El Cocinero de Su Majestad-Memorias del Tiempo de Felipe III by Manuel Fernández y González - HTML preview

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—No creí, no creí que llegase á tanto el malvado ingeniode don Rodrigo. Pero bueno es sospechar mal para prevenirsebien. Alégrome de haberos encontrado, amigo bufón,porque Dios nos descubre marañas que deshacer... y lasdesharemos ó podremos poco. Pero contadme, contadme:¿en qué estado se encuentran los amores del sargento mayory de la mayor cocinera?

El tío Manolillo no contestó; había levando la cabeza, ypuéstose en la actitud de la mayor atención.

—¿Qué escucháis?—dijo Quevedo.

—¡Eh! ¡Silencio!—dijo el bufón levantándose de repente yapagando la luz.

—¿Qué hacéis?

—Me prevengo. Procuro, que si miran por el ojo de la cerradurade la otra puerta no vean luz bajo ésta. Es necesarioque me crean dormido; necesitan pasar por delante de miaposento y me temen. Pero se acercan. Callad y oíd.

—Quevedo concentró toda su vida, toda su actividad, todasu atención en sus oídos, y en efecto, oyó unas levísimaspisadas como de persona descalza, que se detuvieron juntoá la puerta del bufón.

Durante algún espacio nada se oyó. Luego se escucharonsordas y contenidas las mismas leves pisadas, se alejaron,se perdieron.

—¿Es él?—dijo Quevedo.

—El debe ser; pero el cocinero mayor... ¿cómo se atreveese hombre?...

—Francisco Montiño no está en Madrid esta noche.

—¡Ah! ¿pues qué cosa grave ha sucedido para que dejesola su casa?

—Según me ha dicho su sobrino postizo, ha ido á Navalcarnero,donde queda agonizando un hermano suyo.

—¡Oh! entonces el que ha pasado es el sargento mayorJuan de Guzmán.

Y el bufón se levantó y abrió la ventana de su mechinal.

—¿Qué hacéis, hermano? cerrad, que corre ese vientecilloque afeita.

—Obscuro como boca de lobo—dijo el bufón.

—¿Y qué nos da de eso?

—Y lloviendo.

—Pero explicáos.

—¿Queréis ver al ratón en la ratonera junto al queso?

—¡Diablo!—dijo Quevedo—. ¿Y para qué?

Y después de un momento de meditación, añadió:

—Si quiero.

—Pues quitáos los zapatos.

—¿Para salir al tejado?

—No tanto. Por aquí se sale á las almenas viejas, y porlas almenas se entra en los desvanes, y por los desvanes seva á muchas partes. Por ejemplo, al almenar á donde cae laventana del dormitorio del cocinero de su majestad.

—Pues no hay que preguntarme otra vez si quiero—dijoQuevedo quitándose los zapatos.

—No dejéis aquí vuestro calzado, porque saldremos porotra parte.

—Ya sabía yo que érais el hurón del alcázar.

—Como me fastidio y sufro y nada tengo que hacer, husmeoy encuentro, y averiguo maravillas. ¿Estáis listo ya, donFrancisco?

—Zapatos en cinta me tenéis, y preparado á todo.

—No os dejéis la linterna.

—¿Qué es dejar? Nunca de ella me desamparo; cerradaencendida la llevo, y haciendo compañía á mis zapatos.¿Estáis vos ya fuera?

—Fuera estoy.

—Pues allá voy y esperadme. Eso es. ¿Y sabéis que aunqueviejo no habéis perdido las fuerzas? Me habéis sacadoal terrado como si fuera una pluma. Estas piernas mías...parece providencia de Dios para muchas cosas el que yo nopueda andar de prisa ni valerme.

—Dadme la mano.

—Tomad.

—Estamos en los desvanes.

—Mi linterna me valga.

—Nos viene de molde, porque estos desvanes son endiablados.

Fiat lux—dijo Quevedo abriendo la linterna.

Encontrábanse en un desván espacioso, pero interrumpidoá cada paso por maderos desiguales. El bufón empezó áandar encorvado y cojeando por aquel laberinto.

