Tú lo sabes, Clara—añadió la reina...—yo no tengo esposo...tú, nadie mejor que tú, sabe que el rey no me ama.
—¡Ah! ¡señora!—exclamó doña Clara—; ¿vuestra majestadduda también?
—No, no; yo no tengo celos de tí, ni puedo tenerlos: primero,porque conozco tu corazón y tu altivez... tu virtud,más bien; segundo, porque si me importa mucho mi dignidadcomo esposa y como reina, no me importa tanto el poseerel corazón del rey.
Te hablo ahora como te he habladosiempre, desde poco tiempo después de conocerte: como áuna hermana. Entre nosotras, Clara, no hay secretos. Túsabes cuál es mi vida.
Tú sabes cuál es mi lucha. No amoal rey, pero le respeto... No le ruego, pero me ofende quevasallos se atrevan á mandar en mi casa, y nieta, y hermana,y esposa de rey, no puedo sufrir con paciencia que eltrono donde yo me siento esté hollado por traidores; que elrey, á quien estoy unida por la religión y por las leyes, autoriceel robo, la tiranía, los cohechos, las infamias de esaespecie de gran bandido, que se llama don Francisco deSandoval y Rojas, marqués de Denia, duque de Lerma, ymás que secretario del despacho, verdadero rey de España.No puedo sufrir esto sin olvidarme de quién soy yo, y de quiénes él; de que tengo esposo, de que tengo vasallos, y de que eseesposo está dominado y esos vasallos oprimidos; yo no puedoolvidar y no lo olvido, que España ha sido grande, poderosa,temida, ni puedo ver sin rubor y sin cólera, que hoyestá pobre, vendida por todas partes, insultada, á punto deser deshecha. No, yo no puedo olvidar lo uno, ni sufrir pacientementelo otro.
Odio á Lerma, y he conspirado, conspiroy conspiraré contra él. Mi conspiración ha estado ápunto de costarme la honra, y todavía puede costarme lavida.
—¡Ah, señora! ¿Se atrevería ese hombre?
—A todo, á todo por sostener su soberbia; pero el misterioconsiste en si me matará él á mí, ó en si yo le mataré á él.
—¡Matarle!
—Sí, su cabeza, nada menos que su cabeza; su cabeza enun cadalso público; una vez por tierra esa cabeza...
—Se levantará otra más soberbia.
—Haya yo puesto el pie sobre uno de esos ambiciosos yrapaces aventureros, y nada temo; como haya caído el unocaerán los otros; pero sigo la relación de mi conocimientocon don Rodrigo. Aquella noche, apenas me quedé sola,llamé á mi buena camarera mayor, la duquesa de Gandía, yá pretexto del calor bajé con ella á los jardines. Cuando meretiré, cerca ya de la puerta, mandé á la duquesa que fueseal banco donde había estado sentada por mi pañuelo, quehabía dejado olvidado de intento. La duquesa se alejó; el lugará donde la había enviado estaba algo lejos.
Entonces fuíal mirto donde al principio de la noche había visto desde detrásde las celosías de mi balcón poner un papel á don Rodrigo.En efecto, encontré un papel doblado entre el ramajedel mirto, y tuve tiempo de ocultarle antes de que volviesela duquesa. Cuando me quedé sola, retirada en mi dormitorio,leí aquel memorial; en él don Rodrigo manifestabade la manera más clara, y con la indignación más profunda,el estado en que se encontraban el rey y España, dominadoel uno por el favorito, mancillada, desangrada, robada porel favorito la otra; el golpe que pensaba darse á los moriscos,las descabelladas empresas contra Inglaterra, el descuidocon que se veía venir á la Liga contra España sin conjurarla;los cohechos, el robo, la malversación de las rentasreales, la depreciación de la moneda, la corrupción de la justicia,los más altos oficios del reino en la familia de Lerma;su tío, inquisidor general; su hijo, gentil hombre del príncipe... sushechuras puestas como espías alrededor del trono;cerrado al vasallo el camino hasta el rey, todo dominado,todo usado en provecho propio, convertido el clero por suinterés al interés del favorito; alejados de España los buenosespañoles; todo vendido, todo profanado, todo enlodado;cuantas miserias, en fin, cuantas infamias, cuantas traicionespuedan suponerse de un hombre; y todo esto robustecidocon pruebas, aunque yo no las necesitaba porque harto bienconozco por mí misma á Lerma; todas estas pruebas expuestascon claridad, con nobleza, con desinterés, con lealtad,como conviene á un buen vasallo; don Rodrigo logró interesarmecon su memorial, no sólo porque creí ver en él alhombre de honor interesado por su rey y por su patria, sinoporque en él también vi al profundo hombre de Estado.¿Pero á qué cansarme inútilmente?—dijo la reina levantándose,yendo á un secreter, tomando de él un papel y dándoseleá doña Clara—: he aquí el memorial de don Rodrigo.
