El Cocinero de Su Majestad-Memorias del Tiempo de Felipe III by Manuel Fernández y González - HTML preview

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Y sin pararse á meditar si la altura era ó no tal que pudiesearrojarse á tierra un hombre sin peligro, Quevedo sedejó caer.

Pero Quevedo no había contado con el reblandecimientode la tierra por una lluvia que había sido constante durantecuatro días, y sucedió lo que no podía menos de suceder:que al llegar al suelo se clavó hasta las rodillas en una tierragredosa, quedando preso y en la completa imposibilidadde salir por sí solo.

Dejémosle allí para concluir este capítulo y sigamos á lacondesa de Lemos.

Su primer cuidado fué cambiar absolutamente de traje ytomar uno que no se hiciese sospechoso á su marido.

Por poco que quiso tardar, tardó lo bastante para que,cuando fué á encontrar al conde de Lemos, que estaba en lacámara principal de la quinta, éste la recibiese de una maneraduramente excepcional.

Ni uno ni otro dieron señales de alegría al verse, comoconvenía á esposos que habían estado separados largotiempo.

La condesa hizo una reverencia á su marido, y don Fernandode Castro bajó levemente la cabeza en contestaciónal saludo de doña Catalina.

—Paréceme, señora—dijo el conde—, que habíais tomadola resolución de haceros ermitaña.

—Si lo sabíais no debíais haber dado ocasión á disgustarme,respetando mi voluntad.

—Siempre nos hemos llevado mal, señora, desde el momentoen que nos casamos, y en que tuvísteis la franquezade decirme que, casada conmigo contra vuestra voluntad,nada podía esperar de vos, sino vuestra sumisión á vuestrasuerte; yo no he abusado de vuestra sumisión; yo no he intervenidoen vuestra vida, pero ha sido mientras habéis respetadomi honor.

—Bien; concluid.

—¡Tenéis un amante!

—Fuerza era que yo amara á alguien.

—¡Lo confesáis!

—Había pretendido que no lo supiérais; había tomado mismedidas para ocultároslo; pero como vuestro acento meamenaza, y ningún derecho tenéis sobre mí, sino delante delmundo, y aquí estamos solos, os lo confieso: amo á un hombrey soy suya... es más... lo seré.

—¿Y quién es ese hombre?

—Don Francisco de Quevedo.

—¿Y está aquí?

—Aquí está.

—Bien: esto me da ocasión para encerraros en un conventoy matar á ese hombre.

—Al separaros de mí... ruidosamente, perderéis la administraciónde mis bienes.

Púsose pálido el conde.

—Si me servís—continuó la condesa—os pagaré bien.

—¿Meditáis bien lo que decís?—dijo aturdido el conde,porque la amenaza de perder la administración de los bienesde su mujer le había aterrado.

—Estamos solos, don Fernando, y podemos hablar libremente:yo había querido retardar estas explicaciones porqueme repugnan; yo hubiera querido más bien que hubiéraismeditado mejor lo que os convenía y que nos hubiéramosentendido tácitamente. Pero ya que me habéis amenazado,yo, que si estoy obligada á ser vuestra ante los hombres, nolo he estado ni lo estoy ante Dios ni ante vuestra conciencia,os declaro que tengo un esposo del corazón; que digna yhonrada he sido de ese esposo, por más que yo no se lohaya confesado; que suya seré únicamente, y no vuestra nide ningún otro. En cambio de vuestro silencio y de vuestronombre, que podrá suceder se necesite, tomad de mí lo quequeráis y contad con mi apoyo en la corte.

—Lo que me decís—dijo balbuceando el conde—es horrible.

—Haced lo que mejor os plazca; en ocasión estáis de consentiró de rehusar.

—Pero el escándalo...

—Evitaréle yo por mí misma.

—Lo pensaré.

—Pensadlo en buen hora.

En aquel momento sonó una detonación, y poco despuésse oyeron las voces de los criados que gritaban:

—¡Fuego! ¡fuego en la cámara de su excelencia la señoracondesa!

