah! ¿sois vos, señor Montiño?—dijo también llorosoPedro—. ¡Oh, qué desgracia! ¡qué desgracia tan grande ytan impensada! ¡No la olvidaremos jamás!

—¡Ni yo! ¡ni yo! ¡yo no puedo olvidarla nunca!—exclamóMontiño—; pero, ¿cómo ha sucedido eso? ¿cuándo?

—Casilda, que está adentro, en la cocina, os dará razón,señor Montiño. Yo no puedo marcharme de aquí. Comoveis, estoy dando limosna por su alma. Dejad pasar á esehidalgo, señor Casimiro Trompeta; es de la casa—dijo Pedroal alguacil que aún tenía asido á Montiño.

El corchete soltó al cocinero, que se despidió, subió lasescaleras, atravesó un pasillo, y se entró de rondón en lacocina, donde, envuelta en un pañolón negro, estaba Casildagimoteando, asistida por algunas comadres de la vecindady algunas doncellas de cómicas que estaban en la casa, ycomponían aquella especie de duelo criaderil.

—¿Pero qué es lo que aquí ha sucedido?—dijo Montiñodirigiendo bruscamente la palabra á la doncella de Dorotea.

—¿Qué ha de haber sucedido? ¡desdichada que yo soy,sino que mi señora se ha muerto! ¡Y tan hermosa! ¡tan joven!¡tan buena!

Y siguieron las lágrimas y los sollozos.

—¿Pero cómo se ha muerto la señora?—dijo Montiño,cuya voz tenía á cada momento una acentuación más extrañay más punzante.

—¿Y qué se yo?—dijo Casilda—; yo no la he vistomorir.

—¿Pero no ha muerto en la casa?