Doña Clara miró aquel papel.
—¡Ah, infame!—dijo—; ni un sólo momento ha pensado enser leal á vuestra majestad.
—¡Cómo!, yo creo que cuando don Rodrigo escribió sumemorial obraba de buena fe.
—Esta no es su letra, señora.
¡Que no es su letra! ¿Y cómo lo sabes tú?
—Como que me ha escrito más de una y más de tres cartasde amor. Pero yo he sido más cauta. He tomado las cartas,pero ni las he contestado, ni las he creído.
—¿Y estás segura de que esa no es la letra de don Rodrigo?
—Segurísima; como que la primera carta que me dió, se lavi escribir en la sala de las Meninas un día que estaba deguardia.
—Bien, no importa—dijo la reina.
—Sí; sí, por cierto—dijo doña Clara—; importa demasiado,y cuando se está en una lucha tan peligrosa como la quevuestra majestad sostiene con ese miserable, es necesariono dejar pasar nada desapercibido. No, no está escrito estememorial de su mano, y siendo tan importante lo que en estememorial se contiene, indica que hay otro traidor desconocidoque sabe los secretos de vuestra majestad.
La reina se puso levemente pálida.
—Dios nos ayudará, sin embargo—dijo—, como ya haempezado á ayudarnos procurándonos á ese joven, que indudablementees leal.
—Y amigo de don Francisco de Quevedo... que está enla corte.
—Pues bien; nos valdremos de don Francisco por mediode ese joven, que pronto será también de palacio y ademásestá enamorado como un loco de ti y con razón...
Doña Clara se puso encendida.
—Además—dijo la reina, que había quedado pensativa—;podemos contar con otra persona más importante de lo queparece...
—¡Una persona importante!
—Importantísima.
—¿Y quién es esa persona?
—Ven, ven—dijo la reina—, trae una bujía.
Y marchando delante de doña Clara, fué á su dormitorio.
—Aquí hay una puerta—dijo la reina señalando un lugarde la tapicería.
—Muy oculta debe de ser—dijo doña Clara—, porque nose conoce.
—Sin embargo la hay, y explica cómo han podido entrarhasta aquí las misteriosas cartas que me avisaban secretosgraves, que me ponían al corriente de lo que pasaba en elcuarto del rey; en que me proponían, por último, el castigode Calderón.
—¿Y cómo ha descubierto vuestra majestad esa puerta?
—Cuando esta mañana encontré sobre la mesa la cartaque viste en que se me avisaba que don Rodrigo llevabasiempre sobre sí mis cartas, y se me ofrecía darme esas cartaspor mil y quinientos doblones, me propuse averiguarquién era el que de tal modo, burlando el particular interésde la duquesa de Gandía y la presencia de la servidumbre,lograba penetrar hasta mi dormitorio. Cuando tú saliste estanoche en busca de los mil y quinientos doblones, con pretextode recogerme en el oratorio, mandé á la duquesa queme dejase sola: entonces apagué las luces del dormitorio, ycon una linterna preparada me escondí detrás de las colgadurasdel lecho. Pasó bien media hora, y ya empezaba á impacientarmecuando sentí pasos. Preparé la linterna.