—¡Eso es que Quevedo se me escapa!—exclamó doñaCatalina.

Y corrió desolada al lugar del incendio.

Entre tanto el conde sacó del bolsillo una carta, la retorcióy la puso á la luz.

Aquella carta ardió.

Aquella carta antes de quemarse decía:

«Excelentísimo señor conde de Lemos: Vuestra esposa, ignorandoque habéis sido perdonado de vuestro destierro conel rey, pone en vuestro lugar un amante, y se solaza con élen vuestra hacienda del río.»

Esta carta no tenía fecha y era anónima.

CAPÍTULO LXXX

DE CÓMO EL INTERÉS AJENO INFLUYÓ EN LA SITUACIÓN DE QUEVEDO

No sabemos cuánto tiempo hubiera estado nuestro bueningenio preso por los pies en el lodo pegajoso, y maldiciendode su suerte, y del amor, y de las mujeres, y de los hijosbastardos y del mundo entero, y si acaso hubiera perecido,á no ser por un incidente imprevisto para él.

Y decimos si acaso hubiera perecido, porque el incendiohabía progresado con una voracidad tal, que las llamas salíanen turbiones rugidores por las rejas de la cámara de lacondesa de Lemos, al poco tiempo de estar enclavado Quevedoen el fango y los escombros, que no debían tardar encaer, debían caer sobre él inflamados.

Al resplandor de estas llamas, Quevedo vió un hombreembozado que se deslizaba junto al muro del edificio, sobreun terreno que no habían podido reblandecer las lluvias porestar cubierto por los anchos aleros.

—¿Quién será éste—dijo Quevedo—que adelanta y memira? ¿estaría cercada la casa? pues si es así, á lo menoscon éste me quedo.

Y sacando de su cinto uno de los pistoletes, le armó yapuntó.

—¡Eh! ¡vive Dios! ¡don Francisco!—dijo deteniéndose derepente el embozado que adelantaba—; ¿así queréis tratar áquien viene á salvaros?

—¡Ah! ¡por mis pecados! ¿conque eres tú, Francisco deJuara?—dijo todo admirado Quevedo—. ¡Milagro patenteque tú hagas una buena acción!

—Me conviene. Os tengo cogida una palabra.

—Cógeme primero á mí, y sácame de este atollo.

—A eso vengo, y por vos esperaba. Allá va la punta demi capa, que si yo me meto me atollo también y somos dospájaros en vez de uno.

—Paréceme bien la idea y agárrome á ella—dijo Quevedoagarrándose á la punta de la capa que le había echadoel matón.

Tiró éste, y crujiendo costuras, abriéndose telas, y congran trabajo, logró verse al fin en firme Quevedo, pero conuna arroba de tierra en cada pierna y perdidos los zapatos.

—Descalzádome has, condesa—dijo Quevedo—, pero fuegote dejo; agarrado por los pies me has tenido, pero nopor la cabeza; libre me veo y de ti me escapo; no creía tanto;pero días pasan y días vienen, y tal vez llegue alguno enque vuelva á pedirte lo que de mí contigo se queda. ¿Y ádónde vamos en esta guisa?—añadió Quevedo.

—Al camino, donde en un ventorrillo tengo preparadopara vos un caballo.

—¿Está muy lejos ese ventorrillo?

—Como un tiro de arcabuz.

—¿Sabes que, sin ofensa, no me fío de ti, Juara?

—Hacéis bien en no fiaros, porque no soy hombre de fiar;pero hoy me confieso vuestro.

—Pues echa delante, que mejor quiero ver si eres gallardo,que no que tú me veas las espaldas.

—No me quejo, y delante echo.

—Vóime fiando de ti, porque te tengo fiado.

—Dentro de poco fiaréis más.

—Paréceme que suena gritería en la quinta.

—Sin duda vienen á apagar el fuego.

—Pues andemos de prisa, si es que yo puedo.