De repente se detuvo y enseñó un boquerón á Quevedo.

—¿Y qué es eso?—dijo don Francisco.

—Esto es una providencia de Dios.

—Más claro.

—Eso era antes un tabique.

—¿Y ocultaba algo bueno?

—Una escalera de caracol.

—¿Y á dónde va á parar esa escalera?

—A muchas partes, entre ellas á la cámara del rey y dela reina, y á las cuevas del alcázar.

—¿Y cómo dísteis con ese tesoro, hermano?

—Buscando un gato que se me había huído.

—Sois el diablo familiar del alcázar.

—Sigamos adelante, que luego volveremos por aquí.

—Sigamos, pues.

Anduvieron algún espacio.

—Dadme la mano y cerrad la linterna.

—¿Hemos llegado?

—Estamos cerca.

Fiant tenebræ—dijo Quevedo cerrando la linterna.

—Ahora venid; venid tras de mí en silencio y veréis yoiréis.

Zumbaba el viento, llovía, y el viento y la lluvia y la obscuridadde la noche protegían á los dos singulares expedicionarios.

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¿Y qué es eso?

Marchaban entre un tejado y un almenar.

De repente el bufón asió á Quevedo, y le volvió sobre suderecha.

Entonces Quevedo vió frente á él una ventana, y por algunosagujeros de ésta el reflejo de una luz en el interior.

Quevedo acercó su semblante y pegó sus antiparras áuno de aquellos agujeros, y el bufón á su lado, se pusoasimismo en acecho.

En aquel mismo punto dió el reloj del alcázar las tres dela mañana.

CAPÍTULO XV

DE LO QUE VIERON Y OYERON DESDE SU ACECHADERO QUEVEDO Y EL BUFÓN DEL REY

Un hombre se paseaba en una habitación muy pequeña yharto humildemente alhajada.

Una estera de esparto, algunas sillas, una mesa sobre laque ardía una lamparilla delante de una Virgen de los Dolores,pintada al óleo, y algunas estampas en marcos negrossobre las paredes blancas, componían todo el menaje deaquella habitación.

Al fondo había una puerta cubierta con una cortinablanca.

Sentada en una silla, junto á una mesa, apoyado en ellaun brazo, y en la mano la cabeza, había una mujer joven yhermosa, pero triste, pensativa y á todas luces contrariada.

Esta mujer era Luisa, la esposa del cocinero mayor de sumajestad.

Blanca, blanquísima, pelinegra y ojinegra, gruesecita, demediana estatura, si no se descubría en ella esa distinción,esa delicadeza que tanto realza á la hermosura, no podía negarseque era hermosa, muy hermosa, pero con una hermosuraplebeya, permítasenos esta frase.

Había en ella sobra de vida, sobra de voluntad, violenciade pasiones, disgusto profundo de su suerte, todo estorepresentado y como estereotipado en su semblante.

Estaba,como dijimos anteriormente, encinta de una manera abultada,y vestía sencilla, más que sencilla, miserablemente.

El hombre que se paseaba en la habitación y hablaba casipor monosílabos y lentamente con Luisa, era un hombre alto,fornido, soldadote en el ademán, en el traje y en la expresión,con cabellera revuelta, frente cobriza, ojos negros, móvilesy penetrantes, mejillas rubicundas y grandes mostachosretorcidos. Vestía una gorra de velludo con presilla deacero, un coleto de ante, cruzado por una banda roja, unaloba abierta de paño burdo que dejaba ver el coleto, la banday un ancho talabarte de que pendía una enorme espada,unas calzas rojas imitadas á grana, y unos zapatos altos.

Este hombre, en el conjunto, podía llamarse buen mozo,uno de esos Rolandos lo más á propósito para volver elseso á ciertas mujeres que pertenecían á cierta clase media,despreciadoras de gente menuda, que no podían aspirará los amores de los caballeros de alto estado, y quese contentaban y aun se daban por dichosas con los amoresde hidalgos del porte y talante del sargento mayor don Juande Guzmán, que era el hombre que hemos descrito, que sepaseaba en el profanado dormitorio de Francisco Montiño yque hablaba por monosílabos con su mujer.