Pero lapersona que se acercaba traía luz: entró precipitadamente enel dormitorio, y miró con avidez: era la duquesa de Gandía,que siguió adelante y entró en el oratorio.
Poco después saliópálida, aterrada, murmurando: ¡Dios mío! ¿dónde está lareina?
—¡Ah! ¡señora! ¡ha estado perdida vuestra majestad parala camarera mayor!
—¡Oh, sí! y me alegro, me alegro, porque se ha llevado unbuen susto.
—Susto del que ha salido, porque al fin ha parecido sumajestad... ¡acostada!
—Sí, sí, lo que no ha contrariado poco á la buena doñaJuana por su torpeza en no mirar el lecho. Pero no hablo yode ese susto, sino de otro mayor.
—¡De otro mayor!
—Sí por cierto: á poco de haber salido la duquesa, volvióá entrar más pálida y más conmovida, fijó una miradacobarde en el lecho y volvió á repetir, ¿Dónde está la reina?¡no parece su majestad! ¿qué es esto, Dios mío? Si yo hubieraestado en una situación menos ambigua que escondidatras el cortinaje, hubiera salido, dejando para otra ocasiónmi acechadero, me hubiera dado á luz y me hubiera reídodel terror de la duquesa; pero un no sé qué me retuvo inmóvil.Oí á la duquesa murmurar algunas frases acerca de lo quese cuenta en las apariciones en el alcázar de la desgraciadaIsabel de Valois, y de repente sonó un portazo; cayóseel candelero de las manos de la duquesa, quedó el dormitorioá obscuras, y oí una voz de hombre que amenazabaá la duquesa con revelar no sé qué secretos suyos si no callabaacerca de lo que sucedía. La duquesa dió un grito yhuyó. Luego oí pasos recatados sobre la alfombra en direccióná la mesa. Entonces, encomendándome á Dios, salí demi escondite y abrí la linterna. Vi un hombre, y en la tapiceríauna puerta abierta, una puerta que yo no conocía: aquelhombre cayó de rodillas á mis pies. Aquel hombre era... elhombre más despreciado de palacio, el tío Manolillo: el locodel rey.
—¡Ah! ¡el loco de su majestad!—exclamó doña Clara—; ¿yese hombre era el autor de las cartas que aparecían tan misteriosamente?
—Sí.
—Y al verse cogido...
—Se repuso, y me dijo con su acostumbrada insolencia debufón:
—He aquí un loco cogido por una loca; porque tú, mi buenaseñora, hace mucho tiempo que estás haciendo locuras.¿Qué te va á ti en que España se pierda ó se gane, y en queel rey no haga de ti tanto caso como de su rosario? En cuantoá lo uno, allá se las compongan ellos, que quien sufre lospalos, merecidos los tiene; y en cuanto á lo otro, alégrate:así el rey mi amigo no se hubiera acordado de ti.
—¿Son tuyas las cartas que he encontrado sobre esamesa?
—Mías han sido hasta que han sido tuyas.
—¿Y cómo sabes tú que don Rodrigo?...
—¡Bah! don Rodrigo es muy hablador; no quiere que se leentorpezca la lengua, y la usa de punta y de filo: por lo mismo,te he aconsejado ya, reina mía, que le tratemos de filoy de punta.
—¿Cómo sabes tú que existen esas puertas?
—¡Bah! es un cuento muy largo; dejémoslo para cuandoel rey se ocupe de las cuentas de su rosario.
—¡Tú quieres escapar!
—¡Y vaya si quiero! como que yo y tú, mientras yo estéaquí, estamos en una ratonera.
—¿Pero no me explicarás?...
—Sí, otro día, más despacio: por ahora lo que importa esque busques los mil y quinientos doblones que vale Calderoncillo,y que salgamos de él... créeme, mi buena señora:Dios es justo, y como se valió de un muchacho para matará un gigante, se vale de dos locos para matar á un gran pícaro.Nada temas. Si el rey no es torpe, vendrá esta nochepor esta misma puerta á visitarte.