—Ya no dan con nosotros; está muy lejos y por aquí haceobscuro.

—Pues silencio, no nos sientan.

Siguieron caminando en silencio.

Poco después estaban sobre el camino, y al cabo entraronen un ventorrillo.

—Ahora—dijo Juan—, lo que importa es que vuesa mercedse mude de medias y se ponga zapatos.

—¿Y con qué, voto á Baco?—dijo Quevedo.

—Con mis zapatos y con mis medias.

—Paréceme bien—dijo Quevedo echándose fuera lascalzas enlodadas—, pues digo que el enclavamiento fuédonoso.

—A él debéis la vida, que si la tierra no está blanda, osestrelláis.

—¿Y tú qué vas á ponerte?

—Las medias y los zapatos del ventero.

—¡Ah! pues... sí... bien... y á Madrid á escape.

—Como gustéis.

—Pues en marcha—dijo Quevedo—, ya estoy listo.

—Esperad, esperad un momento á que yo esté listo también.Quiero daros resguardo, la noche es obscura y mala yno sabemos lo que os puede acontecer de aquí á Madrid,que hay media legua larga.

Y Juara entre tanto se ponía apresuradamente unas mediasy unos zapatos que le había dado el ventero.

—Saca los caballos—dijo á este último Juara—, y tomaun ducado.

El ventero tomó la moneda y sacó dos caballos.

Quevedo y Juara montaron y se encaminaron á Madrid.

—¡Oh! ¡y cómo arde la quinta!—dijo Juara—no entráis enparte donde no hagáis daño.

En efecto, la quinta del conde de Lemos era una hoguera.

—Oblíganme—dijo Quevedo—, malo me hacen culpasajenas; la maldición me sigue; pero pica, Juara, pica, queme importa llegar á Madrid cuanto antes. Pero calla, queoigo los cuartos de un reloj da la villa que nos trae elviento.

—¡Las nueve!—dijo Juara.

—Pues pica largo, y gracias que aún están abiertas laspuertas; enderecemos á la de Segovia.

—Me place; que así podremos dejar en el mesón del Bizcolos caballos.

—A caballo iré yo hasta el alcázar, que así llegaré máspronto.

—Como queráis.

—Recuerdo que me has dicho al sacarme de mi atolladeroque me tenías cogida una palabra.

—Sí por cierto: á prima noche, cuando os libré de losalguaciles que os llevaban á Segovia, para entregaros ácierta dama, me ofrecísteis si os soltaba dinero y una compañíaen los tercios de Nápoles. Yo dije para mí: ahora nopuedo soltar á don Francisco, porque la condesa de Lemosno me lo perdonaría nunca, y es demasiado persona la condesapara que yo no la tema; pero después que yo hayaentregado á don Francisco, es distinto. En efecto, apenasentrásteis en el coche, dije á aquel criado de la condesa,amigo mío, si sabía á dónde os llevaban y aun tuve quedarle algún dinero para que cantase; entonces me dijo: yo nosé á dónde irá la condesa con ese caballero; nadie sabe unapalabra; pero he oído allá en la casa que se había mandadoarreglar la cámara de la señora en la quinta que tiene elseñor junto al río.

—Bueno—dije para mí—; ya sabemos algo; y despidiéndomede mi compadre, me metí en Madrid y me fuí en derechuraá casa del conde de Lemos. Yo esperaba que habiéndolesido levantado el destierro á su excelencia, y estandocerca, hubiese llegado á Madrid, y no me engañé. Elconde de Lemos había llegado al obscurecer, y no encontrandoá la condesa en su casa, se había ido á la del duquede Lerma; entonces, me metí en la primera taberna que encontré,escribí una carta al conde avisándole de que su esposase solazaba en aquellos momentos con un galán en laquinta del río, llevé la carta á casa del duque de Lerma, laentregué con un doblón á un criado para tener seguridad deque la carta había llegado á manos del conde, y sin esperarla respuesta, que no era para esperada, fuíme de allí al mesóndel Bizco, alquilé dos caballos, y por lo que pudiera tronarme fuí á rondar la quinta.—Ya veis que si no es por míno escapáis, y que he ganado bien todo el dinero que queráisdarme, y á más mi compañía de los tercios de Nápoles.