—Es preciso... pues... sí... de otro modo...—decía este hombrecuando el bufón y Quevedo se pusieron en acecho.

Tembló toda Luisa.

—Ha sido herido, casi muerto—añadió el soldadote.

—Pero yo...

—Sí; tú no tienes la culpa de que don Rodrigo Calderónhaya tenido un mal encuentro, pero esto me impide pasar lanoche á tu lado.

—¿Tienes miedo?—dijo Luisa.

—¡Miedo! ¿Y de qué?—dijo Guzmán—; es cierto que todomarido, aunque sea tan ruin y tan cobarde como el tuyo, esrespetable; no sé qué tienen los maridos; pero cuando élllama por allá yo escapo por ahí.

Y el sargento mayor señaló la ventana.

—Bueno es saberlo—dijo para sí Quevedo, probando sisu daga salía con facilidad de la vaina.

—Me alegro por otra parte de que el bueno de Montiñohaya tenido que ir á ver á su hermano. Tenía que hablarte.

—Yo también. Desde el día en que te vi estoy sufriendo,Juan. Primero, porque te amé, luego... porque cuando te améconocí lo horrible que era estar unida para toda la vida conun marido como el mío. Hace seis meses que te escuché, ypoco menos tiempo que te recibí en esta habitación por primeravez. La vida se me hace insoportable, Juan. Yo no puedovivir así. Se pasan semanas y aun meses sin que podamoshablar... me veo obligada á contentarme con verte cruzarallá abajo por lo hondo del patio paseando con ese eternoamigo tuyo de quien tengo celos... me parece que lequieres más que á mí, que á mí me tomas por entretenimiento.

—¡Dios de Dios!—exclamó el sargento mayor, atusándoseel mostacho y parándose delante de Luisa, el un pie adelante,afirmando el cuerpo en el otro y la mano en la cadera;¿pues por qué, buena moza, no estoy yo ahora en Nápoles?

—¿Qué diablos tendrá que hacer este tunante en Nápoles?—pensóQuevedo—; oigamos, y palabras al saco.

—Es que si tú te fueras y no me llevaras, yo moriría depesar.

—Descuida, descuida, paloma mía—dijo volviendo á supaseo el soldado—, que en concluyendo cierta empresa quetenemos acá entre manos, iremos á Nápoles á concluir otra.Tú no sabes bien con qué hombre tratas y qué hombres tratancon él.

—Lo que es el que pasa contigo por los corredores bajosde palacio no me gusta nada—dijo Luisa—, tiene el mirarde traidor.

—¡Ah! ¡Agustín de Avila, el honrado alguacil de casa ycorte! Pues mira, él no dice de ti lo mismo. Sólo se le ocurreun defecto que ponerte.

—Me importa poco.

—Maravíllase mi amigo de que teniendo por amante unhombre tal como yo, puedas vivir al lado de un marido talcomo el tuyo.

—¿Y qué le he de hacer?

—Ya te lo he dicho...

—¡Oh! ¡nunca!... ¡nunca!... ¡qué horror!—exclamó Luisa.

—Pues será necesario que renuncies á verme.

—¡Juan!—exclamó Luisa, cuyos ojos se llenaron de lágrimas.

—Preciso de todo punto: las cosas se ponen de maneraque no se puede pasar más adelante. ¿No oyes que estanoche la reina ha salido á la calle?

—¡Oh! no, eso no puede ser.

—¿Que la amparaba un hombre desconocido?...

—¡Dios mío! ¿pero qué tengo yo que ver con todo eso?

—Que ese hombre ha herido malamente á don RodrigoCalderón.

—¿Y á ti qué te importa?

—Luisa, todo lo que soy, lo debo á don Rodrigo.

—Bueno es ser agradecidos, pero cuando no nos pidenimposibles.