—¡El rey!—le dije.
—Sí, señora, el rey; y por cierto que te le hemos puestoblando como un guante; el padre Aliaga, que es muy amigotuyo y muy bendito hombre, y yo, que soy un loco muy hombrede bien: conque hermana reina, quédese en paz y créame,y déjeme ir, y sobre todo, los mil y quinientos... y cuentaque no los das por la vida de don Rodrigo, sino por latuya.
Y se me escapó, huyendo por la puerta que se cerrótras él.
—¡Así anda todo!—dijo doña Clara—: cuando un reinoestá sin cabeza...
La reina frunció un tanto el bello entrecejo.
—El rey es al fin el rey—dijo Margarita con un tanto deseveridad.
—Pero cuando sirve de escudo á traidores...
—Dará cuenta á Dios.
—Y al mundo, cuando hace infeliz á una reina tal comovuestra majestad.
Margarita había vuelto á su recámara.
—Afortunadamente—dijo la reina, sentándose de nuevoen el sillón que había ocupado antes—, la lucha podrá serpeligrosa, pero hemos apartado de ella la deshonra, graciasá ese noble joven.
—Noble, y muy noble—dijo doña Clara—: ¿le ha vistobien vuestra majestad cuando estaba hablando conmigo?
—Me ha parecido bien criado, generoso, franco, con elalma abierta á la vida... y enamorado, sobre todo, Clara, enamorado.
—¿Y no ha visto más vuestra majestad en ese joven?
—No—contestó con una ingenua afirmación la reina.
—La frente, el nacimiento de los cabellos, la mirada deese joven, ¿no han recordado á vuestra majestad uno de susmás grandes, de sus más leales vasallos, que por serlo tantoestá alejado de España?
—No—repitió con la misma ingenuidad la reina.
—Pues yo he creído, durante algunos momentos, estar hablandocon el noble, con el valiente duque de Osuna, no yaen lo maduro de su edad, sino á sus veinticuatro años.
—¡Parecido ese joven al duque de Osuna!
—Es un parecido vago, en el que es muy difícil repararcuando el semblante de ese joven está tranquilo; pero cuandose exalta, cuando su mirada arde... entonces el parecidoes maravilloso: yo creo que se parece más ese joven al duqueen el alma que en el semblante, y como en ciertas situacionesel alma sale á los ojos...
—Sí, cuando se ama por primera vez...
—¡Oh, señora! juro á vuestra majestad que me contraríael amor de ese joven.
—Hablemos un poco de ti, ya que tanto hemos habladode mí: la verdad del caso es que ese joven ha hecho por tilo que difícilmente hubiera hecho otro hombre.
—Lo que ha hecho lo ha hecho por vuestra majestad.
—Es que él creía, y no sin fundamento, que mi majestaderas tú.
—Púsose vivamente encendida doña Clara.
—Una casualidad inconcebible: yo creí llevar más seguroel brazalete en el brazo, y una audacia de ese joven...
—¡Una audacia!...
—Más bien una galantería.
—No es lo mismo, pero me agrada tu declaración; ya ledisculpas, y eso significa mucho: eso significa, Clara, si yono me equivoco...
—Que le hago justicia.
—No, que le amas.
—¡Que le amo! ¡En una hora!...
—En una hora has recibido una impresión de tal género,que no le olvidarás, yo te lo afirmo; que recordándole leamarás... le amarás de seguro, y contando con esa seguridad,y hablando por adelantado, puede decirse que ya le amas.
—No sé, no sé... pero... he causado por mi desdicha unaimpresión tan profunda en su alma...
—Impresión de que estás orgullosa, Clara, y que por primeravez te ha hecho bendecir á Dios por la hermosura quete ha concedido.
—No, no—contestó doña Clara con la misma turbaciónque si la reina hubiera leído en su alma.