—Rico serás y capitán, Juara, y perdónenme los soldadosá quienes en ti tal capitán he de darles.

—Tendrán en mí una cabeza valiente.

—No lo dudo; ni tampoco de que les darás buen ejemplo;pero llegamos á la puerta de Segovia: adentro, y torzamoshacia el alcázar.

Arremetieron los dos jinetes por la puerta, y poco despuésQuevedo, echando pie á tierra en la puerta de las Meninas,dijo á Juara dándole las bridas:

—Desde ahora estás á mi servicio.

—Muy bien, don Francisco, y me alegro.

—Despídete de las gentes de que tengas que despedirte,porque esta misma noche marchamos á Nápoles.

—Todos los cuidados los llevo conmigo.

—Bien; busca un buen coche de camino, ajústalo paraBarcelona y llévalo al mesón del Bizco.

—Muy bien.

—Después busca diez hombres bravos, con sus caballos,armados á la jineta y con arcabuces, que no están los caminosmuy buenos para ir desprevenidos.

—¿Y dinero para todo eso?

—Ya se te dará.

—¿Y para cuándo ha de estar todo preparado?

—Para las doce de la noche.

—Estará.

—Pues adiós, que me importa no perder tiempo.

—Quede vuesa merced con Dios.

Juara se alejó, y Quevedo se metió en el alcázar y se encaminóen derechura á la habitación de doña Clara Soldevilla.

CAPÍTULO LXXXI

DE CÓMO QUEVEDO SE ASUSTA MÁS DE SABER QUE DON JUAN ESTÁEN LIBERTAD, QUE SI HUBIERA SABIDO QUE ESTABA PRESO

Doña Clara se ocupaba en arreglar su equipaje, cuandoentró en su cuarto Quevedo.

La joven le recibió con alegría.

—Pláceme—la dijo Quevedo—, encontraros tan bien entretenida...

—Sí; he llegado á cobrar miedo á la corte.

—Y habéis hecho bien en asustaros, porque Madrid es unalmacén de peligros;

¿conque nos vamos?

—Sí por cierto; sólo necesitábamos saber de vos paramarchar, pero esperábamos saberlo pronto, aunque no se osha encontrado cuando se os ha buscado.

—Tened á milagro el verme, porque á punto he estado deperdido.

—¿Qué os ha pasado?

—Cosas que solo por mí pasan; preso me han tenido, perosuelto me veo.

—Don Juan también ha estado preso.

—Lo esperaba, lo temía; pero vos le habréis soltado.

—No por cierto; el rey no quiso oírme, ni la reina ha conseguidonada; pero al fin, cuando menos lo esperábamos, elrey ha llamado á su majestad y le ha dado el auto de libertadde mi esposo.

—¡El rey, que se había negado á oíros, y que había desoídoá la reina, os ha dado por fin el auto de libertad de donJuan!

—Sí; él y vos habéis sido declarados libres.

—¡El y yo! ¿y no adivináis quién ha podido alcanzar esagracia del rey?

—Indudablemente ha sido el duque de Lerma.

—¡El duque de Lerma!—dijo Quevedo frunciendo el entrecejoy poniéndose pálido—; el duque de Lerma no hace nadade balde.

Pero recobrando su expresión impenetrable, añadió:

—Sin duda el duque de Lerma, después de haber meditado,ha conocido que le conviene estar bien con don Juan yconmigo. Dios se lo pague á su excelencia, aunque por suconveniencia lo haya hecho. Y... don Juan, ¿dónde anda quejunto á vos no le veo?

—Ha salido—dijo doña Clara fijando su mirada tranquilay profunda en Quevedo—

; ha salido á las ocho sin decirmeá dónde iba...

—¿Y no le habéis preguntado?