—Nada hay imposible cuando se ama.

—Don Rodrigo no puede pedirte tanto.

—Debo á don Rodrigo el no haber dado en la horca.

—¡En la horca tú! ¿y por qué?

—Por una calumnia. Pero tal, que si no hubiera mediadodon Rodrigo...

—¿Y qué te cargaron?

—¡Bah! ¡poca cosa! Haber envenenado al marido de unaquerida mía.

—¿Y eso es verdad?—dijo estremeciéndose Luisa.

—Ni por asomo; pero como yo era amigo del marido yentraba en la casa aun cuando él no estaba, y la mujer erauna moza garrida, y un día amaneció muerto el marido, ydieron en decir los que le vieron que tenía manchas en elrostro...

—¿Y eso era verdad?

—Pudo serlo, pero no lo era. Pues tanto dijeron y murmurarony hubo tantos que supusieron que yo era el causantede aquella muerte, que dieron con los dos, con ella y conmigo,en la cárcel.

—¡Dios mío!

—Ella murió.

—¿La ajusticiaron?

—Tanto da, porque la pusieron al tormento y no pudoresistir.

—¡Dios mío! ¿Y á ti no te atormentaron?

—Sí, pero el alcalde y el escribano eran amigos; mejor: leshabía hablado don Rodrigo, y aun más que hablado, y lo deltormento quedó en ceremonia. Dos meses después estuvelibre y salvo y declarada mi inocencia, y para satisfacerme,de capitán que era de la guardia encarnada, hízome sumajestad, por los buenos oficios del duque de Lerma, á quiendon Rodrigo había dicho mucho bien mío, sargento mayorde la guardia española: mira, pues, si estoy obligado áservir á don Rodrigo.

—¡Juan! ¡Juan! ¡por Dios! no me obligues á lo que yo noquiero hacer.

—¿Pero á ti qué te importa? Toda la culpa caerá sobretu marido.

—¡Y si le ahorcaran inocente!... ¡no y no!

—Pues bien, no me volverás á ver.

—No, tampoco.

—¿En qué quedamos, pues? ¿no te digo que estoy haciendofalta en Nápoles?

—Echad abajo la ventana con vuestras fuerzas de toro,hermano—dijo rápidamente Quevedo al oído del bufón.

—Paciencia y calma, y dejemos que corra el ovillo—dijoel bufón.

Una ráfaga de viento arrastró las palabras de Quevedo ydel tío Manolillo.

Habíase distraído Quevedo, y cuando volvió á mirar, vióque don Juan de Guzmán mostraba á Luisa un objeto envueltoen un papel, sobre el cual arrojó una mirada medrosa Luisa.

—No, no—repitió la joven—. ¡Qué horror!

—Pues bien—dijo el sargento mayor guardando el papelcon una horrible sangre fría—, no hablemos más de eso.Adiós.

Y se dirigió á la puerta.

—No, no—dijo Luisa arrojándose á su cuello—, lo pensaré.

—Pues bien, piénsalo y... si te resuelves, pon por fuera dela ventana un pañuelo encarnado.

—Bien, sí, ¿pero te vas?

—Es preciso, preciso de todo punto; no puedo detenermeni un momento. No sabes, no sabes lo que sucede.

—¡Oh, Dios mío! ¡y sabe Dios cuándo podremos volvernosá ver!

—Cuando volvamos á vernos será para no separarnos.Pero adiós, adiós, que estoy haciendo falta en otra parte.

-¿Dónde hará falta este pícaro?—dijo Quevedo.

Oyóse entonce un beso dentro de la habitación. Cuandomiró Quevedo de nuevo por los agujeros, ni Luisa ni donJuan de Guzmán estaban en la estancia.

—Nada tenemos que hacer ya aquí—dijo el tío Manolillo.Yo lo sospechaba, pero no había creído que se diesen tantaprisa. ¿Y no haber muerto ese infame de don Rodrigo?¿tenía acaso las manos de lana el bastardo de Osuna? Puesno, cuando su padre daba un golpe no le daba en vano.