—¿Y por qué no amarle? Un joven que por ti lo ha arrostradotodo; que por ti está en peligro... porque al fin y alcabo ha herido ó muerto á don Rodrigo, ha deshecho con suespada, como noble, una traición infame que traerá contraél poderosos enemigos, de los cuales acaso no podamos libertarle.¿No merece tanto sacrificio que tú le ames?
—Mi amor, señora, sería un tormento para mí, y una desesperaciónpara él.
—El día en que caiga el duque de Lerma, ese joven serátu esposo: te prometo ser tu madrina.
—Más fácil es que el duque de Lerma muera en un patíbulo,lo que por desgracia no deja de ser dificilísimo, que elque yo sea esposa de ese joven.
—¿Y por qué?
—Olvida vuestra majestad que mi padre, tratándose de mienlace, no prescindirá jamás de su nobleza.
—Ese joven es hidalgo, según he entendido.
—Sí; sí, señora, hidalgo es, pero...
—No importa que sea pobre; es valiente y alentado.
—Sí, es cierto; pero...
—Como valiente y alentado hará fortuna.
—Por mucha que haga...
—Tu padre no es codicioso.
—Pero siempre verá que ese joven es sobrino de FranciscoMartínez Montiño, cocinero mayor del rey.
Y doña Clara pronunció la palabra «cocinero mayor» deuna manera singular, en que había mucho de repugnanciapropia.
—Pero se parece al gran duque de Osuna—insistió sonriendola reina—, sobre todo cuando se entusiasma.
—Pues peor, señora, peor.
—¡Oh! ¡Peor!
—Sí, por cierto.
—Supongamos, porque estamos rodeadas de misterios, ylos misterios no deben sorprendernos, que ese joven es hijodel duque de Osuna, que bien pudiera ser; dicen que el duqueen sus mocedades ha sido muy galanteador.
—Pues por eso digo que peor: ¡un bastardo! Ni mi padreni yo querríamos semejante enlace.
—¿Ni aun interesándome yo por él?
—Respetar debe el rey la honra del vasallo, como el vasallohonra y reverencia la excelsitud del rey.
—¿Conque no hay esperanza ninguna para ese pobre manceboenamorado?
—Yo le desenamoraré.
—¡Ah! Difícil lo veo.
—Le trataré...
—Como tu corazón te deje tratarle...
—He resistido los amores de unos por muy altos y deotros por muy bajos; resistiré este también. ¿Cree vuestramajestad que á los veinticuatro años y criada en la corte, nohabré tenido ocasión de resistir tentaciones?
—Sí, sí; ya sé que eres una mujer fuerte... una maravilla, yesto es una de las razones del amor que te tengo, Clara.Pero en el asunto de que se trata debo demasiado á ese jovenpara no ayudarle... Aunque creo necesite poca ayuda,creo que él es bastante para hacerse amar de ti.
—Lo veremos—dijo sonriendo tristemente doña Clara.
—Lo veremos. ¿Pero qué hora es ésta?
—Las doce—dijo doña Clara contando las campanadasde un magnífico reloj de pared.
—¡Oh, las doce!... Ya es hora de que tú descanses y deque yo me recoja; hasta mañana, Clara. Di á la camareramayor que me recojo.
—Adiós, señora—dijo doña Clara doblando una rodilla ybesando la mano á la reina.
Margarita de Austria la alzó y la besó en la frente.
Doña Clara salió, y la reina se quedó murmurando:
—Ve, ve á soñar con tu primer amor. ¡Dichosa tú queamas! ¡Dichosa tú que puedes amar!
Y dos lágrimas asomaron á los ojos de Margarita de Austria,que tuvo buen cuidado de enjugarlas porque se sentíanpasos en la cámara.
Se abrió la puerta y apareció la camarera mayor; con ellavenían la condesa de Lemos y la joven doña Beatriz deZúñiga.
La duquesa de Gandía se inclinó profundamente.