—Yo jamás pediré cuentas de nada á mi marido.

—Sois la perla de las mujeres. ¿Pero no ha indicado almenos?...

—Nada, y estoy con sumo cuidado: salió á las ocho, sonlas nueve y media, él no conoce á nadie en Madrid... comono sea á esa comedianta con quien tuvo amores...

pero nohay que pensar en que... yo no quiero pensar en ello.

—Ni hay para qué—dijo Quevedo—; amores de un día hansido, ó por mejor decir, conocimiento de un día, y aun asíconocimiento simple.

—Sin embargo... pudiera suceder... la comedianta no estáen su casa.

—¡Cómo! ¿os habéis metido en averiguar?...

—Sí, don Francisco, sí... he tenido celos... los tengo... nohace ni más ni menos tiempo que me conoce á mí don Juan,que el que hace que conoce á esa mujer, y sin embargo, yosoy su esposa y le amo; ¿tendrá algo de extraño que esa mujer,que le ama también, sea su amante?

—¡Blasfemia! ¡suposición negra que sólo puede engendrarlos celos, que con llamarse celos está dicho que son locos!vos no debíais haber llegado hasta el punto de informarosde lo que pasa en la casa de esa mujer.

—Tengo el presentimiento de que mi marido está conella.

—¿Pero no sabéis nada de cierto?

—No; Juana, mi doncella, fué á buscar á la comedianta conun pretexto: con el de venderla muy baratas unas ricas alhajas.Sin embargo, esa mujer no estaba en casa... es decir,no recibía á nadie.

—Seguid, seguid haciendo vuestro equipaje, señora, quehemos de marchar esta misma noche; entre tanto descuidad,que yo he de traeros antes de media hora á don Juan.

Y Quevedo, saludando á doña Clara y evitando prolongarla conversación, salió, porque le tardaba saber lo que hubiesede cierto en el negocio.

—Y es muy posible—decía encaminándose hacia la casade la Dorotea, bajo la tenaz lluvia que no cesaba un momento—;es muy posible que los celos de doña Clara seanverdades; se prende á don Juan, no bastan las lágrimas deuna mujer como doña Clara para que le suelten, ni aprovechanpara nada las súplicas de la reina. Después y de motuproprio, el rey nos pone en libertad. Veo detrás del rey á Lerma,detrás de Lerma al bufón, y detrás del bufón á la Dorotea.¿Quién había de haber creído que esa muchacha eracapaz de un amor tal? ¡pecador de mí! de modo que si le sucedeuna desgracia por su conocimiento con Dorotea, yo,que le hice trabar conocimiento con ella, soy la causa de esadesgracia. Y como doña Clara, yo tengo también un presentimiento.¡Dios quiera que quede en imaginación y en miedo,que tal podría suceder, que no lo olvidásemos en muchotiempo!

Y don Francisco apretó cuanto pudo el paso, y llegó alfin casa de la Dorotea.

Llamó con la misma desenvoltura que si á la puerta de sucasa hubiera llamado.

Pedro contestó desde arriba.

Quevedo intimó que le abriesen.

Pedro replicó que su señora no estaba en casa.

Hubo de terciar Casilda, que conocedora de la confianzaque su ama dispensaba á Quevedo, no tuvo inconvenienteen abrir.

—Entrad y os convenceréis—le dijo—: si queréis esperará la señora, esperadla.

—Dejadme, sin embargo, subir, hija.

—Subid enhorabuena.

Quevedo subió, y con su audacia acostumbrada, lo registrótodo, hasta la alcoba.

—Pues es verdad—dijo.

—¡Qué! ¿había creído vuesa merced que le engañábamos?—dijoCasilda.

—Todo pudiera ser. Pero veamos si me decís también ahorala verdad.

—Veamos—dijo Casilda.

—¿Dónde está tu señora?

—No lo sé.

—¿Cómo que no lo sabes?

—Ha venido por ella el bufón del rey y se la ha llevadoen una silla de manos.