—Desengañáos, desengañáos, hermano Manolillo—dijoQuevedo—: hay hombres que tienen siete vidas como losgatos.

Y volvióse bruscamente hacia el almenar, y poniendo enél las manos, exclamó con ronca voz entre las tinieblas:

—¡Ah! ¡infame alcázar, cueva de la tiranía, almacén depecados, arca de inmundicias, maldígate Dios, maldígatecomo yo te maldigo!

—¡Oh!, sí, maldiga Dios estos alcázares de la soberbia,donde sólo se respira un aire de infamia—exclamó el bufón.

—Un día soplará viento de venganza, y estos alcázaresserán barridos como las hojas secas—murmuró con acentoprofético Quevedo—. Pero hasta entonces, ¡cuánto crimen,cuánta sangre, cuántas lágrimas!

—Habéis visto lo alto del alcázar, hermano don Francisco,y voy á llevaros á que veáis lo bajo. Seguidme.

—En buen hora sea, vamos á sorprender al alcázar enotra hora mala.

—Llegamos á los desvanes; bajad la cabeza, hay cincoescalones.

Poco después añadió el bufón:

—Abrid la linterna. Voy á llevaros á la cámara de la reina.

—Vamos, hermano, vamos, y que Dios nos tome encuenta esta aventura gatuna, y el no haberla dado buena deesa infame adúltera y de ese rufián asesino.

—No hubiera sido prudente matar á don Juan de Guzmán;hubiera sido romper una de las cien manos de que se valenlos traidores, y nada más; les sobrarían medios de llevar ácabo sus proyectos, de modo que acaso no podríamos conocerlosy estar á punto para destruirlos. Confiad en mí, queni duermo ni reposo, que estoy siempre alerta, y que comodecís muy bien, soy el mochuelo del alcázar, y que contandocon vos, don Francisco, nada temo. Don Rodrigo se nosescapa; pero juro á Dios, que como el diablo no le ayude...

—Diablo y aun diablos debe tener al lado, cuando estanoche no ha dado con él al traste el bravo Juan Montiño.Pero dejad, dejad, yo tengo una espada tal y tan maestraque ella sola se va á donde conviene y no toca á un hombreque no le mate.

Pero si no me engaño, estamos en el negroboquerón que vos encontrásteis tapiado cuando buscábaisá vuestro gato.

—Y providencia de Dios fué que se me ocurriera destapiarle,porque yo me dije: detrás de ese tabique debe haberalgo, algo que yo no conozco, y eso que me son familiarestodos los escondrijos del alcázar: como que he nacido en él,y en él he pasado los cincuenta años de mi vida. Destapé yhallé con alegría lo que nadie conoce más que yo, y lo quevos vais á conocer. Entremos.

Dirigiéronse al negro boquerón, y Quevedo se encontróen lo alto de unas polvorientas escaleras de piedra, y tanestrecho el caracol, que apenas cabía por él una persona;aquella escalera estaba abierta, sin duda, en el gruesomuro.

Empezaron á descender.

Quevedo contaba los escalones.

A los ochenta, el bufón tomó por una estrecha aberturaabovedada.

La escalera continuaba.

—Por aquí—dijo el bufón.

Y siguió por el pasadizo.

A los cien pasos abrió una puerta, y siguió por el mismopasadizo, que se ensanchaba algo más.

A los pocos pasos se detuvo junto á una puerta situada ála izquierda.

—Mirad—dijo á Quevedo—: esta puerta secreta correspondeal dormitorio de su majestad.

—¡Ah!, ¿y para qué os detenéis? ¿qué vamos á hacer enel dormitorio de la reina?

—Mirad, mirad, y veréis algo que os asombrará.

—¿Y cómo miro? ¿creéis acaso que yo tengo la virtud dever á través de las paredes, como al través del vidrio de misantiparras?

—Yo, para observar, he abierto dos agujeros pequeños.Helos aquí.