—¿Qué os ha sucedido esta noche, mi buena doña Juana?—dijosonriendo la reina—; creo que me habéis creídoperdida y que habéis estado á punto de ofrecer un hallazgopor mi persona.
—¡Ah, señora! Nunca me consolaré de mi torpeza. ¡Nopensar que podía vuestra majestad estar recogida en el lecho!¡Y en qué circunstancias! ¡Cuando su majestad el reyestaba en la cámara!...
—¡Ah! ¡Su majestad!... ¿Y qué mandaba su majestad?
—Me mandaba que le anunciara á vuestra majestad.
—¡Ah! ¿Y ese mandato os causó tanto miedo, que os obscurecióla vista y no reparásteis en mí?
—¡Señora!
—¿Y sin duda dijísteis á vuestra majestad que me habíaperdido?
Nunca la reina había hablado de tal manera á la duquesade Gandía; y era que la buena aventura de aquella noche lehabía dado valor, que se creía de una manera tangible protegidapor Dios y se sentía fuerte.
La duquesa de Gandía, que había anunciado con mala intencióná la reina que el rey había querido verla, al versetratada de aquel modo seco y frío por Margarita de Austria,se turbó.
No estaba acostumbrada á tanto...
—Yo, señora—dijo—, dí al rey la excusa de que vuestramajestad estaba acompañada.
—Retiráos, señoras—dijo la reina á la de Lemos y á doñaBeatriz de Zúñiga—; vuestro servicio ha concluído, no merecojo.
Las dos jóvenes se inclinaron.
La duquesa de Gandía quedó temblando ante Margaritade Austria.
—Debísteis registrarlo todo antes de suponer que yo noestaba en mi cuarto; ¿dónde había de estar, duquesa de Gandía,la reina, sino en palacio y en el lugar que la corresponde...?
—¡Señora!
—Y sin duda, como servís en cuerpo y alma al duque deLerma, le habréis avisado de que yo me habría perdido, y sino se ha revuelto mi cuarto es porque, menos ciega en vuestrasegunda entrada, dísteis conmigo durmiendo. El duquede Lerma, sin embargo, puede haber tomado tales medidasque comprometan mi decoro, y todo por vuestra torpeza.
—¿Vuestra majestad me despide de su servicio?—dijo,sobreponiendo su orgullo á su turbación, la camarera mayor.
—Creo, Dios me perdone, que os atrevéis á reconvenirmeporque os reprendo.
—Yo... señora...
—Me he cansado ya de sufrir, y empiezo á mandar. Continuaréisen mi servicio, pero para obedecerme, ¿lo entendéis?
—Señora... mi lealtad...
—Probadla; id y anunciad á su majestad... vos... vosmisma en persona, que le espero.
—Perdóneme vuestra majestad; el duque de Lerma acabade llegar á palacio y está en estos momentos despachandocon el rey.
—Os engañáis, mi buena duquesa—dijo Felipe III abriendola puerta secreta del dormitorio y asomando la cabeza—;vuestro amigo el duque de Lerma despacha solo en mi despacho,porque yo me he perdido.
Y franqueando enteramente la puerta, adelantó en el dormitorio.
La duquesa hubiera querido que en aquel punto se lahubiera tragado la tierra. Era orgullosa, se veía burlada ensu cualidad de cancerbera de la reina, y se veía obligada átragarse su orgullo.
—Retiráos, doña Juana, y decid al duque que yo estoy enel cuarto de su majestad.
Que vuelva mañana á la hora deldespacho... ó si no... dejadle que espere... acaso tenga quedarme cuenta de algo grave... Retiráos... habéis concluídovuestro servicio; la reina se recoge.
La duquesa de Gandía se inclinó profundamente y salió.
Apenas se retiró, la reina salió del dormitorio, y cerró lapuerta de su recámara, volviendo otra vez junto al rey.
Felipe III y Margarita de Austria estaban solos mirándosefrente á frente.