—Tú sabes dónde está tu señora—dijo Quevedo encarándosede repente á Pedro.

—¡Yo!

—Sí, tú: te estás rascando una oreja.

—Porque me pica.

—No, sino como diciendo para ti: si yo quisiera podría decirdónde está mi señora.

—No; no, señor, yo no lo sé.

—¿A dónde has ido con un recado de tu señora?—dijo ábulto Quevedo, pero con un acento tal de seguridad yuna mirada tan profunda, tan dominadora, que Pedro seturbó.

—¡Pero don Francisco!...—dijo Casilda.

Quevedo no la dejó continuar.

—Vendrá la justicia, y se sabrá todo—dijo—, y os llevaráná la cárcel y... lo pasaréis mal... porque no sabéis de lo quese trata.

—¿Pues de qué se trata?

—¿Por qué nos han de llevar á la cárcel?—dijeron á unmismo tiempo los dos domésticos.

—Por encubridores.

—Nosotros no encubrimos nada—dijo Casilda.

—Yo no sé nada—añadió Pedro.

—Sabéis demasiado: peor para vosotros si no queréis declarar,porque todavía sería tiempo de impedir un grancrimen.

Quevedo, sin saberlo, decía la verdad.

Los criados de Dorotea se aterraron.

—Yo sólo sé que la señora estaba llorosa, que no ha comido,y que antes de obscurecer se ha vestido como unadiosa—dijo Casilda.

—Yo sólo he ido á llevar vajilla de plata y copas y botellasde cristal á una casa de la calle de Don Pedro.

—¡Vajilla! ¡copas! ¡botellas! ¿y dónde?... ¿hacia dónde dela calle de Don Pedro está esa casa?

—Hace esquina á la calle de la Flor.

Quevedo no esperó á saber más.

Una intuición poderosa le decía que habiendo salido Doroteaen silla de manos, vestida como una diosa, según eldicho de Casilda, no podía haber ido á otra parte que áaquella casa á donde Pedro había llevado vajillas de platay de cristal.

Allí donde estuviese Dorotea, allí debía estar don Juan.

Y aquella cita fuera de la casa de la comedianta, entre éstay el bastardo de Osuna, en que intervenía el tío Manolillo,asustaba á Quevedo.

Por la primera vez de su vida procuró correr.

No pudo; pero por la primera vez de su vida, á pesar dela defectuosa configuración de sus pies y de sus piernas, anduvode prisa.

La calle á donde se encaminaba estaba cerca de un extremode Madrid.

CAPÍTULO LXXXII

EN QUE EL TÍO MANOLILLO SIGUE SIRVIENDO DEUNA NEGRA MANERA Á DOROTEA Apenas había salido Quevedo del cuarto de doña ClaraSoldevilla, cuando uno de sus criados la anunció que elbufón del rey quería hablarla.

En otras circunstancias doña Clara se hubiera negado árecibir al tío Manolillo; pero el tío Manolillo era una personaallegada á la comedianta Dorotea, á aquella mujer que lahacía probar la amargura mayor que puede probar una mujer:sentirse herida en su amor, en su orgullo, en su dignidad;doña Clara, pues, mandó que introdujesen al tío Manolillo.

Entró lentamente el bufón, abarcando en una mirada sombríael aposento.

Sus ojos estaban encarnados, parecían arrojar el fuego deuna calentura horrible, y su pecho de gigante se alzaba y sedeprimía á impulsos de una respiración poderosa, que seexhalaba por su boca entreabierta y seca, produciendoun silbido ronco y débil, á veces un ruido semejante al deun hervor fatigoso; de tiempo en tiempo, á lo largo de loscortos miembros del tío Manolillo, corría una convulsiónrápida, fuerte, instantánea.

Detúvose en medio de la estancia, y dijo con una voz sepulcral,terrible, que estremeció á doña Clara:

—¡Estáis preparando vuestra marcha! ¡quedáos! ¡pensáisiros!... ¡iros... y con él!