—¡Ah! ¡famosa catalineta real!—dijo Quevedo arrimandosus espejuelos á las dos pequeñas perforaciones que le habíamostrado el bufón.

—¡Jesucristo!—exclamó Quevedo en voz muy baja—:¿sera verdad lo que me habéis dicho acerca de ser piezamayor el rey? En el lecho de la reina, más allá de ella, áquien da la luz de la lámpara sobre el bello semblante dormido,hay un bulto. Y en un sillón junto al lecho, vestidosde hombre.

—Y un rosario de perlas.

—¡Ah! ¡es el rey!

—¿Pues quién otro pudiera ser, ahí, en ese dormitorio yen ese lecho?

—¡Maravilla! ¡milagro! ¡y la reina parece feliz y satisfecha,sonríe á sus sueños!

—Guárdela Dios á la infeliz—dijo el bufón—; pero sigamos.

—Duerman en paz sus majestades—dijo Quevedo siguiendoal bufón.

Este se detuvo un poco más allá.

—Aquí hay otra puerta—dijo—, y en ella otros dos agujeros.Mirad.

—¡Ah!—dijo Quevedo mirando—, ¡ah corazón mío! ¡guarda,guarda y no latas tan fuerte, que te pueden oír!

—¿Qué veis, que murmuráis, don Francisco?

—Veo á la condesa de Lemos que vela... y que llora.

—¡Ah! ¿y no se os abre el corazón?

—Abriera yo mejor esta puerta.

—No quedará por eso si queréis; pero luego: seguidme yveréis más.

—¿Y qué más veré?

—Habéis visto á la hija llorando; y es muy posible queveáis al padre rabiando.

—¿Y qué hace en el alcázar su excelencia?

—Ha venido á ver al rey y no le ha encontrado en su cámara:le han dicho que el rey está en la cámara de la reina,y si se le ha puesto saber hasta qué hora están juntos susmajestades, se habrá quedado sin duda en la cámara real;pero hablemos bajo no sea que nos oigan.

—Para no ser oídos, lo mejor es ser callados.

—Aquí—dijo con acento imperceptible el bufón, señalandootra puerta y en ella otros dos agujeros.

El bufón no se había engañado: el duque de Lerma velabaen la cámara real; pero no estaba solo.

En el momento en que se puso en acecho Quevedo, unujier acababa de introducir en la cámara á un hombre vestidode negro á la usanza de los alguaciles de entonces: eraalto y seco, de rostro afilado, grandes narices, expresión redomaday astuta, y parecía tener un doble miedo por el lugaren que había entrado, y por la persona ante quien se encontraba.

—¿Tú eres Agustín de Avila, alguacil de casa y corte?—dijo el duque.

—Humildísimo siervo de vuecencia—dijo el corchetemientras Quevedo apuntaba en el libro de su memoria elnombre y la catadura del preguntado.

—¿Has visto á don Rodrigo Calderón que está herido enmi casa?

—Sí, señor.

—Te habrá dado instrucciones.

—Y las he cumplido, señor; sé quién es el delincuente, ópor mejor decir, los delincuentes.

—Yo debí de haber matado á Francisco de Juara—pensóQuevedo—; á veces la caridad es tonta, estúpida. Acúsomede necio: encerrado me doy.

El alguacil entre tanto sacaba un mamotreto de entre suropilla.

—He aquí las diligencias de la averiguación de ese delito,excelentísimo señor—dijo el corchete.

—Diligencias que habréis hecho vos solo, sin intervenciónde otra persona alguna.

—Sí, señor.

—Leed.

—«Yo, Agustín de Avila...»

—Adelante.

«...llamado por su señoría el señor conde de la Oliva...»

—Adelante, adelante.

«...encontré á su señoría herido malamente...»

—Al asunto.

«...Preguntado Francisco de Juara, lacayo del señor condede La Oliva dónde había estado esta noche desde suprincipio y con qué personas había hablado, dijo: que alprincipio de la noche, su señor le mandó seguir á un embozado;que habiéndole seguido, el embozado se entró en elzaguán de las casas que en esta corte tiene el excelentísimoseñor duque de...»

—Adelante.

«...Que los porteros no dejaron entrar al embozado, quese sentó en el poyo del zaguán. Que el declarante se pusoá esperarle; que á poco entró en el zaguán don Francisco deQuevedo y Villegas...»

—¡Ah!—dijo el duque.

—¡Pecador de mí!—murmuró Quevedo.

«...Que el embozado á quien el declarante vigilaba, hablócon don Francisco, y que amparado por éste, dejáronlesubir los porteros; que el que declara, se quedó esperando;que bien pasadas dos horas, el mismo embozado que habíaentrado en casa del señor duque, salió acompañado del señorFrancisco Martínez Montiño, cocinero mayor de su majestad,y que entrambos rodearon la manzana, y se detuvieronjunto al postigo de la casa de su excelencia, donde estuvieronhablando algún espacio, después de lo cual, el cocineromayor partióse, y el embozado se quedó escondidoen un zaguán frente al postigo de la citada casa de su excelencia.Que el declarante se quedó observándole á lo lejos.Que algún rato después se abrió el postigo de la casa delduque y salió un hombre sobre el cual se arrojó á cuchilladasel embozado que estaba escondido; que á poco las cuchilladascesaron y el embozado y el otro se dieron las manos,hablaron al parecer como dos grandes amigos, y se escondieronen el zaguán.

Que transcurrida bien una hora, seabrió otra vez el postigo y salió un hombre, en quien el declaranteconoció, á pesar de lo obscuro de la noche, por elandar, á su señor don Rodrigo Calderón; que apenas donRodrigo había andado algunos pasos cuando fué acometido,y que queriendo ir el declarante á socorrerle, como era de suobligación, se encontró con el otro hombre, que le esperabadaga y espada en mano, y en quien á poco tiempo conocióá don Francisco de Quevedo. Que siendo el don Francisco,como es notorio, muy diestro, y muy bravo, y muy valiente,y viendo el declarante que no podía socorrer á su señor,tomó el partido de ir á buscar una ronda, y huyó dandovoces. Que á las pocas calles encontró un alcalde rondando,y que por de prisa que llegaron al lugar de la riña, encontraroná los delincuentes huidos y al señor don Rodrigomal herido y desmayado y abierta la ropilla como si hubiesesido robado, rodeado de los criados del señor duque de Lerma,que habían acudido con antorchas; que trasladaron alseñor don Rodrigo á la casa del señor duque, y puesto en unlecho y llamado un cirujano, el alcalde tomó declaración indagatoriabajo juramento apostólico al declarante; y á loscriados del duque.» Esta, excelentísimo señor, es la declaraciónde Francisco de Juara tomada por mí, y á cuyo pieel declarante ha puesto una cruz por no saber firmar.

El duque de Lerma se levantó y se puso á pasear hosco ycontrariado á lo largo de la cámara.

—¿Y no hay más que eso?—dijo después de algunos segundosde silencio.

—Sigue la diligencia de haber buscado al cocinero mayordel rey y de no haberle encontrado.

—¿Pues dónde está Montiño?

—Según declaración de su mujer, Luisa de Robles, ha partidoá Navalcarnero, á donde decía haber ido su esposo ácausa de estar muriendo un hermano suyo.

Preguntada ademássi sabía que acompañase alguien á su marido, contestóque no: pero que podrían saberlo los de las caballerizas,porque siempre que Montiño hace un viaje, lo hace sobrecabalgaduras de su majestad. Luisa Robles puso una cruzpor no saber firmar al pie de su declaración.

—Iríais á las caballerizas.

—Ciertamente, señor, y tomando indagaciones, supe queel señor Montiño había partido solo con un mozo de espuela.Y como sabía las señas del embozado, esto es, sombrerogris, capa parda y botas de gamuza, supe que aquel hombrehabía llegado aquella tarde en un cuartago viejo que me enseñaronen las caballerizas, donde le había mandado cuidarel señor conde de Olivares, cabal