CAPÍTULO XIII
EL REY Y LA REINA
—¿Qué os he hecho yo para que me miréis de ese modo?—dijoel rey, que pretendía en vano sostener su mirada delantede la mirada fija y glacial de su esposa.
—Hace cinco meses y once días que no pisáis mi cuarto—dijola reina.
—Dichoso yo, por quien lleváis tan minuciosa cuentaMargarita—dijo con marcada intención el rey.
—Esa cuenta la lleva mi dignidad, y la lleva por minutos.
La reina doña Margarita de
Austria.
—¡Ah! exclamó el rey... vuestra dignidad... no vuestroamor...
—¡Mi amor! No lo merecéis.
—¡Señora!
—Hablo á mi esposo, al hombre, no al rey... vos no habéispenetrado como rey en medio de vuestra servidumbre, conla frente alta, mandando; habéis entrado como quien burla,por una puerta oculta que yo no conocía. ¿Quién os obligaá ocultaros en vuestra casa?
—Creo, señora, que la camarera mayor y el duque de Lerma,saben que paso la noche con vos.
—Pero saben que la pasáis por sorpresa.
—No tanto, no tanto.
—Os habéis venido huyendo del duque de Lerma.
—¿Qué hacéis?—dijo Felipe III.
—Ya lo veis, me siento.
—No creo que sea hora de velar, ni yo ciertamente hevenido aquí para trasnochar sentado junto á vos.
La reina no contestó.
—Vos no me amáis—dijo el rey.
—Haced que os ame.
—¡Pues qué! ¿no debéis amarme?
—Debo respetaros como á mi marido; y una prueba de mirespeto son el príncipe don Felipe, y las infantas nuestrashijas.
—¡Ah! ¡ah! ¡me respetáis! ¡y os quejáis de que yo temapasar de esa puerta, cuando en vez de amor que vengo buscandosólo encuentro respeto!
—¿Habéis procurado que yo os ame...?
—Enamorado de vos me habéis visto...
—Pero más de vuestro favorito.
—¡Oh, oh! el duque de Lerma podría quejarse de vos, señora;le acusáis.
—De traición.
—¡Oh! ¡oh!
—Y le estoy acusando desde poco después de mi llegadaá España.
—Pero yo, Margarita, no había venido ciertamente...
—Y yo, don Felipe, que no os esperaba, que hace muchotiempo que no puedo hablaros sin testigos, aprovecho laocasión para querellarme á vos de vos y por vos.
—Pues no os entiendo.
—Es muy claro: tengo que querellarme á vos de vos y porvos, porque don Felipe de Austria ofende al rey de España.
—¿Qué ofendo yo al rey de España? ¿Es decir, que yo, ámí mismo?... pues lo entiendo menos.
—Ofendéis al rey de España, porque abdicáis débilmenteel poder que os han conferido, primero, la raza ilustre dedonde venís, y después Dios, que ha permitido que descendáisde esa raza, entregando el poder real, sin condiciones,á un favorito miserable y traidor.
—¿Habéis hablado hoy con el padre Aliaga, señora?
—No, ciertamente: yo no hablo con nadie más que con laspersonas cuya lista da el duque de Lerma á la duquesa deGandía.
—Os engañáis, porque habláis todos los días y á todashoras con una persona á quien no pueden ver ni la duquesani el duque.
—¿Y quién es esa persona?
—Esa persona es vuestra favorita... la hermosa meninadoña Clara Soldevilla.
—Sería la última degradación á que podía sentenciarmevuestra debilidad, el que yo no pudiese retener una de mismeninas en mi servidumbre. A propósito; es ya demasiadomujer para menina, y voy á nombrarla mi dama de honor.
—¡Y quién lo impide!
—Nadie... pero os lo aviso.
—Enhorabuena: decid á doña Clara que yo la regalo eltraje y el velo y aun las joyas, para cuando tome la almohada.
—Lo acepto, porque ella es pobre y yo no soy rica.
—Ni yo tampoco; pero para un deseo vuestro...
—Os do