¿para qué queréis partir ya, si él sequedará aquí?

Doña Clara no palideció ni tembló; pero sus ojos inmóviles,incontrastables, absorbieron toda entera la mirada calenturientadel bufón, con toda la expresión funesta de odio,de desesperación, de horrible alegría.

—¿Qué decís?—dijo marcando fuertemente su preguntadoña Clara.

—Digo que sois viuda.

—¡Viuda!—gritó doña Clara, salvando de un salto la distanciaque le separaba del bufón y asiéndole con violencia:¡viuda habéis dicho!

—Sí, viuda—contestó el bufón desasiéndose de doñaClara con un ligero sacudimiento—; pero no quiero atormentarosantes de tiempo; podéis daros por viuda porqueos lo roban.

—¡Que me le roban!

—¡Sí, no volverá!

—Explicáos, ó por mi alma, llamo...

—Y si me prenden, ¿quién llevará á la hermosa doñaClara á que vea por última vez á su hermoso don Juan?

—¡Está con ella!

—Sí, con Dorotea.

—¡Mentira!

—Aún tendréis un manto fuera de esos baúles; aún osquedará valor; ese valor que hace pocas noches demostrásteispara salvar á la reina, para venir á salvaros á vos misma;yo os guiaré.

—¿Dónde están ellos?

—Sí; donde se enamoran, donde enloquecen, como si nohubiera en el mundo más hombre que él, ni más mujer queella; ¡oh! tembláis de cólera y de celos; yo también tiemblode celos y de desesperación; mirad, mis ojos arrojan fuego,mi aliento silba, mi cabeza se pierde... porque la amo... laamo... y quiero... quiero venganza.

Doña Clara no le escuchaba.

Buscaba apresuradamente un objeto.

Al fin levantó de entre sus ropas un manto y se envolviórápidamente en él.

—¿Decís, Manuel—exclamó con voz concentrada y breve—,que sabéis dónde están juntos ese hombre y esa mujer?

—Sí—dijo el bufón.

—Venid.

Doña Clara abrió con un llavín una puerta de servicio, yseguida por el tío Manolillo, atravesó un espacio obscuro,sin detenerse, sin dudar, como quien conocía perfectamenteel

sitio,

y

á

obscuras

siempre

se

oyeron

sus

fuertes

pisadas,descendiendo rápidamente por una escalera de caracol.

El bufón, sin vacilar, sin dudar, como ella, la seguía.

Escuchábase sobre el pavimento de mármol el fuerte ruidode sus zapatos guarnecidos de clavos.

Al fin de la escalera se oyó el ruido de una llave en unacerradura; salieron doña Clara y el tío Manolillo, y volvióá cerrarse la puerta.

A la luz de un turbio farol que ardía en aquel lugar, queera el zaguán de la puerta de las Meninas, se vió á doñaClara envolverse completamente en su manto, y al bufónrebujarse en su capilla.

El suizo, que alabarda al brazo paseaba en el zaguán, sedetuvo un momento, y al desaparecer, lanzándose en la calle,doña Clara y el bufón volvió á su paseo.

—Llevadme donde están—dijo doña Clara.

—Seguidme—contestó el bufón.

Y tiró adelante.

Doña Clara le seguía con esa rapidez incomprensible delas mujeres cuando andan de prisa.

Si de improviso el ancho arroyo de una calle, causadopor la continua lluvia, detenía á doña Clara, el bufón la asíapor la cintura, y levantándola como una pluma, á pesar delenorme peso de buena moza de la joven, la ponía al otrolado del arroyo.

Luego él y ella seguían su rápida marcha.

En pocos minutos habían atravesado el barranco de Segovia,y subiendo las pendientes callejas que están al otrolado, llegaron á las vistillas de San Francisco, y entraron enla calle de Don Pedro.

De repente una voz seca, vibrante, particular, dijo conacento de amenaza, viniendo de la dirección opuesta á laque llevaban el tío Manolillo y doña Clara: